Roma (59 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

–No, he podido evitar oír algunos de tus comentarios, Lucio. Me he ido acostumbrando a defenderme frente a mis enemigos. Y a lo mejor debería dedicar más tiempo a explicarme ante mis amigos.

Lucio se levantó y echó los hombros hacia atrás.

–No pretendía ofenderte, Tiberio. Pero aquí, en casa de mi madre, no tengo por qué hacer de mis recelos un secreto. Delante de Blosio hablo con total libertad.

–Y Blosio me ha defendido, estoy seguro. Pero ni siquiera Blosio puede decir las palabras que salen directamente de mi corazón, porque ni siquiera Blosio ha experimentado lo que yo durante este último año. Menenia, ¿podría tomar un poco de vino? Tengo la garganta seca de tanto hablar.

Enseguida llegó un esclavo con una copa. Tiberio la apuró sediento, pero su voz no sonó después menos ronca que antes.

–Hace un año, Lucio, cuando inicié mi primera campaña para ser tribuno, tenía muy pocas diferencias con los demás hombres que se presentaban al cargo. Buscaba ganar terreno en el campo de la política, esperaba hacerme un nombre. Sí, creía en los discursos que pronunciaba o, mejor dicho, en los discursos que Blosio me escribía, y en la necesidad de una reforma de la tierra, en un trato mejor para la milicia, y esas cosas. Pero la defensa de estos objetivos era poco más que un medio para alcanzar un fin, una forma de encontrar un electorado e iniciar mi ascenso en la carrera política. »Viajé entonces por todo lo ancho y largo de Italia para ver con mis propios ojos la situación en las zonas rurales. Lo que presencié fue asombroso. El campo estaba prácticamente vacío, no había hombres libres ni vivían allí sus familias. Es como si la mano de un Titán hubiera inclinado toda la península hacia un lado y toda esa gente estuviera cayendo sobre Roma y aquí vivieran apiñados los unos encima de los otros. Hoy en día, apenas se puede caminar por las calles de la Suburra, el barrio está abarrotado. »Y cuando el campo quedó despoblado de hombres libres, volvió a llenarse… esta vez con esclavos. Arando la rica tierra de cultivo, esforzándose en los viñedos… ejércitos enteros de esclavos extranjeros, trabajando hasta caer muertos para ese puñado de hombres ricos que se hicieron con toda la tierra. Y hablo literalmente: esos esclavos caían en su puesto de trabajo y morían allí mismo. No es insólito ver un esclavo muerto en el campo mientras los demás siguen trabajando a su alrededor bajo el látigo de un cruel capataz. Los esclavos son tan baratos, tan prescindibles, que se los trata mucho peor que al ganado. – Tiberio negó con la cabeza. »Todos sabemos que esta situación existe. Todos hablamos en abstracto del «problema de la tierra» y nos preocupamos por lo que se tendría que hacer y discutimos los diversos puntos de la política. Pero para ver la auténtica realidad, hay que viajar día tras día por el campo, es una experiencia completamente distinta. Lo que vi me sobrecogió profundamente. »Pero lo que verdaderamente me cambió fue otra cosa. He dicho que las zonas rurales se han quedado despobladas de hombres libres, pero no es completamente cierto. De vez en cuando te encuentras con un pequeño campesino que ha conseguido conservar su propiedad y labra sus campos como antiguamente; los miembros de la familia trabajan codo con codo con unos cuantos esclavos, y todo el mundo coopera. Estas pequeñas propiedades han quedado rodeadas por granjas gigantescas, son como pequeñas islas de la campiña romana que existió en su día. Y ya que estos granjeros consiguen sus tierras gracias al servicio militar, o tienen hijos enrolados en las legiones, es frecuente ver un valioso pedazo de armadura o una réplica de un estandarte de determinada legión orgullosamente expuesto en su verja. En un momento comprendes la conexión entre una comunidad próspera de pequeños campesinos, un ejército fuerte y una Roma sana y llena de vida. »Pasando por una de estas pequeñas granjas, en Etruria, vi un cartel en una verja. Rezaba:

«Tiberio Graco, ayúdanos a conservar nuestra tierra». – Sonrió con tristeza-. Mi nombre estaba mal escrito y las letras eran muy toscas, pero aquel cartel fue como una sacudida. Y ése no fue más que el primer cartel que vi. Después de aquél, empecé a ver otros parecidos en todas las pequeñas propiedades supervivientes, incluso en las más alejadas de las vías principales. «Tiberio Graco, devuelve la tierra pública a los pobres». «Tiberio Graco, detén la proliferación de esclavos».

«Tiberio Graco, devuélvenos nuestra tierra y nuestro trabajo». «Tiberio Graco, ayúdanos». Al parecer, la noticia de mi viaje había corrido de granja en granja, de boca en boca. Cuando regresé a Roma…

La emoción ahogaba la voz de Tiberio, tan ronco estaba que apenas podía hablar. Menenia le hizo traer más vino. Lo bebió y continuó.

–La misión que he emprendido es mucho más grande que mi persona. Los políticos van y vienen, con sus dimes y diretes y sus calumnias y sus vergonzosas peleas para avanzar. Lo que importa es el destino de Roma, y el porvenir del pueblo romano, sobre todo de los que alimentan la ciudad y luchan por ella, que dan su sudor y su sangre y su descendencia por la gloria de Roma.

Siguió un largo silencio. Por fin, Blosio dio un paso al frente. Tenía los ojos llenos de lágrimas. – ¡Mi querido chico! ¡Me jacto de haber sido tu tutor, pero el alumno ha superado con creces al maestro! Siempre fuiste inteligente, siempre fuiste serio y disciplinado, pero nunca imaginé que el hijo pequeño de Cornelia crecería para proyectar una sombra tan inmensa sobre todos nosotros.

–Tiberio sonrió lánguidamente.

–Blosio, creo que no lo comprendes. Cuando digo que los políticos van y vienen mientras que el destino de la gente perdura, me refiero precisamente a eso. No me hago ilusiones sobre mi importancia o sobre mi permanencia, excepto en la medida en que encuentre una manera de canalizar el poder del pueblo para el beneficio del pueblo y para la mayor gloria de Roma.

–Naturalmente. ¡Bien dicho! – Blosio restregó sus ojos húmedos con las mangas de su túnica -. Pero ¿decías que venías a verme?

–Sí. Hay unas cuestiones puramente prácticas que me gustaría discutir. Apio Claudio piensa que, antes de las elecciones, debería proponer acortar el plazo del servicio militar. Cree también que deberíamos llevar adelante la idea de permitir a los no senadores actuar como jueces.

–Esto requiere una seria discusión. ¿Tal vez en casa de tu madre?

–Por supuesto. Menenia y Lucio ya han tenido bastante con mis charlas. – ¡Tonterías! – dijo Menenia-. En esta casa eres bienvenido en cualquier momento, Tiberio. ¡Sabes que me encanta oírte hablar! Pero tienes que cuidarte esta afonía. Una infusión de menta y miel con agua caliente obraría maravillas.

–Lo probaré -prometió Tiberio-. Que tengas un buen día, Menenia. Y tú también, Lucio. – Sonrió, pero Lucio se limitó a mover afirmativamente la cabeza a modo de respuesta. Tiberio y Blosio se marcharon.

De pronto, el jardín se quedó muy tranquilo y silencioso, vacío en cierto sentido. Madre e hijo se sentaron, cada uno perdido en sus propios pensamientos.

La historia de los carteles en las zonas rurales que había contado Tiberio, tan sentida en apariencia, había dejado a Lucio impertérrito. Tenía la sensación de que Tiberio era o bien un político compulsivo, incapaz de dejar de emocionar a la gente y dar discursos aun estando en el jardín de la casa de un amigo, o bien un auténtico idealista, cegado por visiones de grandeza e indiferente a los terribles peligros que tenía delante. En cualquier caso, las palabras apasionadas de Tiberio habían conseguido que Lucio se sintiese más incómodo que nunca.

Menenia pensaba en su amiga Cornelia y en lo distintos que habían salido sus hijos. ¿Qué era mejor? ¿Tener un hijo que dejara tras sí como una cola de cometa, con la brillante incertidumbre del fuego celestial, o tener un hijo tan apático y previsible como un montón de tierra? Menenia tenía que admitir que envidiaba a Cornelia, al menos de momento. ¿Pero tendría motivos en el futuro para sentir lástima por Cornelia?

–Ojalá las elecciones a tribunos no se celebraran en pleno verano -se quejó Tiberio-. Es precisamente la época de la cosecha, cuando mis más fieles seguidores están fuera de Roma buscando trabajo. Blosio, ¿crees que podrías…?

Uno de los pliegues de la toga de Tiberio se resistía a caer correctamente por encima del hombro.

Blosio lo colocó en su lugar.

–No es casualidad que las elecciones se celebren en esas fechas -observó el filósofo-. Las familias gobernantes de Roma siempre han dispuesto hasta del más mínimo detalle de cualquier cita electoral para que les beneficie a ellos al máximo y al pueblo lo mínimo. Pero si se trata de una causa justa y el candidato es perseverante, la voluntad del pueblo no puede verse frustrada.

Cornelia entró en la habitación.

–Deja que te mire, Tiberio. – Su hijo, obedientemente, retrocedió un paso y posó para su madre sujetando con una mano los pliegues de la toga-. ¡Estás espléndido! Tu padre y tu abuelo se sentirían muy orgullosos. Me gustaría que tu hermano menor estuviese aquí para verte. – Cayo había sido enviado a recorrer la campiña en busca de seguidores y a convencerlos para que regresasen a Roma para las elecciones.

Cornelia le dio un beso en la mejilla.

–Ven, entonces. El augur ha llegado ya. Está esperándonos en el jardín. ¡Deja de poner los ojos en blanco, Blosio! Ya sé lo que piensas sobre las formalidades religiosas, pero este ritual tiene que observarse por el bien de la tradición. El padre y el abuelo de Tiberio jamás se habrían presentado frente a los votantes un día de elecciones sin haber consultado previamente a un augur.

En el jardín, el augur depositó en el suelo una jaula con tres pollos en su interior. Dio tres vueltas a la jaula, invocando a los dioses y a los antepasados de Tiberio Graco. Desparramó grano en el suelo, una pequeña cantidad a la derecha de la jaula y otro poco a la izquierda, y luego abrió la portezuela. Los auspicios quedarían determinados con la observación de los movimientos de las aves: si se movían en grupo o cada una por su cuenta y en qué dirección; hacia la derecha indicaría el favor de los dioses y hacia la izquierda, su desaprobación.

Pero los pollos no salieron de la jaula. Cacarearon y se empujaron los unos a los otros, ignorando la portezuela abierta. El augur dio golpes con los pies. Hizo movimientos para espantarlos. Al final, cogió la jaula por arriba y la sacudió con fuerza. Uno de los pollos decidió por fin salir. El ave ignoró el grano de ambos lados. Levantó el ala izquierda, dio media vuelta y volvió a la jaula.

El augur estaba tremendamente abochornado.

–Los auspicios… no son concluyentes -dijo.

Cornelia lo miró con mala cara.

–El ala izquierda -musitó. Significa una mala premonición.

–Por desgracia -dijo Tiberio-, la ciencia del augurio no es tan exacta como nos gustaría. El futuro es incierto. Pero el futuro llegará de todos modos.

Madre e hijo intercambiaron una larga mirada. Cornelia se daba cuenta de que Tiberio estaba tan inquieto como ella, pero no dijo nada.

Tiberio se dirigió al vestíbulo. Se detuvo para contemplar las imágenes de sus antepasados.

Acarició la frente del gran Africano y, con un ademán, le indicó a un esclavo que abriera la puerta.

Fuera, en la calle, le esperaba una multitud de seguidores. Muchos de ellos habían pasado la noche delante de la casa, turnándose para dormir y vigilar la puerta. En los últimos días de campaña, la retórica de ambos bandos se había tornado tan acalorada, y las riñas callejeras entre las facciones tan violentas, que muchos temían por la seguridad de Tiberio. Corría el rumor de que sus enemigos conspiraban para asesinarlo antes de las elecciones; sus oponentes decían que había sido el mismo Tiberio quien había iniciado el rumor, para provocar a sus seguidores. Fuera cual fuese la verdad, una gran muchedumbre lo esperaba en la calle y, al verlo, el gentío se puso a lanzar gritos de ánimo.

Con una gran sonrisa, Tiberio empezó a andar. Pero tropezó con el umbral de la puerta y perdió el equilibrio. Tambaleándose, se golpeó con tanta fuerza contra una piedra del pavimento el dedo gordo del pie izquierdo, que creyó incluso oír cómo se partía un hueso. Como mínimo, se había roto la uña. La sangre empapó la parte delantera del zapato y oscureció el cuero. Se sentía débil y mareado. Buscó donde apoyarse, encontró el brazo de Blosio y se agarró a él con fuerza. – ¿Te has hecho daño? – preguntó Blosio. – ¿Lo han visto? – Tiberio miraba hacia el suelo y hablaba apretando los dientes.

Blosio examinó la multitud, que seguía animándolo.

–Me parece que nadie se ha dado cuenta.

–Bien. Entonces continuemos como si no hubiese pasado nada. – ¿Pero podrás caminar?

–Sí, si me sujeto firmemente a tu brazo. Pero, primero, diré unas palabras. Esta gente ha pasado toda la noche aquí, esperando este momento.

Tiberio miró a la multitud y esbozó una sonrisa. Levantó los brazos pidiendo silencio.

–Fieles seguidores, queridos amigos, compañeros romanos. La larga noche ha pasado ya y, sea cual sea la artimaña que nuestros enemigos puedan haber planeado, ¡seguimos aún con vida! – Sus palabras fueron recibidas con risas y vítores. »Habéis cuidado de mí durante toda la noche. Os doy las gracias por ello. Y a cambio, en mi segundo año como tribuno, prometo hacer lo posible para cuidaros, para devolveros las tierras que son vuestras por derecho, para protegeros de los avariciosos usurpadores de tierras y sus terribles bandas, y para que la Roma de vuestros hijos sea un lugar más justo, más rico y mejor para todos los que trabajan duro. »Pero para conseguir todo eso, debo ganar las elecciones que hoy se celebran. Y para ganar las elecciones, primero y ante todo, debo seguir con vida. La amenaza de nuestros enemigos es muy real. En cualquier momento y en cualquier lugar, podría ser víctima de un atentado. ¡No temo las peleas; estoy harto de pelear! Fui el primero en escalar las murallas de Cartago y recibí como premio la corona mural. Combatí asimismo en Hispania, junto con muchos valientes como vosotros. Pero aquí en Roma no soy un soldado, sino un ciudadano. No llevo armas. Debéis ser mis guardianes. Sin vuestra protección, estoy indefenso. – ¡Te defenderemos! – gritó uno de los hombres situado en la parte delantera de la multitud-. ¡En caso necesario, moriremos por ti, Tiberio Graco! – Los demás lo corearon.

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