Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (56 page)

Dado el odio que Catón siente hacia todo lo que no es romano, me sorprende verlo hoy entre el público. ¿Qué es lo que hace hoy aquí, por Hades?

Justo en aquel instante, Catón se levantó de su asiento. – ¡Ciudadanos! ¡Ciudadanos! ¡Escuchadme! – gritó, con una voz tan potente y estridente que, al instante, consiguió la atención de todo el mundo.

–Ciudadanos, me conocéis bien. Soy Marco Porcio Catón. Empecé a servir a Roma a los diecisiete años de edad, cuando me enrolé en el ejército, en los tiempos en que ese sinvergüenza de Aníbal estaba viviendo su racha de suerte e incendió toda Italia. Desde entonces, he dedicado toda mi vida a la salvación de esta ciudad y a la conservación de la forma de vida romana. Hace cuatro años, me honrasteis eligiéndome cónsul y enviándome a Hispania; posteriormente, recibí un triunfo por pacificar la revuelta en aquellas tierras. Si se han producido más situaciones de malestar después de mi partida, pienso que podemos, sin duda alguna, atribuirlas a mi sucesor.

Escipión murmuró una obscenidad para sus adentros. Era Escipión quien había asumido el control en Hispania después de Catón.

–En cuanto a lo de ostentar un alto cargo, hay quien dice de mí que soy un «hombre nuevo» -dijo Catón-. ¡Pero en cuanto a la valentía y las gestas de mis antecesores, os aseguro que en esto soy tan viejo como cualquiera de ellos! De modo que espero que me prestéis vuestros oídos por unos breves momentos y reflexionéis sobre lo que os tengo que decir. »¡Ciudadanos! ¿Qué hacéis hoy aquí? ¿Qué es este espectáculo decadente en el que habéis decidido tomar parte? Pensadlo bien: aquí estáis, reunidos para ver una obra basada en un original griego, representada en honor a una diosa asiática importada de una tierra gobernada por un rey.. ¡Y todo ello para que un grupo de eunucos extranjeros se sienta bienvenido! A todo esto yo digo: ¡no, no, no! »¿Cómo se ha llegado a una abominación de este calibre? Os diré cómo. La riqueza y todos los vicios que surgen a partir de la riqueza, la avaricia, el amor al lujo, el oportunismo más craso… todo eso os está alejando de las virtudes honradas de vuestros antepasados. Miro a mi alrededor y veo en todas partes una moral distendida, formas de vida disipadas y pensamientos relajados. Y todo se resume en lo siguiente: estamos contaminando de manera deliberada la pureza de nuestro culto religioso, diluyendo y degradando nuestra veneración a los dioses antiguos que durante siglos han velado por nosotros. »La situación va de mal en peor. Importar un sacerdocio de eunucos ya es malo de por sí, pero se empieza a hablar de cultos extranjeros más raros e insidiosos si cabe que se extienden entre el populacho. La obra que hoy vais a presenciar será mala, me atrevería a decir, un nuevo y nauseabundo compendio de obscenidades griegas. Y hace poco, algunos senadores, que deberían tener más juicio, han estado hablando sobre erigir un teatro permanente en Roma, construido en piedra. ¿Vamos los romanos a convertirnos en un pueblo tan ocioso y amante del placer como los griegos? »¡Tú, allí, Marco Junio Bruto! – Catón señaló al pretor que patrocinaba los juegos-. ¿Qué diría tu heroico antepasado, el que vengó el rapto de Lucrecia y derrocó a Tarquinio, el último rey, si pudiese ver este penoso espectáculo? ¿Ha alcanzado nuestra amada Roma cumbres de gloria sin parangón para caer ahora en un abismo de vergüenza? »¡Ciudadanos, os lo imploro! ¡Si mis palabras han encendido en vuestros corazones aunque sea una minúscula chispa de patriotismo, haced lo que voy a hacer yo ahora y abandonad inmediatamente este lugar!

Catón recogió aparatosamente su toga. Después de dar unos pasos, se detuvo y miró hacia atrás.

–Ah, y una cosa más. ¡Cartago debe ser destruida! – Y con eso, salió del teatro, seguido por un numeroso cortejo.

Unas cuantas personas de entre el público siguieron su ejemplo, pero un número muy superior abucheó a Catón, que desapareció por la salida sin volver la vista atrás. La gente se agitó en sus asientos. Entre el público se extendió un murmullo.

Escipión se levantó de su asiento. No dijo nada para llamar la atención del público, pero poco a poco todas las miradas fueron a recaer sobre él. El público se quedó en silencio. – ¡Ciudadanos! Si el senador que acaba de aprovecharse de nuestra paciencia echando a perder la diversión propia de este acto no ha considerado adecuado atacarme personalmente, algo que por cierto suele hacer siempre de forma compulsiva, como si se tratara de un tic que no puede controlar, no me gustaría seguir poniendo a prueba vuestra paciencia dirigiéndome ahora a vosotros. Sin embargo, me siento obligado, ante todo, a decir lo siguiente: un hombre que deja un auténtico caos tras él no tiene derecho a poner en tela de juicio al hombre que lo sustituye. Pues igual que tuve que limpiar toda la porquería que dejaron los elefantes de Aníbal, también tuve que limpiar la porquería que Catón dejó tras él a su paso por Hispania.

El público estalló en carcajadas. La tensión dejada por la marcha de Catón se disipó al instante.

–En segundo lugar, si después de todos mis años de servicio al pueblo de Roma tengo algún derecho para hablar en su nombre, permitidme que me disculpe ante nuestros huéspedes de honor, los sacerdotes de la diosa Cibeles, por las calumnias que sobre ellos ha vertido el senador. Os lo aseguro, no todos los romanos son tan groseros y poco hospitalarios.

Los galli, que habían permanecido inalterables a lo largo de toda la arenga de Catón, sonrieron y movieron afirmativamente la cabeza en reconocimiento a la cortesía de Escipión.

–Del mismo modo, permitidme que me disculpe por las toscas palabras que mi colega te ha dirigido, Marco Junio Bruto, patrocinador generoso de estos festejos. En lugar de citar a tu gran antepasado para apoyar su dudosa tesis, mejor habría hecho citando el ejemplo de alguno de sus antepasados famosos. Oh, perdón, lo olvidaba… Catón no tiene antepasados famosos.

Bruto rió y gritó: -¡Eso, eso! ¡Bien dicho, Africano!

–Y en cuanto a las demás estupideces que han salido de la boca del senador, sólo diré una cosa.

–Escipión hizo un ademán en dirección a Plauto-. Aquel terrible año de Cannas, ni toda la furia de Aníbal fue capaz de detener la representación de la obra de este dramaturgo. Estoy seguro de que una pataleta de Catón no lo impedirá hoy. ¡El espectáculo debe continuar!

Riendo y aplaudiendo, el público se puso en pie y regaló a Escipión una gran ovación.

La respuesta de la muchedumbre tranquilizó a Kaeso. Aquí estaba la prueba, pensó, de que los tenebrosos miedos de Escipión sobre el futuro eran totalmente infundados. ¡Pero vaya carga la que tenía que soportar su amigo con los abusos continuados de hombres como Catón! Fueran cuales fueran lo pequeños problemas de Kaeso, al menos él no tenía que preocuparse por rivales sin escrúpulos que se confabulaban para verle caer. A lo mejor, llevar una vida insignificante tenía su lado bueno. Pensó en las palabras de Aníbal a Escipión, pero cambió el sentido de su significado.

Murmuró en voz alta: «Cuanto más pequeño es el éxito de un hombre, más confianza puede haber en que dure». – ¿Qué has dicho? – preguntó Plauto cuando la ovación empezó a aminorar.

–Nada -dijo Kaeso-. Nada de nada.

La obra fue un éxito tremendo.

Una vez terminada, Kaeso declinó la invitación para celebrarlo en casa de Plauto. Cojeando ligeramente, se fue solo. Los festejos oficiales de la jornada habían acabado pero seguía habiendo mucha gente por todas partes. Kaeso se vio empujado por la muchedumbre. En más de una ocasión, tuvo que esquivar un charco de vómito dejado por alguien que se había sobrepasado con las celebraciones. Pero él apenas se daba cuenta de aquellas molestias; como siempre le sucedía después de ver a Escipión, se sentía inquieto y agitado, su mente se veía ocupada por pensamientos sobre cómo habría sido su vida de ser un hombre distinto con un destino distinto, un hombre como Escipión, o un hombre que podría haber sido compañero de armas de Escipión, merecedor de compartir sus aventuras, su gloria, su tienda…

A medida que se acercaba a su destino, una casa en la colina del Aventino, la avalancha de gente fue disminuyendo. Las calles estaban casi vacías. Suspiró aliviado, feliz de haber salido de los apretujones y consciente de que el lugar hacia donde se dirigía le ofrecería alivio a todas sus preocupaciones terrenales.

En una calle respetable de un barrio respetable, llegó a una casa que tenía todas las ventanas cerradas. Llamó a la puerta. Se abrió la mirilla. Había olvidado la contraseña por un momento, pero recuperó enseguida la memoria.

–En el monte Falerno, en la Campania, crecen las vides de las que nace el vino de Falerna. – La frase se cambiaba a menudo, pero siempre tenía algo que ver con el vino, pues el vino era el regalo de Baco al ser humano y un elemento esencial de su culto.

Se abrió la puerta y se cerró rápidamente de nuevo después de que entrara Kaeso. El patio estaba cerrado, igual que todas las ventanas, protegidas por pesados postigos para que los ruidos no molestaran a los vecinos. Como resultado, el interior se hallaba casi oscuro y en silencio, exceptuando la tenue iluminación que proporcionaban las lámparas. Los sonidos procedentes del interior quedaban extrañamente amortiguados.

Entre esos sonidos destacaba la música exótica que provenía de panderetas y flautas. La melodía era a ratos lánguida y soñolienta, luego rápida y frenética. Entre las sombras surgían rostros familiares, masculinos y femeninos. Sonreían e inclinaban la cabeza en deferencia a él.

–Bienvenido seas, sumo sacerdote -decían al unísono. Uno de ellos le susurró al oído:

–Acaba de llegar un nuevo acólito y espera la iniciación.

Kaeso separó los brazos de los costados hasta dejarlos caer paralelos al suelo. Hombres y mujeres lo desnudaron, luego ungieron su cuerpo desnudo, de la cabeza a los pies, con un aceite de olor dulce. Le acercaron a los labios una copa llena de vino. Kaeso echó la cabeza hacia atrás y lo bebió. El vino se derramó por las comisuras de su boca y resbaló hasta el pecho, donde ávidas lenguas lo lamieron hasta apurarlo. Las manos se deslizaban por sus hombros, su pecho, sus caderas y sus nalgas, acariciándolo, sobándolo, excitándolo.

Lo tomaron por ambas manos para guiarlo hacia una estancia que olía a sudor e incienso. La música sonaba allí más suave, un cántico insistente en el que se invocaba el nombre de Baco. Una nube de incienso llenaba la habitación, así como cuerpos cálidos y desnudos apretados los unos contra los otros. Presidiendo la multitud, colocada sobre un pedestal elevado, la estatua del dios Baco, la deidad del vino y de la euforia, con hojas de parra entre el cabello y una sonrisa de dicha en su cara barbuda.

Kaeso levantó la vista hacia al dios con reverencia y gratitud. La llegada del culto a Roma había marcado el inicio de una nueva época en su vida. En el cálido y secreto abrazo del dios, Kaeso había encontrado por fin el significado de su existencia.

De pronto, Kaeso experimentó un vahído, similar a los que a veces precedían a sus ataques de epilepsia, pero no sintió ningún tipo de ansiedad. Los sacerdotes y las sacerdotisas de Baco le habían explicado que su dolencia no era una maldición, sino una señal de los favores especiales que recibía por parte del dios. Igual que Escipión había disfrutado siempre de una relación especial con Júpiter, Kaeso había descubierto por fin su particular vínculo con el dios Baco.

La sensación de vahído disminuyó. En esta ocasión, el dios había considerado adecuado pasar a través de su cuerpo sin que perdiera el conocimiento.

Alguien le susurró al oído:

–Sumo sacerdote, el iniciado está preparado para el ritual. Notó que alguien agarraba con decisión su rígido sexo y otra voz le susurraba al oído: -¡Y tú estás preparado también para el iniciado!

Kaeso acarició el fascinum que colgaba sobre su pecho desnudo. Cerró los ojos con fuerza. Paso a paso, los acólitos lo guiaron hasta que su sexo se encontró con unas nalgas que le ofrecían resistencia y luego fue engullido por un abrazo convulsivo. Oyó el grito amortiguado del iniciado, seguido por un gimoteo y un gruñido. Kaeso sucumbió a aquel estado de dicha. ¿Quién era el iniciado que tenía frente a él? ¿Hombre o mujer, joven o viejo? No lo sabía. Tras sus ojos cerrados era a Escipión a quien veía, a Escipión cuando aún llevaba el pelo largo y ni una sola cicatriz de guerra había echado a perder su perfecta belleza. Era en Escipión en quien hundía todo el amor y el deseo que llevaba dentro.

Incluso en pleno éxtasis, sabía que la visión de Escipión no era más que una fantasía. Pero la dicha era auténtica. Cuando ya todo estaba dicho y terminado, sólo aquellos breves momentos de liberación eran reales. Todo lo demás era ilusión. La gloria terrenal carecía de sentido; así lo había admitido el mismo Escipión. Él había llegado a una cima de supuesta grandeza desconocida para los demás hombres, pero ¿había alcanzado Escipión los placeres inenarrables que Kaeso había experimentado desde que se había unido al culto de Baco?

183 A,. C.
Kaeso acarició su pelo cano y cerró los ojos para descansar la vista un momento. En los últimos años su visión se había debilitado mucho. Cuando era más joven, incluso pasados los cuarenta, podía leer sin ningún esfuerzo los poemas de Ennio y las comedias de Plauto, por pequeñas que fueran las letras. Ahora, por mucho que forzara la vista, le resultaba casi imposible leer cualquier texto que tuviera ante él. La lectura era tarea de su secretario, naturalmente, pero Kaeso quería asegurarse de que no se cometían errores.

Había decidido liquidar todos sus bienes. Había encontrado un grupo de compradores para su compañía de teatro y luego iría vendiendo poco a poco a todos los escribas que tenía en plantilla.

También estaba repasando su testamento, aunque sus cláusulas eran muy sencillas: todas sus propiedades pasarían en depósito a su nieta, Menenia.

Kaeso abrió los ojos y observó su estudio, los casilleros llenos de pergaminos. Con el paso de los años había acumulado una biblioteca de considerable tamaño, en previsión de los largos años de jubilación en los que sus muchos libros serían su compañía.

Entre los casilleros había un pequeño santuario, un altar de piedra sobre el cual se encontraba una escultura en miniatura de Baco. Kaeso observó durante un largo rato los ojos sonrientes del dios, luego apartó la vista.

–Creo que hemos terminado. Puedes irte -le dijo a su secretario-. Que venga Cleto.

El secretario se retiró. Momentos después, entró en la estancia un atractivo esclavo joven, de anchas espaldas y cabello largo. – Cleto, hoy me apetece dar un paseo.

–Por supuesto, amo. Hace buen tiempo. – El esclavo ofreció a Kaeso un musculoso antebrazo a modo de apoyo. En realidad, Kaeso no necesitaba ayuda, pero le gustaba ir del brazo de Cleto.

Juntos, dieron un largo paseo por la ciudad.

En primer lugar, Kaeso visitó el arco que se había erigido para conmemorar las victorias de Escipión, llamativamente instalado en el camino que conducía a la cumbre del Capitolio. Los relieves que describían los triunfos del Africano eran tan magníficos como los recordaba. Era un monumento digno de su amigo.

A continuación, se aventuró hacia la necrópolis que se encontraba fuera de la ciudad, junto a la puerta Esquilina, donde depositó unas flores en el humilde monumento funerario de Plauto. Aquel día era el primer aniversario del fallecimiento del dramaturgo. Kaeso lo echaba mucho de menos… sus sutiles comentarios, su agudo ingenio, su inquebrantable fidelidad hacia sus amigos. Al menos, las numerosas obras que Plauto había escrito seguirían con vida; Kaeso tenía copias de todas ellas.

Apoyado en el brazo de Cleto, pues ahora sí que empezaba a sentirse un poco cansado, Kaeso se encaminó hacia la colina del Aventino como destino final de su excursión. En las cercanías del Circo Máximo se percató de la presencia de un grupo muy animado de hombres. Por la forma en que todos hablaban a la vez, debían de estar comentando alguna noticia importante. ¿Serían noticias tristes o alegres? A Kaeso le costaba adivinarlo por la expresión de sus caras.

Reconoció entre aquellos hombres a un viejo conocido, Lucio Pinario, y envió a Cleto a preguntarle qué sucedía. – ¿Qué sucede, Lucio? – ¿No te has enterado?

–No estaría preguntando de saberlo.

–Aníbal ha muerto.

Kaeso respiró hondo. Tan sencillo como aquello: Aníbal ha muerto. Era como escuchar que el mar se había secado o que la luna había caído del cielo. Pero debía ser verdad. ¿Qué otra cosa podía ser más sencilla o más inevitable? Aníbal había muerto. – ¿Cómo?

–Suicidio. Sesenta y cuatro años de edad, y aún tramando contra nosotros, intentando crear problemas en Grecia y en Asia. El Senado se cansó al final de su traición y envió una fuerza militar para extraditarlo. Me imagino que no pudo afrontar la humillación de ser juzgado y ejecutado. Se envenenó. Pero antes de morir, dictó a un escriba sus últimas palabras: «Pongamos fin al gran deseo de los romanos, que consideran demasiado largo y penoso esperar la muerte de un viejo a quien aborrecen».

–Un amargo final.

–Y muy necesario. Escipión el Africano…

–Sí, lo sé: Escipión debería haberle matado cuando tuvo la oportunidad y destruir Cartago hasta no dejar nada de ella. ¡Pero no pienso oír ni una sola palabra contra la memoria de mi querido amigo fallecido, y mucho menos hoy!

Kaeso se alejó de Pinario. Llamó a Cleto para que le prestara su brazo y poder marchar de allí. ¡Qué profético había sido Escipión! Todo había sucedido tal y como él lo había vaticinado. ¡Pero qué golpe del destino que los dos mayores generales que en su día dominaron el mundo como titanes hubieran muerto en el mismo año!

Con la ayuda de Cleto, Kaeso fue ascendiendo la cuesta del Aventino hasta llegar por fin a la humilde casa de Ennio. El poeta vivía solo, con la ayuda de una única esclava. La mujer le abrió la puerta a Kaeso y lo acompañó hasta el estudio de Ennio. Cleto se quedó esperando en el vestíbulo.

–Supongo que te has enterado de la noticia -dijo Kaeso. – ¿De lo de Aníbal? Sí. – El poeta, que no le daba ninguna importancia a la vestimenta y que siempre había necesitado un buen corte de pelo y un afeitado, lucía un aspecto más andrajoso de lo habitual-. No creo que Aníbal necesite un epitafio para su tumba. Por lo que me han dicho, murmuró su epitafio al expirar.

Kaeso sonrió. – ¿Y cómo llevas el epitafio de Escipión? ¿Lo has terminado ya? – Pues sí. Está listo para ser cincelado en su monumento funerario. Fue un gran honor para mí que en su testamento pidiera que fuese yo quien lo compusiera. – ¿Quién si no? Siempre fuiste su poeta favorito. ¿Y bien?

Ennio le entregó un trozo de pergamino.

Kaeso puso mala cara.

–Sabes que no puedo leerlo. Recítamelo en voz alta.

Ennio tosió para aclararse la garganta.

El sol que se alza por encima de las marismas más orientales del lago Maeotis no ilumina a ningún hombre que me iguale en hazañas.

Si algún mortal ascendiera al cielo de los inmortales, sólo para mí permanecerá abierta la puerta de los dioses.

Kaeso se quedó con una sonrisa ambigua.

–Un poco grandilocuente para mi gusto, pero justo lo que Escipión habría querido. ¿Y dónde está ese lago Maeotis?

Ennio levantó una ceja.

–En las aguas que se encuentran más allá del mar Euxino, en los extremos del mundo civilizado. No tengo recuerdos de él en esta vida, pero creo que en mi primera vida sí debí de ir allí; naturalmente, nunca pude ver la salida del sol, pues en esa encarnación era ciego.

Kaeso asintió. Desde que se había hecho seguidor de las enseñanzas del filósofo griego Pitágoras, Ennio estaba convencido de la transmigración de las almas. Estaba seguro de que había iniciado su existencia en el cuerpo de Homero, el autor de la Ilíada. Entre sus otras encarnaciones estaba un pavo real, grandes guerreros y también Pitágoras.

Ennio seguía hablando, pero Kaeso, que se aburría con aquellas divagaciones, dejó vagar su mente. Sus pensamientos volvieron a Escipión. ¡Con qué precisión había vislumbrado su amigo su destino! Al final, sus enemigos lo habían superado. Consiguió una última victoria militar, una exitosa campaña contra el advenedizo rey Antíoco, que pretendía desafiar la hegemonía romana en Grecia. Pero fue una victoria pírrica; cuando Escipión regresó a Roma fue acusado de aceptar sobornos del rey y conspirar para unirse a él como cogobernante. Ninguna acusación podía ser más irrecusable para un político romano que la de querer convertirse en rey. El cerebro de aquel pleito era Catón, naturalmente. Pero en lugar de enfrentarse a un juicio, Escipión decidió retirarse a su finca privada en Literno, en la costa sur de Roma. Detrás de los gruesos muros, con una colonia de veteranos fieles que lo protegían, se retiró de la guerra, de la política y de la vida. Desconsolado y amargado, cayó enfermo y murió a los cincuenta y dos años de edad. Y ahora, menos de un año después, moría también Aníbal.

–Dos gigantes, acosados hasta su muerte por hombres inferiores -murmuró Kaeso.

–Si quieres mi opinión, Escipión hizo bien en retirarse -dijo Ennio-. Roma se ha convertido en un lugar amargo. La atmósfera está envenenada. Ahora están en la cúspide reaccionarios de miras estrechas, como Catón.

Kaeso asintió.

–Los gustos de la gente también han cambiado. Lo veo en el teatro. Se acabaron las comedias de Plauto. Ahora tenemos tragedias de Ennio. La gente abandona el teatro con un humor sombrío, en consonancia con los tiempos sombríos que vivimos.

Ennio refunfuñó.

–Me encantaría escribir una comedia, si viese algo de lo que poder reírme. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Recuerdas el júbilo de la gente cuando finalmente vencimos a Cartago, la infinita sensación de bienestar y camaradería? Luego vinieron nuestras victorias en Oriente, días apasionantes, con riquezas infinitas y excitantes nuevas ideas que llegaban a Roma. Pero todo cambió muy rápidamente. El pueblo empezó a inquietarse. Hombres como Catón manipularon su miedo y el resultado fue un terrible contragolpe. – Ennio suspiró-. Me imagino que la peor manifestación de ese contragolpe fue la estremecedora represión del culto a Baco.

Kaeso se quedó rígido. Abrió la boca para cambiar de tema, pero Ennio sólo había iniciado su discurso. – ¡Qué horribles fueron aquellos días! La investigación oficial, las absurdas acusaciones de crímenes y conspiración contra el Estado, la proscripción del culto y de todos sus miembros. Miles de hombres y mujeres ejecutados, obligados a exiliarse, conducidos al suicidio. El odio que se desencadenó contra aquella pobre gente fue repugnante y no se pudo hacer absolutamente nada para detenerlo. ¡Si pronunciabas una palabra contra la investigación, te acusaban de simpatizante y eras perseguido como ellos! Yo nunca tomé parte en ese culto, pero conocía a hombres que sí lo hacían, e incluso esa sutil relación me puso bajo sospecha durante un tiempo. Estaba aterrorizado. »Y aun así, hay vestigios del culto que sobreviven. Se ha producido una nueva serie de arrestos.

Justo el otro día fui testigo de uno, en esta misma calle. La escena me resultó familiar: el acusado, aturdido, temblando de miedo, arrastrado fuera de su casa por imperturbables lictores. Mientras, el esclavo de la familia que había traicionado al pobre desgraciado, se mantenía a un lado, tratando de no parecer culpable. ¡Un espectáculo escalofriante!

Kaeso no pudo aguantar más. Se levantó de pronto y le dijo a Ennio que tenía que irse. – ¿Tan pronto? Esperaba…

–Me temo que no tengo tiempo. Simplemente quería escuchar el epitafio de Escipión. Gracias.

Pero tengo que irme, de verdad. Espero visita, a última hora. – ¿Invitados a una cena?

–No exactamente.

Ya en casa, cansado después del largo paseo, Kaeso se sentó solo en su estudio y observó los muchos pergaminos que llenaban su biblioteca; eran como viejos amigos a quienes debía una triste despedida. Se aseguró de que el testamento estuviera donde tenía que estar. Pese a no poder leerlo, encontró el párrafo que había ordenado subrayar a su secretario aquella misma mañana.

Mencionaba muy concretamente el fascinum y su deseo de que Menenia lo luciera en ocasiones especiales y que, cuando lo hiciera, recordara a su querido abuelo. Kaeso se quitó el talismán que llevaba colgado al cuello y lo dejó sobre el testamento.

Cogió una jarra y se sirvió una copa de vino, un excelente vino de Falerno, y vertió dentro unos polvos. Con la copa en la mano, se arrodilló frente al altar de Baco. Besó la estatua del dios y esperó.

No tardó mucho en oír que llamaban a la puerta principal de la vivienda. Unos momentos después, Cleto entraba corriendo en el estudio.

–Hombres armados, amo. Solicitan entrar.

–Sí, estaba esperándolos. – ¿Amo? – Cleto se quedó lívido. – ¿No es a esta hora cuando les dijiste que vinieran? Ayer te oí hablar con un tipo en el Foro. ¿Por qué me has traicionado?

Hubo ruidos en el vestíbulo. Los lictores se habían cansado de esperar en la puerta. Cleto apartó la vista, incapaz de esconder su culpabilidad.

Kaeso bebió el veneno rápidamente. Moriría con el sabor de la cosecha favorita del dios en los labios.

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