Roma (14 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

717 A.C.
Rómulo tenía sólo dieciocho años cuando fundó la ciudad y se convirtió en su rey. Treinta y seis años después, seguía siendo el rey de Roma.

Durante aquellos años se habían llevado a cabo muchas empresas. Se había luchado en muchas batallas. En su mayoría habían sido poco más que incursiones de saqueo estacionales para hacerse con el botín de los vecinos y establecer el dominio de Roma sobre otros hombres que se autodenominaban reyes. Recientemente, se habían desarrollado diversas batallas más importantes contra la ciudad cercana de Veyes, que intentaba reclamar la propiedad de los lechos de sal de la desembocadura del Tíber y hacerse con el control del comercio de la sal. Por la fuerza de las armas, Rómulo obligó a los veyenses a renunciar a sus demandas. Estableció la supremacía de Roma como emporio de la sal sin que hubiese más disputas y garantizó su permanente prosperidad. Pero Veyes sólo había sido vencida, no conquistada; la ciudad seguiría estando en guerra con Roma durante muchas generaciones.

Se habían erigido altares consagrados a muchos dioses y diosas y también se habían construido templos. El primer templo de Roma fue levantado por Rómulo en la cima de la colina del Asylum y fue dedicado al rey de los dioses, Júpiter. Se trataba de un pequeño edificio rectangular construido en madera, cuyo lado más largo medía tan sólo quince pasos y cuya fachada era tremendamente sencilla, con un frontón desprovisto de decoración soportado por dos columnas. En su interior no había estatuas, sólo un altar, pero albergaba los botines de guerra que Rómulo había usurpado a otros reyes.

En honor a Rea Silvia, su madre, Rómulo hizo construir un templo a la diosa Vesta. Se trataba de un edificio de forma redonda con paredes de mimbre y tejado de paja; su forma era muy similar a la de la cabaña donde se había criado Rómulo, pero mucho más grande. En su interior había un hogar donde ardía la llama sagrada, de la que se ocupaban sacerdotisas vírgenes. En honor a Mavors, su padre, erigió un altar en la amplia llanura que circundaba el brazo del Tíber, un lugar muy adecuado para servir como campo de formación de sus soldados. La zona acabó conociéndose como el Campo de Mavors.

E igual que había fortificado el Palatino, Rómulo acabó fortificando asimismo la colina del Asylum, y también el Aventino, satisfaciendo así las ambiciones de su hermano. Drenó el lago cenagoso que alimentaba el Spinon llenándolo de escombros y tierra prensada. El valle resultante, accesible desde la totalidad de las Siete Colinas, se convirtió en un cruce de caminos natural y en un lugar de reunión; los hombres le dieron el nombre de Foro.

Para sí mismo, Rómulo construyó una residencia real, más grande y majestuosa que el pabellón de Amulio en Alba. La cabaña en la que se había criado fue consagrada como lugar sagrado para, de este modo, poder ser conservada para la posteridad en sus condiciones humildes como un monumento a los orígenes del fundador. Del mismo modo, el árbol debajo del cual había sido amamantado, fue declarado sagrado y se acordó que allí siempre habría una higuera plantada que recibiría el nombre de Ruminalis, o árbol chupador.

Para recompensar a sus guerreros más aguerridos y a sus seguidores más fieles, Rómulo estableció un cuerpo de élite al que dio el nombre de Senado. Otorgó a sus cien miembros privilegios especiales y les delegó tareas exclusivas también. Poticio fue uno de los primeros senadores. También lo fue Pinario.

Rómulo alteró y sumó actividades al calendario de festivales. Desde tiempos inmemorables, cada primavera se celebraba las Palilia; debido a la proximidad de esa celebración con la ceremonia de fundación de Roma, las Palilia se habían convertido también en la ocasión para celebrar el nacimiento de la ciudad. Sólo los hombres que superaban los cincuenta, como Poticio, recordaban la época en que las Palilia habían sido un festival por sí mismo, sin relación alguna con la fundación de Roma.

La carrera de los lobeznos se había convertido también en un evento anual que divertía mucho a Poticio. ¡Hasta qué punto su fallecido padre, en su senectud, se había opuesto a la celebración! Cada invierno, en el aniversario de la fecha en que Rómulo, Remo y Poticio corrieron desnudos por las Siete Colinas, los romanos celebraban las Lupercalia, un festival en honor a Luperco, dios de los rebaños. Se sacrificaba una cabra. Los hijos pequeños de los senadores parrandeaban desnudos por la ciudad, pero en lugar de adornarse con pieles de lobo y blandir tiras de pellejo de lobo, utilizaban pellejos de la cabra sacrificada. Las jóvenes ofrecían sus muñecas para recibir sus azotes, creyendo que el contacto con el vellocino sagrado garantizaba su fertilidad. Lo que era evidente era que nueve meses después de las Lupercalia se producían muchos nacimientos. El ritual que empezó como una celebración de los predadores, celebraba ahora el rebaño, tal y como correspondía a un pueblo civilizado que vivía dentro de un recinto protegido y bajo el gobierno de un rey.

Hubo otras tradiciones que permanecieron intactas e invariables a lo largo del prolongado reinado del rey. El Banquete de Hércules seguía llevándose a cabo en el Ara Máxima cada año, tal y como se había hecho durante muchas generaciones, con los Pinario simulando llegar tarde al banquete y los Poticio reclamando el privilegio exclusivo de comer las entrañas ofrecidas al dios.

Por quincuagésima cuarta vez en su vida (y aunque no lo sabía, por última vez), Poticio había participado en el Banquete de Hércules. Su nieto mayor, por vez primera, se había sumado al ritual con la tarea de ahuyentar las moscas del Ara Máxima con el rabo sagrado de buey. El chico había hecho un buen trabajo. Poticio estaba orgulloso de él y había estado de buen humor todo el día, a pesar del calor y del inevitable desagrado que anualmente le suponía tener que tratarse con Pinario, su compañero sacerdote y primo.

El banquete había acabado. Poticio se había retirado a su cabaña en el Palatino y se había acostado para dormir la siesta. Valeria, su esposa desde hacía muchos años, estaba acostada a su lado, con los ojos cerrados. Había comido abundantemente en el banquete y se sentía también soñolienta.

Poticio miró a su esposa y se sintió inundado por el amor y la ternura. Tenía el cabello casi tan gris como él, y la cara casi tan arrugada como la suya, pero contemplarla seguía siendo un placer.

Había sido una esposa fiel, una madre sabia y paciente, y una buena compañera. Como mínimo, la vida le había dado a Valeria. O, por decirlo debidamente: como mínimo, Rómulo le había dado a Valeria.

En cuestión de pocos días, el pueblo de Roma celebraría el gran festival de mitad del verano, las Consualia. Poticio no podía pensar en Valeria sin pensar en las Consualia; no podía pensar en las Consualia sin pensar en Valeria, y recordar…

Rómulo celebró las primeras Consualia al principio de su reinado, aunque el festival no recibiría ese nombre hasta más adelante. Rómulo había decretado la celebración de un festival de competiciones atléticas en el extenso valle que se abría entre el Palatino y el Aventino: carreras pedestres, saltos mortales, demostraciones de piruetas a caballo y competiciones de lanzamiento de piedras.

Rómulo invitó a algunos de los vecinos de la ciudad a unirse a los jóvenes de Roma en competición amistosa, especialmente a los miembros de una tribu conocida como la de los sabinos que se habían establecido en la más septentrional de las Siete Colinas. Los sabinos dieron el nombre de Quirinal a aquella colina, en honor a su principal dios, Quirino.

El evidente objetivo de esas primeras Consualia eran las competiciones atléticas; pero Rómulo tenía una sorpresa reservada para los ingenuos visitantes.

Poticio había protestado de forma elocuente al enterarse del plan secreto de Rómulo. La hospitalidad hacia los visitantes era una ley decretada por los dioses. Y todos los sacerdotes de cualquier lugar estaban de acuerdo con ella: un viajero con intenciones honestas siempre debía ser bienvenido, y el deber del anfitrión era ofrecerle seguridad. Lo que Rómulo tramaba (animado, sin lugar a dudas, por su asesor, Pinario) iba en contra de cualquier ley de hospitalidad conocida.

Poticio intentó disuadirle de la idea, pero el rey se mostró inflexible.

–En Roma hay demasiados hombres y faltan mujeres, y cada día siguen llegando hombres -insistió-. Los sabinos del Quirinal tienen un exceso de mujeres jóvenes. Le he hecho proposiciones a su líder, Tito Tacio, invitándolo a enviar esposas para mis hombres, pero se niega; las madres de las jóvenes dicen que los romanos son demasiado toscos. Quieren que sus hijas se casen con sabinos, aunque eso signifique abandonar el Quirinal para vivir con las tribus en las montañas. ¡Una tontería! Mis hombres merecen tener esposa. ¿Acaso no son lo bastante buenos para las mujeres sabinas? Y en cuanto a si se trata de una irreverencia, he rezado al dios Consus para pedirle consejo sobre la materia. – ¿El dios de los consejos secretos?

–Sí. Y me ha demostrado que está de acuerdo conmigo haciéndome llegar diversas señales.

Rómulo había llevado a cabo su plan. Los jóvenes sabinos llegaron para tomar parte en la competición. Los sabinos mayores y las mujeres acudieron también como espectadores. Resultaba sencillo adivinar qué mujeres estaban solteras, pues las matronas formaban un grupo y las vírgenes otro. Los sabinos llegaron desarmados, tal y como debían hacerlo los invitados. Las competiciones avanzaron. Los jóvenes sabinos dieron lo máximo de sí mismos, agotándose, mientras que los romanos fueron comedidos y ahorraron fuerzas. Al recibir la señal convenida por parte de Rómulo, algunos de los romanos capturaron a las sabinas solteras y las llevaron al interior de la ciudad fortificada, mientras los demás tomaban las armas. Los sabinos, desarmados y exhaustos, fueron fácilmente ahuyentados.

Pero ése no fue el final del asunto. Tito lacio, decidido al principio a recuperar a sus mujeres, pidió ayuda a sus parientes de las diversas tribus sabinas, pero no consiguió reunir la cantidad de hombres necesaria para sitiar la ciudad de Roma. Hubo más de una escaramuza y emboscada; mientras, Rómulo se dedicó a animar a sus hombres para que cortejaran a las mujeres cautivas y las conquistaran sin hacer uso de la fuerza. Muchas de las mujeres acabaron casándose voluntariamente con sus pretendientes y dieron a luz hijos; incluso las que se sentían infelices en Roma empezaron a darse cuenta de que no podían regresar a sus hogares en el Quirinal, pues los demás sabinos las considerarían comprometidas e inadecuadas para el matrimonio. Al final, Tito lacio decidió sacar ventaja de una mala situación y terminar la disputa con una negociación. Rómulo llegó a un acuerdo por el cual se entregarían bienes a las familias de las mujeres capturadas y, a cambio, los sabinos reconocerían los matrimonios y accederían a reanudar las relaciones pacíficas. La confusión de sentimientos siguió presente durante un tiempo, pero al final, la endogamia entre los dos grupos terminó uniéndolos hasta el punto de que Rómulo y Tito lacio acabaron estableciendo una alianza duradera.

Poticio no dejó de mostrarse contrario al plan del rapto de las sabinas… hasta el momento en que puso los ojos en Valeria. Era una de las vírgenes sabinas retenidas contra su voluntad en el patio rodeado de una elevada tapia de la casa del rey. Asustada y triste, no era la más bella de las sabinas, pero hubo algo en ella que atrajo la mirada de Poticio y que le impidió apartar la vista. Pinario le vio mirándola y le susurró al oído: -¿La quieres, primo? ¡Tómala… o lo haré yo!

Cuando los dos hombres se aproximaron a ella, Valeria se encogió de miedo ante el brillo predatorio de los ojos de Pinario, pero cuando vio a Poticio, que parecía tan triste como ella, su rostro se iluminó con una emoción muy distinta. En aquel momento se estableció un vínculo entre ellos que iba a durar toda una vida. De todas las mujeres sabinas, Valeria fue la primera en casarse voluntariamente con uno de sus raptores. Su hijo fue el primero en nacer de un romano y una sabina.

Rómulo se casó también con una de las sabinas, Hersilia. Su matrimonio fue feliz, pero estéril.

Poticio, que tuvo muchos hijos, se preguntaba si los dioses habrían maldecido a Rómulo con la desgracia de no tener hijos por haber violado de un modo tan flagrante las sagradas leyes de la hospitalidad al raptar a las mujeres sabinas. Si el rey albergó alguna vez esos pensamientos, nunca lo dio a conocer.

Rómulo, pese a todo, desarrolló ideas muy fuertes respecto al matrimonio y la vida familiar.

Como rey, convirtió sus ideas en ley. El matrimonio no podía disolverse, aunque el marido tenía derecho a condenar a muerte a su esposa si ella cometía adulterio o bebía vino (pues beber vino, creía Rómulo, conducía a las mujeres al adulterio). El padre ostentaba durante toda su vida el control absoluto sobre sus hijos y sobre los hijos de sus hijos; podía emplearlos como trabajadores, encarcelarlos, pegarles e, incluso, condenarlos a muerte. Ningún hijo superaba la autoridad legal de su padre. Era la ley del paterfamilias, el cabeza supremo de la casa, y permanecería absoluta e indiscutida en Roma durante muchos siglos.

En todo esto pensaba y reflexionaba Poticio, recordando a Valeria y las primeras Consualia, y el llamado rapto de las sabinas. Como mínimo, Rómulo le había dado a Valeria…

A su lado, Valeria dormía. Poticio lo sabía porque la oía roncar levemente. Examinando su rostro, recordando todos los años que llevaban juntos, decidió que su matrimonio habría sido un éxito con las severas leyes de Rómulo o sin ellas, igual que sus hijos se habrían criados respetuosos y obedientes tanto si el rey hubiera decretado la ley del paterfamilias como si no lo hubiera hecho.

El padre de Poticio había desaprobado a menudo sus decisiones, pero nunca habría invocado una ley para castigarlo o quebrar su voluntad. ¿Qué sabía Rómulo, que no tenía hijos ni hijas, que afirmaba no tener un padre humano, sobre criar hijos o respetar a un padre? Y aun así, el mundo que llegó después de Rómulo sería muy distinto del mundo anterior a él, debido a las leyes que impuso a las familias de Roma.

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