Roma (48 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

2.79 A. C.
Frente al Senado, el anciano Apio Claudio, conocido ahora como Apio Claudio Caecus («el Ciego»), estaba dando el mayor discurso de su vida. Más de doscientos años después, el orador Cicerón consideraría este discurso como uno de los ejercicios más sublimes de la lengua latina, y Apio Claudio el Ciego sería reverenciado como el padre de la prosa romana.

La ocasión era un debate sobre la resistencia de Roma frente al aventurero rey griego Pirro, la mayor amenaza a la que se enfrentaban los romanos desde los galos. Igual que cincuenta años atrás su pariente, Alejandro Magno, conquistó Oriente a la velocidad del rayo, Pirro se creía capaz de invadir Italia y subyugar rápidamente a sus «bárbaros», un término griego con el que se calificaba a cualquiera que no hablara griego.

Hasta el momento, los romanos habían frustrado los planes de Pirro. El invasor seguía ganando batallas, pero eran triunfos costosos que alargaban sus líneas de suministro, debilitaban la moral de sus sobrecargados oficiales y menguaban sus cifras de combatientes.

–No habrá muchas más «victorias pírricas» -declaró Apio Claudio el Ciego-, ¡y el rey Pirro descubrirá muy pronto, para su consternación, que ha ganado ya demasiadas batallas! – La cámara retumbó con las risas. El infatigable ingenio y el inagotable optimismo del senador ciego eran tremendamente apreciados en contraste con los sombríos debates de los últimos años. »Algunos abogáis por la paz con Pirro -dijo Claudio-. Queréis acabar con este baño de sangre romana y de sangre de nuestros aliados y súbditos. Estáis dispuestos a ofrecer concesiones.

Permitiríais que Pirro consiguiera el punto de apoyo permanente que busca en suelo italiano, esperando que se contentara con un pequeño reino aquí y abandonara su sueño de un imperio occidental que rivalizara con el imperio oriental de Alejandro. ¡Os lo digo, Pirro nunca se conformará con eso! Nunca dejará de tramar para robárnoslo todo. No quedará satisfecho hasta que nos haya convertido en sus esclavos. »Todos sabéis que soy un hombre que cultiva el aprendizaje del griego y las bellezas de la literatura y el arte griegos. ¡Pero nunca habrá un griego que gobierne sobre mí y nunca obedeceré una ley que no esté cincelada en latín! El futuro de Italia nos pertenece… al pueblo y al Senado de Roma. No pertenece a ningún griego, ni a ningún rey. Tenemos que continuar la lucha contra Pirro, cueste lo que cueste, hasta que lo expulsemos por completo de Italia. ¡Cuando el último navío griego parta con los últimos vestigios de su agotado ejército, Italia será nuestra y Roma quedará libre para cumplir con el destino que los dioses han decretado para nosotros!

Una mayoría de los senadores se puso en pie para aplaudir y gritar elogios. Viendo que Claudio se había llevado el gato al agua aquel día, los que habían defendido apaciguar a Pirro tuvieron que unirse a regañadientes a la ovación. La guerra contra Pirro continuaría.

Abandonando el Senado, acompañado por un esclavo que le guiaba para bajar las escaleras, Claudio empezó a pensar ya en su siguiente discurso. Incapaz de leer o escribir, se había acostumbrado a componer y memorizar largos párrafos. El tema sería la relación de Roma con Cartago, el gran puerto marítimo de la costa de África fundado por los fenicios en la misma época en que Rómulo fundó la ciudad, cuya prominencia era equiparable a la de Roma en muchos sentidos. El Senado acababa de firmar un tratado de amistad con Cartago pues la incursión de Pirro en su mutua esfera de intereses había convertido en aliados a Cartago y Roma… pero ¿por cuánto tiempo? En cuanto Pirro fuera expulsado, Claudio creía que la rivalidad entre Roma y Cartago por la dominación de Sicilia, el sur de Italia y las vías marítimas del Mediterráneo occidental saltaría a primera plana.

–Naturalmente, una vez más, esos tontos de los Fabio no ven lo evidente -murmuró para sus adentros-. Piensan aún que Roma debería expandirse hacia el norte de los Alpes y seguir una política de moderación hacia Cartago. Pero nuestro destino está en el sur y en las vías marítimas. ¡El enfrentamiento con Cartago es inevitable!

El esclavo guardó silencio. Estaba acostumbrado a oír a su amo hablar solo. A veces, Claudio mantenía elaboradas discusiones consigo mismo que se prolongaban durante horas, cambiando de voz a la vez que alternaba puntos de vista.

Ahora, en el crepúsculo de su vida, frágil y casi ciego, un hombre inferior a Claudio habría sucumbido a la amargura. Sus intentos de reforma radical habían fracasado; unos años después de dejar el cargo de censor, Quinto Fabio había pasado a controlar aquel despacho y había deshecho de manera implacable prácticamente todas las promulgaciones populistas de Claudio. Quinto Fabio fue elegido cónsul repetidamente y sus seguidores pasaron a apodarlo Máximo. ¡Apio Claudio se convirtió en el Ciego, mientras que Quinto Fabio se convertía en el Mayor! Claudio se había visto obligado a reconocer que el verdadero gobierno popular jamás echaría raíces en Roma. Pero sus monumentos urbanísticos resistirían. El Acueducto Apio siguió siendo una maravilla de la ingeniería, y un nuevo tramo de la Vía Apia se pavimentaría con piedra y duraría siglos. Después de toda una vida de victorias y derrotas, Apio Claudio el Ciego sentía más pasión que nunca por el destino de Roma.

Atravesando el Foro, sujeto del brazo de su guía, Claudio oyó una voz que lo llamaba. – ¡Senador! ¿Podría hablar un momento contigo?

Claudio se detuvo en seco, casi seguro de haber reconocido la voz… ¡pero era imposible! Esa voz, tan estimada en su recuerdo, pertenecía a su antiguo protegido, Kaeso Fabio Dorso. Pero Kaeso ya no estaba entre los mortales. Había muerto muchos meses atrás en una batalla contra Pirro. Pese a que se habían ido distanciando con los años, Claudio había seguido a distancia la carrera de Kaeso. Su interés juvenil por la construcción había sido eclipsado por su excelencia militar; como un buen Fabio, Kaeso había nacido para convertirse en guerrero. Claudio lo sintió mucho cuando se enteró de su muerte. Oír su voz le devolvía una riada de recuerdos.

Claudio agarró con fuerza el brazo de su guía. – ¿Quién me habla? ¿Qué ves, esclavo? ¿Se trata de un hombre, o sólo de la sombra de un hombre?

–Te lo aseguro, senador, no soy una sombra -dijo la voz que tan familiar le sonaba-. Mi nombre es Kaeso Fabio Dorso. – ¡Ah! Debes de ser el hijo de mi viejo amigo. – ¿Te acuerdas, entonces, de mi padre?

–Por supuesto que sí. Te doy mis condolencias por su fallecimiento.

–Murió de forma honorable, luchando por Roma. Yo también combatí en esa batalla, bajo su mando. Lo vi caer. Después me ocupé de su cuerpo.

–Puedes sentirte muy orgulloso de él.

–Lo estoy. Era un guerrero que no conocía el miedo. Dicen que en esa campaña mató más hombres que cualquier otro soldado de la legión. Mi padre disfrutaba dando muerte a los invasores.

–La sed de sangre tiene su razón de ser en el campo de batalla -declaró Claudio-. El placer que sentía tu padre matando tuvo consecuencias para la gloria de Roma y el honor de nuestros dioses.

Kaeso se llevó la mano al talismán que llevaba colgado al cuello, el fascinum de oro que había retirado del cadáver de su padre en el campo de batalla. El amuleto no había protegido a su portador contra la lanza que lo había matado, pero seguía siendo de todos modos una herencia de familia que apreciaba mucho. Kaeso lo llevaba en memoria de su padre.

–Dime, Kaeso, ¿cuántos años tienes?

–Treinta y dos. – ¿Y tu padre, cuando murió?

–Tenía cincuenta. – ¿Es posible que hayan pasado tantos años con esta rapidez? – Claudio agitó la cabeza-. ¿Pero qué es eso, joven? ¿Te oigo llorar?

–Sólo un poco. Me siento muy honrado, señor, al oír a mi padre elogiado por un hombre tan renombrado por sus nobles discursos. – ¿Sí? – Claudio estaba resplandeciente.

El esclavo miró a Kaeso con recelo y le habló a Claudio al oído. – ¡Amo! Este hombre es un Fabio.

–Claro que lo es. Pero su padre era distinto a todos ellos. A lo mejor el hijo ha salido al padre.

Me parece muy respetuoso.

–Te lo aseguro, senador. Tengo en muy alta estima tus logros. Por esa razón te he abordado hoy. Esperaba que atendieses mi solicitud.

–Tal vez, joven, aunque estoy muy ocupado. Habla.

–Mi padre siempre citaba tus aforismos. A veces, uno tenía la impresión de que la mitad de sus frases empezaban con «Tal y como Apio Claudio tan sabiamente lo expresó…». Esperaba, en honor a mi padre, que pudieras ayudarme a llevar a cabo una recopilación de tus sentencias. Muchas las conozco de memoria, naturalmente, pero no me gustaría equivocarme ni en una sola palabra, y puede que haya algunas que haya olvidado, y otras que ni siquiera he oído. Estaba pensando que podrías dictármelas, yo escribirlas y luego agruparlos por temas. Podríamos incluso intentar una traducción del latín al griego. – ¿Sabes griego?

–Lo bastante como para haber hecho de traductor para mi padre de los mensajes que interceptábamos a los emisarios de Pirro. – ¡El hijo de Kaeso no sólo tiene una inclinación literaria, sino que además domina el griego! La verdad es que cada generación mejora respecto a la anterior.

–No creo que llegue a ser nunca el matador que fue mi padre -dijo humildemente Kaeso.

–Ven, pasea conmigo. Hace un buen día y tengo que hacer ejercicio. Subiremos andando al Capitolio y me describirás la nueva ornamentación que, por desgracia, no puedo ver debido a mi mala vista.

Recorrieron sin prisas el serpenteante camino hasta la cima, donde en los últimos años la ciudad había dado rienda suelta a su fervor por las grandiosas obras públicas. La árida colina donde en su día Rómulo había instalado su refugio para indigentes se había convertido en un lugar lleno de fastuosos templos y majestuosas estatuas de bronce.

–Esa nueva estatua de Hércules -dijo Claudio-, ¿es tan impresionante como dicen? No la he tocado, pero es tan grande que sólo alcanzaría a enlazar los tobillos con los brazos.

La estatua no le parecía nueva a Kaeso, de hecho llevaba instalada allí desde que era niño, pero a lo mejor el viejo Claudio medía el tiempo de otra manera.

–Bien, claro está, mi familia desciende de Hércules… -¡Ah! Vosotros los Fabio nunca desperdiciáis una oportunidad de recordarnos esa reivindicación.

–Por eso tiendo a impulsar la ejecución de cualquier imagen del dios, y cuanto más grande, mejor. De hecho, el trabajo en bronce es bastante bueno. Hércules va vestido con la piel del león de Nemea y lleva un bastón. Su expresión es feroz. Si algún día los galos se atrevieran a volver, creo que sólo con ver esta imagen se espantarían y huirían Capitolio abajo a todo correr. – ¿Cómo la compararías con la estatua colosal de Júpiter que hay junto al templo?

–Oh, la de Júpiter es mucho más alta que la de Hércules, como imagino que todo padre tendría que ser. ¡La gente la ve desde el Monte Albano, a diez millas de distancia por la Vía Apia! – ¿Conoces la historia de la creación de esa estatua?

–Sí. Después de que Espurio Carvilio aplastase a los samnitas, fundió todas sus corazas, espinilleras y cascos para fabricar la estatua. El enorme tamaño del dios representa, literalmente, la magnitud de nuestra victoria sobre nuestro viejo enemigo. Con las limaduras de bronce que quedaron, el cónsul hizo fabricar la estatua a tamaño natural que le representa y se encuentra a los pies de la de Júpiter.

–No es necesario que me la describas. ¡Recuerdo bastante bien lo feo que es Carvilio! Y sobre el templo de Júpiter, ¿es tan magnífica como dicen esa cuadriga? Ya sabes que la anterior estaba hecha de terracota, un material muy maleable pero delicado. La reparaban de vez en cuando, pero había partes que eran tan antiguas como el templo, y seguramente hechas por la mano del mismo Vulca. Pero la terracota estaba tan deteriorada que la han sustituido por un duplicado exacto hecho completamente en bronce.

–Recuerdo el original de terracota -dijo Kaeso-. Créeme, la de bronce es mucho más impresionante. Los detalles de la cara de Júpiter, los orificios nasales de los corceles dilatados, la decoración del carruaje… es magnífica. – ¡Ay, ojalá tuviese aún ojos para ver! La cuadriga de bronce fue subvencionada por mis queridos amigos Cneo y Quinto Ogulnio, ya sabes. Me anima ver una joven generación tomando el relevo del estandarte populista. Durante el año en que ambos hermanos Ogulnio ocuparon el cargo de edil curul, llevaron a juicio a la peor calaña de prestamistas enriquecidos y los condenaron. Con las propiedades confiscadas, los Ogulnio pagaron esa nueva cuadriga de bronce. Costearon también la nueva estatua de Rómulo y Remo que hay en el Palatino y que se ha convertido en una especie de santuario para el vulgo de la ciudad. – ¿Sabes? Aún no la he visto. – ¿De verdad? Tampoco yo, aunque mi excusa es la ceguera. ¡Cómo debe detestar tu primo Quinto a los Ogulnio y su política!

Descendieron el Capitolio, atravesaron el Foro y subieron la Escalera de Caco. El esclavo apenas tuvo que ayudar a Claudio, que conocía el camino de memoria. A los pies de la higuera, no muy lejos de la Cabaña de Rómulo, se había erigido sobre un pedestal una estatua de los gemelos. No era colosal en tamaño, pero la imagen resultaba espectacular: debajo de una loba en pie, dos bebés desnudos, en cuclillas, levantaban la cara para poder mamar del animal.

–Y bien, ¿qué opinas, joven?

–Es excelente. Muy expresiva. Muy bella. – ¿Crees que el fundador de la ciudad y su desgraciado hermano fueron criados literalmente por una loba?

–Eso cuenta la leyenda. – ¿Y nunca te cuestionas las leyendas? Hay quien cree que lo de la loba es una metáfora, o quizá una interpretación excesivamente literal de un relato transmitido de boca en boca. Al fin y al cabo, esa palabra puede hacer referencia también a la mujer en su acepción de loba, es decir, prostituta. ¿No crees más probable que los gemelos fueran criados por una mujer de ese tipo, antes que por un animal salvaje?

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