Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (66 page)

–El ganador tiene ahora la ciudad atada y bien atada -dijo Cayo-. Jura piadosamente que restaurará la República y el funcionamiento legal del Senado, pero no antes de purgar el Estado de todos sus enemigos y potenciales enemigos, y dividir las propiedades de éstos entre sus esbirros.

Cayo bajó la vista y se quedó mirando la taza de caldo. Estaba seguro de contarse entre los enemigos de Sila, pues Mario era su tío y, además, había contraído recientemente matrimonio con Cornelia, cuyo padre, Cinna, había sido otro de los rivales de Sila.

–Que un monstruo así gobierne sobre todos nosotros es prueba de nuestra decadencia -declaró Julia-. Los dioses están enojados. Nos castigan. Antiguamente, el título de «dictador» era un puesto de gran honor y respeto. Nuestros antepasados fueron bendecidos con la suerte de tener un dictador como Cincinato, un hombre que se levantó para salvar el Estado y luego se retiró. Después de Sila, la palabra «dictador» siempre tendrá un sentido negativo.

–Un monstruo, como bien dices -murmuró Lucio, mordiéndose con nerviosismo la uña del dedo pulgar-. ¡Un loco! ¿Recuerdas cuando se publicó la primera lista de proscritos? Todo el mundo se congregó frente al tablón de anuncios para leer los nombres. Qué conmoción al ver ochenta nombres en la lista… ¡ochenta! Ochenta ciudadanos desprovistos de todo tipo de protección, ochenta buenos romanos proscritos como animales listos para ser cazados y masacrados.

Fuimos ultrajados con la impunidad de Sila, nos quedamos horrorizados ante esa cifra. Y entonces, al día siguiente, hubo un añadido a la lista, doscientos nombres más. Y al día siguiente, ¡doscientos más! El cuarto día, Sila hizo un discurso sobre reinstaurar la ley y el orden. Alguien se atrevió a preguntarle cuántos hombres pretendía proscribir. Respondió con un tono de voz como queriendo disculparse, como un magistrado que no ha cumplido con su deber. «Hasta ahora, he proscrito a todos los enemigos cuyo nombre he sido capaz de recordar, pero, sin duda, alguno se me habrá olvidado. Os prometo que, tan pronto como recuerde sus nombres, proscribiré también a esos hombres».

–Era un chiste -dijo Cayo tristemente-. Hay que admitir que Sila posee un ingenio malicioso. – ¡Está tan loco como Casandra! – exclamó Lucio-. La matanza no cesa. Cada día aparece una nueva lista. Y todo aquel que da cobijo a un proscrito queda a su vez proscrito, incluso sus padres.

Los hijos y los nietos de los proscritos pierden su ciudadanía y les roban sus propiedades. Y esto sucede no sólo en Roma, sino también en las ciudades de toda Italia. Hay hombres asesinados cada minuto, cada día, y los asesinos reciben una recompensa, incluso el esclavo que mata a su amo, incluso el hijo que mata a su padre. Es una locura… un insulto a nuestros antepasados, un crimen contra los dioses.

–Es la manera de que Sila y sus amigos acumulen grandes cantidades de riqueza -apuntó Cayo-. Los primeros hombres de la lista eran sus enemigos de verdad, hombres que habían combatido contra él en la guerra civil. Después empezamos a ver otros nombres: caballeros que jamás habían mostrado interés por la política o campesinos ricos que ni siquiera habían estado nunca en la ciudad. ¿Por qué estaban proscritos? Para que Sila pudiera usurparles sus propiedades.

El Estado vende los bienes en subastas públicas, pero los amigos del dictador son los únicos que se atreven a pujar.

–Tan sencillo como eso -dijo Lucio-. Están siendo asesinados debido a sus propiedades.

–Están siendo asesinados por sus propiedades -aseguró Cayo-. El otro día me encontraba en Alba. Pasé a caballo por delante de una preciosa villa con jardines y viñedos, y el hombre que venía conmigo me dijo: «Ésta es la propiedad que mató a Quinto Aurelio».

Julia protestó. – ¡Cayo, eso no tiene ninguna gracia!

–Entonces, supongo que no te reirás cuando te cuente que hay hombres que cometieron asesinatos que están disponiéndolo todo para que sus víctimas queden incluidas retroactivamente en las listas. Dicen que Lucio Sergio Catilina lo hizo después de asesinar a su cuñado. ¡El asesinato no sólo quedó legalizado, sino que además Catilina recibió una recompensa por él!

La sombría conversación decayó durante un rato. Cayo bebió más caldo. Lucio observó la comida sin tocar que tenía todavía enfrente. Fue Julia la que habló por fin. – ¿Creéis que podemos tomarnos en serio a Sila cuando promete que abandonará la dictadura y se retirará de la vida pública? Dice que lo hará en un año, en dos como mucho.

–Sólo nos queda rezar para que esté diciendo la verdad -contestó Lucio con abatimiento. – ¿Y si fuera así? – preguntó Cayo-. ¿Qué habrá cambiado si Sila renuncia al cargo? Se reanudarán las elecciones y el Senado volverá a gobernar… con todos los hombres de Mario muertos y los de Sila ocupando sus escaños. Pero el Estado seguirá cojo. Todo lo que se destrozó antes de la guerra civil seguirá destrozado, con apenas unos simples remedios caseros. Cayo Graco, de haber tenido la oportunidad, habría solucionado estos asuntos e insuflado nueva vida a la República; un tirano malvado y vengativo como Sila no es el tipo de persona adecuada para hacerlo.

Para salvar a Roma se necesitará otro hombre, alguien capaz de combinar la visión política de los Graco, el genio militar de Escipión el Africano y, también, una pizca de la crueldad de Sila.

Cayo tenía la mirada perdida, como si estuviese hablando de sus propias ambiciones de futuro.

Pero eso era absurdo, pensó Lucio. La fiebre provocaba delirios de grandeza en su cuñado. De lo que debería preocuparse Cayo en aquellos momentos era de conservar la cabeza en su lugar, no de soñar despierto en salvar la República.

–Tal vez -sugirió Lucio-, el hombre en que estás pensando sea Pompeyo Magno. – Se refería a uno de los protegidos de Sila, un prodigio militar sólo seis años mayor que Cayo. Sila, a quien le gustaban los apodos -se había apodado a sí mismo Félix, «afortunado»-, había decidido, medio en broma, medio en serio, dirigirse al joven Cneo Pompeyo con el apodo de Magno, «el grande». Y el apodo había arraigado. – ¡Pompeyo! – exclamó en tono burlesco Cayo-. Me cuesta creerlo. No posee la fortaleza de carácter necesaria para ser un auténtico líder.

–Bueno… -Lucio levantó una ceja. No sentía ningún cariño especial por Pompeyo, pero pensaba que Cayo no estaba lo suficiente versado como para hacer un comentario tan mordaz como aquél. Cayo le leyó los pensamientos. – ¿Tengo que justificar mi comentario? Muy bien, citaré sólo unos ejemplos para demostrar la debilidad fundamental del carácter de Pompeyo. Aparte de cortar cabezas, ¿cuál es el comportamiento más despótico de Sila? Disponer los matrimonios de todos los que le rodean. Y no se trata precisamente de emparejamientos inocentes. Ha obligado a mujeres a casarse en contra de su voluntad con sus hombres favoritos; eso convierte el matrimonio en una violación, en una ofensa a los dioses. Ha disuelto incluso matrimonios ya existentes, cónyuges que se divorcian para casarse con las parejas que él decide.

–Otro síntoma de la locura de Sila -dijo Lucio.

–Tal vez. Pero si esto es lo que piensa Pompeyo, el supuesto «grande» no lo fue lo suficiente como para plantarle cara a su superior. Sila ordenó a Pompeyo divorciarse de Antiscia, una esposa fiel, por cierto, para casarlo con su hijastra, Emilia… ¡aunque Emilia estuviese ya embarazada de su anterior esposo! Y Pompeyo, como el típico sicofante de un monarca asiático, obedeció sin pestañear. ¿Es éste el hombre que debe liderar a Roma y sacarla de esta jungla? ¡Me parece que no!

–Cayo negó con la cabeza-. Yo jamás me sometería a un comportamiento tan poco honorable y vergonzoso para obtener los favores de otro hombre, fueran cuales fuesen las consecuencias. ¡Jamás!

–Bien -intervino Julia, intentando disipar la tensión acumulada en la estancia-, recemos para que nunca debas enfrentarte a una decisión así. ¡Que tu matrimonio con Cornelia sea largo y fructífero! – Sonrió lánguidamente-. Cuando pienso en un buen matrimonio, pienso en nuestros padres, ¿tú no, Cayo? Se les vio siempre tan felices. De no haberse llevado los dioses a nuestro padre tan pronto, de forma tan repentina…

Julia y Cayo habían perdido a su padre tres años atrás. Según las apariencias, Cayo padre era un hombre sano y vigoroso en la flor de la vida, pero un día, mientras se calzaba, sufrió un ataque y cayó muerto. Su padre también había muerto joven, de un modo muy parecido. Los hermanos habían sentido profundamente su pérdida y su relación se había hecho más estrecha, si cabe, durante los años transcurridos desde la muerte del progenitor.

Cayo, viendo la expresión de tristeza en el rostro de su hermana, se inclinó hacia ella y le acarició delicadamente el brazo.

De pronto se oyeron ruidos en el vestíbulo, tan fuertes que los tres sufrieron un sobresalto y se pusieron en pie al instante. No sólo aporreaban la puerta, sino que parecía además que quisieran romperla. Se oyó cómo la madera se resquebrajaba y el crujido de las bisagras al ceder y partirse.

Cayo se preparó para huir, pero sólo consiguió dar unos pasos. Estaba demasiado débil para correr. Se tambaleó y habría caído al suelo de no haber corrido Julia a su lado para sujetarlo.

Súbitamente, irrumpió en la habitación una banda de hombres armados. Lucio se quedó lívido al reconocer a su líder: Comelio Fagites.

Fagites sonrió, mostrando el hueco entre sus dientes torcidos. – ¡Ah, aquí tenemos precisamente al que andaba buscando… al joven César!

Julia se colocó delante de Cayo, como una madre protegiendo a su hijo. Pese a que le temblaban las piernas, Lucio se acercó a Fagites, que era mucho más alto que él, y levantó la barbilla.

–Has cometido un error. Es el hermano de mi esposa, Cayo Julio César. Su nombre no aparece en la lista de proscritos. Fagites se echó a reír. – ¡«Su nombre no aparece en la lista de proscritos»! – repitió en tono burlón-. ¿Cuántas veces lo habré oído? – ¡Es verdad! He comprobado las nuevas listas personalmente, esta misma tarde. Me viste cuando regresaba del Foro. ¿No te acuerdas?

Fagites lo miró entrecerrando los ojos.

–Bien… si su nombre no aparece todavía en la lista, siempre puede añadirse más tarde -dijo, pero en su voz había una sombra de duda. Lucio hizo lo posible para aprovechar la circunstancia.

–Una cosa es capturar a los hombres que aparecen en la lista, Fagites. Pero otra muy distinta es buscar a los que no aparecen en ella. Tarde o temprano, si cumple su promesa, Lucio Cornelio Sila abandonará la dictadura. Se ha otorgado inmunidad judicial de por vida, pero dudo que a ti te haya concedido ese tipo de protección. ¿Te la ha dado, quizá?

Fagites puso mala cara.

–No.

–Lo que significa que algún día se te pedirán responsabilidades por… por los errores cometidos.

Y éste es uno de esos errores, Fagites, Cayo Julio César no está en la lista. Es un ciudadano con todos sus derechos, no un enemigo del Estado. No tienes derecho a hacerle ningún daño.

Fagites se volvió hacia uno de sus secuaces, que extrajo un trozo de pergamino, y ambos lo estudiaron minuciosamente durante un rato, comentando en voz baja entre ellos. Fagites recuperó de nuevo su postura fanfarrona. Sonrió socarronamente y miró con desdén a Lucio. – ¿Cuánto estás dispuesto a pagarme para asegurarte de que no cometa ningún… error?

Lucio se mordió el labio. Reflexionó durante un buen rato y luego murmuró una cifra en voz baja.

Fagites se echó a reír. – ¡No te culpo por hablar tan bajo! Deberías avergonzarte por ofrecer tan poco a cambio de que nada malo le suceda al querido hermano de tu esposa. Multiplica esa cantidad por cuatro y consideraré tu oferta.

Lucio tragó el nudo que se le había formado en la garganta.

–Muy bien.

Fagites movió afirmativamente la cabeza.

–Eso ya está mejor. Ahora, todo lo que tienes que hacer es suplicarme que coja el dinero y me largaré. – ¿Qué?

–Suplícamelo. Con algo tengo que divertirme esta noche, ¿no? Arrodíllate, ciudadano, y suplícame que acepte tu oferta.

Lucio miró de reojo a Julia, que apartó la vista. El pánico parecía haber agotado el último gramo de fuerza que pudiera quedar en Cayo y apenas podía mantenerse en pie. Lucio cayó de rodillas. – ¡Te lo imploro, Cornelio Fagites, toma el dinero que te ofrezco y déjanos en paz!

Fagites soltó una carcajada. Le alborotó el pelo a Lucio. – ¡Mucho mejor, hombrecito! Muy bien, ve a buscar mi dinero. Pero estás cerrando un trato de imbéciles. Tu cuñado estará muerto antes de los próximos idus. Me llevaré tu dinero y dejaré que el joven César conserve su cabeza; y después, cuando se la corte, recibiré un segundo pago por parte de Sila. Me pagarán dos veces por la misma cabeza… ¡sobre los hombros y separada de ellos!

Lucio le entregó el dinero. Fagites y sus hombres partieron sin decir nada más. Julia estaba tan consternada que no podía ni hablar. Cayo se acercó tambaleándose al triclinio y se derrumbó en él.

Lucio palpó la frente de Cayo. El joven volvía a estar ardiendo de fiebre.

Pese a la enfermedad de Cayo, aquella misma noche Lucio y Julia consiguieron una litera y lo transportaron a otro escondite. Si Fagites había encontrado a Cayo, cualquiera podía hacerlo. El hecho de que su nombre no apareciese aún entre los proscritos no garantizaba que estuviese a salvo.

En los días y las noches que siguieron, y aunque las fiebres no remitían, Cayo fue trasladado de un refugio a otro. Mientras, los miembros más ancianos de la familia de los Julio entraron en arduas negociaciones con los miembros del círculo interno de Sila para tratar de alejar a Cayo del peligro.

Lucio se reunía a diario con los Julio a la espera de recibir buenas noticias.

Las proscripciones continuaron. Cada día se sumaban nuevos nombres a las listas. Lucio empezaba a temer ver también su nombre algún día en ellas. Se aseguró que la puerta que habían echado abajo Fagites y sus hombres fuera reparada enseguida y reforzada. Llevaba siempre encima un puñal. Compró un veneno de acción rápida a un dudoso personaje del puerto y se lo entregó a Julia para que lo guardase. La muerte por decapitación era espeluznante pero rápida, se dijo, pero se estremecía sólo de pensar en lo que sería de Julia cuando él ya no estuviera. Quería que dispusiese de medios para acabar pronto con todo. ¡En qué época vivían, que un hombre tuviera que estar listo incluso para aquellas eventualidades!

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