Roma (55 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

191 A.C.
–Parece que ya nunca coincidimos, excepto en el teatro -dijo Escipión-. ¿Cuándo fue la última vez que te vi, Kaeso? Debe de hacer un par de años, como mínimo.

La ocasión festiva era la inauguración de un templo en el Palatino dedicado a una nueva diosa de Roma: Cibeles, la gran madre de los dioses, a quien los romanos llamaban Magna Mater. Se decía que su culto se remontaba a épocas prehistóricas, pero no era originario de Roma, ni tan siquiera de Italia. Había sido importado a Roma por uno de sus nuevos aliados orientales, el reino de Frigia.

Desde la derrota de Cartago, la expansión de la esfera de influencia de Roma había dado como resultado la llegada de nuevos habitantes, nuevos idiomas, nuevas ideas… y nuevas deidades.

Cibeles no tenía nada que ver con cualquier otra diosa que se hubiera visto en Roma hasta la fecha.

La escultura del nuevo templo la describía vestida con prendas exóticas y adornada de la cabeza a los pies con testículos de toro. Junto con la estatua, también se habían importado de Frigia los sacerdotes de Cibeles. Eran los llamados galli, y se caracterizaban por algo que también era nuevo en Roma: eran eunucos.

Para celebrar el acontecimiento se habían organizado unos juegos y se había erigido también un teatro temporal delante del nuevo templo. La compañía de Plauto estaba a punto de estrenar una nueva comedia. Para esta representación, Kaeso había decidido sentarse entre el público en lugar de quedarse entre bambalinas, y había invitado a Escipión a sentarse a su lado. Antes de que le diera tiempo a responder la pregunta de su amigo, se produjo un pequeño barullo entre el público que los distrajo a ambos. Habían llegado los galli y estaban ocupando sus asientos de honor, no muy lejos de donde estaban sentados Kaeso y Escipión. Los sacerdotes iban llamativamente ataviados con turbantes rojos y largas túnicas de color amarillo. Llevaban esclavas en las muñecas y las mejillas maquilladas. – ¿Te imaginas a nuestros abuelos dando trabajo a eunucos extranjeros como sacerdotes? – preguntó Escipión-. Nuestros antepasados consideraban a los eunucos, si es que los tenían en consideración, única y exclusivamente como aduladores de reyes, medio hombres incapaces de engendrar, razón por la cual nunca podrían interponer a su descendencia por delante de los herederos del rey. Pero una república no tiene rey; en consecuencia, no tiene ninguna necesidad de eunucos. ¡Sin embargo ahora, gracias a Cibeles, tenemos eunucos en Roma! Son fascinantes, ¿verdad? He oído decir que son ellos mismos quienes se cortan los testículos. Lo hacen con tanto frenesí que ni siquiera se enteran. ¡Resulta sorprendente los actos a los que puede llegar un hombre por devoción religiosa!

Kaeso se estremeció al imaginarse a un hombre castrándose a sí mismo, pero sin darse cuenta se sorprendió contemplando a uno de los galli, un joven de ojos oscuros, excepcionalmente hermoso, con labios carnosos y una piel marmórea. Había oído decir que si la castración se producía después de haber llegado a la edad adulta, el apetito erótico perduraba. ¿Qué tipo de inclinaciones tendría un joven como aquél, un joven que había estado dispuesto a realizar algo así por su diosa? Kaeso no podía evitar sentir curiosidad.

Y comentó en voz alta:

–Si hay alguien que sepa de la Gran Madre y sus galli, ése eres tú, Escipión. Al fin y al cabo, fuiste tú quien les diste oficialmente la bienvenida a la ciudad y aceptaste el regalo de la piedra negra.

La piedra negra, más incluso que la estatua de la diosa, era la pieza central del nuevo templo. Se decía que había caído del cielo, y su forma describía toscamente una imagen más primitiva de la diosa, una masa amorfa que sugería la figura de una mujer sin facciones definidas y en avanzado estado de gestación. La piedra negra, además, no tenía nada que ver con cualquier cosa que se hubiera venerado en Roma hasta aquel momento, pero cuando los galli de la ciudad frigia de Pesinunte la ofrecieron como regalo, junto con su solicitud de establecer en Roma el culto a Cibeles, se encontró un verso en los Libros Sibilinos que pedía al pueblo de Roma que aceptara el regalo y diera la bienvenida a la nueva diosa.

Independientemente de su función religiosa, la importación de Cibeles tenía también una dimensión política. Los hombres clarividentes, como Escipión, creían que el futuro de Roma estaba en Oriente. Después de la derrota de Aníbal, los romanos volcaron su energía en vencer a Filipo de Macedonia, y lo habían conseguido con la ayuda de Frigia. La aceptación de la Gran Madre por parte de Roma reforzaría los vínculos con su nuevo aliado. Cuando la piedra llegó a Ostia en un navío, el verso de los Libros Sibilinos exigía que sólo el más grande de Roma la recibiera.

Naturalmente, Publio Cornelio Escipión el Africano fue el elegido para ese honor.

Quizá porque estaba pensando en los galli y su sacrificio, acarició el fascinum dorado que llevaba colgado al cuello. Hacía muchos años que había dejado de lado aquella reliquia familiar y prácticamente se había olvidado, hasta que un día volvió a tropezarse con ella arreglando una caja donde guardaba objetos antiguos. El brillo del oro le llamó la atención y, como capricho, decidió empezar a lucirlo de nuevo en ocasiones especiales, tal y como, según le habían contado, había sido la costumbre de sus antepasados.

El tacto con el fascinum desencadenó una nueva línea de pensamientos. Tosió para aclararse la garganta y le dijo a Escipión, en un tono informal:

–Con tantas religiones nuevas que llegan a Roma, algunas oficiales, otras… no tan oficiales, ¿qué opinas del llamado culto a Baco? Dicen que ofrece la iniciación a ritos secretos que prometen una liberación extática del mundo material.

Escipión lo miró de reojo y levantó una ceja.

–El culto a Baco es muy controvertido, por no decir algo peor. He oído hablar de él, como todo el mundo. Al parecer forma parte de un culto griego que venera a un dios del vino y de la locura.

No sé cuánto de todo lo que he oído es creíble, o hasta qué punto está extendido el culto. Lo que sí sé es que el Estado no lo reconoce. – ¿De modo que no es ilegal?

–Técnicamente, no, me imagino. Pero, por lo que me han contado, los rituales extáticos del culto no son más que orgías de borrachos en las que se fomenta la realización de cualquier acto sexual posible. Además… -Escipión bajó la voz-, la iniciación de los hombres en este culto exige que se sometan a la penetración anal… ¡como si fueran esclavos! Me han dicho también que el culto no es más que una fachada detrás de la cual se oculta un grupo de criminales despiadados. Los supuestos sacerdotes y sacerdotisas son estafadores, chantajistas, asesinos incluso. – Escipión respiró hondo-. Te aconsejaría, Kaeso, que te mantuvieras alejado de cualquier culto que no sea oficial, ¡sobre todo del culto a Baco!

–Claro, por supuesto -murmuró Kaeso. Cambió rápidamente de tema-. ¡Ya soy abuelo!

Escipión sonrió.

–Eso me han dicho. Felicidades.

–Mi hija tuvo mucha suerte al casarse con el joven Menenio. Ningún hombre podría haberle dado un bebé tan precioso. Sólo me habría gustado que mi esposa hubiera seguido con vida para poder ver a la pequeña Menenia.

–Sí, sentí mucho lo de la muerte de Sestia.

Kaeso se encogió de hombros.

–A decir verdad, no fui un esposo para ella. Ni tampoco un padre para Fabia. Pero el papel de abuelo creo que me encaja. Adoro descaradamente a Menenia, como nunca adoré a su madre o a su abuela. ¿Y tú, Escipión? Acabas de tener una hija. – ¡Claro que sí! Y si piensas que adoras a Menenia, tendrías que verme a mí con Cornelia.

Kaeso movió afirmativamente la cabeza.

–Resulta curioso que tu hija y mi nieta sean casi de la misma edad.

–A lo mejor pueden ser amigas, igual que tú y yo hemos sido amigos, Kaeso.

–Me gustaría -dijo Kaeso-. Me gustaría mucho. – Examinó con detalle a Escipión. Su cabello de color castaño, que seguía llevando corto, estaba ahora salpicado de hilos de plata. De sus duras facciones había desaparecido cualquier rastro del joven que fue, excepto en los ojos, que a veces, cuando reía, brillaban con el exceso propio de su juventud. Y ésta era precisamente una de las razones por las que Kaeso había invitado a Escipión a sentarse a su lado en el teatro, porque le encantaba ver reír a Escipión.

El sonido de los aplausos y la agitación de los asistentes los distrajo de su conversación. Gran parte del público se levantó espontáneamente de sus asientos. Plauto acababa de entrar en el teatro y se disponía a ocupar el asiento que quedaba libre junto al de Kaeso. Con sesenta y tres años de edad, el dramaturgo de Umbría era el rey de la escena romana. El público lo conocía de vista y le regaló una ovación poniéndose en pie.

Los únicos que no lo reconocieron fueron los galli. Se miraron entre sí, perplejos, se levantaron también y se unieron al aplauso sin saber muy bien por qué.

Plauto abrazó a Kaeso y luego intercambió unas palabras de saludo con Escipión. Tomaron asiento los tres y los aplausos fueron apagándose gradualmente.

–Y bien, mi amigo de pies planos, ¿qué obra nos traes hoy? – dijo Escipión.

Plauto se encogió de hombros.

–Oh, una obra sin importancia que he titulado con el nombre de su personaje principal, un esclavo muy liante. Se titula Pséudolo. – ¿Sin importancia, dices? ¡Tu obra maestra! – declaró Kaeso. – ¡Dicho con toda la convicción que cabría esperar del propietario de la compañía! – Plauto se echó a reír-. Debo admitir que el diálogo resulta brillante en ciertos pasajes; pero no tiene la misma brillantez con que pueden relucir las palabras en la vida real. Me refiero, Escipión, al diálogo que mantuviste con tu viejo enemigo, Aníbal, cuando los dos os reunisteis cara a cara durante tu reciente misión en Oriente… si es que uno puede creer en los chismorreos que corren por ahí. ¿Se puede creer en esos chismorreos?

Escipión había contado antes la anécdota a Kaeso, cuando se habían encontrado fuera del teatro, pero gustosamente volvió a relatarla.

–Es verdad. Estando en Éfeso me enteré de que Aníbal también se hallaba casualmente allí y lo dispuse todo para reunirme con él. Nuestros espías dicen que lleva años dando vueltas por Oriente, ofreciendo sus servicios a cualquiera que esté dispuesto a desafiar a Roma. Y todo es debido a ese condenado juramento que le hizo a su padre; mientras quede un soplo de vida en su cuerpo, no dejará de confabular para nuestra caída. Hasta el momento, nadie se ha mostrado interesado en su propuesta. De hecho, creo que incluso se burlan un poco de él. – ¿Y de qué hablasteis? – dijo Plauto.

–De todo un poco. En un momento dado, le pregunté qué general, en su opinión, era el mayor de todos los tiempos. – ¡Una pregunta importante! – dijo Plauto-. ¿Y cuál fue su respuesta?

–«Alejandro», respondió Aníbal. Le pregunté entonces qué comandante situaría en segundo lugar, «Pirro», dijo. ¿Y en tercero? «A mí», declaró Aníbal. La verdad es que rompí a carcajadas.

Le dije: «¿Y en qué puesto te situarías si me hubieses derrotado?». Aníbal me miró a los ojos y me respondió: «En ese caso, me habría colocado por delante de Pirro, e incluso también por delante de Alejandro… de hecho, ¡por delante de cualquier general que haya existido nunca!».

Plauto se dio una palmada en la rodilla. – ¡Escandaloso! La verdad es que nunca sería capaz de inventar un diálogo como ése, o a un personaje como Aníbal.

–Es adulación a la cartaginesa, ¿acaso no lo ves? – dijo Escipión-. Retorcida e indirecta.

Pero… de todos modos me sentí adulado. – Suspiró-. Algún día, no me cabe la menor duda, Aníbal será asesinado, o acabará suicidándose. Pero no será obra mía, naturalmente, sino de los que vengan después de mí.

Kaeso negó con la cabeza.

–Nunca habrá otro hombre lo bastante grande como para ocupar tu lugar.

Escipión rió, con cierta tristeza, con cierta amargura.

–Dulces palabras, amigo mío, pero por desgracia cada día me hago más pequeño y el espacio que ocupo es más fácil de llenar. Noto que mi influencia está menguando. El mundo se ha cansado de mí, al igual que se ha cansado de Aníbal. La gente ya no se echa a temblar cuando oye mencionar su nombre, sino que sonríe burlonamente. Escuchan mi nombre y se encogen de hombros. Mis enemigos políticos me acechan como lobos, esperando la oportunidad para acabar conmigo con cualquier acusación falsa. Los mismos hombres de miras estrechas que asesinarán a Aníbal, tarde o temprano, acabarán llevándome al exilio, si pueden.

Kaeso estaba angustiado. – ¡No! No te creo. Estás en la cima de tu poder. Fuiste elegido para recibir la piedra negra de Cibeles. Se está construyendo un arco magnífico en tu honor, en el acceso a la colina Capitolina. El arco de Escipión el Africano permanecerá eternamente en pie como un monumento a tu gloria.

–Tal vez. Los monumentos perduran. Los hombres no. Y en cuanto a la gloria… -Escipión negó con la cabeza-. Cuando nos reunimos por vez primera, después de la batalla de Zama, Aníbal dijo una cosa que nunca he olvidado: «Cuanto mayor es el éxito de un hombre, menos puede confiarse en que dure». Ambos acabaremos arrinconados, Aníbal y yo, engullidos por el rápido paso del tiempo. ¿Quieres ver el futuro? Mira allí.

Señaló a un senador que estaba entre el público, un hombre de unos cuarenta años de edad, tal vez un poco más joven que Escipión. Su cara delgada, vista de perfil, estaba dominada por una nariz ganchuda. Se hallaba inclinado hacia delante en una postura tensa, examinando a la multitud con mirada predatoria, como un ave rapaz.

–Mi Némesis: Marco Porcio Catón -dijo Escipión-. Un supuesto «hombre nuevo», el primero de su familia en ocupar un cargo por elección -añadió, con cierto desdén-. Pero su categoría de neófito no le impide calumniarme a la mínima oportunidad que se le presenta, y murmurar a mis espaldas sobre «acabar» la guerra con Cartago… como si tuviéramos algún motivo por el que querer atacar un puerto marítimo decrépito que ha sido desposeído de su adalid, su armada y sus colonias. Dice que tras la batalla de Zama mi actuación quedó desprestigiada, lindando con la incompetencia»; dice que no he conseguido nada considerándolo a largo plazo porque ni decapité a Aníbal, ni destruí por completo la ciudad de Cartago. Me vilipendia también en el plano personal; dice que me he «convertido en griego» porque me gustan las termas y el teatro.

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