En la época de Adriano se produce un cambio sustancial. El emperador se dejó barba para ocultar una fea cicatriz que tenía en el mentón. Los cortesanos lo imitaron y se impuso la moda de las barbas, aunque en cuanto empezaban a encanecer solían afeitarse para que no se notara la edad. Paradójicamente, como sólo se afeitaban los que huían de las canas, el rostro afeitado simbolizó muy pronto la ancianidad. La moda de la barba perduraría hasta la época de Constantino, en que nuevamente se vuelve al afeitado.
La cosmética romana se basaba en la leche y el masaje. La dama que quería retrasar la aparición de las temidas arrugas se frotaba la cara hasta setecientas veces al día y si quería suavizarse la piel se bañaba en leche de burra. Popea, la esposa de Nerón, llevaba con su equipaje una manada de quinientas burras para este menester.
En el maquillaje se empleaban productos como el comino, que palidece la tez; la linaza, que afina las uñas, y altramuces, que hervidos en vinagre disimulan barros y cicatrices. Las arrugas menores se disimulan con polvo de harina y conchas de caracoles.
Para depilarse se usa ceniza caliente de cáscara de nuez. Los dentífricos son tan pintorescos como variados: harina de cebada con sal y miel o jugo de calabaza adobado con vinagre caliente. El que quería robustecer y abrillantar sus dientes podía masticar raíces de anémonas o de asfodelo u hojas de laurel, pero lo más efectivo era enjuagárselos tres veces al año con sangre de tortuga.
En el capítulo de los adornos personales, la mujer romana era más recargada que la actual. La que podía permitírselo «llevaba encima un patrimonio» (palabras de Séneca) en sortijas, ajorcas, cadenillas, collares, horquillas, cintas de oro, brazaletes y pendientes. Lollia Paulina, esposa de Calígula, acarreaba oro y joyas por valor de cuarenta millones de sestercios.
Con la decadencia, los elegantes acabaron por imitar a las mujeres en el uso de afeites y joyas. En la solemne ocasión de su proclamación, Heliogábalo compareció con los labios pintados de carmín y adornado con collares de perlas, pulseras de esmeraldas y una diadema de diamantes.
El turismo y otros lujos
E
n la antigua Roma, los ricos exhibían sin pudor sus riquezas. La exhibición privada, la discreción y el disimulo son conductas relativamente recientes, que no se remontan más allá de Marx. En la Roma imperial, dueña y señora de los recursos del mundo, la clase privilegiada amasaba enormes fortunas. A veces, literalmente, no tenían donde meter el dinero. Por tanto, el lujo más extravagante y el despilfarro eran comunes. Muchos severos tratadistas señalan esta conducta como causa fundamental de la degeneración del otrora austero ciudadano romano, lo que, a la postre, traería aparejada la decadencia del imperio. La tendencia al lujo se había iniciado ya en la época republicana. De hecho, desde el año 161 a. de C. se venían promulgando leyes suntuarias, a las que nadie hacía mucho caso, cierto es, para limitar los gastos de fiestas y banquetes. En la época imperial el derroche del poderoso se hace casi obligado si no quiere que lo tilden de mezquino. Ningún aristócrata conseguirá ascender en política si no es a costa de cuantiosos dispendios privados y públicos. El populacho espera y exige que cada nuevo cargo público se inaugure con juegos. El que obtiene un cargo, el que se casa, el que impone a su hijo la toga viril, tiene que celebrarlo gastando una fortuna en juegos gratuitos para el pueblo y banquetes para los allegados y clientes de la familia. Las sucesivas leyes suntuarias que intentan limitar este despilfarro quedan en letra muerta.
Ni siquiera son obedecidas por los propios emperadores que las promulgan.
Conocidos son los gastos extravagantes de personajes como Heliogábalo, que pagaba millones por un frasquito de perfume y que, en una ocasión, asfixia a varios invitados bajo una bienintencionada lluvia de pétalos de rosa. Los cortesanos imitan al emperador. En Pompeya, el año 61, el magistrado Claudio Verus hace perfumar todo el anfiteatro para regalo de la plebe sudorosa y maloliente en él congregada. Todos compiten por la posesión de muebles, tapices, vajillas, trajes bordados en hilo de oro, ungüentos de Arabia, sedas de China, esmeraldas de Escitia, cristal egipcio, tintura de Batavia, «garum» hispánico, espejos griegos (todavía enteramente metálicos). Se pagan fortunas por pájaros exóticos, loros y papagayos y por el capricho de poseer fieras amaestradas. En un tiempo en que ni siquiera el gato está domesticado, Augusto tuvo un tigre, Domiciano y Caracalla un león; Heliogábalo los superó a todos: él uncía tiros de leones a carros y tuvo leopardos sueltos en su palacio. Naturalmente, a todos estos animales se les limaban los dientes y se les recortaban las uñas.
Esta compulsiva tendencia al despilfarro, propiciada y aplaudida incluso por los indigentes romanos que no tenían donde caerse muertos, es posible que tenga las mismas razones psicológicas que explican la destrucción ritual de riqueza por parte de ciertos pueblos primitivos. Pero analizar antropológicamente este aspecto del asunto nos llevaría demasiado lejos, así que lo dejaremos en la mera anécdota.
—¿En qué se parece Roma a una ciudad sitiada? —pregunta, de sopetón, Cayo Sempronio Semproniano.
—Pues no sé —admite Daciano.
—En que los que estamos dentro queremos salir y los que están fuera quieren entrar.
Antiquísimo chiste que algunos ingenios han aplicado, también, al matrimonio.
Como todos los romanos con posibles, nuestros amigos Cayo y Daciano poseen una segunda residencia fuera de la ciudad, una «villa» rústica en la que suelen pasar el verano para escapar del calor, de la malaria, de los ruidos y de los otros agobios de la urbe. Las mejores villas de recreo están en los Apeninos, en la Campania, en los alrededores de Nápoles y, por supuesto, en el Lacio.
Pero, como buenos romanos, nuestros amigos son aficionados a ver mundo.
Muy a menudo se han unido al corro de los ociosos que escuchan embobados, en cualquier rincón del Foro, a un mercader que narra sus largos viajes a exóticos y remotos países hoy llamados Polonia, Suecia, la India e incluso China.
Daciano es aficionado a la montaña; Cayo prefiere la playa. Alega Daciano que en las alturas boscosas de los Apeninos, donde está enclavada su «villa», el aire es más limpio y refrescante en verano y la vida resulta, en conjunto, mucho más sana puesto que el día se reparte entre las sosegadas lecturas, los largos paseos, la absorta soledad de la caza o de la pesca y el estimulante ejercicio de los juegos de pelota. Ese programa no convence a Cayo. Él, como el emperador Adriano, necesita mayor animación y movimiento. Este año ha alquilado un trozo de terreno y una casa en Bayas, la playa de moda, a la que los veraneantes romanos acuden cada año en mayor número con el pretexto de tomar las aguas. Si nos damos un paseo por la playa notaremos que casi todos los romanos saben nadar, pues son muy pocos los que se exhiben con flotadores de corcho o vejigas hinchadas. No obstante, el interés por el baño parece secundario. A lo que se dedican más porfiadamente es a hacer amistades con veraneantes del sexo opuesto. En estas playas la moral se relaja mucho más que en la ya bastante corrompida Roma. Si damos crédito a sus muchos detractores, la vida que lleva el turista medio en Bayas dista mucho de ser edificante. Séneca llama al lugar «posada de los vicios» («sedes luxuriae et vitiorum diversorum»); Propercio asegura que aquella ciudad es enemiga de la castidad femenina (y, no obstante, se le hace la boca agua contemplando a su amada, la hermosa Cintia, entregada a «la ola fácil que se hiende al juego alternado de sus manos» para luego «descansar en una playa solitaria»). Marcial encomia la prodigiosa transformación de cierta dama que llegó a Bayas más virtuosa que Penélope y salió de allí más lasciva que Elena.
La «jet set» romana pasa la primavera y el verano en la lujuriosa Bayas, entregada a sus fiestas y amoríos, pero en cuanto asoma el rostro severo del invierno trashuma a Canope, donde hay mejores alojamientos y el ambiente es más distinguido.
Para los muy inquietos y buscadores de nuevas sensaciones, la oferta es mucho más amplia: pueden ir a Grecia, al Asia Menor, a Sicilia, a Egipto… Los hay que no se pierden las fiestas de Dionisos en Atenas, ni los juegos nemeos en Argos, ni los píticos en Delfos. Otros, con el pretexto de la salud, visitan los balnearios y santuarios de Esculapio en Kos o en Epidauro. Los estudiosos acuden a los centros de cultura: Atenas, Alejandría, Antioquía, o, si se quiere pasar por filósofo, a Tarso.
Los meramente curiosos que desean despertar la envidia de sus vecinos se embarcan en la aventura de trasponer a Egipto para ver las pirámides, o a Cádiz, en el fin del mundo, para contemplar las míticas columnas de Hércules o, si el presupuesto no da para tanto, suben al Etna, sin salir de casa, para ver el cráter por dentro, lo que da lugar a que una floreciente industria turística se instale al pie del volcán.
Lo malo de casi todos los viajes es que hay que embarcarse y el romano es poco aficionado al proceloso mar.
Además, la travesía, a una velocidad máxima de cinco nudos (hoy fácilmente triplicada), resulta incómoda y aburrida. Dice Dión Crisóstomo: «Si hace buen tiempo muchos pasajeros pasan el rato jugando a los dados o cantando o comen sin parar; pero en cuanto asoma la tormenta se lían la túnica a la cabeza y aguardan acontecimientos. También los hay que se acuestan e intentan dormir y no se levantan hasta que han entrado en puerto». Estas actitudes se comprenden: los navíos n hacían concesión alguna a la comodidad del viajero. El buque grande, par el transporte de pasajeros, no existe. Aunque el «Acatus», en tiempos de Augusto, lleve mil doscientos viajeros de Alejandría a Ostia (duración media de la travesía: 18 días), su principal cometido sigue siendo la carga de cereales y productos manufacturados. Las únicas embarcaciones específicamente dedicadas a pasaje suelen ser pequeñas y de cabotaje («phaseli, victoriae»). Sí existe, en cambio, lo que podríamos denominar yate de recreo: Calígula se hizo construir un palacio flotante adornado con columnatas y jardines y provisto de baños, con el que recorría la costa entre Ostia y Tarento echando ancla en caletas y solitarias playas o donde placía a su caprichosa voluntad.
Lo malo del turismo masivo residía, como ahora, en que el afán de visitar muchos lugares en poco tiempo mataba el placer que uno podía encontrar en cada uno de ellos. Séneca censura esta absurda inquietud del turista:
—Se emprenden viajes sin tener a dónde ir. «Vamos ahora a la Campania». En seguida se cansa uno de aquellos hermosos parajes. «Hay que ver sitios agrestes, vayamos a las selvas de los Abruzos y de la Lucania». Pero en medio de los páramos se echa de menos un lugar ameno en el que se explayen los ojos cansados ya de contemplar asperezas. «Vamos a Tarento y su puerto famoso, al clima benigno de sus inviernos, a la región opulenta de aquellas antiguas gentes».
Pero entonces echamos de menos los aplausos y el griterío y la visión de la sangre humana derramada: «Volvamos a Roma». Así es como se emprende un viaje después de otro y un espectáculo sigue a otro espectáculo.
Luego estaban aquellos a los que sus débiles economías o sus quehaceres no permitían veranear, es decir, la inmensa mayoría de la población de Roma. Éstos se conformaban con pasar los calores de la tarde en las amenas pero atestadas riberas del Tíber o en los otros espacios despejados donde se podía tomar el fresco: el pórtico de Pompeyo, los alrededores de los teatros y de los circos, el templo de Apolo en el Palatino…
Finalmente, nuestro amigo Cayo ha decidido que este año irá a Nápoles y piensa hacerlo utilizando el transporte público. Nos aventuraremos a acompañarlo. Marchamos con él a la Porta Trigémina, que es la estación de autobuses de la Roma de los Césares.
Se encuentra en las afueras porque, como ya sabemos, está prohibido que los carros circulen de día por la congestionada ciudad. El transporte que vamos a tomar es una «raeda» de alquiler, especie de berlina que tiene espacio para carga de personas y de equipajes. Si el viaje fuese más corto quizá nos hubiese convenido más un «cisium», calesín veloz que viene a ser el taxi de los romanos, o un «essedum», que es el intermedio. No quisiéramos distraer al lector de la contemplación del paisaje (el campo está precioso en esta época del año a lo largo de la vía Apia), pero hemos de advertir que la oferta romana de modelos de vehículos es mucho más extensa: está el utilitario «plaustrum» de dos ruedas, que no hay que confundir con los sucintos «currus» que compiten en el circo; o el «serralum», coche familiar, fiable y práctico. Existe incluso el coche ambulancia («arcera») para el transporte de enfermos. Todos ellos están tirados por dos, cuatro o seis caballerías. Luego están los que no tienen ruedas: la consabida litera y la silla de manos.
El viajero que se pone en camino por una de las espléndidas calzadas enlosadas que comunican Roma con los más remotos confines de su imperio (lo que revela que su finalidad primordial es la militar: posibilitar el rápido traslado de tropas), puede optar por cualquiera de los tres medios tradicionales: a pie, a caballo o en coche.
El vehículo es lo menos fatigoso pero también tiene sus inconvenientes. Hay que contar con «la lentitud de los carros, las ruedas atascadas en el barro, los baches de los caminos, las piedras sueltas, los árboles caídos, los campos encharcados, las cuestas…». A pesar de tan agorera relación, nos hemos puesto en camino.
Como viajamos en carro cubriremos etapas de unos sesenta kilómetros diarios. Estos grupos de caminantes que vamos dejando atrás se conformarán con hacer jornadas de cuarenta kilómetros. Observamos con curiosidad que todos ellos van provistos de talega o alforjas donde guardan los alimentos, y que visten una especie de amplia capa («abolla» que les sirve de abrigo y de manta. Aunque caminan agrupados, no hablan entre ellos más que cuando hacen un alto para descansar al lado de una fuente o a la sombra de un grupo de cipreses de los que, de trecho en trecho, alegran la monotonía de la carretera. Esta costumbre de viajar en grupo tiene mucho que ver con la inseguridad de los caminos. Ni siquiera en los de Italia, a cuatro pasos de la capital del imperio como quien dice, se siente uno completamente seguro. Se cuentan terribles historias, quizá un punto exageradas, de los ladrones y salteadores que infestan los caminos. No sólo te despojan de todo lo que llevas, sino que, como calculen que le pueden sacar unas monedas a tu familia, te mantendrán secuestrado hasta que reciban un crecido rescate que te dejará en la ruina.