Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (65 page)

Cornelia había expresado a menudo su deseo de ser recordada no como la hija del Africano, sino como la madre de los Graco. Y así sucedió. Muertos, igual que había sucedido en vida, los dos hermanos siguieron siendo amados con fervor y enconadamente odiados, y la doble tragedia de su muerte los convirtió en figuras de leyenda. Igual que su madre, fueron inmortalizados en estatuas y se levantaron altares en los lugares donde se había producido su muerte.

Bien como ejemplos del mal o como parangones de la virtud, los nombres de Tiberio y Graco serían invocados en discursos y debates mientras la República perdurara.

X
CABEZAS EN EL FORO

81-74 A.C.

¿Cómo hemos llegado a esto? – murmuró Lucio Pinario, hablando para sus adentros para mantener el coraje mientras atravesaba corriendo el Foro. Pese al benigno tiempo de primavera, se había vestido con un manto con capucha. Toqueteó nervioso el fascinum que llevaba colgado sobre el pecho, un recuerdo de familia que había recibido de su abuelo, y susurró una oración para que los dioses lo mantuvieran sano y salvo.

El sol bajo de última hora de la tarde asomaba por encima de los tejados con un rojo sanguinolento, proyectando sombras alargadas. Acelerando el paso, Lucio pasó por delante de los Rostra. Los mascarones de los navíos capturados no eran los únicos trofeos que adornaban actualmente la tribuna del orador. Lucio intentó no mirar, pero aun sin quererlo echó una rápida ojeada a las cabezas cortadas plantadas sobre la hilera de elevadas estacas que rodeaban ahora la tribuna. Algunas de aquellas cabezas llevaban más de un mes en los Rostra y estaban en avanzado estado de descomposición, sus facciones eran ya irreconocibles. Otras, goteando sangre, habían sido colocadas allí tan recientemente que sus bocas entreabiertas y sus ojos expuestos expresaban aún su conmoción y su horror.

Lucio examinó rápidamente las caras. Dio gracias a los dioses por no haber reconocido ninguna.

En la lejanía, más allá de los Rostra, colocada sobre un elevado pedestal, se vislumbraba el adorno más reciente del Foro, la estatua ecuestre de un general. La escultura dorada brillaba como fuego encendido bajo la luz del sol poniente, un resplandor tan intenso que a Lucio le dolieron los ojos al mirarla. El escultor había captado a la perfección la postura confiada y las prominentes facciones del dictador, Lucio Cornelio Sila. La estatua parecía contemplar las cabezas cortadas con una plácida sonrisa de autosuficiencia.

Y por encima de la estatua de Sila, otro recordatorio de la situación desesperada a la que había llegado Roma: la escarpada cima de la colina Capitolina sobre la que los antiguos templos estaban calcinados y en ruinas. Dos años atrás, un gran incendio había asolado el Capitolio, destruyéndolo todo a su paso, incluyendo el antiguo templo de Júpiter. El incendio había sido un mal presagio, augurando el inconfesable terror a una guerra civil y a la horripilante venganza del vencedor.

Lucio se alejó de los Rostra. Corrió hasta llegar al tablón de anuncios. Delante del tablón se había congregado un grupo de hombres para leer las últimas listas. Listas de proscripción, las llamaban, pues contenían los nombres de todos los denunciados oficialmente como enemigos del dictador Sila. Un hombre proscrito podía ser asesinado con total impunidad por cualquiera, incluso dentro de su propia casa. Su cabeza valía una recompensa. Después, el Estado confiscaba sumariamente sus propiedades para luego subastarlas.

Después de leer las nuevas listas, algunos suspiraban aliviados. Unos pocos sofocaban gritos de desesperación. La mayoría escondía la cara. Y bajarse la capucha hasta los ojos fue lo que hizo Lucio para adelantarse entre el gentío y examinar las listas.

El nombre que Lucio tanto temía ver, el del hermano menor de su esposa, no aparecía. Lucio acarició el fascinum y susurró aliviado una oración. – ¿Qué es esto? – Un hombre a sus espaldas se inclinó hacia delante y forzó la vista para leer la lista por encima del hombro de Lucio. Hablaba con un tono de voz extrañamente elevado-. ¿Es posible? ¡Veo que han publicado el nombre de un tal… Lucio Pinario!

Lucio se volvió enseguida, con corazón latiéndole con fuerza. Conocía al hombre, pero muy someramente; se trataba de un amigo de un amigo cuyo nombre no recordaba en aquel momento.

Viendo la expresión de la cara de Lucio, el hombre soltó una carcajada fantasmagórica. – ¡Sólo bromeaba! – dijo.

–No tiene gracia… ¡ninguna gracia! – exclamó Lucio, con la voz quebrada-. Decir eso, aun siendo en broma… ¡podrían haberme matado, estúpido! ¡Podrían haberme asesinado aquí mismo, – ¿antes de que me diera tiempo a abrir la boca!

Y era cierto. A diario se producían atrocidades como aquélla. Se acercaba un hombre al tablón de anuncios para leer la lista, descubría horrorizado que su nombre aparecía en ella, se delataba con un grito de desesperación y entonces, en cuestión de momentos, moría en manos de los asesinos que rondaban por allí a la espera de la oportunidad de matar a alguno de los enemigos del dictador para reclamar luego la recompensa.

Lucio se abrió paso a codazos entre la multitud y atravesó corriendo el Foro, caminando a la velocidad máxima que consideró adecuada; caminar demasiado rápido podía llamar la atención. El camino recto y empinado que pasaba por detrás del templo de Cástor le condujo rápidamente hasta la cima del Palatino. Desde allí hasta su casa el recorrido era muy corto.

Lucio se adentró en una calle estrecha. Se llevó un sobresalto. Un grupo de hombres con mala pinta pretendía llevarse a la fuerza a un vecino. El vecino estaba agarrado al umbral de la puerta, aferrándose a ella desesperadamente con las uñas hasta que los hombres tiraron de él y lo sacaron a la calle. En el interior de la casa se oían los gritos de su familia.

Los escasos transeúntes de la calle dieron media vuelta y huyeron corriendo, excepto Lucio, tan asustado que era incapaz de moverse. Observó horrorizado cómo los asesinos apuñalaban al hombre hasta darle muerte. El sonido del metal desgarrando la carne le producía náuseas. La esposa y los hijos del hombre salieron a la calle justo a tiempo de ver a los asesinos arrancarle la cabeza.

El líder del grupo levantó en alto la cabeza cortada. Lucio reconoció al asesino, un destacado esbirro de Sila llamado Cornelio Fagites. – ¿A que parece increíble? – dijo Fagites a sus compañeros-. Éste llevaba en la lista más de un mes. Desde entonces se había mantenido escondido, hasta hoy, cuando se ha atrevido a volver a casa. ¡El estúpido cabrón pensaba que conseguiría escabullirse de Fagites! Existe una prima especial para los que llevan mucho tiempo en la lista. ¡Cuando le entreguemos a Sila esta cabeza, nos dará una pequeña fortuna!

Fagites sonrió, exhibiendo sus dientes torcidos y un hueco en el centro de su dentadura. Vio a Lucio mirándolo y le sonrió con tanta malicia que Lucio pensó que acabaría perdiendo el control de su vejiga. – ¿Y tú qué miras, ciudadano?

Lucio no dijo nada y continuó apresuradamente su camino.

Llegó a casa tremendamente conmocionado. El esclavo que le abrió cerró enseguida la puerta a sus espaldas. Su esposa se encontraba en el atrio, pasado el vestíbulo, amamantando a su hijo recién nacido. La niñera rondaba cerca, preparada para acostar al bebé cuando terminara de comer. Al ver a Lucio con aquella expresión tan terrible, Julia separó al bebé de su pecho. Lo besó en la frente y se lo entregó a la esclava. Esperó a que el niño se hubiese retirado para empezar a hablar.

–Malas noticias, ¿verdad? ¡Por favor, Lucio, cuéntamelo enseguida!

–No es lo que piensas. – Corrió a abrazarla, tanto para consolarse como para tranquilizarla-.

Viniendo a casa… he visto algo… horroroso. ¡Terrible! Pero la nueva lista… -¿Estaba Cayo en la lista, o no? – Julia se apartó de sus brazos. Clavó los dedos en los brazos de su marido. – ¡No, Julia, no! Tranquilízate. Su nombre no estaba allí.

–Aún no -dijo una voz ronca entre las sombras-. Pero cualquier día de éstos publicarán mi nombre. Es lo que dicen mis informantes.

Julia soltó a Lucio y corrió hacia la figura acurrucada que seguía oculta entre las sombras.

–Hermano, ¿qué haces fuera de la cama? Estás demasiado enfermo para levantarte.

Cayo Julio César tenía sólo dieciocho años, pero su rostro estaba demacrado y se movía como un anciano, rígido y encorvado.

Iba sin afeitar y su cabello desgreñado y descuidado convertía su nombre en un verdadero chiste; varias generaciones atrás, su rama de la familia de los Julio había adoptado el cognomen «César», que significa «poseedor de una excelente cabellera».

–Me encuentro mucho mejor, hermana. De verdad. La fiebre ha bajado. Los escalofríos han desaparecido.

–Volverán. Así es como funcionan las fiebres recurrentes de la malaria. Van y vienen hasta desaparecer totalmente. – ¿Resulta que ahora, además de mi hermana, eres también mi médico?

Julia le dio un beso en la frente.

–Estás más frío que antes. ¿Crees que podrías comer un poco de caldo? Tienes que recuperar fuerzas.

En el comedor, Lucio, sujetando un platillo de plata con ambas manos, inclinó la cabeza hacia delante y entonó una oración.

–Asylaeus, a ti te ofrecemos los mejores bocados de esta comida, a ti que fuiste especialmente venerado por nuestro padre Rómulo; a ti, patrón de vagabundos, fugitivos y exiliados, cuyo antiguo altar en el Capitolio ofreció un santuario a aquellos que no podían encontrarlo en otra parte. Mantén sano y salvo a este querido visitante de mi casa, a mi hermano por matrimonio, al joven Cayo.

Concédele asilo aquí, en el cobijo de esta casa. A ti, Asylaeus, rezo esta oración. – ¡Asylaeus, protege a mi hermano! – dijo Julia. – ¡Protégenos a todos nosotros! – susurró Cayo.

Lucio se reclinó en el triclinio al lado de Julia. Picoteó pedacitos de carne de cerdo asada presentada en una bandeja de plata. Tenía el estómago vacío, pero después de los horrores que había presenciado aquel día, la visión de la carne chamuscada le producía náuseas. Tampoco Julia tenía apetito, pero Cayo terminó enseguida con una taza de caldo y empezó otra.

Cayo se dio cuenta de que Lucio lo observaba. Consiguió esbozar una débil sonrisa.

–Cuñado, tu salida de hoy para bajar hasta el Foro y consultar la nueva lista ha sido muy valiente. Te doy las gracias por ello. Lucio se encogió de hombros.

–Lo he hecho por mi propia paz espiritual. Mientras no aparezcas oficialmente en la lista, ni a Julia ni a mí pueden castigarnos por albergar bajo nuestro techo a un hombre buscado.

–Mañana me iré, lo prometo. – ¡Tonterías! – dijo Julia-. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.

Lucio refunfuñó interiormente, pero Cayo le ahorró el mal trago de poner reparos a la propuesta de Julia.

–Gracias, hermana, pero por mi propia seguridad tengo que irme. Tengo que abandonar la ciudad tan pronto como pueda y alejarme de Italia todo lo posible. Si no fuera por estas condenadas fiebres, lo habría hecho ya. Sila me quiere muerto.

Lucio movió la cabeza. – ¿Cómo hemos llegado a esto? En la época de nuestros abuelos, Cayo Graco fue decapitado, su asesino cobró una recompensa y los cuerpos de los Graco fueron arrojados al Tíber, sin un funeral adecuado; romanos decentes fueron ultrajados. Ahora, cada día se suman más cabezas a la exhibición de los Rostra y nadie hace nada. Los cuerpos decapitados de los ciudadanos se lanzan al río, sin pensárselo, como si fueran desechos del mercado del pescado. ¿Os habéis enterado del último ultraje? Sila desenterró y profanó de forma deliberada el cuerpo de tu tío Mario, el único hombre que podría haber detenido su locura. Descuartizó el cadáver y lo embadurnó con heces, le arrancó los ojos de sus órbitas y le cortó la lengua. ¡En qué época vivimos! Los hombres en el poder ya no temen a los dioses. La maldad no tiene límites.

Cayo se quedó lívido. – ¿Es cierto lo que dices de Mario? ¿Sería capaz Sila de cometer una abominación así?

–Todo el mundo habla de ello. ¿Por qué no podría ser cierto? Sila no se detendrá ante nada con tal de castigar a sus enemigos. Los tortura en vida. Y ahora profana sus cadáveres después de su muerte.

Cayo se quedó con la mirada fija en el tazón de caldo. Mantenía un rostro inexpresivo, pero Lucio sabía muy bien que su cuñado estaba inmerso en sus pensamientos. Cayo era un joven analítico y templado por naturaleza. En horas bajas debido a su enfermedad y encontrándose en circunstancias precarias, seguía manteniendo a raya sus emociones. Lucio envidiaba el control que tenía de sí mismo.

–Te preguntas cómo hemos llegado a esto, Lucio. Y cuando has mencionado a los Graco has apuntado la respuesta. En la época de nuestros abuelos, el destino de Roma estaba en uno de estos dos caminos: el camino de los Graco o el camino de sus enemigos. Ganaron sus enemigos. Se tomó el camino equivocado. Desde entonces, nada ha salido bien. »Cayo Graco intentó ampliar los derechos de los ciudadanos de a pie y también hacerlos extensivos a nuestros aliados. Sus enemigos, egoístas y cortos de miras, frustraron su legislación, pero los problemas surgidos de la injusticia y la falta de equidad no desaparecieron. Todo lo contrario, estalló una larga y sangrienta guerra entre nosotros y nuestros aliados italianos. Lo que los Graco podrían haber conseguido pacíficamente fue establecido con derramamiento de sangre y fuerza bruta. ¡Un derroche! »Los Graco fueron destruidos por haber vislumbrado un futuro mejor. Sus enemigos salieron adelante con asesinatos y, desde entonces, los hombres que han llegado al poder no han dudado en ningún momento en recurrir a la violencia. Cuando los Graco fueron asesinados, la gente se quedó conmocionada al ver a romanos matando romanos. Y ahora hemos sufrido una guerra civil a gran escala y una catástrofe que sería impensable para nuestros antepasados: ¡un ejército romano sitiando Roma!

Considerándolo en retrospectiva, tal vez la guerra civil de la que hablaba Cayo fuera inevitable.

Las guerras en el extranjero libradas para la expansión de Roma habían llevado a la formación de ejércitos más numerosos que nunca y a que los mandos militares se hiciesen con cuantiosas riquezas. Aquella época de conquistas había originado una generación de señores de la guerra cuyo poder llegó a superar al del Senado. Guiados más por la ambición personal y los recelos mutuos que por la política, los señores de la guerra se habían enfrentado entre sí. En la breve pero feroz guerra civil que resultó de todo ello, fue Sila, que sobrevivió a sus rivales Mario y Cinna, quien emergió como el último hombre de prestigio. Sila había marchado sobre Roma; había sitiado la ciudad y había obligado al Senado a nombrarle dictador.

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