Roma (61 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Fatigado hasta no poder más y roto por el llanto, Blosio se arrastró hasta la orilla y se quedó inconsciente. – ¡Imagínate las consecuencias si hubiese seguido tu consejo, madre, si hubiese unido mi destino al de Tiberio! – Lucio Pinario deambulaba nervioso por el jardín-. Ahora eres tú quien tiene que seguir mi consejo. ¡Expulsa a ese loco peligroso de nuestra casa!

Señaló a Blosio, sentado en una silla desnudo de cintura para arriba, permitiendo pacientemente que Menenia cuidara sus muchas heridas con ungüentos y le aplicara vendajes nuevos. Habían transcurrido tres días desde su encuentro con la muerte y seguía terriblemente afectado.

La ciudad entera se tambaleaba por la conmoción de la masacre del Capitolio. Habían perdido la vida trescientos hombres, como mínimo. Nadie recordaba una cosa parecida; por primera vez desde la caída de Tarquinio y los precarios años iniciales de la República, las hostilidades políticas habían explotado hasta convertirse en un derramamiento de sangre masivo y los romanos habían acabado matando romanos. La imprudente profanación de los cuerpos había resultado enormemente ofensiva, incluso para muchos de los que se oponían a Tiberio, y la rabia y el resentimiento se habían extendido. Pero la facción senatorial que había acabado con Tiberio, liderada por Escipión Nasica, se mostraba impenitente. Habiendo obtenido ventaja, se había ordenado el arresto, interrogatorio y ejecución, sin juicio previo, de cualquiera que estuviese implicado en lo que se empezaba a denominar la «sedición de los Graco». La lista de sospechosos crecía constantemente con nuevos nombres; los arrestados eran torturados hasta que delataban a más hombres. Los rumores y el pánico controlaban la ciudad. El Tíber estaba atestado de embarcaciones dispuestas a conducir a muchos hombres hacia Ostia, donde esperaban embarcar en navíos que los llevaran lejos de Italia, al exilio.

Blosio hizo una mueca de dolor cuando Menenia empapó con el ungüento el corte que tenía en el hombro; luego le cogió la mano y la besó.

–Tu hijo tiene razón -dijo-. He escapado de la masacre del Capitolio y, hasta el momento, los esbirros de Nasica no me han encontrado. Pero vendrán a por mí, muy pronto.

En aquel momento, aporrearon la puerta. Blosio se quedó rígido, se incorporó y se cubrió.

Entró en el jardín una tropa de lictores armados. El lictor jefe dedicó una única mirada a Lucio y a su madre, y a continuación miró a Blosio. – ¡Aquí tenemos al filósofo! Hemos ido a buscarte a casa del aspirante a rey. ¿No es ésa tu dirección oficial aquí en Roma, donde vives de gorra a costa de la hija del Africano? ¿Creías que podrías eludirnos escondiéndote aquí? ¿O es así como os ganáis la vida los filósofos, yendo de casa en casa de las viudas romanas solitarias, bebiendo su vino y derramando vuestra semilla en sus camas?

Lucio dio un paso adelante, rabioso, pero el lictor enarboló su vara y Lucio retrocedió. Su madre se mostró menos tímida. Sumergió los dedos en el bote de ungüento y lanzó el líquido contra la cara del lictor. El hombre soltó la vara y se frotó los ojos en un intento de suavizar el escozor provocado por el ungüento. – ¡Puta! – gritó-. ¡Si no fueras mujer, esto sería considerado un acto de sedición y acabarías desnuda y azotada por ello!

El hombre se agachó para recoger la vara. Al levantarse, golpeó a Blosio en el estómago con la vara. Blosio se dobló de dolor. Un par de lictores lo agarraron por los brazos y le obligaron a abandonar el jardín.

Menenia se tapó la cara y se echó a llorar. El lictor la miró de forma lasciva. – ¿Tanto vas a echar de menos al viejo estoico? Se le ve un poco decrépito para servir de semental. Tú eres aún una yegua atractiva. ¡Seguro que encontrarás un joven romano y fuerte que te monte!

El hombre miró de reojo a Lucio; el insulto iba dirigido tanto hacia él como hacia su madre, incitándolo para que contraatacara. Lucio apretó los puños e inclinó la cabeza, hirviendo de rabia y vergüenza.

Tan pronto como los lictores se hubieron marchado, Menenia lo agarró por el brazo.

–Sígueles -le suplicó-. ¡Haz todo lo que puedas por Blosio!

–Madre, en esta situación nadie puede hacer nada.

–Entonces, entérate al menos de dónde lo llevan y de qué le hacen. Si desaparece y nunca me entero de qué ha sido de él, no podré soportarlo. ¡Por favor, Lucio, te lo suplico!

Incapaz de escuchar su llanto, Lucio salió corriendo de la casa. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, siguió a los lictores a cierta distancia y los vio entrar en una y otra casa del Palatino, arrestando a un hombre detrás de otro. Ataban con cuerdas a los prisioneros y los conducían en fila india por el sinuoso camino que descendía hacia el Foro.

Siguiendo a los prisioneros, Lucio fue testigo de una escena que parecía más digna de una pesadilla que del Foro a plena luz del día. Un círculo de hombres bien vestidos, algunos de ellos senadores, observaban la escena y lanzaban improperios mientras los lictores obligaban a un hombre vestido con harapos ensangrentados a meterse dentro de una caja de madera donde apenas cabía. Antes de cerrar la tapa, vaciaron en su interior un recipiente lleno de serpenteantes víboras.

Incluso amortiguados por la caja, los gritos del hombre resonaron por todo el Foro. El círculo de espectadores, armado, se puso a golpear la caja, sin parar de reír.

Los prisioneros fueron conducidos frente a un tribunal instalado al aire libre. Lucio se sumó a la multitud de espectadores, aunque manteniéndose en un lugar discreto para no llamar la atención.

Entre los jueces sentados en la tribuna estaba Escipión Nasica, que lideraba el interrogatorio.

Blosio fue el primer prisionero en ser interrogado. – ¿Eres Blosio de Cumas, el filósofo estoico? – dijo Nasica. – Sabes perfectamente que así es.

–Limítate a responder a mi pregunta. Existe un protocolo para interrogar a los ciudadanos y otro para los extranjeros. ¿Eres Blosio de Cumas?

–Sí. Dices que soy extranjero, pero he nacido en Italia.

–Italia no es Roma.

–No obstante, soy de noble sangre de la Campania. Nasica levantó una ceja.

–Sí, el tribunal sabe perfectamente que entre tus antepasados están los Blosio que traicionaron a Roma e incitaron a los campanos a tomar las armas junto con Aníbal.

Blosio suspiró.

–De eso hace mucho tiempo.

–Tal vez. Procedes de Cumas, ¿verdad?

–Sí.

–Como ya he dicho, Italia no es Roma… y Cumas apenas si puede considerarse como una parte de Italia. Los habitantes de Cumas hablan griego. Practican vicios griegos. Envían filósofos a difundir sus contaminadas ideas a Roma.

–Cuando Tiberio Graco era niño, le enseñé virtudes, no vicios. Cuando se convirtió en un hombre, le ofrecí consejos y asesoramiento…

–El tribunal no siente el menor interés por tu dudosa carrera. Aquí estamos investigando una sedición muy real, no tu filosofía imaginaria. Principalmente, estamos interesados en conocer todo lo que sabes sobre las actividades del aspirante a rey, Tiberio Graco, y su reciente intento de derrocar el Estado. – ¡Esto es absurdo! Ese intento nunca existió. – ¿Estabas presente cuando Tiberio Graco se reunió con el embajador de Pérgamo quien hizo entrega del testamento real del fallecido rey Atalo?

–Sí. – ¿Y viste a Tiberio Graco recibir la diadema y el manto púrpura del rey?

–Sí. Pero… -¿Se puso la diadema en la cabeza?

–Tal vez, por un breve momento, como una broma… -¿Llevaste, por requerimiento de Tiberio Graco, un libro de cuentas para el desembolso del legado dejado a Roma por el rey Atalo?

–Ese libro de cuentas era puramente hipotético y dependiente de…

–Veo, Blosio, que no estás acostumbrado a responder a las preguntas con un sencillo «sí» o «no». ¡Cómo os gusta oíros hablar a los filósofos! A lo mejor, para agilizar este testimonio, tendría que ordenar que te cortasen la lengua. Así podrías responder a las preguntas dando golpes en el suelo con el pie: un golpe para el «sí» y dos para el «no».

Blosio se quedó lívido. Los espectadores estallaron en carcajadas. Lucio, que estaba entre ellos, se encogió, deseando hacerse invisible.

A medida que el interrogatorio fue avanzando, se hizo evidente que el objetivo de Nasica no era tanto incriminar a Blosio como reforzar su argumento por haber actuado contra Tiberio. Pregunta capciosa tras pregunta capciosa, siguió obligando a Blosio a responder sí o no.

–Por tus respuestas, creo que el tribunal debe llegar a la conclusión de que todos y cada uno de los crímenes que has cometido contra el Estado de Roma fueron llevados a cabo a requerimiento de Tiberio Graco. ¿Sí o no?

–Sí.

–Muy bien. Una última pregunta: ¿y si Tiberio Graco te hubiera ordenado prender fuego al Capitolio? ¿Lo habrías hecho? – ¡Esto es una locura! Tiberio nunca me habría dado esta orden. – ¡Responde a la pregunta!

Blosio apretó los dientes. – ¡Si Tiberio me hubiese ordenado una cosa así, habría sido lo correcto, pues Tiberio nunca dio una orden que no fuera para el bien del pueblo!

Nasica se recostó en su asiento y se cruzó de brazos, exagerando su insatisfacción.

–Ahí lo tenéis… ¡el filósofo habla y vemos claramente lo corruptas e insidiosas que son sus ideas! Mi interrogatorio ha terminado. ¿Alguno de los presentes desea ofrecer su testimonio en favor del acusado? – Miró a los espectadores. Lucio bajó la cabeza y se escondió entre el gentío.

Los jueces que estaban en la tribuna consultaron brevemente entre ellos. Nasica se puso en pie y se dirigió a los espectadores.

–Declaramos que Blosio de Cumas ha testificado libre y sinceramente con respecto a la reciente sedición perpetrada por Tiberio Graco. Declaramos además que Blosio, según sus propias palabras, se ha desacreditado, tanto a él, como a sus enseñanzas y a cualquiera que pudiera haber sido su alumno. De ser ciudadano, habría sido condenado a muerte por traición, pero siendo como es un simple extranjero, será exiliado de la ciudad para toda la vida. Queda en libertad para abandonar este tribunal. Tendrá que abandonar Roma antes del amanecer o enfrentarse a una ejecución inmediata. ¡Traed al siguiente prisionero! – ¡Ni una sola pregunta sobre mis creencias! ¡Ni una sola acusación, por tener algo que ver con el estoicismo, o por los valores que le enseñé a Tiberio! ¡Qué arrogancia la de esos hombres! ¡Yo, Blosio de Cumas, tan insignificante que ni siquiera merezco la pena de ser ejecutado!

Blosio había recogido ya sus pertenencias de casa de Cornelia. Y estaba en casa de Menenia para despedirse.

–Tendría que irme contigo. Aquí nada me retiene. – La voz de Menenia era apagada y mortecina. El terror que le había provocado la detención de Blosio, el alivio de verlo libre y luego la noticia cruel de su exilio la habían dejado tremendamente agotada.

–Tonterías -dijo Blosio-. Tu hijo está aquí. ¿No llegamos a la conclusión, hace un tiempo, de que el principal papel de la mujer es el de ser madre?

–Ésa fue la conclusión de Cornelia, no la mía.

–Cornelia necesita tu amistad ahora más que nunca. La pérdida de Tiberio la ha dejado destrozada.

Menenia negó con la cabeza.

–Tendría que marcharme contigo.

–No, amada mía. El exilio no es para ti.

Lucio estaba junto a ellos, sin decir nada. 2 había tenido razón y allí estaba la prueba: la política radical de Tiberio había acabado en desastre para él y para todos los que tenían que ver con él. Pero haber tenido razón no le proporcionaba satisfacción alguna. Únicamente sentía vergüenza y amargura. – ¿Dónde irás, Blosio? – preguntó Menenia.

–Primero, cogeré un barco río abajo que me lleve hasta Ostia… -¿En plena noche?

Blosio refunfuñó.

–Es el momento en que hay más tráfico en el río últimamente. ¡No soy el único hombre que huye de la ciudad! Cuando llegue a Ostia, me embarcaré en el primer navío que parta hacia Oriente.

Algún monarca habrá, en algún lugar de Grecia o de Asia, que me ofrezca asilo… algún simpatizante de las enseñanzas estoicas… algún hombre que no tema a Roma…

«Un loco, quieres decir… como tú», pensó Lucio. Pero se mordió la lengua y no dijo nada.

129 A. C.
Lucio Pinario cogió la carta de la mano temblorosa de su madre. Estaba escrita en griego, en pergamino de la mejor calidad. Lucio leyó lentamente, prestando mucha atención a todas y cada una de las palabras.

De Blosio para Menenia, saludos y mi más profundo cariño: ¡Qué consuelo son tus cartas para mí, como bálsamo en una herida! El día que llega un mensajero con una misiva tuya es para mí un día de celebración.

Me alegro de saber que tú y Lucio disfrutáis de buena salud. Me alegro de que el negocio de tu hijo prospere. Como contratista del Estado podrá ganar mucho dinero, sobre todo si trabaja en el sector de la construcción.

Gracias por hacerme llegar noticias de Cornelia. Que siga en duelo, tres años después de la muerte de Tiberio, es, en mi opinión, completamente apropiado. La naturaleza del fallecimiento de su hijo, la profanación de su cuerpo y las ultrajantes secuelas justifican un periodo de duelo más largo del que usualmente se considera adecuado.

Dices, sin embargo, que el hermano de Tiberio ya no viste de negro. Cayo es un hombre joven y debe seguir adelante con su vida. Albergo sentimientos confusos sobre la que parece su decisión de retirarse del todo de la vida política y dedicarse por completo -igual que Lucio- a ganar dinero. En ciertos aspectos, el potencial de Cayo como líder superaba al de su hermano. ¡Una pena que haya decidido no seguir la carrera política! Pero después de ver lo que se le hizo a Tiberio, ¿quién puede culparle de haber decidido seguir un destino distinto?

Me pregunto, sin embargo, si Cayo no acabará encontrándose arrastrado de nuevo hacia la vida pública. ¡El aliciente de la política corre con fuerza en su sangre!

En cuanto a mi carrera, me siento orgulloso de informarte que el rey Aristónico confía más en mí cada día que pasa. Sí, le llamo con orgullo rey, aunque los romanos se niegan a reconocer su estatus y lo tildan de rebelde. La voluntad del fallecido rey Atalo quedó anulada cuando el general Aristónico reclamó el trono de Pérgamo, tanto por la fuerza de las armas como por autoridad moral. Qué furiosos deben sentirse los senadores romanos al ver esfumarse sus sueños de hacerse con el tesoro de Pérgamo; la avaricia que sentían por ese tesoro fue uno de los motivos que los llevaron a asesinar a Tiberio.

El rey Aristónico es un hombre notable. Confío plenamente en que, con mi consejo, alcanzará el ideal estoico de un rey justo. Habla a menudo del nuevo capitolio que sueña fundar -lo llamamos Heliópolis, la ciudad del sol-, en el que todos los hombres de todas las clases, incluyendo los esclavos, serán libres. ¡Aristónico es además, gracias a los dioses, un genio militar! Defenderá con osadía su reivindicación del trono de Pérgamo contra las armas romanas. Cuando su prevalencia quede demostrada, hay la esperanza de que otros líderes de Asia y de Grecia se subleven y acaben con el dominio de Roma y su corrupta República. La única esperanza para el resto del mundo está en resistir en todo momento la dominación de Roma. ¡Pero ya estoy con mis discursos sobre política! Perdóname, amor mío. Sin ti a mi lado, tengo poco en qué pensar. Mi vida está desequilibrada; esa parte de mí que está esencialmente con vida -un hombre corpóreo capaz de amar, desear, llorar y reír- está marchita y agotada, como la viña que en su día fue robusta y es arrancada del suelo rico y húmedo. ¡Cuánto te echo de menos! ¡Tus palabras, tu cara, la música de tu voz, el calor de tu cuerpo! Tal vez, algún día, ¿en Heliópolis?, volveremos a estar juntos de nuevo. ¡Pero, por desgracia, ese momento no ha llegado aún!

Como siempre, te insto a que destruyas esta carta inmediatamente después de leerla. Resiste cualquier tentación de conservar mis cartas por motivos sentimentales. ¡Quémalas! Yo hago lo mismo con toda carta que recibo de ti, aunque después mis lágrimas caen sobre las cenizas. Se trata de tu seguridad, no de la mía. Hemos visto, a nuestro pesar, lo despiadados que llegan a ser los enemigos de la virtud, y cómo pueden volver contra ellos las palabras de los virtuosos.

Con todo mi amor…

Lucio dejó el pergamino con un escalofrío. No estaba seguro de qué era lo que más le ofendía: si el sarcástico y ambiguo comentario de Blosio sobre sus intenciones de ganar dinero, sus típicas lisonjas engreídas sobre el advenedizo Aristónico o sus salaces metáforas sobre él y Menenia. ¡Una viña robusta arrancada del suelo rico y húmedo!

–Prométeme, madre, que has hecho exactamente lo que él te ha ordenado, que has destruido todas las cartas que te ha enviado.

Menenia lo miró con lágrimas en los ojos. Juntó las cejas. Encogió sólo un hombro. – ¡Por Hércules y Hades! No las has quemado, ¿verdad? Las has guardado. – ¡No todas! Sólo unas cuantas -musitó Menenia-. Sólo las más… personales. En las cartas que he guardado no hay nada que pueda…

–Cualquier carta de Blosio es peligrosa, madre. ¿Acaso no lo entiendes? Tenemos que destruir cualquier cosa que establezca un vínculo continuado entre él y nosotros desde que abandonó Roma, y especialmente desde que está con Aristónico. El contenido no importa… ¡aunque la verdad es que esta última carta no podía ser más digna de condena! ¿Dónde tienes las cartas que has guardado? ¡Ve a buscarlas! ¡Ahora mismo! Hazlo tú misma, no envíes a ningún esclavo. Tráelas aquí enseguida. Avivaré el fuego del brasero.

Solo en el jardín por un momento, Lucio agachó la cabeza y dejó caer los brazos a ambos lados de su cuerpo. Las rodillas le flaquearon y por un instante pensó que iba a desplomarse. Se había puesto una máscara por el bien de su madre, mostrando sólo enfado y ocultando el pánico que había ido creciendo en su interior desde que aquella mañana, al atravesar el Foro, había oído noticias procedentes de Pérgamo.

Aristónico el Pretendiente había sido capturado. Sus ejércitos habían sido aniquilados. El reino del fallecido Atalo y su inmenso tesoro estaban por fin en manos del ejército romano. El comandante romano, Marco Perperna estaba ya jactándose del triunfo que disfrutaría cuando hiciera desfilar a Aristónico desnudo por Roma, cuando lo hiciera flagelar en público hasta que suplicara la muerte, y cuando luego lo estrangulara en la húmeda celda del Tuliano.

Al enterarse de la noticia, Lucio regresó corriendo a casa, le explicó apresuradamente a su madre que Aristónico había sido derrotado y le exigió ver cualquier pedazo de correspondencia que guardase de Blosio. No le había explicado nada sobre el destino de Blosio. Hasta el momento, bien fuera porque estaba demasiado conmocionada o demasiado asustada para hacerlo, su madre no había hecho preguntas. ¡Cómo temía Lucio que llegara aquel momento!

Menenia regresó con algunos pergaminos. Por su experiencia, Lucio adivinó que los había releído innumerables veces. Suspirando, le cogió las cartas. – ¿Estás segura de que son absolutamente todas las cartas?

–Sí, Lucio.

–Debemos rezar a los dioses para que Blosio hiciese lo que te dijo y quemase también todas y cada una de tus misivas. – Una a una, Lucio fue echando las cartas al fuego. Él y su madre las vieron arder hasta quedar reducidas a cenizas.

–Todas sus cartas… todas sus palabras… se han ido -susurró Menenia. Se rodeó el cuerpo con los brazos-. ¿Y Blosio?

–Blosio ha muerto, madre. Tomó el camino más inteligente, el más digno. Si lo hubiesen hecho prisionero… -Lucio se acobardó y no pronunció las palabras en voz alta: «tortura», «humillación»,

«muerte lenta». Tosió para aclararse la garganta-. En lugar de enfrentarse a la posibilidad de ser hecho prisionero, se suicidó. Murió como un romano.

–Murió como un estoico. – Menenia cerró los ojos. El calor desprendido por las llamas de las cartas, el último vestigio que quedaba en la tierra de la existencia de Blosio, calentó las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

Lucio miró a su madre. Independientemente de lo que opinara de Blosio, su dolor lo conmovía.

Desde el día de la marcha de Blosio,

Lucio había dejado de reivindicarse para sentir únicamente una vergüenza y un dolor muy profundos.

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