Roma (13 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Poticio negó con la cabeza.

–Se ha hecho todo lo necesario para aplacar a los numina y atraer la bendición de los dioses. Tú mismo invocaste a Mavors y a Vesta…

–Sí, pero ¿crees que la primera adivinación se llevó a cabo correctamente?

Poticio lo tomó como una afrenta personal.

–La competición para avistar los buitres se diseñó adecuadamente. Recurrí a todos los principios de adivinación que aprendí en Tarquinia…

–No digo que te equivocases en nada, Poticio, ni que tus habilidades como arúspice no fuesen suficientes. Pero ¿crees que el recuento de los buitres fue correcto… y honesto? De no ser así, la elección del Palatino estaría basada en una falsedad, y la ciudad concebida por mi hermano Rómulo sería una ofensa a los dioses… que tienen distintas maneras de dar a conocer su voluntad.

Poticio negó con la cabeza.

–Pero si crees que es así, Remo…

–No he dicho que lo crea. Sólo lo sugiero como posibilidad. Como mínimo es tan creíble como tu sugerencia de que alguien está provocando daños con malicia. Te repito la pregunta, Poticio: ¿quién haría una cosa así? ¿Quién desearía causar tantos problemas, y tendría el atrevimiento y la astucia para hacerlo?

Remo levantó una ceja y le respondió con una sonrisa indulgente para demostrar que, por lo que a él se refería, la idea de su amigo estaba olvidada. Pero Poticio, más inquieto que nunca, se encontró albergando una nueva sospecha. Ahora estaba seguro de que Remo no había hecho nada para entorpecer la construcción, por mucho que le hicieran gracia los enfados de su hermano. Si había entre ellos un agitador, una persona que decía una cosa y luego hacía otra, que parecía tener siempre sus propios motivos secretos… ¿no sería esa persona su primo Pinario?

Poticio no comentó nada sobre su nueva sospecha. Decidió observar y esperar, y mantenerse en silencio mientras tanto. Más adelante desearía haber hablado, no sólo con Remo, sino también con Rómulo; pero tal vez nada de lo que pudiera haber hecho habría alterado el curso de los acontecimientos.

Llegó el verano, y con él los días largos y sofocantes. El trabajo en las fortificaciones continuaba, pero despacio y con continuos contratiempos. Los hombres empezaban a cansarse de tanto trabajo duro y agotador; querían volver de nuevo a los saqueos. Fue en un día particularmente caluroso y húmedo, estando ya muy bajos los ánimos, cuando se produjo la peor de las desgracias.

Los hombres estaban trabajando en una sección del perímetro en la que el terreno era llano en su mayor parte y en la que, por lo tanto, la parte que había que fortificar era considerable. Primero se construyó una pared de estacas dividiéndola en distintas secciones. Cada sección estaba construida con varias estacas afiladas colocadas las unas junto a las otras y unidas mediante fuertes correas de cuero. Una vez unidas las estacas, se excavaba una trinchera en la que se colocaban verticales las diversas secciones de estacas, que se iban uniendo luego entre sí, de manera que cuando después se rellenaba la trinchera con tierra bien prensada, la muralla de estacas quedaba estable y firme. Pero a Rómulo no le gustó la altura de la muralla una vez finalizada. Muchos de los troncos de árbol y de las ramas que se habían utilizado a modo de estacas apenas tenían la altura de un hombre, y una vez enterradas en la trinchera, eran incluso más bajas; si frente a la muralla acababan acumulándose desechos (o cadáveres), cualquier atacante con las piernas largas y los nervios templados se atrevería a saltar por encima de las estacas. Rómulo decidió que era necesario disponer otra línea de defensa a lo largo de aquella sección, de modo que ordenó a los hombres excavar una trinchera adicional en el exterior, que les cubriera hasta las rodillas, y llenarla también con estacas.

Cavar la tierra era lo que más odiaban los hombres, sobre todo cuando ésta estaba calcinada por el sol. Chorreaban de sudor, gruñían entre dientes y comentaban que sería mucho más agradable subirse a un caballo y montar con el aire caliente dándoles en la cara, salir en busca de un botín y sangre y mujeres.

De pronto, primero en algunos puntos y luego a lo largo de toda la zanja, el banco de tierra entre la muralla y la trinchera empezó a desmoronarse. Los hombres habían cavado demasiado cerca de las estacas. La tierra prensada que sostenía la muralla, cedió. De repente, la muralla entera se derrumbó hacia delante, cayendo directamente sobre los hombres que estaban cavando la trinchera.

Rómulo estaba cerca del lugar del suceso, discutiendo con Remo, Poticio y Pinario los detalles del nuevo tramo de fortificaciones. Al oír los gritos de los hombres, corrieron todos y presenciaron una escena de desesperación. La muralla caída pesaba demasiado para poder levantarla. Era necesario arrastrar a los hombres que habían quedado atrapados debajo para sacarlos de allí.

Cuando esto era imposible, los rescatadores empezaron a desmontar la muralla, cortando con cuchillos las correas de cuero y separando las estacas. Muchos de los hombres habían resultado gravemente heridos, con dedos rotos, huesos fracturados y cabezas partidas. Sujetaban con fuerza sus heridas y aullaban de dolor.

En medio de aquel caos, Poticio vio que Pinario había llamado a Remo y le estaba hablando al oído. Poticio no había visto nunca una mirada tan furibunda en el rostro de Remo. ¿Qué estaría diciéndole Pinario?

Poticio se acercó y alcanzó a oír a Pinario, que hablaba con un ronco murmullo. – ¡No ha sido idea mía, te lo juro! Rómulo insistió, y tenía miedo a negarme… -¡Lo sabía! – exclamó Remo-. Lo sospechaba, pero hasta ahora nunca tuve la certeza. ¡El muy mentiroso!

Cuchillo en mano, apartó a Pinario y avanzó en dirección a su hermano dando grandes zancadas.

Rómulo, que estaba asistiendo a un trabajador herido, se incorporó al verlo acercarse. Palideció al ver la mirada de Remo y dio un salto hacia atrás.

Remo no le atacó, sino que señaló con el cuchillo en dirección a la muralla caída.

–Ya ves, hermano, ¿te das cuenta de lo que has conseguido con tus confabulaciones y tus mentiras? ¿Estás ya feliz?

Rómulo lo miró fijamente, confuso.

–Te quejabas de que la muralla no era lo bastante alta -dijo Remo-. ¡Mírala ahora! Cualquier hombre podría saltarla, incluso un hombre con cojera. – Cogió carrerilla y saltó sobre la muralla caída. Se volvió entonces para mofarse aún más de Rómulo-. ¿Para qué sirve una muralla, si no se sostiene en pie? ¿Y por qué no se sostiene en pie? Porque los dioses están burlándose de ti, hermano. Los has enojado. A mí puedes mentirme, puedes mentir a todos los habitantes de Roma, pero no puedes engañar a los dioses. ¡Se ríen de ti, hermano, igual que yo me río de ti! – ¡Los dioses están de mi lado! – gritó Rómulo-. Eres tú quien ha estado destrozando mi duro trabajo. ¿Cómo te atreves a traicionarme a mis espaldas y luego echar la culpa a los dioses? ¿Cómo te atreves a reírte de mí? – Rómulo, gritando de rabia, cogió una pala de hierro y la arrojó contra su hermano.

Los gemelos tenían fuerzas demasiado similares para que la pelea se decantara rápidamente hacia un bando u otro. Desde que había sufrido tortura, Remo era el más débil, pero disponía de un arma superior. La rabia de Rómulo entorpecía sus movimientos y lanzó la pala sin pensarlo, dejando su cuerpo descubierto ante el cuchillo de Remo. Los cortes oblicuos que recibió lo pusieron más furioso si cabe, pero también lo agotaron, y el dolor le restó fuerzas. Consiguió darle unas cuantas veces a Remo con la pala, golpeándole en hombros y caderas lo bastante fuerte como para derribarlo, pero Remo se incorporó rápidamente, recuperó el equilibrio y manejó hábilmente el cuchillo. Por fin, Rómulo consiguió darle a Remo en la mano y el cuchillo salió volando por los aires.

Rómulo levantó la pala y se situó en posición para vapulear con todas sus fuerzas al indefenso Remo. Los que observaban la escena se quedaron sin respiración. Pero en lugar de darle, Rómulo lanzó un grito y arrojó la pala al suelo. Se abalanzó sobre Remo, buscándole la garganta, y los dos cayeron rodando al suelo.

Poticio se llevó la mano al pecho. Hasta aquel momento, había temido que uno de los hermanos matara al otro. Pero ahora, enlazados y luchando sólo con los puños, acabarían agotando su rabia y recuperando el sentido común. Alzó las manos hacia el cielo y musitó una oración a Hércules. Y mientras articulaba el nombre del dios, creyó oírlo pronunciado en voz alta. Al volverse vio a Pinario también con las manos alzadas, susurrando una oración. ¿Pero con qué fin estaría rezando Pinario?

Los gemelos rodaron por el suelo. La ventaja pasaba continuamente del uno al otro mientras se daban puñetazos, se agarraban por el cuello y casi se arrancaban los ojos.

Aquel día, le tocaba a Remo lucir la corona de hierro. La llevaba muy encajada y por ello se había mantenida firme en su cabeza durante el combate, hasta que Rómulo la cogió de repente y se la arrancó de la frente. Remo gritó e intentó quitársela de las manos. Los dos gemelos lucharon con ambas manos por la corona. Siguieron así hasta empezar a luchar arrodillados, cada uno tirando con todas sus fuerzas del círculo de hierro, que parecía estar suspendido en el aire, inmóvil, entre ambos hermanos. Sus nudillos se quedaron blancos. La sangre empezó a fluir de sus dedos tiñendo la corona de rojo.

Remo perdió la sujeción. Levantó los brazos y cayó hacia atrás. Rómulo reculó también, pero consiguió volver a arrodillarse. Antes de que Remo pudiera incorporarse de nuevo, Rómulo levantó la corona en el aire y la hizo descender con todas sus fuerzas.

Poticio, que en ningún momento había abandonado sus fervientes oraciones, oyó el crujido del hueso bajo la piel rasgada. El sonido fue tan agudo y ensordecedor como el de una rama que se parte en dos un día de invierno. El golpe sobre la cabeza de Remo fue tan fuerte que dejó en su cráneo una mella del tamaño del puño de un hombre.

Rómulo respiraba con dificultad, temblando de agotamiento. Miró un instante la cara destrozada de su hermano y se incorporó tambaleante. Encajó la ensangrentada corona en su cabeza. Rodeó el cuerpo de su hermano, pisando fuerte y balanceándose como un borracho, observando el círculo de rostros conmocionados en torno a él.

Señaló a Remo. – ¡Ahí está! ¿Lo habéis visto todos? ¡Esto es lo que le sucederá a cualquier hombre que se atreva a saltar sobre mis murallas!

Parte de la multitud allí congregada lanzó un grito sofocado. Algunos lloraban. Unos pocos, los más duros y sanguinarios de los vagabundos que habían llegado a Roma en busca de la protección de Asylum, gruñeron dando así su salvaje aprobación. De ruido de fondo, Poticio seguía oyendo los lamentos de los hombres todavía atrapados bajo la muralla caída.

Poticio veía sólo puntitos negros y sentía náuseas. El momento que vivía se convirtió en irreal.

El mundo de la vigilia se había desvanecido y una pesadilla había ocupado su lugar.

Rómulo se detuvo en seco. Sus hombros se hundieron bruscamente. Su mirada siguió la línea de su propio brazo hasta llegar al dedo sangriento que señalaba el suelo y, luego, hasta la cara destrozada de su hermano. Su pecho empezó a subir y bajar de forma convulsiva. Echó la cabeza hacia atrás, se derrumbó sobre sus rodillas y soltó un alarido como ninguno de los presentes había oído en su vida. Los hombres se taparon los oídos para acallarlo. Al oír aquel bramido, Poticio tuvo la sensación de que su cuerpo dejaba de latir y de que su sangre se convertía en hielo.

Rómulo se derrumbó sobre el cadáver de su hermano, llorando incontrolablemente.

Poticio apartó la vista. Se puso a buscar a Pinario, que contemplaba sin pestañear el espectáculo del dolor de Rómulo. Más que nunca, Poticio se dio cuenta de que aquello tenía que ser una pesadilla, pues ¿cómo podía un hombre contemplar el horror de lo que Rómulo acababa de hacer y reaccionar, como estaba haciendo Pinario, con una débil sonrisa?

Remo fue enterrado en la cima del Aventino, en el lugar donde había estado avistando el cielo en busca de buitres. Poticio supervisó los ritos funerarios. Rómulo estuvo presente entre los asistentes.

No lloró. Tampoco habló; fue Poticio quien recitó la elegía. De hecho, Rómulo jamás volvería a hablar de su hermano, ni, después del funeral, volvería a permitir que nadie pronunciara el nombre de Remo en su presencia.

Fue un hecho curioso, del que todo el mundo se percató, el que después de la muerte de Remo la serie de contratiempos cesase. La construcción de las fortificaciones continuó sin más desventuras y el grandioso proyecto fue culminado rápidamente. ¿Habría mentido Remo a Poticio cuando negó cualquier responsabilidad sobre los daños? No.

Poticio creía que había otro responsable que había dejado de actuar después de la muerte de Remo para que pareciese que Remo había sido el culpable. Esa misma persona había trabajado para envenenar la mente de Rómulo y ponerlo en contra de su hermano y, del mismo modo, había incitado a Remo contra Rómulo diciéndole, el día de su muerte, que la competición de los buitres había sido un simulacro.

Pero Poticio no tenía manera de demostrar sus sospechas y, sin pruebas, sus ideas no valían para nada; su influencia sobre el rey había disminuido. Después de la muerte de Remo, Rómulo confiaba más que nunca en el consejo de Pinario.

Por consejo de Pinario Rómulo, como rey de Roma, fue tomando cada vez más responsabilidades sobre los deberes religiosos de la ciudad, deberes que, de otro modo, habrían recaído sobre Poticio. Poticio seguía siendo el sacerdote heredero de Hércules y el guardián del Ara Máxima, y seguiría siéndolo para el resto de su vida; de vez en cuando, el rey Rómulo seguía solicitando sus habilidades de arúspice, pero con más frecuencia era el rey, y no Poticio, quien se dedicaba a leer el cielo en busca de señales de la voluntad de los dioses y quien determinaba la voluntad del cielo. ¿Y por qué no? Rómulo era el hijo de un dios.

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