Roma (11 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

–Tal vez. – Su tono era menos entusiasta que el de su hermano.

–Remo y yo no somos pensadores, somos hombres de acción. Por eso un tipo como Pinario es un amigo muy valioso para nosotros. En Alba luchó como un león… ¡y además tiene la cabeza sobre los hombros!

Pinario miró a Poticio con aire de suficiencia.

Poticio puso mala cara. – ¿De qué estás hablando, Rómulo? – ¡Del plan de Pinario! O más bien debería decir, de la verdad que Pinario nos ha revelado, y que revelaremos al resto del mundo. ¿Le cuento yo la historia o lo haces tú, Remo?

Remo sonrió débilmente.

–Cuéntaselo tú, hermano. Tengo miedo de olvidarme alguna cosa.

–Muy bien. ¿Recuerdas la historia sobre cómo nos encontró Fáustulo? Fue el año de la gran inundación. Remo y yo íbamos a la deriva en el interior de una cuna de madera que fue a embarrancar en la ladera del Palatino, justo allá arriba. Allí fue donde nos encontró Fáustulo. Hubo tantos ahogados que todo el mundo supuso que éramos dos huérfanos más. ¿Por qué no dejar, entonces, que Fáustulo y su mujer nos criaran como hijos suyos? Siempre han sido buenos con nosotros, nadie puede negarlo. Puedo llamarles madre y padre, y me siento orgulloso de hacerlo.

Apartando la vista de los gemelos, el rostro de Pinario se iluminó con una sonrisa. Poticio sabía que estaba pensando en el chiste grosero que afirmaba que los hermanos habían sido amamantados por una loba.

–Pero resulta que, después de andar por Alba preguntando un poco, Pinario ha descubierto algo -prosiguió Rómulo-. Recuerda: todo esto sucedió el año de la gran inundación. Por aquel entonces, Amulio no era aún el rey de Alba, sino que el rey era su hermano Numitor. Pero Amulio, un desgraciado hambriento de sangre de toda la vida, mató a su hermano y le usurpó la corona. Eso sí fue un asesinato; eso sí fue un robo. Creo que no existe crimen peor que ése: ¡un hombre que mata a su propio hermano! La única persona que quedó con vida y que podía ser un problema para Amulio era la hija de su hermano, Rea Silvia. ¿Y si tenía un hijo y ese hijo decidía algún día vengar la muerte de su abuelo y recuperar la corona? Para evitar que eso ocurriera, Amulio obligó a Rea Silvia a convertirse en sacerdotisa de Vesta (Vesta es la diosa del hogar que veneran allí en Alba).

Sus sacerdotisas son las vestales y hacen votos para permanecer vírgenes, bajo pena de muerte.

Amulio se creyó muy listo. Dejó con vida a su sobrina, evitando así mancharse las manos con más sangre, y encontró la manera de impedir que llevara en su vientre un posible rival. Además, lo hizo de tal modo que siempre podía decir que estaba complaciendo los deseos de la diosa.

–Pero el plan de Amulio no salió bien del todo. Pese a sus votos, pese a vivir recluida en un bosque consagrado al dios de la guerra, Mavors, Rea Silvia se quedó embarazada. Hay en Alba quien dice que Amulio pudo violarla, ya que era el único hombre que tenía acceso a ella, y cualquier hombre capaz de asesinar a su propio hermano no pondría objeciones a violar a su propia sobrina. Pero hay otros en Alba que cuentan una historia más curiosa aún. Piensan que debió de ser Mavors quien cautivó a Rea Silvia, pues era en su bosque donde estaba recluida.

–Quienquiera que fuese el padre, Rea Silvia consiguió ocultar su embarazo hasta el momento del parto. Cuando Amulio fue informado del asunto, se puso furioso. Rea Silvia dio a luz… pero murió muy poco después. Podría ser que Amulio la hubiese asesinado; podría ser que muriera de parto. Pero ahora la historia se pone aún más interesante, pues la gente de Alba dice que Rea Silvia dio a luz gemelos. Y entonces uno se pregunta: ¿qué fue de esos dos niños, de los nietos del asesinado rey Numitor?

Poticio lo miró dubitativo. – ¿Qué estás sugiriendo, Rómulo?

–Recuerda, Poticio, que todo esto sucedió el año de la gran inundación… el mismo año en que Fáustulo nos encontró a Remo y a mí. – ¿Y pensáis que…?

–Los gemelos recién nacidos desaparecieron… pero ¿cómo se los quitó de encima Amulio?

Podría afirmar que tenía derecho a matar a Rea Silvia porque ella había incumplido su voto de castidad, pero ni siquiera Amulio querría ver sus manos manchadas con la sangre de dos recién nacidos inocentes. Según dicen en Alba, hizo lo que la gente suele hacer cuando quiere quitarse de encima un recién nacido deforme o no deseado… ordenó a un criado que se llevase a los gemelos a algún lugar lejano y los abandonara.

Poticio movió afirmativamente la cabeza, muy serio.

–Nadie es responsable de matar a unos niños abandonándolos en plena naturaleza. Mueren por la voluntad de los dioses.

–Pero ¿mueren siempre? Todo el mundo ha oído historias sobre niños abandonados en plena naturaleza y criados por animales salvajes, o rescatados porque los dioses o los numina consideraron que era adecuado ayudarlos. ¿Quién puede decir que esos dos bebés, abandonados el uno junto al otro en el interior de una cuna de madera en alguna montaña remota, no fueron arrastrados por la gran inundación hasta un lugar alejado de Alba, donde nadie los conocía, donde fueron criados en un ambiente tranquilo y humilde, alejados de Amulio hasta que llegó el momento en que los dioses consideraron oportuno guiarlos hacia su destino?

Poticio negó con la cabeza.

–Rómulo, este tipo de habladurías son tonterías. Es una locura.

–Por supuesto que lo es… ¡una locura brillante! Reconozco que todo el mérito es de Pinario, que fue quien descubrió la historia, vio la conexión evidente que existe y vino aquí hoy a exponernos los hechos.

Remo se movió inquieto. Hizo una mueca. ¿Le dolía algo, o se sentía incómodo ante el entusiasmo de su hermano?

–No puede decirse que sean hechos, Rómulo. Son especulaciones descabelladas.

–Tal vez. Pero ¿no es precisamente el tipo de historia que a la gente le gusta creer? – ¿Te la crees tú, Rómulo? – dijo Poticio. Su formación como arúspice le había inculcado un gran respeto por la búsqueda de la verdad. Buscar la verdad solía ser complicado; los ojos y los oídos propios eran poco fiables, igual que las historias de los demás, e incluso en las mejores circunstancias, la voluntad de los dioses podía ser oscura y abierta a diversas interpretaciones. El estilo superficial con que su amigo jugaba con la verdad le incomodaba, igual que veía que incomodaba también a Remo.

–A lo mejor me la creo -respondió Rómulo-. ¿Puedes decir el nombre de la mujer que nos parió a mí y a Remo, Poticio? No. ¿Por qué no decir entonces que fue Rea Silvia?

–Pero… eso convertiría a Amulio en vuestro padre… ¡al hombre que mataste a cambio de una corona!

–Tal vez. ¿O fue Mavors, el dios de la guerra, quien nos engendró? ¡No te burles, Poticio! Tú dices que eres descendiente de ese dios que llevas colgado al cuello y afirmas que por tus venas corre la sangre de Hércules. ¿Por qué no podríamos Remo y yo ser hijos de Mavors? De todos modos, la historia nos convierte en los nietos y herederos del viejo rey Numitor. ¡Cuando eliminamos a Amulio y tomamos su tesoro, no hicimos más que vengar el asesinato de nuestro abuelo y reclamar lo que era nuestro con todo derecho!

Hubo un largo silencio, hasta que por fin habló Remo.

–Igual que Poticio, tengo mis reservas. Pero debo admitir que reclamar un linaje real nos solucionaría muchísimos problemas, no sólo ahora, para pacificar a los habitantes de Alba, sino también después, si la gente de por aquí tiene dudas en cuanto a su lealtad hacia nosotros o está celosa de nuestra buena suerte.

Rómulo dejó caer una mano en el hombro de Remo y sonrió.

–Mi hermano es el hombre más sabio de todos. Y tú, Pinario, eres el más inteligente. – Pinario le devolvió la sonrisa-. Y es una suerte que, en un día como hoy, podamos dar de nuevo la bienvenida a nuestro más antiguo y leal amigo, después de tantos años lejos de aquí. – Miró de reojo a Poticio con una mirada tan cálida y tan cariñosa que la sensación de incomodidad de Poticio se desvaneció al instante, igual que la bruma matutina sobre el Tíber se desvanece bajo el sol naciente.

753 A. C.
Durante los meses siguientes, los gemelos siguieron cosechando los resultados de sus éxitos en Alba. Diseminados por la campiña, a una distancia de unos pocos días a caballo de Roma, vivían numerosos hombres que habían acumulado suficiente riqueza y poder como para mandar sobre sus vecinos, rodearse de guerreros y autodenominarse reyes. Uno a uno, Rómulo y Remo fueron encontrando motivos para desafiar a esos hombres y, uno a uno, los derrotaron en batalla, reclamaron sus riquezas e invitaron a sus guerreros a unirse a ellos en Roma. Los gemelos eran luchadores feroces y temerarios. Y a medida que sus victorias se acumulaban, fueron adquiriendo una reputación de invencibles. A todo el mundo le resultaba fácil creer que eran los hijos de Mavors.

Su fama fue extendiéndose, y más y más hombres se apiñaron para unirse a ellos, atraídos por la posibilidad de vivir aventuras y disfrutar de una parte del botín. Cada día aparecían en el mercado nuevos forasteros preguntando por los gemelos. Eran hombres muy distintos de los mercaderes honrados que llevaban generaciones frecuentando la región, o de los esforzados trabajadores que pasaban por allí, buscando empleo temporal en los mataderos y en las instalaciones dedicadas al salazón. Los recién llegados eran hombres de aspecto duro. Algunos iban armados, llevaban cascos de bronce o piezas de armaduras desparejadas y lucían las cicatrices de anteriores batallas. Otros llegaban con nada más que los harapos que vestían, y muchos tenían un aspecto sospechoso y guardaban un hermético silencio sobre su pasado. Unos cuantos eran jóvenes inocentes, ilusos y sedientos de aventura, impresionados por las historias que se contaban de los gemelos y ansiosos por entrar a su servicio. – ¿Qué le han hecho a nuestra Roma? – se lamentaba Poticio padre-. Recuerdo el tiempo en que podías rodear las Siete Colinas y no encontrarte con nadie a quien no conocieras por su nombre.

Conocías a tu vecino; conocías a sus abuelos, y sabías quiénes eran sus primos y qué dioses veneraban más en su familia. Las familias llevaban generaciones viviendo aquí. ¡Ahora, cada vez que salgo de la cabaña, tengo la sensación de encontrarme en una reunión de descastados y ladrones de ganado! Ya me parecía terrible cuando todos esos extranjeros empezaron a aparecer por aquí, vagabundeando, sin que nadie los invitara. ¡Pero ahora los gemelos han puesto un anuncio invitándolos a venir a Roma! «¡Venid, uníos a nosotros!», dicen. «Da lo mismo quién seas, o dónde hayas estado, o lo qué hayas hecho para andar huyendo. ¡Si vales para luchar y estás dispuesto a hacer un voto de fidelidad, toma tus armas y vente a saquear con nosotros!». Cualquier cortador de cuellos y bandido, desde las montañas al mar, encuentra un hogar en Roma, en la cumbre de la colina del Asylum. ¿Y por qué no? ¡Lo único que buscan Rómulo y Remo son cortadores de cuellos y bandidos!

Poticio, que tenía ahora su propia cabaña en el Palatino, cerca de donde vivían los gemelos, había ido a casa de su padre sólo para una breve visita, pero se había encontrado atrapado por los exaltados discursos de su padre. La referencia que había hecho su padre a la colina del Asylum era especialmente hiriente. A medida que el número de seguidores de los gemelos había ido aumentando, se había encontrado espacio dónde alojarlos en la cima de la colina, directamente encima del mercado. Era un lugar natural donde albergar un ejército; los dos puntos más elevados, en los extremos opuestos de la colina, proporcionaban una visión dominante sobre todo el paisaje, y las laderas empinadas de la colina la convertían en el lugar mejor defendible de Roma. El nombre que la gente le había dado últimamente a la colina, Asylum, procedía del altar que los gemelos habían mandado construir allí, dedicado a Asylaeus, el dios de los vagabundos, los fugitivos y los exiliados, un dios que ofrecía refugio a aquellos que no lo encontraban en ninguna otra parte. Como arúspice, y gracias a su formación como sacerdote de Hércules, Poticio había presidido la consagración del altar de Asylaeus. Las duras palabras de su padre contra el Asylum y sus habitantes fueron para Poticio como un reproche personal.

Pero la diatriba de Poticio padre estaba sólo empezando.

–Y tú, hijo mío…, los acompañas en sus incursiones. ¡Te unes a sus saqueos!

–Viajo con Rómulo y Remo como su arúspice, padre. Cuando tenemos que atravesar un río, pregunto a los numina cuál es el mejor paso. Antes de cada batalla, hago los auspicios leyendo las entrañas de las aves para determinar si el día es propicio para la victoria. Cuando hay tormentas, estudio los rayos en busca de señales de la voluntad de los dioses. Fueron las cosas que me enseñaron a hacer durante mi estancia en Tarquinia.

–Antes de convertirte en arúspice, hijo mío, te convertiste también en sacerdote de Hércules.

Por encima de todo, eres el responsable del Ara Máxima.

–Lo sé, padre. Pero piensa en lo siguiente: Hércules era hijo de un dios y un héroe del pueblo.

Igual que Rómulo y Remo. – ¡No! Los gemelos no son más que un par de huérfanos criados por un porquerizo y la prostituta de su esposa. Se parecen más a Caco que a Hércules. – ¡Padre!

–Piensa, hijo mío. Hércules salvó al pueblo y se marchó, sin pedir nada a cambio. Caco mataba y robaba sin remordimientos. ¿A quién de los dos se parecen más tus queridos gemelos?

Poticio lanzó un grito sofocado ante la temeridad de las palabras de su padre. Si alguna vez él había tenido pensamientos de esa índole, los había eliminado en cuanto tomó la decisión de permanecer al lado de los gemelos y unir su destino al de ellos.

–Y, ahora -prosiguió su padre-, tienen pensado rodear una buena parte de Roma con una muralla, más alta y más fuerte aún que las estacas que rodeaban la gran casa de Amulio en Alba.

–Padre, ten por seguro que una muralla es algo bueno. Roma se convertirá en una ciudad respetada. Si nos atacan, la gente podrá ponerse a salvo detrás de las murallas. – ¿Y por qué alguien se plantearía atacar al bueno y honesto pueblo de Roma, si no fuera por el hecho de que los gemelos han provocado un baño de sangre y miseria en otros pueblos y se han llevado a casa un botín más grande del que nunca necesitaron? Hijo mío, existen dos maneras de abrirse camino en el mundo. Una es la que siguieron nuestros antepasados: comerciando pacífica y justamente con los demás, ofreciendo hospitalidad a los forasteros, acumulando las riquezas justas para vivir con comodidad y tratando con diligencia de no ofender ni a los hombres ni a los dioses.

La gente debe trocar los bienes que necesita; Roma era un lugar seguro y honesto donde poder hacerlo, y todo el mundo sabía que podía salir de Roma sin que nadie le hubiese agraviado. Y como nunca acumulamos riquezas, nunca atrajimos la envidia de los avariciosos y los violentos.

–Pero hay otra forma de vivir, la forma de vivir de hombres como Amulio, y como Rómulo y Remo: tomar por la fuerza lo que otros han ido acumulando con su duro trabajo. Sí, su forma de vivir es un camino rápido hacia la acumulación de grandes riquezas… y, a buen seguro, hacia el derramamiento de sangre y la ruina. Está muy mal lo de amedrentar y robar a tus vecinos, y luego utilizar el tesoro que has robado para pagar a forasteros que te ayuden a amedrentar y robar a más vecinos. Pero ¿qué sucederá cuando todos estos vecinos se unan y lleguen aquí buscando venganza, o cuando aparezca en escena un bribón más grande y decida robar el tesoro de los gemelos?

–Sí, pero si sucede lo que tú dices, tendremos una muralla que nos mantendrá a salvo. ¡Qué tontería! ¿Acaso no aprendieron nada los gemelos de su victoria sobre Amulio? ¿Le sirvieron de algo sus murallas a Amulio? ¿Le salvaron la vida sus guerreros mercenarios? ¿Le sirvió todo su tesoro para comprar un poco de aire que poder respirar cuando Rómulo le cortó el cuello?

Poticio negó con la cabeza.

–Todo lo que dices tiene mucho sentido, padre, pero existe una gran diferencia entre Amulio y los gemelos. Amulio perdió el favor de los dioses; la fortuna se volvió contra él. Pero los dioses aman a Rómulo y Remo. – ¡Querrás decir que tú los amas, hijo mío!

–No, padre. No hablo como su amigo, sino como sacerdote y arúspice. Los dioses aman a los gemelos. Es un hecho manifiesto. En toda batalla, especialmente cuando se trata de una batalla a muerte, tiene que haber un vencedor y un perdedor. Rómulo y Remo siempre vencen. Eso no sucedería a menos que los dioses no lo quisieran así. Hablas con desprecio del camino que ellos han elegido, pero yo te digo que su camino está bendecido por los dioses. ¿Cómo se explican si no sus éxitos? Por eso los sigo, y por eso utilizo todas las habilidades que poseo para arrojar luz en el camino que tienen por delante.

Su padre, incapaz de contradecir estas palabras, se quedó en silencio.

Los gemelos acordaron la construcción de una muralla, pero no su lugar de asentamiento.

Rómulo se decantaba por una muralla que rodease el Palatino. Remo consideraba que la muralla debía construirse alrededor del Aventino, más al sur. Día tras día, Poticio los oía discutir.

–Tus razones son puramente sentimentales, hermano -dijo Remo-. Nos criamos aquí, en el Palatino, por lo tanto quieres convertirlo en el centro de Roma. Pero en el Palatino no vive nadie, excepto unos cuantos pastores y sus rebaños. ¿Por qué construir una muralla en torno a una ciudad de ovejas? ¿O pretendes ahuyentar a los pastores y llenar el Palatino de edificios? Yo digo que dejemos esta colina en su estado natural, tal y como estaba cuando éramos niños, y construyamos la ciudad en otra parte. El lugar natural de expansión es al sur del Spinon, cerca de la margen del río.

El mercado, los almacenes de sal y los mataderos se acumulan ya a los pies del Aventino. Ésa es la colina que deberíamos rodear con una muralla, sobre la cual deberíamos empezar a construir una ciudad respetable. – ¡Tus palabras suenan perfectamente razonables, hermano! – rió Rómulo. Los dos hermanos, junto con Poticio y Pinario, estaban paseando por el Palatino. El cielo lucía un azul resplandeciente con nubes blancas dibujadas sobre el horizonte. La colina estaba cubierta de hierba verde y de flores, pero no se vislumbraba ni una sola oveja; las ovejas habían sido encerradas en sus corrales, que estaban adornados con ramos de enebro y guirnaldas de hojas de laurel. Era el día de las Palilia, el festival de la diosa Pales. Aquí y allí, columnas de humo ascendían hacia el cielo. Cada familia había instalado su altar en honor a Pales y sobre estas piedras levantadas quemaban diversas sustancias: en primer lugar, puñados de azufre para la purificación, que emitían un humo azul celeste; después, ramitas de fragante romero, laurel y enebro sahino; a continuación, una ofrenda formada por tallos de judías mezclados con la ceniza de becerros calcinados, rociado todo con sangre de caballo. Con las ramas de enebro, los pastores esparcían el humo sobre los animales encerrados en los corrales; el humo sagrado de Pales mantenía a las ovejas sanas y fértiles. Después, los pastores lo festejaban comiendo pasteles de mijo y bebiendo tazones de leche caliente rociada con mosto de vino tinto.

–Perfectamente razonables -repitió Rómulo-. Pero no es una cuestión de razonamiento, hermano, sino de crear una ciudad digna de dos reyes. Dices que me inclino por el Palatino porque soy un sentimental. ¡Pues claro que lo soy! ¿Cómo puedes tú pasear por esta colina el día de las Palilia y no sentir que estás en un lugar especial? Sus razones tendrían los dioses para dejar nuestra cuna en la ladera del Palatino. ¡La verdad es que estamos en el corazón de Roma! Y la muralla tiene que construirse rodeando el Palatino, para honrar el hogar que nos crió. Los dioses bendecirán nuestra obra. – ¡Esto es ridículo! – espetó Remo, con una dureza que sorprendió a todos-. Si no atiendes a la razón, ¿cómo pretendes gobernar la ciudad?

Rómulo se esforzó por mantener un tono de voz inalterable.

–Hasta ahora, hermano, he hecho un buen trabajo formando un ejército y liderándolo en la batalla.

–Gobernar una ciudad es completamente distinto. ¿Tan tonto eres que no lo ves? – ¿Te atreves a llamarme tonto, Remo? No fui precisamente yo el tonto que se dejó capturar por Amulio y necesitaba ser rescatado… -¿Cómo te atreves a echarme eso en cara? ¿O acaso te gusta recordarme las horas que pasé sufriendo, innecesariamente, porque tú perdiste el tiempo aquí en Roma…? – ¡Eso no es justo, hermano! ¡No es verdad!

–Y ya que tú acabaste con Amulio, tú llevas la corona a diario, aunque prometiste que la compartiríamos a partes iguales. – ¿Es eso lo que te ocurre? ¡Cógela! ¡Póntela! – Rómulo se quitó la corona de hierro, la depositó en el suelo y se alejó con paso majestuoso. Pinario corrió tras él.

De pequeños, los gemelos nunca discutían. Pero ahora discutían constantemente, y sus discusiones eran cada vez más acaloradas. Desde pequeño, Rómulo había sido el más cabezota e impulsivo, y Remo había sido siempre el que refrenaba a su hermano. Pero la tortura que había recibido de manos de Amulio había provocado cambios en Remo.

Su cuerpo nunca se había recuperado del todo; seguía caminando con una leve cojera. Más que eso, su temperamento tranquilo le había abandonado; se enfadaba ahora con la misma rapidez que su hermano. Rómulo también había cambiado desde lo de Alba. Seguía tan fogoso como siempre, pero era más disciplinado y resuelto, y más seguro de sí mismo y arrogante que nunca.

En Alba, Remo había sufrido las torturas de Amulio; Rómulo había disfrutado del resplandor del triunfo y de la satisfacción de rescatar a su hermano. Uno se había convertido en la víctima y el otro en el héroe. Esta disparidad había generado una fisura entre ellos, pequeña al principio pero que seguía creciendo sin parar. Poticio sabía que la pelea de la que acababa de ser testigo no era por la muralla, sino por algo que iba terriblemente mal entre los gemelos, algo a lo que ninguno de los dos podía ponerle nombre ni sabía cómo solucionar.

La corona desechada había ido a parar a los pies de Poticio. Se inclinó para recogerla de la hierba, sorprendido al notar su peso. Se la ofreció a Remo, quien la cogió pero no se la colocó en la cabeza.

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