Roma (28 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Una hora después del secuestro de Verginia, Lucio envió un mensajero al campamento militar situado fuera de la ciudad donde Verginio había sido destinado. Verginio cabalgó toda la noche y llegó a Roma a la mañana siguiente.

Los dos hombres, el padre de Verginia y su prometido, partieron de inmediato en dirección al Foro, donde explicaron su historia a todo aquel que quisiera escucharla. Por la noche, la noticia del incidente había corrido por toda la ciudad, convirtiéndose la situación apremiante de Verginia en la comidilla de Roma. Cuando la gente se enteró de que Lucio y Verginio iban a hablar en público, se apiñaron para escucharlos.

Presentaban los dos hombres un aspecto lastimoso. Después de una noche de insomnio y angustia, Verginio estaba ojeroso y ronco. Lucio había recibido una salvaje paliza por parte de los lictores; llevaba la cabeza envuelta en un ensangrentado vendaje y la cara llena de contusiones, con un ojo morado e hinchado. Se había dislocado el hombro derecho y llevaba el brazo en cabestrillo. – ¡Ciudadanos! – gritó Verginio-. Muchos de vosotros me conocéis. Muchos más habéis oído mencionar mi nombre. He luchado en muchas batallas por Roma. ¡Luché contra los aqueos bajo las órdenes de Cincinato! Si algún hombre se ha ganado vuestro respeto como soldado, ése soy yo.

Pero ¿para qué luchamos cuando arriesgamos la vida en la batalla? ¡Luchamos para que nuestras esposas y nuestros hijos estén a salvo! Y aun así, mirad lo que ha ocurrido. Cuando estaba en el campo, preparándome para entrar en batalla, ha sucedido precisamente lo que más temo, justo aquí en el Foro… mi hija, una virgen pura como cualquier vestal, fue arrancada de su madre y mantenida fuera de casa toda la noche contra su voluntad. ¿Obra de algún invasor extranjero? ¡No! Fue tomada por un patricio, un hombre que muchos de vosotros admiráis y respetáis, aunque no os equivocaríais mucho si alguno de vosotros le llamara invasor sabino. ¡Atta Clauso se llamaba su abuelo, y maldigo el día en que ese cerdo sabino fue admitido en el Senado!

Hubo quien lanzó vítores, pero otros lo abuchearon. Un hombre gritó: -¡Esa chica no es ni siquiera tu hija! ¡Es la esclava de otro! – ¡Eso es mentira! La identidad de mi hija es incuestionable. Ha sido secuestrada, en plena luz de día, y con un único objetivo… satisfacer la lujuria del decenviro Apio Claudio. Ciudadanos, ¿os imagináis lo doloroso que es para mí tener que hablar de esto, la vergüenza que siento por tener que suplicar vuestra ayuda en este asunto? ¿Acaso no hay padres entre vosotros capaces de imaginarse lo que sospecho? – ¡Esto es ridículo! – gritó otro hombre-. Yo estaba allí. Vi lo que sucedió. Sugerir que el decenviro lo ha tramado todo… es muy rebuscado. Un hombre como Apio Claudio tiene demasiado que perder comportándose de un modo tan temerario. Ahora bien, es posible que ese sombrío personaje de Marco Claudio estuviera tramando un plan…

–O tal vez la historia de Marco sea cierta -dijo el hombre que había interrumpido a Verginio en primer lugar-. ¡Siempre ha habido cosas raras! Rómulo y Remo eran príncipes, pero fueron criados por un porquerizo. ¿Qué impediría que una esclava robada fuera criada como hija de un ciudadano? – ¡Verginia es mi hija, de mi propia carne y mi propia sangre!

–Tal vez -dijo el hombre-. Y tal vez Marco Claudio cometió un error evidente. En ese caso, el decenviro tiene toda la razón para hacerse cargo de la situación. ¡En lugar de tirarte de los pelos y lanzar acusaciones gravísimas contra Apio Claudio, deberías estarle agradecido! – ¡Esto es una locura! – exclamó Lucio-. ¿No veis lo que ha sucedido? Un patricio se ha llevado a una chica plebeya en contra de su voluntad y en contra de la voluntad de su padre y su prometido. ¿Quién sabe lo que le habrá hecho esta noche? ¡Me vuelvo loco sólo de pensarlo!

Un grupo de plebeyos de la multitud, incitados por las lágrimas de Lucio, se enfurecieron de tal modo que empezaron a golpear a los hombres que discutían con Verginio, acusándolos de ser agentes pagados por Apio Claudio. Pero, pagados o no, entre la multitud había más fieles al decenviro de lo que los fanáticos se imaginaban. Iniciada la pelea, los dos bandos quedaron igualados. Al final, los lictores salieron del salón de los decenviros y dispersaron al gentío.

Verginio y Lucio permanecieron el día entero en el Foro, hablando con todo aquel que quisiera escucharlos. Una y otra vez, se congregaban multitudes y se desataba la violencia. Las masas insubordinadas fueron dispersadas repetidamente, pero cada vez regresaban al lugar en mayor número.

Por fin, a última hora de la tarde, Apio Claudio salió del salón de los decenviros, protegido por los lictores. Se le veía tremendamente sereno; de hecho, se le veía satisfecho.

–Estoy listo para emitir mi juicio en la cuestión de la mujer conocida como Verginia -anunció-. ¡Reunid al tribunal!

Instalaron enseguida una tribuna donde se colocó una silla presidencial. Apio Claudio subió a la tribuna y tomó asiento, resplandeciente en su toga de color púrpura. Lucio se abrió camino hasta las primeras filas de la muchedumbre. La expresión engreída del decenviro le provocaba náuseas. Los lictores rodeaban la tribuna. Uno de los hombres que le habían golpeado el día anterior le sonrió burlonamente. Lucio tembló de rabia.

Apio Claudio tosió para aclararse la garganta.

–He escuchado ya, en mi cámara y en privado, los argumentos presentados por Marco Claudio.

Su caso es convincente. Me ha mencionado una característica física concreta de la chica esclava que le fue robada. He podido verificar con mis propios ojos la presencia de esta marca distintiva, examinando personalmente a la chica. – ¿Qué marca? – gritó Lucio.

–No hay ninguna necesidad de revelar esa información. – ¿Qué marca? – exigió Lucio.

El decenviro sonrió tímidamente.

–Preferiría ser menos explícito, pero ya que insistes en saberlo, la chica tiene una pequeña marca de nacimiento en la parte interior del muslo izquierdo. El lugar donde se encuentra la marca es tal que es muy posible que ningún hombre la haya visto, exceptuando un esposo o, como en el caso de Marco Claudio, un ciudadano que tuviera la oportunidad de inspeccionar íntimamente a sus esclavas.

Lucio se tapó la cara y se echó a llorar.

–De todos modos -dijo Apio Claudio-, estoy aún pendiente de escuchar lo que Verginio tenga que decir. La acusación de secuestrar la esclava de otro hombre e intentar casarla como una chica nacida libre es bastante grave. – ¡Esto es una farsa de justicia! – gritó Lucio-. ¡La has desnudado! ¡Has visto lo que había que ver y lo que Marco Claudio ha decidido reclamar como la «marca distintiva» con la que poder identificarla!

–Tranquilízate, joven, a menos que desees una nueva paliza. No creo que sobrevivieras a ella.

De hecho, estoy seguro de que no lo harías.

El lictor, que seguía con su sonrisa burlona, golpeó con su porra la cabeza vendada de Lucio.

Lucio gritó y cayó de rodillas. Adelántate, Verginio!

Como un fantasma, Verginio se abrió camino hasta el tribunal. A su lado iba una mujer mayor vestida con una sencilla túnica. – ¿Quién es esta mujer? – dijo Apio Claudio.

Verginio tenía la voz muy ronca.

–Decenviro, ésta es una de mis esclavas, la nodriza que se ocupó de Verginia siendo ella un bebé. Sigue viviendo en mi casa. Como puedes ver, es muy mayor, pero sigue teniendo una memoria excelente. La he hecho venir aquí porque… -Dudó, como si fuese un hombre que ha perdido el hilo de la historia-. La he hecho venir aquí porque se me ocurre que… que existe una posibilidad… de que quizá, cuando mi hija era aún muy pequeña, me fuera robada y dejaran una esclava en su lugar. También mi hija recién nacida tenía una marca distintiva. Si la mujer que la crió pudiera examinar a Verginia… como tú mismo has podido examinarla… -Apretó los dientes-. Si lo permites, decenviro, entonces quizá, al final, me convenza de que la chica, que siempre he pensado que era mi hija, no lo sea.

Apio Claudio movió la cabeza.

–No puedo darte la custodia de la chica con este propósito. Podrías fugarte con ella.

–No pido la custodia, decenviro. Si la nodriza y yo pudiéramos simplemente ver a Verginia, por un momento, en un lugar privado… El decenviro se acarició la barba y no dijo nada.

La muchedumbre estaba cada vez más inquieta. Un ciudadano gritó: -¡Déjale ver a la chica!

Se le sumaron otros. – ¡ Sí, deja que Verginio la vea!

Finalmente, Apio Claudio asintió.

–Muy bien. Tú y la nodriza entraréis en mis estancias y examinaréis a la mujer. Os escoltarán dos de mis lictores.

Verginio y la mujer se desplazaron hasta la entrada del edificio. Lucio corrió tras ellos, pero Verginio negó con la cabeza.

–No, Lucio. Esta tarea no es para ti. – ¡Pero tengo que verla! – ¡No! Verginia es mi hija, no tu esposa. Es un deber que recae sobre mí, y sólo sobre mí.

Verginio y la nodriza entraron en el edificio. La sala de reuniones estaba vacía. Uno de los lictores los guió hasta las estancias de Apio Claudio. El lictor permitió que Verginio y la nodriza entraran solos en la habitación, pero no les dejó que cerraran la puerta a sus espaldas. – ¡Entonces, aparta la vista! – le exigió Verginio.

El lictor lo miró echando chispas por los ojos, pero volvió la cara.

La habitación era pequeña y oscura, y lo bastante alejada del abarrotado Foro como para no oír ningún sonido procedente del exterior. Mientras Verginio y Lucio habían pasado el día arengando a la ciudadanía, allí era donde Apio Claudio se había encerrado, a solas con Verginia.

Verginio arrugó la nariz.

El lictor gruñó.

–Huele como a prostíbulo, ¿verdad?

Verginia estaba sentada en un triclinio cubierto con una colcha arrugada. Se levantó y se cubrió el pecho. Tenía la cara roja de tanto llorar. – ¡Papá! ¡Gracias a los dioses, por fin!

Verginio apartó la mirada.

–Nodriza, examínala. ¡Lictor, no mires!

La vieja nodriza dio un paso al frente. Al verla, Verginia pareció convertirse en una niña. Se mantuvo en pie, pasivamente, sin resistirse en absoluto cuando la mujer le levantó la túnica y se agachó para mirarle entre las piernas.

La voz de Verginio era un murmullo ronco, apenas audible. – ¿Qué ves?

–Amo, la niña ya no es virgen. – La anciana se estremeció y empezó a sollozar. El lictor rio con burla.

Verginia se apartó de la nodriza y se bajó la túnica. Le temblaban los labios. – ¿Papá? – dijo. Bajó la vista al suelo, sin mirar a su padre, y su voz tembló de miedo.

Verginio avanzó rápidamente hacia ella. Verginia abrió de pronto los brazos, en la postura de la mujer que espera un abrazo o recibir una bofetada.

Verginio hurgó en el interior de su túnica y extrajo de allí una daga. Con lo que le quedaba de voz, lanzó un grito angustiado. El sonido que emergió fue fantasmagórico… un gemido ronco y sofocado. Fue el último sonido que oiría Verginia.

Verginio salió del edificio momentos después de haber entrado en él, llevando a su hija en brazos.

El lictor, sofocado, salió corriendo tras él. – ¡Decenviro, todo ha sucedido antes de que pudiera impedirlo! ¡Nunca pensé…!

Apio Claudio se levantó de su asiento. Apretó los puños, pero su rostro era inexpresivo.

Como un viento cálido sobre un campo de trigo, un murmullo atravesó la muchedumbre, viajando desde los que podían observar a Verginio de espaldas hasta los que no lo veían. A medida que la gente se adelantaba para mirar, el murmullo iba seguido por jadeos y gritos sofocados. Unos cuantos, viendo sólo de refilón el cuerpo de la chica, pensaron que estaba viva y que su padre la llevaba en brazos como a una niña; gritaron triunfantes al ver que Verginio había rescatado a su hija. Entonces observaron que el brazo de la chica se balanceaba a cada peldaño, tan inmóvil y desprovisto de vida como su cabello; vieron la mancha roja en su pecho. Los gritos de alegría se transformaron en gritos de angustia.

Apareció Marco Claudio, levantando los brazos para impedirle el paso a Verginio. Miró por encima del hombro al decenviro, una mirada de pánico. Apio Claudio apenas si movió una ceja. – ¿Qué has hecho, loco? – gritó Marco Claudio-. La chica… mi propiedad…

–Es obra tuya -dijo Verginio-. Tuya y del decenviro. No me disteis otra elección. Era mi hija. Hice la única cosa que un padre podía hacer. Que los dioses me juzguen. Que te juzguen también a ti. – Se encaró al tribunal y levantó el cuerpo que llevaba en brazos-. ¡Y que los dioses te juzguen a ti, Apio Claudio!

La cara del decenviro parecía de piedra. Sólo sus ojos mostraban un destello de emoción, que algunos interpretaron como miedo, otros como sarcasmo.

La multitud se vio entonces sorprendida por un grito agónico. Apareció Lucio, las manos en la cabeza, con el rostro desdibujado en una mueca que lo hacía prácticamente irreconocible. Cayó de rodillas frente a Verginio. Cogió la mano de Verginia, aferrándose desesperado a ella. Se la acercó a los labios, la dejó caer entonces, horrorizado por el contacto con la piel sin vida. Cogió mechones de su cabello y escondió la cara entre sus trenzas.

En el tribunal, anticipándose a lo que estaba por llegar, Apio Claudio reunió a sus lictores. Fue como si toda Roma cogiera aire por última vez, y entonces se inició el motín.

Toda la violencia anterior no era nada comparada con la furia que barrió el Foro y se extendió por las calles adyacentes. La ciudad entera cayó inmersa en una especie de locura. La rabia de la muchedumbre ante el destino de Verginia dio rienda suelta a un enorme acopio de ira y de rencor que no tenían nada que ver con la singular vileza cometida por Apio Claudio. En medio del tumulto, los hombres actuaron siguiendo sus más crueles impulsos y se entregaron a los más oscuros deseos de venganza y desquite. Hubo hombres perseguidos por las calles y golpeados sin piedad.

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