No es frecuente que la lógica tensión que precede al combate haga perder los nervios a algún gladiador, pero, en cualquier caso, si tal cosa ocurre y alguno da muestras de irresolución o cobardía, los funcionarios del anfiteatro lo obligan a combatir dándole de latigazos o azuzándolo con hierros candentes.
El gladiador vivía peligrosamente.
Era previsible que su carrera fuese corta. No obstante, algunos vivían lo suficiente como para hacerse con un nombre y ascender de categoría. Incluso podían recobrar la libertad y retirarse del oficio con una decorosa fortuna. Una marca de este ascenso era el conocimiento de sus apodos en los círculos de los aficionados.
«Destructor», «Terror», «Furor»… éstos eran los «meliores», veteranos luchadores, robustos, ágiles y conocedores de todos los trucos del oficio, que cobraban —o sus amos— hasta quince mil sestercios, cuando la tarifa normal de los gladiadores ordinarios («gregarii») no pasaba de los dos mil.
La ley establecía que el «editor» estaba obligado a presentar igual número de «meliores» que de «gregarii».
Si no encontraba «gregarii» suficientes tenía que cubrir los huecos con «meliores» pero cobrándolos al precio de los más baratos. Estamos hablando, por supuesto, de los grandes juegos estatales en los que se movían cientos de miles de sestercios. En los del año 35 a. de C., César hizo intervenir a trescientas parejas de gladiadores. Esto fue, verdaderamente, un derroche. Augusto estableció, en el año 22, que el número máximo de parejas por espectáculo sería de cien y además redujo los juegos de primera categoría a dos anuales. No siempre se respetó este límite. En una memorable ocasión el hispano Trajano organizó unos juegos que duraron más de tres meses. En ellos intervinieron 4912 parejas de gladiadores. Pero este caso es excepcional. Un número razonable de combatientes fue el que intervino en el año 61 en Pompeya: treinta parejas en cinco días de actuación.
Al margen de los magnos espectáculos oficiales, continuaron existiendo los mucho más modestos juegos funerarios ofrecidos por ciudadanos privados. Abusando del paralelo taurino, podríamos equipararlos a las modestas capeas de los pueblos. Lanistas de poca monta suministraban cuatro o cinco parejas de remendados gladiadores, llamados «sestertarii» por su baratura, auténtica carne de cañón. Era raro que muriera uno de éstos porque en el contrato se especificaba una cifra por el alquiler y otra mucho más elevada por la muerte. El público se mofaba de sus calculados golpes y se ensañaba con ellos insultándolos y gritándoles las expresiones de tongo al uso, mientras los pobres diablos aguantaban el chaparrón y procuraban herirse levemente, con profesional destreza, sobre los callos de anteriores heridas, de manera que la pérdida de sangre fuera lo suficientemente escandalosa como para aplacar las iras del respetable.
Muchos mosaicos romanos nos han conservado, como en la inocencia de un cómic torpemente dibujado, escenas de combate de gladiadores. En casi todos ellos podemos apreciar que se trata de hombres robustos, bien alimentados, de anchas espaldas y poderosa musculatura. Algunos tienen el potente cuello más ancho que la cabeza y una expresión perfectamente brutal en el rostro, lo que nos trae a la memoria unas palabras del malhumorado Séneca: «¡Qué músculos y qué hombros tienen los atletas, pero qué vacías están sus cabezas!». Uno entiende que la vida que arrastraban estos desgraciados no fuera la más idónea para el cultivo de las facultades del intelecto. En cualquier caso, el origen de la mayoría de ellos también nos puede explicar muchas cosas. Algunos eran prisioneros de guerra; otros, esclavos alquilados por sus dueños; otros, hombres libres condenados a trabajos forzados que aceptaban convertirse en gladiadores con la remota esperanza de poder alcanzar algún día la libertad.
También los había condenados a muerte por este procedimiento («noxi ad gladium ludi damnati»). Y, finalmente, frente a este grupo de forzados, había otro de voluntarios («auctorati»): aventureros, malhechores, soldados licenciados sin oficio ni beneficio, pero también, en algún caso, individuos pertenecientes a la clase ecuestre e incluso a la senatorial, lo que, en los viejos tiempos, hubiese resultado escandaloso. Nadie entonces podía imaginar que algún día, con la mudanza de los tiempos, los propios emperadores (Calígula, Nerón, Cómodo) descenderían a la arena para ejercitar sus armas en combates desvergonzadamente amañados. Los hombres libres que se metían a gladiadores habían de renunciar a sus libertades y derechos mediante solemne juramento en el que aceptaban «dejarse azotar con varas, quemar con fuego y matar con hierro».
Los gladiadores se entrenaban, de acuerdo con un exigente programa, en ciertos cuarteles o escuelas donde vivían en régimen de internado. Al principio estas escuelas fueron privadas, más tarde estatales. Las más famosas estuvieron en Capua y fueron creación de César y de Nerón («ludus gladiatorius Iulianus» y «Neronianus», respectivamente). También las hubo en Egipto, en Hispania y en las Galias. Los instructores («doctores») solían ser antiguos gladiadores ya retirados, viejas glorias trinchadas de orgullosas cicatrices que se las ingeniaban para transmitir a sus nuevos reclutas la experiencia de toda una vida jugándose la piel en el anfiteatro.
Otra modalidad de combate espectacular era la «naumaquia» o batalla naval, mal definida a veces como simulacro puesto que lo único simulado era el mar. En atención a los espectadores solía celebrarse en lagos naturales, en estanques o en anfiteatros inundados. Los barcos que se enfrentaban eran reales y también lo era la mortandad de los combatientes. Augusto preparó uno de estos estanques, de casi dos kilómetros de contorno, e hizo intervenir a más de dos mil hombres en la lucha. Algunas veces se reproducían batallas históricas bien conocidas por el público, como la de Salamina. El montaje de estos espectáculos resultaba tan complejo y oneroso que después del derrochador siglo
I
se abandonaron. En realidad, a la larga, todos los «ludi» seguirían la misma suerte, fuera por motivos humanitarios o simplemente económicos. Constantino los prohibió en 325, aunque siguieron celebrándose esporádicamente hasta 399. Las luchas de los gladiadores no constituían el único espectáculo sangriento del anfiteatro romano, ni siquiera el más sangriento. Desde nuestra moderna sensibilidad resulta más chocante aún la ejecución pública de condenados a muerte con procedimientos teatrales. Nos referimos a los condenados «ad bestias» para satisfacer la demanda de espectáculos sangrientos del pueblo romano. En un principio se les ataba simplemente a postes de madera y se soltaban fieras hambrientas para que dieran cuenta de ellos. Más adelante, se les dejaba libres y sucintamente armados para que amagasen una defensa, con lo que se añadía emoción al espectáculo, pero el resultado era el presumible: vencían las fieras y se los comían. Finalmente, alguien caviló algo más perverso e imaginativo: los condenados eran disfrazados de personajes mitológicos o históricos que hubiesen tenido un fin desastrado y así el culto público podía reconocer a un Orfeo que toca la lira hasta que es descuartizado por los leones, a una Lucrecia que es violada y luego se suicida, un Ícaro que se precipita, con sus fingidas alas de cera, desde gran altura y va a despanzurrarse contra el suelo, a los pies de los espectadores, o el héroe latino Mucio Escévola que se deja quemar el brazo (el histórico lo hizo voluntariamente, sus desafortunados imitadores del anfiteatro no tenían otra alternativa si no querían bañarse en una caldera de pez hirviendo), o Pasífae que, en figura de vaca, es poseída por un toro.
Otros dos tipos de espectáculo hacían las delicias del público del anfiteatro: los enfrentamientos de hombres contra animales feroces («bestiarii») y las peleas de animales entre ellos («venationes»). En tiempos de la república las «venationes» venían a ser la segunda parte del programa después de las luchas de gladiadores, pero con el imperio constituyeron espectáculo aparte. El Coliseo estaba especialmente diseñado para este menester, puesto que contaba con una serie de subterráneos pasillos, celdas, jaulas y montacargas que permitían hospedar animales, separados según sus especies, e irlos soltando de modo conveniente a lo largo del espectáculo. Todo el imperio contribuía con exóticos animales: hipopótamos del Nilo, jirafas del Sur, elefantes de Libia, tigres de Hircania, osos y jabalíes del Rin y del Danubio, cabras salvajes de Hispania, leones de Tesalia y del Atlas. Al igual que en el combate gladiatorio, la lucha entre fieras procuraba ser una armonización de contrarios. Nunca se enfrentaban animales de parecida especie: los toros luchaban contra los rinocerontes, los elefantes contra los osos, los tigres, toros o jabalíes, contra los leones.
Algunos campeones se especializaron en la lucha contra determinadas fieras y lograron fama y fortuna ejerciendo este peligroso menester. Un tal Carpóforo llegó a matar veinte en un día, récord que sorprenderá al torero más animoso. Algunos emperadores y aristócratas se esforzaron por participar en este tipo de lucha, pero el infeliz león que Nerón asesinaba era un «preparatus leo» al que habían limado los dientes y suprimido las garras. El público se hacía el bobo y aplaudía a rabiar.
La posteridad ha rechazado, horrorizada, estos sangrientos espectáculos que deleitaban al pueblo romano. «No logramos siquiera comprenderlos —escribe un historiador moderno—. Es una mancha de oprobio que no se borra». Sin embargo, curiosamente, los intelectuales romanos no estuvieron en contra de los juegos, con la posible excepción de nuestro compatriota Séneca. Y estos hombres nos muestran en sus escritos que no eran insensibles. Ellos no pertenecían, desde luego, a la plebe embrutecida y ciega de la superpoblada ciudad, a la que se daba pan y circo para que se mantuviese alejada de posibles reivindicaciones sociales. Quizá si alguno de aquellos autores romanos hubiese vivido hoy se habría atrevido a justificar de algún modo los juegos, dándoles, podemos presumir, una explicación psicológica. Parece que existe un impulso de violencia que es la raíz de una tensión biológica, emotiva y espiritual. Es lo que a veces se ha llamado, por seguir patrones culturales antiguos, violencia dionisíaca. Por supuesto, se trata de algo inaceptable para nuestro código cultural en el que la cólera y la agresividad son tendencias malignas. Ese código no tiene en cuenta que la agresividad, como la sexualidad, están, por así decirlo, programadas filogenéticamente. Algo que los romanos y los otros pueblos antiguos instintivamente sí tuvieron en cuenta. Por lo tanto, en lugar de intentar abortar la violencia condenándola simplemente, se esforzaron en limitarla encauzándola por canales positivos, es decir, ritualizándola, para que surtiera el efecto catártico de toda representación simbólica. En el ritual religioso primitivo, el sacrificio de la vida humana es básico: para que la vida siga debe primero destruirse. De aquí proceden los ritos sacrificiales y la tendencia compulsiva al derramamiento de sangre.
Se contraponen dos impulsos elementales: vida-muerte (Eros-Thanatos), se ritualizan y se consagran a la divinidad. De este modo se liberan los aspectos ingobernables de la naturaleza instintiva. Nosotros, por el contrario, hemos optado por la represión del sentimiento: anulamos el impulso destructor declarándolo malvado y nos reprimimos psicológicamente con complejos de culpa. Aunque, como la naturaleza humana es la misma después de los dos mil años transcurridos, nos complacemos de modo vergonzante en contemplar la ritualizada violencia en el cine y en los noticiarios de televisión, donde cada día asistimos a muchas muertes, algunas de ellas reales. Incluso apreciamos las escenas «de circo» en las películas de romanos, donde volvemos a presenciar, con un conveniente gesto de reprobación, el degüello gladiatorio o el descuartizamiento de la bella cristiana por las fieras.
Teatro
Y nos queda el teatro, el más frecuente, barato y culto de los «ludi», motivo por el cual quizá fuese menos popular que los otros. Quizá sea excesivo llamarlo espectáculo culto.
La verdad es que al pueblo romano nunca le gustó la elevada tragedia.
Los espectadores se inclinaban por el «mimo», género de comedia, a menudo francamente desvergonzado y obsceno, que hacía las delicias del pueblo con sus continuas alusiones sarcásticas a personajes de la vida pública o a los sucesos de actualidad que daban que hablar en los mentideros de una ciudad tan chismosa como Roma. Los mimos más subidos de tono se representaban con ocasión de los «ludi florales» (hacia el 28 de abril). Éstos llegaron a superar lo pornográfico cuando Heliogábalo dispuso que todas las acciones se representaran con el mayor verismo, acto sexual incluido. También había un espacio para la crueldad: en la famosa pieza teatral «Laureolus», que contaba las hazañas de un escurridizo bandolero que finalmente es capturado y crucificado, la última escena terminaba con la crucifixión real de un condenado a muerte, que en el último momento ocupaba el lugar del actor principal.
Entonces como ahora había actores ricos y actores pobres y había estrellas que, aunque fueran torpes en su oficio, eran famosas por su belleza.
Sus admiradores ricos las invitaban con frecuencia a banquetes y fiestas íntimas.
Una de las emociones que la plebe buscaba en el teatro era la de la lotería gratuita. Era costumbre obsequiar a los espectadores con pequeños regalos: comida, bebida o billetes de tómbola que daban opción a diversos premios no siempre deseables: un manojo de rábanos, una mosca, una bolsa de monedas de oro… La gente bien procuraba ausentarse del teatro antes de que la plebe la pisoteara o desgarrara sus vestidos en la rebatiña por alcanzar las papeletas que se lanzaban al aire.
Los primeros teatros, de madera, dieron paso a los de piedra, de los que existieron tres en Roma: el de Pompeyo, que acomodaba a treinta mil espectadores, el de Balbo y el de Marcelo, terminado por Augusto, del que quedan partes importantes incorporadas a una casa de vecinos. Éste tenía capacidad para catorce mil espectadores.
Los cristianos nunca vieron con buenos ojos esta escuela de lascivia —Tertuliano— del teatro. Fue una de tantas manifestaciones del paganismo que perecería con la propia Roma.
Clases de gladiadores
Los gladiadores se enfrentaban casi siempre por parejas. Para añadir emoción al encuentro, cada luchador iba armado de forma diferente y en cierto modo complementaba a su contrario.