Roma de los Césares (24 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

La misma variedad encontramos en las posturas y suertes del amor. Cuando examinamos la iconografía sexual transmitida en frescos, grabados, cerámica y medallas, tenemos la impresión de que los romanos conocieron y practicaron todas las posibles posiciones del amor. Por ejemplo: a la postura del varón tendido boca arriba y la mujer a horcajadas sobre él la denominaron, épicamente, «caballo de Hermes». También fueron duchos en las combinaciones tripartitas que hoy pueda ofrecer la más imaginativa pornografía, lo que no quiere decir que estuvieran socialmente admitidas. Al emperador Claudio se le censuraba que se acostase con dos mujeres a un tiempo; al pío Tertuliano le horroriza la felación («fellatio», claro), que él compara con la antropofagia. Si exceptuamos los de lujo, que estaban instalados y alhajados como auténticos palacios, los prostíbulos romanos solían ser locales lúgubres, oscuros y malolientes. Básicamente se componían de un vestíbulo, donde estaba la madame («lena») o el rufián («leno»), que cobraban por adelantado a los clientes, y una serie de mínimas celdas en las que apenas quedaba espacio para acomodar una estrecha cama cubierta por un astroso colchón y un cobertor. En algunos casos, un poyo de mampostería hacía las veces de cama. En la puerta de cada celda se inscribía el nombre de la ocupante, casi nunca el verdadero. Entonces como ahora, las suripantas gustaban de escoger sonoros nombres de guerra.

Recordemos que la emperatriz Mesalina, bajo cuya venerada advocación se titulan hoy dudosas casas de masajes y manufacturas de ropa de cama, cuando bajaba al prostíbulo se hacía llamar Licisca.

Los dueños de los prostíbulos adquirían su mercancía humana por diversos procedimientos. Algunas chicas habían sido niñas pobres abandonadas en la infancia y recogidas y criadas por un explotador con vistas a dedicarlas al oficio en cuanto alcanzasen la sazón; otras eran esclavas adquiridas en el mercado. También las había de origen penal. Además, las condenadas a las minas estaban obligadas a ejercer la prostitución con sus vigilantes, y otras, finalmente, se cedían a las escuelas de gladiadores para el servicio de sus internos.

Fuera de los prostíbulos, la lujuria romana encontraba variados lugares y ocasiones para satisfacerse. Había fiestas anuales, principalmente las «lupercalia» y los «ludi florales» (en torno al 28 de abril), propicios al desenfreno y bastante equiparables a los modernos carnavales de ciertos lugares. También existía la posibilidad de propiciar encuentros íntimos en el teatro, aquella «escuela de lascivia» contra la que tronaba el indignado Tertuliano. Y, finalmente, estaba el amor adúltero que debía de ser muy frecuente. Entre la masa de población ociosa de Roma es natural que existieran auténticos profesionales especializados en rendir virtudes femeninas. Nuestro buen amigo el poeta Marcial disiente de esta opinión. Para él ni siquiera hay que ser un experto para rendir la virtud de una dama de su tiempo:

—Hace tiempo que me pregunto si existe en la ciudad una mujer capaz de decir no. Tengo comprobado que ninguna se niega, como si fuera vergonzoso emplear la palabra «no».

—¿Entonces, ninguna es casta?

—¡Las hay a miles!

—Y ¿qué hacen las castas?

—No te dicen que sí, pero tampoco te dicen que no.

Es decir, que era cuestión de insistir. Los desvergonzados poetas se habían inventado la expresión «carrera amorosa» («militia amoris»). Lamentablemente para ellos, el carácter especulativo de la sociedad romana se manifestaba también en estos íntimos dominios. Aunque la mujer fuese casada y rica, esperaba un compensación económica por sus favores: un regalo caro, algún costoso capricho que aliviara la mala conciencia de estar entregando su mayor bien a cambio de nada…

El misterioso sentimiento que llamamos amor raramente se disociaba del sexo. El caso es que a veces notamos en el romano comportamientos que podrían inducir a pensar que ya sentía la presencia del amor comtemplativo tan en boga en otras épocas. El jugador solía invocar el nombre de la divinidad, pero también el de su amada, al lanzar los dados sobre el tablero; el alegre bebedor solía brindar por el nombre de su amada de un modo harto espectacular y curioso: trasegando una copa por cada una de las letras que lo componían. Cuando el nombre era largo, los resultados debían de ser devastadores. Era una suerte que en los banquetes hubiera, como ya vimos, un moderador que establecía la cantidad de agua que había que mezclar con el vino de cada comensal.

Capítulo 22

Circo y gladiadores

D
os cosas solamente anhela el pueblo: pan y espectáculos», escribe Juvenal. Los espectáculos públicos («ludi») que apasionaban a los romanos eran de tres clases: las carreras en el circo y luchas de gladiadores en el anfiteatro («ludi circenses»), y las comedias en el teatro («ludi scaenici»). El cristianismo acabará con todo. Para los píos padres de la Iglesia, «el teatro es lujuria, el circo ansiedad y la arena crueldad».

La pasión de los romanos por las competiciones de carros es comparable a la que hoy se siente por el fútbol.

Cuando había carreras, la ciudad aparecía desierta y silenciosa pues la multitud se había concentrado en el circo. A menudo se producían desgracias en aquellas delirantes aglomeraciones. En la naumaquia que ofreció César en el año 46 a. de C., la afluencia de público fue tal que muchos espectadores murieron aplastados por la multitud, entre ellos dos senadores. El clamor de los espectadores ante las incidencias del espectáculo podía percibirse en toda Roma.

Séneca se queja, como es natural en él: «El gruñido confuso de la muchedumbre es para mí como la marea, como el viento que choca en el bosque, como todo lo que no ofrece más que sonidos ininteligibles».

La pasión que los distintos equipos despiertan en sus seguidores nos parecerá también absolutamente moderna a los que vivimos en la era del fútbol: «Roma entera está hoy congregada en el circo —escribe Juvenal—; un gran clamor llega a mis oídos, por lo que deduzco que va ganando el verde. Pero si perdiera veríamos la ciudad tan triste y abatida como cuando se perdió la batalla de Cannas».

Todos los «ludi» tienen un origen sagrado. Las primeras carreras de carros comenzaron a celebrarse en honor de una deidad agrícola e infernal, Consus, en la que se conjuraban los poderes germinadores de la tierra. Ello explica que las carreras formasen parte de los «ludi cereales» o «cerealia» por las cosechas de abril.

La víspera de los juegos era día sagrado. Se celebraba una solemne procesión («pompa»), seguida de sacrificios propiciatorios a los que asistían los atletas. Otra procesión abría solemnemente los «ludi». Su itinerario era invariable: salía del sagrado Capitolio, atravesaba el Foro y el barrio etrusco, el Velabro, el Foro Boiario y terminaba en el interior mismo del circo. Al igual que las modernas procesiones de Semana Santa —salvadas sean todas las distancias— va presidida por una autoridad, en este caso el delegado de festejos («editor») y exhibe las imágenes de los dioses sobre andas y tronos que compiten entre ellos en lujo y ricos ornamentos. Sacerdotes y cofrades, aurigas y seguidores, ataviados todos con sus característicos atuendos y colores, escoltan cada uno de los tronos. Como en toda ceremonia religiosa romana, los detalles del ritual están rigurosamente establecidos y deben observarse escrupulosamente. Si se produce el más mínimo error o si acaece un mal presagio, la procesión debe repetirse.

Todo romano, desde el emperador hasta el más mísero esclavo de las tenerías, es seguidor de una facción o equipo. En los primeros tiempos sólo había dos equipos, el rojo y el blanco; pero en la época imperial se habían añadido otros dos colores, el verde y el azul, con lo que las facciones aumentaron a cuatro, siempre distinguidas por su color heráldico: «russata» (roja), «prasina» (verde), «albata» (blanca) y «veneta» (azul).

Siendo los cuatro equipos locales, la rivalidad era mucho mayor y no dejaba de estar teñida de un cierto color político. La aristocracia y la burguesía enriquecida era partidaria de los azules, mientras que el proletariado apoyaba a los verdes. Si examinamos la lista de los emperadores, notamos que algunos de ellos (Calígula, Nerón, Domiciano) apoyaron firmemente a los verdes, probablemente para congraciarse con la plebe. Por el contrario, Caracalla y Vitelio se mantuvieron siempre fieles a los azules.

Cada facción o color tenía su sede o «club» en un local de usos múltiples donde se concentraban las cuadras, los talleres de reparaciones de los carros y la pista de entrenamiento de los caballos. Allí solían reunirse los aficionados en actos de hermandad como los que organizan las modernas peñas futbolísticas. La afición era tan devota como la de los actuales equipos de fútbol: los hinchas acudían a presenciar los entrenamientos de sus campeones y llenaban los muros y retretes de la ciudad con sus pintadas o «graffiti» en las que hacían figurar sus nombres y caricaturas. También les dedicaban canciones y componían poemas en su honor. Encopetadas damas insatisfechas se encaprichaban de ellos y miembros de la más linajuda aristocracia se disputaban el honor de invitarlos a sus mansiones y sentarlos —acostarlos debiéramos decir—, a sus mesas.

El propio Calígula, buen aficionado a los caballos y a las carreras, distinguió con su amistad personal a algunos aurigas. Un buen auriga cobraba altos sueldos y sustanciosas primas. Por lo demás, la facción lo trataba a cuerpo de rey: el mejor vino, los mejores manjares, el mejor aceite eran para ellos. Una compleja urdimbre de intereses creados fue creciendo en torno al espectáculo deportivo. Hemos de tener en cuenta que en cada carrera se cruzaban importantes apuestas. Los artesanos se jugaban la paga de la semana y los ricos propietarios, fincas valoradas en muchos millones de sestercios. Los mejores aurigas amasaban inmensas fortunas y se retiraban de la profesión ricos y respetados. El español Diocles, quizá el mejor auriga conocido, que corrió en tiempos de Trajano y Adriano, es un buen ejemplo. En 146, cuando contaba cuarenta y dos años de edad, colgó el látigo y se retiró después de haber corrido durante veinticuatro años. En este tiempo se proclamó vencedor en 1462 carreras, lo que le valió una suma de treinta y cinco millones de sestercios. Su fulgurante carrera quedó inmortalizada por una lápida conmemorativa que le erigieron sus admiradores en el circo de Calígula. Penetremos ya en el circo, o hipódromo, como lo llaman los griegos, y asistamos a una carrera. Lo primero que nos causa admiración es el edificio mismo. Es parecido a un estadio de fútbol, sólo que el doble de largo y algo más estrecho. Uno de los extremos tiene forma redondeada.

En el otro, que es recto, se alinean las cuadras («carceres») de donde partirán los carros. Un alto graderío ocupa todo el entorno. La arena está dividida en dos pistas paralelas por un eje central («spina») decorado con esculturas y diversos adornos. Entre ellos nos llama la atención, por lo exótico, un obelisco de Ramsés II que Augusto hizo traer desde Heliópolis, Egipto, en un barco diseñado especialmente para su transporte (hoy puede admirarse este obelisco en la piazza del Popolo).

El rumor de la multitud sube de tono y muchas cabezas se vuelven hacia el palco presidencial, donde el delegado de festejos está procediendo al sorteo de las carreras en presencia de testigos de cada facción. Ya tenemos las alineaciones. En cada una de las carreras competirán cuatro carros, uno por cada equipo. Los de la primera tanda ocupan sus posiciones en las «carceres». Vamos a presenciar una carrera de troncos de cuatro caballos («cuadriga»), que es la combinación más frecuente, pero también las hay de dos caballos o de más de cuatro, hasta diez. Observamos que los carros son ligeros, fuertes y de simple y elegante diseño: apenas una reducida plataforma instalada sobre dos ruedas de la que se proyecta un largo timón al que van enganchados tres caballos. El cuarto, de la izquierda, genéricamente denominado «funalis», corre suelto, unido sólo a su vecino. Éste es el mejor caballo, el que da la pauta de la dirección y velocidad a sus compañeros. De su actuación depende en gran medida la del conjunto.

Los aurigas («agitatores»), cada cual vestido con la camiseta de su equipo, una túnica corta del color de la facción, están atentos a la señal del presidente. Se han atado a la cintura las riendas de cuero, se han ajustado al costado el cuchillo que completa su equipo y sostienen firmemente con la mano izquierda el haz de correas para evitar que los nerviosos caballos hagan una salida en falso.

En la mano derecha portan el látigo. Expectante silencio en la multitud.

El presidente se levanta de su asiento, eleva el pañuelo y hace la señal. Un operario tira de la cuerda («repagula») que descorre a un tiempo todos los cerrojos de las «carceres». Un súbito clamor estalla en los graderíos.

¡Allá van! Parten raudas las cuatro cuadrigas en pos de la victoria. Deben dar siete vueltas al circuito, en total unos ocho kilómetros.

Entre las esculturas que decoran la «spina» existe un grupo de siete delfines de bronce que pueden pivotar sobre un eje. A cada vuelta se baja uno de ellos para que los espectadores sepan las vueltas que faltan.

Pero no nos distraigamos con los detalles accesorios y observemos la carrera: las cuatro cuadrigas están prácticamente igualadas. No se han lanzado a fondo, zigzaguean un poco.

Da la impresión de que más que correr lo que importa es estorbar la carrera del adversario. Cuando parece que uno de los carros va a adelantarse a los otros, todos se cierran sobre él impidiéndole el paso y obligando al auriga a tensar las riendas para que sus fogosos corceles atemperen su carrera.

El que corre más próximo a la «spina» dirige furibundas miradas a su vecino que ha estado a punto de estrellarlo contra los marmolillos por cerrarle el paso. Se escuchan algunos insultos de los espectadores. De repente la multitud se pone en pie y un grito brota de todas las gargantas. Lo que temíamos acaba de ocurrir: un accidente, un «naufragio», como se dice en la jerga del circo. El carro de los verdes ha rozado al rojo y se ha deshecho entre una confusión de chispas de acero y astillas de madera. El auriga verde ha salido proyectado por los aires y ahora es arrastrado por sus desbocados caballos. Intenta desesperadamente cortar con su puñal las correas que lleva atadas a la cintura, pero antes de conseguirlo el carro de los blancos le pasa por encima. Queda malherido sobre la arena y un grupo de auxiliares lo recogen y retiran. También despejan la pista de los restos del carro antes de que las tres cuadrigas supervivientes aparezcan en la vuelta siguiente. El último delfín del marcador ha pivotado. Ya estamos en la recta final. Los aurigas aflojan las riendas y fustigan furiosamente a sus corceles. Un operario del circo acaba de marcar con yeso una raya blanca sobre la arena, al derecho del marmolillo que señala la meta.

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