Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (64 page)

Cogió un instante las manos de Lucio, se retiró y se volvió para dirigirse a los recolectores y a todos los demás. – ¡Reunid todos las armas que tengáis! ¡Filócrates, trae mi espada! No pienso esperar a que vengan a mi casa a atacarme. Iré al Foro y rezaré una oración delante de la estatua de mi padre.

Licinia entró corriendo. Se agarró a su toga. – ¡No, esposo! En esta casa estás seguro, aquí tus seguidores te protegen.

–Sólo los dioses pueden protegerme en este momento. – ¡Entonces, ve desarmado! Si sales armado, rodeado de hombres armados, habrá violencia y te culparán a ti de ello.

–Prefiero morir en batalla que como un cordero ofrecido en sacrificio. – Le obsequió una media sonrisa. – ¡Cayo, esto no va en broma! Los mismos hombres que mataron a Tiberio están decididos a asesinarte a ti también.

–Mientras quede aire en mi cuerpo, sigo siendo un ciudadano libre de Roma. Nunca me convertiré en un prisionero encerrado en mi casa. – Cayo se alejó de ella y se dirigió a la puerta.

Licinia estaba rota en llanto. Lucio trató de rodearla con el brazo, pero ella lo apartó bruscamente, negándose a dejarse consolar. Cuando el último de los acompañantes de Cayo abandonó el vestíbulo, Lucio salió corriendo tras ellos.

Los postigos de las casas fueron abriéndose al paso de Cayo por las calles de la Suburra. Todos lo vitoreaban, pero fueron muy pocos los hombres que se sumaron a su séquito. Lucio miró nervioso a su alrededor. ¿Dónde estaban las inmensas multitudes que en su día habían prometido defender a Cayo hasta la muerte? Era como si se hubiesen fundido. Cuando el pequeño grupo entró en el Foro, holgazanes y transeúntes los miraron con curiosidad para dispersarse acto seguido, intuyendo problemas y huyendo de ellos.

Cuando Cayo llegó al punto donde se erigía la estatua en honor a Tiberio padre, se quedó allí un buen rato. Su joven y fiel esclavo, Filócrates, permaneció a su izquierda. Lucio a su derecha. Cayo habló con voz soñolienta.

–Mi abuelo proyectó una sombra imponente; se me conoce como el nieto de Escipión el Africano, no como el hijo de Tiberio Graco. Pero mi padre fue también un gran romano. Sus victorias en Hispania establecieron una paz que se prolongó durante veinticinco años. Sus embajadas en Asia lo convirtieron en confidente de reyes. Fue elegido cónsul dos veces, dos veces fue galardonado con triunfos y fue además censor. Mi hermano, de haber vivido, habría sido tan grande como él. Sólo esperaba que yo pudiera… -Se le quebró la voz. Las lágrimas corrían por sus mejillas-. ¿Acaso vivimos y morimos para nada?

Lucio oyó gritos procedentes del Senado, seguidos por los típicos sonidos de una pelea callejera.

Los ruidos se aproximaban.

–Cayo, tenemos que volver a tu casa. No somos suficientes para hacerles frente.

Cayo avanzó. Aguzó los oídos y luego movió la cabeza.

–La pelea se ha trasladado a algún lugar entre donde nos encontramos nosotros y el barrio de la Suburra. No podemos regresar. Aquí me haré fuerte. Aquí será donde caeré.

A Lucio le dio un vuelco el corazón, pero respiró hondo y dijo:

–No pienso abandonarte, Cayo.

–Eres un amigo de verdad, Lucio.

A lo lejos apareció un grupo de hombres armados. Avistaron a Cayo, gritaron y corrieron hacia él. El séquito de Cayo era muy inferior en número. Los hombres miraron a Cayo a la espera de recibir órdenes, pero él se mantuvo tan rígido y silencioso como la estatua de su padre. Algunos de sus seguidores cayeron presas del pánico y huyeron en todas direcciones.

Por fin Cayo gritó, desesperado. – ¡Lucio! ¡Filócrates! ¡Seguidme! – Se despojó de la toga, y Lucio y los demás que la llevaban siguieron su ejemplo, mejor correr sólo con la túnica interior.

Con sus perseguidores pisándoles los talones, corrieron hacia el Foro. Rodearon la colina del Palatino y atravesaron a toda velocidad el Circo Máximo. Perdieron a sus perseguidores en las estrechas callejuelas del Aventino. Llegaron al templo de Diana, próximo a la cumbre de la colina.

Cayo entró corriendo en el templo. El puñado de seguidores que le seguía lo vio caer arrodillado a los pies de la estatua de la diosa. – ¡Reina de la caza! – gritó, casi sin aliento-. ¡Hija de Júpiter, hermana de Apolo! ¡Acepta este sacrificio! – Dejó en el suelo la empuñadura de su espada y apuntó la hoja hacia su pecho. Antes de que pudiera caer sobre ella, dos de sus seguidores corrieron a detenerlo. Uno de ellos lo agarró por los hombros y lo echó hacia atrás. El otro cogió la espada y se la entregó a Filócrates.

Cayo lloraba. Aporreó el suelo con los puños. – ¡Desagradecidos, romanos traidores, os maldigo! – gritó-. Os señalé el camino hacia la libertad y os volvisteis contra mí. Lo arriesgué todo por vosotros y ahora me abandonáis. ¡Sed esclavos para siempre, entonces, de todos los asesinos que hay en el Senado!

Lucio tenía la sensación de que su amigo se había vuelto loco. Cayo siempre había sido un hombre valiente y un luchador, pero ahora parecía decidido a darse muerte sin combatir. Cayo había estado siempre completamente convencido de su causa y ahora renunciaba a ella, había estado completamente consagrado a los ciudadanos más pobres de Roma y ahora los maldecía. Lucio estaba sobrecogido, pero no podía criticar a Cayo. También él había caído presa de la locura el día anterior, cuando mató a Antilio sin pensarlo.

Entró un rezagado en el templo. – ¡Vienen detrás de mí! – gritó-. ¡Vienen hacia aquí!

Lucio y Filócrates ayudaron a Cayo a incorporarse. Se volvieron todos hacia la entrada.

Aturdido, Cayo salió corriendo a la calle. Sus perseguidores le vieron y empezaron a gritar. La persecución se reanudó.

La precipitada huida le parecía a Lucio una pesadilla. Las sinuosas calles del Aventino, la vieja fuente en la boca del Acueducto Apio, los almacenes de sal a orillas del Tíber y los animados mercados del Foro Boario, lugares todos tremendamente familiares pero que le parecían completamente desconocidos. Al verlos pasar, la gente reía y los animaba, como espectadores que presencian una carrera pedestre. Otros abucheaban al desesperado grupillo y les lanzaban rábanos y nabos y trozos de huesos y pezuñas de las tiendas del mercado.

Algunos de los hombres se detuvieron al llegar al puente que cruzaba el Tíber y decidieron hacerse fuertes allí. Le suplicaron a Cayo que siguiera corriendo, jurándole retener a los perseguidores en el puente todo el tiempo que les fuera posible. Acompañado solamente por Filócrates y Lucio, Cayo llegó a la otra orilla del Tíber justo en el momento en que sus perseguidores alcanzaban el puente. Los sonidos de la batalla retumbaron al otro lado del río.

La orilla oeste del Tíber estaba prácticamente silvestre y sin habitar. El grupo de tres hombres se apartó del camino con la idea de desaparecer entre la densa vegetación. Un camino estrecho los condujo hasta un bosque de árboles altos. La tierra blanda amortiguaba el sonido de sus pasos. Entre las sombras del follaje, un rayo de sol iluminó un altar de piedra en un pequeño claro. Lucio tenía, más que en ningún momento, la sensación de estar viviendo un sueño. – ¿Qué lugar es éste?

–La arboleda de las Furias -dijo Cayo con voz cavernosa-. Tisífona, Megera y Alecto: las hermanas vengativas que castigan con la locura a los mortales pecadores. Sólo aceptan el sacrificio de ovejas negras. ¿Veis su imagen en el altar? Portan látigos y antorchas. Tienen serpientes a modo de cabello. Son más antiguas que Júpiter. Nacieron de la sangre derramada cuando Crono, el titán, castró a su propio padre, Urano… nacieron del crimen de un hijo contra su padre. ¡Pero yo siempre he honrado a mi padre y a mi abuelo! ¿Por qué las Furias me habrán conducido hasta aquí?

Cayó de rodillas ante el altar. Los gritos resonaban entre las copas de los árboles. Sus perseguidores se acercaban.

–Filócrates, ¿tienes mi espada?

El joven esclavo lo miró, desanimado.

–Amo, por favor…

–Acaba conmigo, Filócrates. En el templo de Diana he perdido el valor. He permitido que me impidiesen suicidarme. Hazlo por mí, Filócrates. ¡Ahora! – Echó la cabeza hacia atrás y levantó el pecho.

–Amo, no puedo soportar hacerlo. – ¡Te lo ordeno, Filócrates!

Llorando y tembloroso, el joven esclavo volvió la espada hacia sí mismo y se dejó caer hacia delante. Su grito de angustia reverberó en los bosques. Los perseguidores lo oyeron y empezaron a gritar también. Estaban muy cerca.

Cayo se arrodilló sobre el esclavo. Acarició el cabello del joven y le retiró la espada del pecho.

Levantó la vista hacia Lucio y extendió hacia él la empuñadura.

–Es lo que quieren las Furias -susurró Cayo-. Es lo que exigen de ti, Lucio. Tú desataste la violencia quitándole la vida a Antilio. Ahora debes terminarla. – ¿Haciendo lo que menos deseo en este mundo? – gritó Lucio. – ¿Permitirías que mis enemigos me torturasen y me hiciesen pedazos?

Lucio cogió la espada. No podía mirar a Cayo a la cara. Lo rodeó, se arrodilló detrás de él y lo sujetó con fuerza por un brazo. Levantó el filo en dirección a la garganta de Cayo.

Con su último suspiro, Cayo pronunció una maldición. – ¡Que sean para siempre esclavos del Senado!

Lucio atravesó la garganta de Cayo con la espada. Cayo se convulsionó. La sangre caliente y húmeda empapó el brazo con el que Lucio sujetaba su cuerpo.

Lucio se retiró y se incorporó, tambaleándose. Estremeciéndose aún, el cuerpo de Cayo cayó junto al del esclavo muerto. Lucio dejó caer la espada entre los dos.

Se adentró en las sombras y se escondió entre la vegetación justo cuando sus perseguidores llegaban al claro. – ¡Por las pelotas de Numa! ¡Ya está muerto! – gritó uno de ellos-. Miradlos a los dos… ha dejado que el esclavo lo matase y luego se ha matado el esclavo. ¡El muy cobarde nos ha engañado!

–No importa -dijo otro-. La recompensa es la misma, es igual quién lo haya matado. El cónsul Opimio prometió una recompensa generosa por la cabeza de todos y cada uno de los ciudadanos de su lista, y la más generosa de todas es la que ofrece por la cabeza de Cayo Graco. ¡La reclamaré yo!

Echando a los demás de allí con un gruñido, el hombre levantó su espada y seccionó el cuello de Cayo hasta separarlo de la cabeza. La cogió por el pelo y empezó a girarla a modo de trofeo por encima de su propia cabeza, lanzando alaridos de triunfo. Sangre y pedazos de carne salpicaron a los demás hombres y mancharon el altar. Algunas gotas penetraron la densa vegetación y salpicaron a Lucio en la cara, pero no se acobardó. – ¿Qué hacemos con el esclavo? – dijo alguien, dándole una patada al cadáver.

–No vale nada. Déjalo aquí de momento. ¡Volvamos a la ciudad, amigos míos, donde hay que seguir matando!

Con sensación de náusea, encendido de rabia, paralizado por el miedo, Lucio permaneció en silencio y escondido entre las sombras. Cuando los hombres se hubieron marchado, se llevó la mano al pecho y palpó el fascinum debajo de la túnica. Asombrado de seguir aún con vida, susurró una oración al poder que hubiera considerado adecuado protegerlo.

En los días que siguieron, y bajo el Decreto de excepción, más de tres mil ciudadanos romanos fueron condenados a muerte. El movimiento de los Graco fue aniquilado.

Lucio salió ileso de la masacre. Permaneció muchos días recluido en su casa, esperando una llamada en la puerta que nunca llegó. Su nombre nunca apareció en la lista oficial de enemigos del Estado. No comprendía aquella omisión. Ciertamente, hacia el final, su relación con Cayo había sido cada vez menos pública y privada. Por la razón que fuese, los enemigos de Cayo lo pasaron por alto, un golpe de buena suerte sobre el que Lucio nunca dejó de preguntarse.

Lucio tenía la sensación de que su destino se desenvolvía sin fundamento. Había rechazado a Tiberio y a Blosio, y con ello, para su vergüenza y su pesar, había sobrevivido a sus locuras; había abrazado audazmente la causa de Cayo, y aun así había sobrevivido a su caída, para más vergüenza y pesar. Lucio había llegado a la conclusión de que su vida estaba hechizada, que era curiosamente inmune a los golpes de fortuna normales y corrientes. En los años siguientes dio la espalda a la política y se consagró a su carrera profesional, que lo mantenía muy ocupado; siempre había más calzadas que construir. Se tomó también más religioso. Cada noche, antes de acostarse, rezaba una oración de agradecimiento al dios del fascinum que le había salvado la vida teniendo la muerte tan cerca. Fue en su cama donde murió muchos años después, amante padre y esposo, afamado constructor de calzadas y muy respetado miembro del orden ecuestre.

El cónsul Opimio fue finalmente llevado a juicio por perpetrar aquella carnicería con los ciudadanos romanos, pero salió absuelto; el Decreto de excepción fue confirmado como acto jurídico, lo que lo protegió contra el castigo. Hacia el final de su carrera, no obstante, fue condenado por haber aceptado sobornos del rey Yugurta de Numidia siendo embajador en aquellas tierras. En sus años de ocaso, Opimio se convirtió en un hombre amargado y odiado, y murió después de caer en desgracia. Su legado a Roma fue la autoría del Decreto de excepción que, tal y como Cayo había vaticinado, sería invocado repetidamente en los años posteriores, cada vez más caóticos y sangrientos.

Siguiendo el ejemplo que sentó su padre al final de su vida, Cornelia abandonó Roma y se retiró a una villa en la costa, situada en un promontorio llamado Miseno y se llevó como compañía a Menenia. En Miseno recibía la visita de dignatarios y filósofos, y su fortaleza estoica ante tanta tragedia se hizo legendaria. Si le preguntaban, compartía feliz los recuerdos de su padre, pero más feliz aún se sentía cuando hablaba de sus hijos. Hablaba de Tiberio y de Graco sin dolor ni lágrimas, como si estuviese hablando de los grandes hombres de los primeros días de la República. Después de su muerte, se erigió una estatua en su honor en la ciudad, que acabó convirtiéndose en un altar de culto para las mujeres de Roma.

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