Roma (25 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

–Ni la mitad de duras que el destino que has arrojado sobre mí.

–Lo que hice, lo hice porque me vi forzado a ello. Por mi dignidad…

–Arrojaste por la borda tu dignidad el día en que alzaste las armas contra Roma. Ese día, pusiste un puñal contra el peche de tu madre. Y hoy pareces decidido a clavarme ese puñal en el corazón.

–No, madre. Lo que he hecho, lo he hecho por ti. Siempre me enseñaste… -¡Nunca enseñé a mi hijo a ser un traidor! ¡Si te oigo decir una cosa así, extraeré tu espada de su vaina y me lanzaré sobre ella, antes que seguir respirando!

–Madre, madre…

Veturia tiró de repente del brazo que le sujetaba su nuera. Con todas sus fuerzas, le atizó un bofetón a Cneo. El sonido del golpe fue sorprendentemente fuerte. Los caballos relincharon y tiraron de las riendas, quemándole a Tito la palma de la mano.

Veturia iba a caerse, pero las mujeres consiguieron sujetarla. Cneo se había quedado pasmado.

Pasado un largo rato, le indicó a Tito que se acercara. Le susurró al oído:

–Explica a los hombres que he ordenado un descanso. Que instalen mi tienda junto al camino.

Tenemos demasiados ojos mirándonos. Es necesario que me reúna con mi madre en privado. ¿Qué se dijo en aquella tienda? ¿Qué promesas o amenazas se hicieron? ¿Qué recuerdos o sueños se reavivaron? Nadie, excepto Coriolano y su madre, lo sabría nunca.

Veturia fue la primera en salir de la tienda. Volumnia y Claudia, que aún no había mirado a Tito a los ojos, se adelantaron enseguida para ayudarla. Sin pronunciar palabra, las tres regresaron junto a las vestales, que las aguardaban. Veturia se dirigió a las vírgenes en voz baja, y ellas a su vez gesticularon en dirección a las mujeres que tenían detrás indicándoles que dieran media vuelta y regresaran a la ciudad. Cuando la inmensa procesión inició la retirada, la multitud de mujeres ni lloraba ni se mostraba alegre, sino que mantuvo en todo momento un misterioso silencio.

Cneo permaneció mucho rato en el interior de la, tienda. Cuando por fin salió, su rostro mostraba una mirada de determinación que Tito no había visto nunca.

Cneo montó su corcel y convocó a su vanguardia romana. Los guerreros a caballo se congregaron delante de él. Tito estaba entre ellos, temeroso de lo que estaba a punto de escuchar.

–No habrá ningún ataque contra Roma -dijo Cneo. Los hombres se quedaron boquiabiertos.

–Cuando partimos de Roma, lo hicimos en busca de nuestro destino. El destino nos ha guiado hasta casi completar un círculo. Nos hemos acercado mucho a Roma… pero no nos acercaremos más. Más allá de las montañas, allende los mares, existe un mundo inmenso que se extiende lejos de las tierras de los romanos y los volscos. Es allí, tal vez, donde está nuestro destino.

Los hombres se miraron ansiosos, pero su nivel de disciplina era tan elevado que ninguno de ellos pronunció una palabra de protesta.

–Vamos a regresar hasta las filas de los volscos. Cuando lleguemos a la parte posterior del ejército, nos limitaremos a seguir cabalgando. – ¿Y los volscos? – dijo Tito.

–Si quieren atacar Roma, que lo hagan. – ¡Nunca lo harán! Tú eres su talismán. Sólo Coriolano puede guiarlos hasta la victoria.

–Entonces, supongo que también darán media vuelta. – Cneo chasqueó las riendas y el caballo empezó a trotar. Le siguió la vanguardia romana. Tito lo alcanzó y se situó junto a Cneo. Los soldados volscos de a pie se apartaron para abrirles paso, mirándolos sorprendidos y confusos. – ¡Ha sido cosa de esa mujer! – gritó uno de ellos-. ¡Ha puesto a su hijo contra nosotros! – ¡Coriolano deserta! – ¡Imposible! – ¡Compruébalo tú mismo!

–Pero ¿por qué nos ha guiado hasta aquí? – ¡Es una trampa! ¡Coriolano nos ha engatusado para venir hasta aquí, y ahora los romanos deben tenernos reservada alguna trampa!

La consternación se extendió rápidamente entre las filas. Tito tenía la sensación de estar cabalgando entre un mar de caras rabiosas. El rugido del mar era cada vez más fuerte. Sus corrientes iban de un lado a otro cada vez con mayor violencia. – ¡Regresa, Coriolano! – gritaban los volscos-. ¡Regresa! ¡Lidéranos! ¡De lo contrario…!

Tito recibió una pedrada en el casco. El ruido reverberó en su cabeza. Recordó de nuevo el día en que recibió un golpe de porra junto a la roca Tarpeya y Cneo le salvó la vida. Cada vez más, el mundo a su alrededor le parecía extraño, como un sueño, silencioso y distante.

Siguió recibiendo pedradas en la armadura. Tito apenas las sentía. Los volscos habían empezado con piedras, pero no tardaron mucho en izar sus espadas. Los romanos a caballo hicieron lo mismo.

El sonido metálico del hierro sonaba en los oídos de Tito extrañamente amortiguado. Siguió luego un movimiento confuso. Sorprendido, vio que su espada estaba manchada de sangre y sintió entonces un dolor punzante en el costado. El mundo daba vueltas y se ponía cabeza abajo. Tito se dio vagamente cuenta de que debía de estar cayendo del caballo, pero en ningún momento sintió que golpeaba el suelo.

En los días siguientes, el Senado de Roma decretó que el día de la salvación de la ciudad de manos de Coriolano sería un día de acción de gracias y que se rendirían honores especiales a las valientes mujeres de Roma, que habían conseguido lo que ni la fuerza de las armas ni la diplomacia habían logrado.

Esas decisiones fueron fáciles. Las que seguirían serían más complicadas.

El debate en torno al Ara Máxima fue tremendamente enconado. Desde el principio de los tiempos, el altar de Hércules había estado al cargo de las familias de los Pinario y los Poticio, los sacerdotes hereditarios que celebraban conjuntamente el Banquete de Hércules. Teniendo en cuenta el deshonor que Tito Poticio había causado a su familia, ¿debería permitirse a dicha familia continuar como responsable del altar, o debería usurpársele su papel y transferirlo a otra familia o a sacerdotes designados por el Estado?

Apio Claudio estaba entre los que defendían que el Estado no tenía derecho a interferir en los acuerdos religiosos que el mismo Estado había establecido. Hércules había elegido, personalmente, a las dos familias que debían encargarse de los cuidados de su santuario. Ninguna acción del Estado podía deshacer lo que un dios había decidido en tiempos inmemoriales. Ésa era su postura de cara al público. En privado, Claudio había comentado a sus colegas que la vergüenza ocasionada por su yerno era un tormento casi insoportable; desheredó a su hija y a su nieto, y declaró que mientras él o cualquier descendiente suyo que llevara su nombre tuviera alguna influencia en las cuestiones del Estado, ningún hombre con el nombre de Poticio volvería a ser elegido para un alto cargo.

El argumento de Claudio convenció al Senado. La conservación del Ara Máxima seguiría en manos de la familia, inalterable. Pero el cónsul recién elegido, Publio Pinario, anunció que su familia no llevaría a cabo sus deberes tradicionales junto a los deshonrados Poticio.

–Después de innumerables generaciones, renunciamos a nuestro puesto como guardianes del altar. ¡Que lo hagan los Poticio ellos solos!

Entre la élite de Roma hubo mucho chismorreo en torno a aquellas dos antiguas familias patricias y sobre los curiosos giros del destino que habían llevado a Publio Pinario hasta el consulado, la culminación de la fortuna de su familia, mientras los Poticio alcanzaban su punto más bajo con la desgracia de Tito Poticio.

Años después, un vagabundo harapiento se encontraba a pocas millas al sur de Roma. Era un hombre sin ciudad ni tribu, condenado a vagar eternamente, a sobrevivir con su ingenio, que a menudo dejaba perplejo a todo el mundo, y a depender de la misericordia de los desconocidos; un hombre roto, sin esperanzas ni sueños. Llevaba muchos años sin pasar por allí.

Apenas era consciente de dónde se hallaba, pero sabía que el pequeño templo junto al camino no estaba antes allí. Se trataba de un edificio sencillo, pero de elegante ejecución y bellamente decorado. En sus escaleras descansaba un joven pastor.

–Dime, chico -dijo el vagabundo-, ¿qué es este templo? ¿A qué dios está dedicado?

De entrada, el chico miró al vagabundo con cautela, pero luego se dio cuenta de que el canoso desconocido era inofensivo.

–No está dedicado a ningún dios, sino a una diosa… Fortuna, la primera hija de Júpiter. Ella es quien decide los altibajos de la vida.

–Me parece recordar que en Roma hay muchos templos dedicados a Fortuna -comentó el vagabundo, en tono fantasioso.

–Sí, pero éste es distinto. Lo llaman el templo de Fortuna Muliebris, la Fortuna de las mujeres. – ¿Por qué?

–Porque las mujeres de Roma pagaron su construcción, hay que creerlo. Es justo aquí donde impidieron el paso al villano Coriolano. – ¿Es aquí? – dijo el vagabundo, con voz temblorosa.

–Por supuesto que sí. Y después de aquello, las mujeres pensaron que debía construirse un templo aquí, para señalar el lugar. El Senado y los sacerdotes lo aprobaron, y las mujeres recaudaron el dinero para su construcción. Es un edificio bonito, ¿verdad?

–Sí. – El vagabundo observó con admiración la estructura-. Yo era constructor. – ¿Tú? – El pastor lo miró dubitativo, y luego se dio una palmada en el muslo y se echó a reír -. ¡Y yo era senador! ¡Pero mírame ahora, aquí cuidando estas sucias ovejas!

De modo que aquél era el lugar. La cabeza de Tito se vio inundada de recuerdos reprimidos durante mucho tiempo. Apenas recordaba el sangriento final de Cneo; ni siquiera el mayor guerrero de Italia pudo con la totalidad del ejército que el mismo había entrenado para el combate. Al final, Cneo había muerto luchando. Vagamente, ¡vagamente gracias a los dioses!, Tito recordaba las torturas a las que le habían sometido los volscos antes de dejarlo marchar.

Todo parecía muy lejano, como un sueño casi olvidado. Todos los días de su vida eran iguales, ayer, hoy todos iguales.

–Si te gusta ver templos -dijo el pastor-, camina hasta la cresta de la colina. Desde allí verás la ciudad. El más grande de todos es el templo de Júpiter. ¡Eso sí que es un templo! Se asienta en el Capitolio como una corona en la cabeza de un rey. Incluso desde aquí se ve lo grandioso que es. Ve, échale un vistazo.

El corazón de Tito latía con fuerza en su pecho. Como aún solía hacer en momentos de gran emoción, después de tantos años. Tito buscó el talismán de Fascinus colgado en su cuello. No estaba allí, naturalmente. Se lo había entregado a su hijo, que dormía la noche que abandonó Roma. ¿Cómo estaría el chico? ¿Seguiría con vida? ¿Habría prosperado? ¿Seguiría practicando los antiguos ritos de Hércules, como habían hecho antes que él sus antepasados?

–Adelante -dijo el pastor-. Sube hasta arriba y echa un vistazo a la ciudad.

El harapiento vagabundo, sin decir nada, dio media vuelta y emprendió camino en dirección contraria.

LAS DOCE TABLAS
450-449 a.C. otro brindis! – anunció Lucio Icilio. – ¿Qué? ¡Otro más no! – Lucio Verginio rió con ganas. Era como un hombre oso, ancho de espaldas, a quien le encantaba el vino, y su protesta era sólo aparente.

–Como anfitrión, debo insistir -dijo Icilio. Con una señal de su brazo, largo y huesudo, indicó a la criada que llenara de nuevo las copas.

La ocasión se lo merecía: una cena para celebrar la próxima boda del hijo de Icilio, el joven Lucio, con Verginia, la hija de Verginio. El matrimonio uniría a dos de las familias plebeyas más distinguidas de Roma. Los Verginio llevaban tanto tiempo como algunas familias patricias destacando en la ciudad. La rama de Lucio Verginio, aun sin ser rica, era insigne por sus gestas en el campo de batalla; en campañas recientes contra los sabinos y los ecuos. Lucio Verginio había superado el coraje de sus antecesores. Los Icilio eran pudientes, políticamente activos y llenos de vitalidad y ambición. Hombres de ambas familias habían sido tribunos de la plebe.

El vínculo matrimonial entre los Icilio y los Verginio reforzaría a ambos clanes. Era, además, un matrimonio por amor; el amor entre Lucio y Verginia había sido un flechazo. Aquella noche, a escasos días de la boda, las dos familias cenaban juntas bajo el techo de Icilio.para celebrar su inminente unión.

Icilio levantó la copa. – ¡Un brindis por las madres! Nunca debemos infravalorar el poder de una matrona romana.

Hace más de cuarenta años, cuando Coriolano quiso atacar Roma, ¿qué fue lo único que consiguió hacerlo retroceder? Ni las espadas, ni las murallas, ni siquiera el comportamiento servil de los senadores. Sólo la súplica de una madre fue lo bastante fuerte como para salvar a Roma. ¡Por las madres del novio y de la novia! – ¡Por las madres! – coincidió Verginio, levantando su copa. – ¡Sí, por nuestras madres! – dijo el joven Lucio, con los ojos brillantes por haber bebido más vino del que estaba acostumbrado a tomar.

Las protagonistas del brindis bajaron modestamente la vista y no bebieron con los demás. Ni tampoco la hermana menor del novio, Icilia, una belleza morena. Ni tampoco la joven Verginia, que nunca había probado el vino. No necesitaba ninguna bebida intoxicante para que sus ojos azules brillaran o para aumentar el color de sus mejillas, que eran tan suaves como pétalos de rosa.

Verginia era tan pálida como Lucio era moreno; ella era bajita y voluptuosa, en contraste con su prometido, alto y delgado. Sus diferencias físicas no eran más que un complemento de su respectiva belleza; todo el mundo coincidía en que formaban una pareja encantadora.

Icilio apuró la copa y se secó los labios.

–Os preguntaréis por qué, en tan agradable compañía, debería mencionar el inmundo nombre de Coriolano, que inspira odio en el pecho de cualquier patriota.

–Porque tiene que ver con la protagonista de tu brindis… ¡la influencia de una madre! – dijo Verginio, arrastrando un poco las palabras.

–Ah, sí, pero más que eso, menciono ese execrable nombre para que recordemos la gran dádiva que a Roma hizo uno de mis parientes, el gran tribuno Espurio Icilio. Fue Espurio quien echó a Coriolano de Roma. Tal vez fuera una madre quien impidiera de nuevo su, entrada, pero fue un Icilio quien lo expulsó en primer lugar. Menciono esto, Verginio, para demostrarte que la familia en la que entra tu hija por matrimonio, aunque tal vez no posea una historia tan prolongada como la tuya, ha hecho también historia. ¡Y con un joven vástago tan notable como mi hijo Lucio, la familia continuará haciendo historia! – ¡Y por qué no, con los estupendos hijos que mi Verginia le dará! – exclamó Verginio.

Verginia se sonrojó. Y también Lucio, aunque lanzó una risa varonil para ocultar su timidez. ¡

Icilia, cuya piel era incluso más morena que la de su hermano, apenas podía mostrar su sonrojo, pero era evidente que una conversación de aquel tipo la incomodaba; los demás, si se percataron de ello, atribuyeron su expresión de dolor a la modestia de una doncella.

–Pero, hablando en serio… -Icilio hizo una pausa; necesitaba toda su concentración para reprimir un eructo. El momento crítico pasó-. Como estaba diciendo, en un tono ya más serio: han pasado cuarenta años desde que el perverso Corolario osó amenazar a los tribunos, y fue debidamente castigado por ese crimen; y aun así, en muchos sentidos, la lucha de clases es ahora más feroz que nunca. Hoy en día, sólo rara vez sale un plebeyo electo para el consulado, y esto no es casualidad. Los patricios, por su parte, están cada vez más celosos de sus privilegios. Ponen todos los impedimentos posibles para que ni siquiera el plebeyo más cualificado pueda llegar a los puestos de magistrado más elevados. Sabes bien que lo que digo es cierto, buen Verginio.

El otro hombre asintió.

–Por desgracia, buen Icilio, es cierto.

Lucio refunfuñó.

–No, papá. ¡Esta noche, nada de política!

Icilio lo hizo callar.

–Esto no es política, hijo mío. Se trata de una conversión familiar seria. Los Verginio y los Icilio representan lo mejor de la plebe. La unión de nuestras familias es mucho más que el matrimonio entre una preciosa chica y un atractivo joven; este matrimonio representa la esperanza del futuro. – ¿Habrá alguna vez una paz duradera entre los patricios y nosotros? Hay que empezar por admitir que ha habido abusos por ambas partes. Desde los tiempos de Coriolano, los plebeyos no hemos protagonizado más secesiones, pero a veces, quizá, hemos estado demasiado dispuestos a aprovechar el poder de los tribunos para castigar a patricios arrogantes. Algunos tribunos han incitado al populacho sin necesidad, y han ejercido su poder de manera imprudente. Sin duda alguna, más de algún patricio, a través de medios retorcidos, ha eludido el castigo y ha engañado a la justicia. Los fallos y los abusos por ambas partes han desembocado en más recriminaciones, lo que a su vez ha dado lugar a más antagonismos y falta de entendimiento.

–En estos días oscuros, pese a los mejores esfuerzos de hombres honestos, las dos clases parecen estar cada vez más distanciadas. ¡Lo único que podemos esperar es que los hijos de Lucio y Verginia hereden una Roma mejor que aquélla donde nacieron sus padres! – ¡Muy bien! – dijo Verginio-. ¡Bien dicho, Icilio! Esta noche tendrían que estar aquí los decenviros, para oírte hablar.

El joven Lucio, algo achispado, levantó su copa. – ¡Por los decenviros!

Los hombres de más edad lanzaron de pronto una mirada a Lucio que le hizo empequeñecer.

Pero el ambiente era demasiado jovial para que aquel momento de tensión se prolongara. Verginio fue el primero en sonreír, luego Icilio. – ¿Un brindis por los decenviros, hijo mío? – A Icilio se le trababa la lengua-. Un brindis implica felicitaciones, y en el caso de los decenviros, creo que eso sería prematuro. Nadie ha visto aún el fruto de su trabajo, aunque nuestros diez pequeños Tarquinios han puesto ya un sabor amargo en la boca de muchos buenos ciudadanos. – ¿Los diez Tarquinios? Eso suena un poco duro, ¿no? – dijo Verginio. – ¿Tú crees? – Icilio levantó una ceja.

La discordia en Roma había alcanzado niveles tan extremos dos años antes, que patricios y plebeyos habían acordado una medida extraordinaria: se cancelaron las elecciones, el Senado fue desmantelado y los magistrados, incluyendo los tribunos, fueron sustituidos en sus labores. Se otorgó el poder temporal para gobernar el Estado a un gabinete integrado por diez hombres, los decenviros, que tenía además encomendada la tarea de redactar un detallado código jurídico. En aquel momento pareció una buena idea: los diez hombres más sabios de Roma determinarían por qué el Estado había llegado a una situación de estancamiento, ejercerían el poder necesario para resolver los problemas, concebirían leyes justas y grabarían esas leyes sobre piedra para que todo el mundo las viera. La plebe llevaba tiempo ansiosa por tener un código jurídico escrito, creyendo que una lista clara de ofensas y la enumeración de los derechos de los ciudadanos conseguiría poner fin a los abusos arbitrarios de los patricios. Pero el proceso llevaba ya dos años en marcha, sin resultados visibles, y los decenviros empezaban a mostrarse imprudentes y a abusar de su poder.

Icilio dijo, trabándosele la lengua:

–Todos esperábamos, con optimismo, tal vez tontamente, que los decenviros siguieran el ejemplo de Cincinato… -¡El bueno de Cincinato! ¡Un brindis por Cincinato! – exclamó Verginio, que había servido bajo las órdenes del famoso comandante. Ocho años antes, cuando un ejército romano se encontró atrapado por los aqueos y se hallaba en dificultades, el general convertido en granjero, Lucio Quinto Cincinato, estaba ya retirado; fue nombrado dictador y le fue otorgado el poder total sobre el Estado mientras durara la crisis. De mala gana, Cincinato dejó de lado su arado, lideró una fuerza para rescatar al ejército, derrotó a los aqueos, dimitió de su puesto y regresó a su granja… todo ello en un plazo de quince días. Se decía que, cuando regresó a su granja, el arado estaba exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado y que lo primero que hizo fue terminar el surco que había dejado empezado, como si no hubiese habido ningún tipo de interrupción. Expeditivo y modesto, Cincinato se había convertido en una leyenda viva.

Pero los decenviros no habían seguido el ejemplo de Cincinato. Por medios tortuosos, habían ampliado los términos originales de su mandato y continuaban gobernando como dictadores absolutos mientras el pueblo seguía a la espera de la publicación del nuevo código jurídico. En los últimos meses, sus abusos se habían tornado más flagrantes y reprimían sin escrúpulos a cualquiera que cuestionara su autoridad. Habían muerto hombres por oponerse a ellos; pero los decenviros, mientras se mantuvieran en su puesto, eran inmunes a cualquier tipo de acusación por asesinato.

–La buena noticia -digo Icilio-, es que el nuevo código jurídico aparecerá publicado cualquier día de éstos. Los decenviros lo llaman las Doce Tablas. Esperemos que su trabajo sea excelente y las virtudes de las Doce Tablas nos hagan olvidar los terribles vicios de los diez Tarquinios.

El joven Lucio frunció el entrecejo.

–El otro día oí un rumor sobre esas nuevas leyes. – ¿Un rumor? – dijo su padre.

–Mi tutor, Xenón, dice que tienen pensado declarar ilegal el matrimonio entre patricios y plebeyos. – ¡Una idea execrable! – dijo Verginio.

Icilio puso cara larga. – ¿Y cómo se entera de esas cosas tu tutor griego?

Lucio se encogió de hombros.

–Xenón es también tutor de otros chicos, incluyendo algunos de los nietos de los decenviros.

Escucha rumores de todo tipo. Icilio observó su copa vacía.

–No cabe duda de que hay quien cree, tanto patricios como plebeyos, que la respuesta a las enfermedades sociales de Roma está en tener más separación de clases, no menos. La prohibición del matrimonio entre clases no sería mala cosa.

–Supongo, entonces, que debería considerarme afortunado -dijo Lucio- de que la chica más bonita de Roma sea una plebeya y sea mi prometida. – Miró radiante a Verginia, quien sonrió y bajó la vista.

Nadie miraba en aquel momento a la hermana de Lucio, Icilia, cuya oscura belleza se vio de repente desdibujada por una mueca. Verginio refunfuñó.

–Así que llamas a los decenviros «los diez Tarquinios». ¡Apio Claudio debe de ser el peor del lote! Hace unas generaciones, los Claudio no eran ni siquiera romanos. ¡Ni siquiera eran los Claudio! ¿Cuál era ese vulgar nombre sabino con el que nació su abuelo?

–Atta Clauso -dijo Icilio. – ¡Ah, sí! Y ahora el nieto es el jefe de los decenviros. Un tipo tremendamente desagradable, siempre pavoneándose, rodeado por sus lictores, luciendo su toga de color púrpura y esperando a que todo el mundo le haga la reverencia. ¡A ese hombre le gusta demasiado ser un decenviro! Y ahora propone prohibir el matrimonio entre clases. ¡Patricio hipócrita! Hace pocos meses me pidió la mano de Verginia. – ¡Papá! – exclamó Verginio-. Me parece que no deberías mencionar… -¿Por qué no? No se trata de que tú o yo hayamos fastidiado a alguien en algún sentido. ¡Que me parta un rayo de Júpiter si miento! Hace unos meses, Apio Claudio me propuso casarse con Verginia. – ¿Y tú qué le dijiste? – preguntó Icilia. – ¡Le dije que no, naturalmente! No porque el enlace fuera inadecuado; Apio Claudio, viudo con hijos mayores, tal vez sea un poco mayor para Verginia, pero los Claudio se han hecho un nombre en tres breves generaciones, y son patricios, aunque sean de reciente acuñación. – Verginio hablaba en tono informal, aunque era evidente que no le importaba que Icilio supiera que su hija podría haberse casado con un patricio, de haberlo decidido así Verginio-. ¡Rechacé a Apio Claudio como pretendiente porque no me gusta ese tipo… así de simple! No podía soportar la idea de tenerlo como yerno, o como padre de mis nietos. Te prefiero mucho más a ti, Lucio. ¡Y lo que es más importante, también te prefiere Verginia!

Verginio rió con ganas y se levantó del triclinio para darle un beso a su hija. Ella volvió la cara para ofrecerle la mejilla. Hacerlo le sirvió, además, para esconder su expresión a todos los presentes en la estancia. – ¡Otro brindis, entonces! – exclamó Icilio. – ¿Otro? – Verginio se recostó en su triclinio y fingió refunfuñar. – ¡Sí! ¡Un brindis por el amor! – ¡Por el amor! – repitió Verginio-. Por Venus, la diosa del amor, que ha bendecido esta unión con la chispa del deseo mutuo. ¿Qué mejor que una unión basada en el amor verdadero y que ambos padres aprueban?

Los hombres bebieron más vino y soltaron grandes carcajadas. Las madres rieron también, contagiadas por la alegría de los hombres. Incluso la morena Icilia abandonó su expresión hosca, echó la cabeza hacia atrás y rió.

Verginia era la única que no reía. Desde el momento en que su padre había mencionado a Apio Claudio, el decenviro, y el deseo frustrado de aquel hombre de casarse con ella, una expresión de inquietud había hecho mella en su rostro.

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