Muchas ciudades han crecido sobre aquella roma imperial que veníamos buscando: la Roma medieval, la renacentista, la Roma barroca de la contrarreforma, la Roma del «Risorgimento» y la trepidante Roma actual, panelada de cemento, acero y cristal ahumado. Cada una de ellas resulta interesante por sí misma, pero nosotros, en una especie de postrera fidelidad a las dispersas sombras de Marco Cornelio y de los otros antiguos amigos que aquí dejamos, nos hemos impuesto la rigurosa disciplina de limitar nuestras indagaciones a los pobres y descarnados vestigios de aquella Roma que visitamos en su añorada y grata compañía tantos siglos hace.
Como queríamos empezar por el principio, nos dirigimos a la sombra del Palatino para cumplir con el rito de saludar a la fascinante loba capitolina, hoy albergada en el Palazzo dei Conservatori, en Campidoglio. Después nos encaminamos al inmediato Foro Antiguo, que es hoy un montón de desordenadas ruinas surcadas de turísticas veredas. A distintos niveles se acumulan restos de edificios cuya construcción abarcó más de un milenio de gloriosa historia. Este torturado corazón de Roma comenzó a excavarse a principios del siglo
XIX
, aunque el mayor impulso lo recibió en 1933, cuando Mussolini ordenó la demolición de todo un apretado barrio romano para trazar, sobre los soterrados vestigios de la grandeza imperial, una grandilocuente avenida (Via dei Fori Imperiali) que enmarcase dignamente los fastos del nuevo imperio.
Así salió de nuevo a la luz lo que quedaba de los foros de César, Augusto, Trajano y Nerva.
Arrastrados por un espeso caudal de imperturbables turistas japoneses, pisamos otra vez las losas de la Vía Sacra, donde tantas jornadas de gloria vivieron los generales que regresaban victoriosos de las fronteras. Penetramos en la Curia, austera sede del Senado de la antigua Roma. El edificio es reconstrucción de los tiempos de Diocleciano. Hoy aloja una meritoria colección de bajorrelieves que ilustran episodios de la vida de Trajano. Delante de la curia está el Rostrum, ya despojado de sus reliquias navales, aquella tribuna a la que el pueblo acudía para deleitarse con la elocuencia de famosos oradores; y el arco de Septimio Severo (año 203), enmarcado por los exiguos restos del templo de Saturno (siglo
IV
) y los carcomidos cimientos de la basílica Iulia, del tiempo de Augusto, donde en otro tiempo asistimos a las deliberaciones de los tribunales.
Junto a estos herbosos muros, rubios bárbaros del norte se hacen fotos, e ignoran que están posando ante las tres columnas más bellas de Roma, las únicas que han quedado del templo de Cástor y Pólux. Aquí está, también, la rotonda del templo de Vesta. Ya se apagó el recuerdo de la llama sagrada.
Enfrente, al otro lado de la Vía Sacra, el templo de Antonino y Faustina se ha convertido en iglesia de San Lorenzo. Un poco más adelante alza sus volúmenes espectrales la basílica de Majencio, de tiempos de Constantino. Cerca de ella está el Arco de Tito (año 81), donde morosamente admiramos los relieves que representan a los legionarios romanos que arramblan con el saqueado tesoro del Templo de Jerusalén. Desde este punto iniciamos la ascensión al monte Palatino, dejando a nuestra derecha los espléndidos jardines Farnesio, cuyas raíces exploran las ruinas del palacio de Tiberio. Sobre el Palatino visitamos la Domus Flavia, que fue salón del trono y palacio oficial de los emperadores, y la paredaña Domus Augustana, correspondiente al palacio privado, y, un poco más allá, la humilde casa de Livia, donde habitó el gran Augusto.
Si nos asomamos a los miradores que dan a la Vía dei Cerchi, podremos, entrecerrando los ojos, transmutar el ruido del tránsito que por ella discurre en las aclamaciones de la plebe que abarrota el circo Máximo. Nada queda del magno edificio que albergaba a más de doscientos cincuenta mil espectadores: sólo un ajardinado solar que un perro solitario cruza a todo correr huyendo acaso de su propia sombra.
Poco más hay que ver aquí, porque el estadio se quedó en sus cimientos y solares, así que tomamos de nuevo el Clivus Palatinus y regresamos a los foros. A la altura del Arco de Tito nos desviamos hacia la derecha, camino del anfiteatro Flavio, hoy más conocido por Coliseo. El Coliseo es el monumento más impresionante de la ciudad, devastadas ruinas cuya contemplación aún nos sugiere la intemporal grandeza del legado romano. Los vociferantes graderíos han desaparecido, así como la sangrienta elipse de arena del redondel, pero tales menguas nos permiten apreciar, como si se tratara de una gigantesca maqueta desmontable, curiosos detalles de la construcción del edificio, así como el complicado sistema de galerías, celdas y conductos subterráneos que alojaban a los gladiadores y a las fieras.
No lejos se halla el Arco de Constantino, conmemoración de su victoria sobre Majencio en el año 315. Lo adornan relieves de mérito, algunos de los cuales fueron expoliados de monumentos más antiguos. Ya Roma comenzaba a devorarse a sí misma y en su declive se adornaba con los insuperables despojos de su añorada juventud.
Como estamos un poquito hartos de la bulla internacional que hoy se abate sobre estos lugares, abandonamos el turístico rebaño en busca de un espacio propicio para la soledad y la meditación. Dando un paseo atravesamos el soleado parque Celio para dirigirnos, por la puerta Capena, a las termas de Caracalla (año 212). Son sólo unas impresionantes ruinas que ocupan más de once hectáreas, entre prados y floridos parterres. Asistir en este marco incomparable a la representación de «Aida» puede ser una experiencia inolvidable. Sólo en verano. Recuperadas las fuerzas, nos anudamos de nuevo al trajín de los turistas que hormiguean por los foros imperiales, aquel ensanche del Foro Antiguo que ocupó el resto del valle hasta las faldas del Quirinal y del Viminal.
Los foros de Nerva y Vespasiano han desaparecido y del de César quedan apenas unas pocas columnas del templo de Venus Genitrix que conmemoró la victoria de Farsalia.
En el foro de Augusto, casi enteramente ocupado por la medieval Casa de los Caballeros de Rodas, los restos del templo de Marte Vengador evocan todavía el sagrado recinto donde se adoraba, como una reliquia, la ilustre espada de César. ¿En qué aire pretérito se prenderán ahora sus broncíneas puertas que permanecían abiertas cuando Roma estaba en guerra con sus enemigos, que es tanto como decir siempre?
El foro de Trajano, que por falta de espacio hubieron de excavar entre el Quirinal y el Capitolio, fue la más monumental de las ágoras romanas y, como puso más, perdió más: casi todo ha desaparecido pero aún nos impresionan las estructuras de los llamados mercados, el conjunto de escalonados edificios que ayudaba a resolver estéticamente el desnivel de las excavaciones. Lo que más llama nuestra atención es la columna Trajana, que ha llegado a nosotros, milagrosamente, casi intacta. Se trata de una monumental columna dórica de 42 metros de altura, cuyo fuste, de 2,50 metros de diámetro, representa una banda en espiral adornada con bajorrelieves. En ellos asistimos a la narración casi cinematográfica de los 124 episodios de la campaña de Trajano contra los dacios. Este magno monumento fue construido por Apolodoro entre 106 y 113. El macizo pedestal inferior albergaba las cenizas de Trajano y sobre el capitel del remate se elevaba a los cielos de Roma un águila de bronce. A la muerte del emperador sustituyeron el totémico animal por una estatua del mismo Trajano, pero ésta fue desbancada, en 1588, por la imagen de San Pedro que hoy vemos.
El resto de la Roma imperial se encuentra más dispersa por la ciudad moderna. Enderezamos nuestros pasos hacia el norte para visitar el Panteón. Éste es, sin duda, el monumento imperial mejor conservado. Data de la época de Adriano. Cuando lo edificaron estaba consagrado democráticamente a todos los dioses, pero desde 609 su titularidad ha cambiado y se ha restringido notablemente. Tiene una impresionante rotonda artesonada y dotada de una apertura central más atrevida y vistosa incluso que la cúpula de San Pedro en el Vaticano.
No lejos del Panteón visitamos el altar monumental conocido como Ara Pacis, construido, en conmemoración de la paz y el imperio, en el año 9 a. de C. Sus prodigiosos relieves retratan la apretada procesión de Augusto, su familia y los colegios sacerdotales.
Desde aquí, cruzando el Tíber por el venerable puente Aelio, accedemos al panteón familiar de Adriano. Una formidable construcción circular que perdió su sentido funerario para convertirse en edificio de usos múltiples. En el siglo
VI
el papa Gregorio el Grande consagró una iglesia en su cima y a principios del
XVI
el papa Alejandro VI, de origen español como Adriano, transformó el conjunto en fortaleza del Santo Ángel. Hoy es una apretada síntesis de las Romas imperial y pontificia. Conviene que ascendamos a su privilegiada terraza para que nuestra vista se pierda sobre tejados y arboledas. No es vano buscar aquella Roma que conocimos en la trepidante Roma que hoy contemplamos.
Y ya que nos encontramos tan cerca del Vaticano —¿qué fue de aquellas arboledas y quintas de recreo que cubrían estos solitarios parajes en nuestra anterior visita?—, bueno será que visitemos sus museos, que, junto con los Capitolinos, se reparten lo mejor que Roma tiene de Roma. Lo que no está en los museos se encuentra disimulado en sorprendentes «collages» y palimsestos. El teatro de Marcelo es casa de vecinos, el estadio de Domiciano es la plaza Navona, la exedra de las gigantescas termas de Diocleciano es la actual plaza de la República, el obelisco egipcio que adornaba el templo de Isis cumple ahora su función en la plaza de Minerva; su compañero, el implantado en la «spina» del circo de Calígula y Nerón, es el que hoy se yergue en el centro de la plaza de San Pedro, en el Vaticano. Si subimos al Quirinal, para ver la fuente de Montecavallo, antigua Acqua Felice, veremos un mosaico de bellezas de la más variada procedencia. En un principio, el lugar estaba adornado con dos Dioscuros que contemplaban el trajín de las termas de Constantino, pero en el siglo
XVI
el papa Sixto V los hizo girar para exorno de la fuente. Sus sucesores, los Píos VI y VII, la recargaron con otros despojos, entre ellos el obelisco egipcio que anteriormente había adornado el mausoleo de Augusto… Sí, en esta ciudad hasta las piedras son peregrinas.
El legado de Roma
L
a historiografía materialista ha criticado la obra de Roma. Nos presenta el mundo antiguo como una inmensa vaca cuya leche fluía generosamente sobre las insaciables fauces de la explotadora ciudad. Aquella república de frugales campesinos había degenerado en la opulenta ciudad de los vicios, donde una legión de nuevos ricos y otra de nuevos pobres vivían de las rentas y de la «annona», es decir, de los recursos de las oprimidas provincias del imperio. Y, en la base de todo, una economía que sustenta sus cimientos en la explotación de mano de obra esclava y en la expansión imperialista tras los metales preciosos, las materias primas y las nuevas tierras que el Estado necesita.
El caso es que estas acusaciones son básicamente ciertas, pero su certidumbre no invalida el hecho de que, en términos generales, el balance civilizador de Roma resulte muy favorable. Roma somos nosotros: los europeos y cuantas naciones del mundo han tenido sus orígenes históricos o culturales en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la interacción de dos vigorosas corrientes que hace dos mil años se fundieron en el crisol de Roma: la cultura griega y el pensamiento religioso judío, origen, respectivamente, de la expansión universal de la civilización helénica y de la religión cristiana. Una peculiar aleación que quizá fuese prudente seguir denominando civilización cristiana occidental. Roma nos legó su forma de vida y sus instituciones, impuso a los pueblos sometidos hermandad dentro del marco institucional jurídico y administrativo del «cives romani» y nos legó el patrimonio precioso de su ley y de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asientan las coordenadas históricas de los europeos en este difícil camino que nos conduce a la integración supranacional, es decir, a ser otra vez, básicamente, Roma. «Vale».
Los monumentos romanos de España
L
os restos romanos en España datan en su mayoría de la época imperial y son lógicamente más abundantes en las zonas más intensamente romanizadas: todo el litoral mediterráneo y Extremadura.
En el siglo
III
había 34 calzadas: una tupida red en la que destacaban la Vía Augusta, que costeaba el levante hasta Cádiz, y la Vía de la Plata, que unía Cádiz con Galicia.
A lo largo de estas calzadas encontramos puentes famosos como los de Alconetar, Salamanca, Alcántara, Mérida y Córdoba.
Las ciudades de nueva fundación obedecían al trazado típico romano: perímetro rectangular y dos vías principales perpendiculares a partir de las que parten las secundarias, quedando la distribución en damero para las manzanas de casas. Este primitivo trazado se adivina en Mérida, Numancia, Lugo, Barcelona y León. En algunos recintos quedan restos de murallas romanas: Barcelona, Tarragona, Mérida, Lugo, Zaragoza y Astorga; o de acueductos: Segovia, las Ferreras (Tarragona) y Mérida.
Los arcos de triunfo nunca fueron tan espectaculares como los de Roma.
Aquí se encuentran en vías, puentes o lindes territoriales. Destacan los de Alcántara, Cabanes (Castellón), Bará, Medinaceli (Soria) y Cápera (Cáceres).
Los edificios ubicados en el interior de las ciudades han soportado peor el paso del tiempo, puesto que han sido reiteradamente expoliados como canteras de materiales de construcción. No obstante conservamos importantes vestigios de teatros (Mérida, Sagunto, Itálica, Málaga); anfiteatros (Tarragona, Itálica, Mérida, Carmona); templos (Vich, Córdoba, Baelo en Bolonia —Cádiz—, Mérida, Évora, Barcelona y el templete del puente de Alcántara); termas (Itálica, Alange de Badajoz); circos (Mérida, Toledo, Tarragona y Sagunto); necrópolis (Carmona, Mérida); monumentos funerarios (Torre de los Escipiones en Tarragona, mausoleo de los Atilios en Sádaba de Zaragoza, dístilo de Zalamea en Badajoz, mausoleo de Fabara en Zaragoza y el de Centcelles en Tarragona). Los restos de escultura, mosaico y utillaje se encuentran principalmente en los museos de Mérida, Tarragona, Madrid, Sevilla, Barcelona, Zaragoza, Jaén y Córdoba.