Roma (24 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Uno de los hombres dio un paso al frente.

–Esta noche hemos venido todos aquí armados y dispuestos a luchar… dispuestos a morir, si es necesario. ¡Si tu decisión como comandante nuestro es la retirada en lugar de enfrentarnos al enemigo, iremos contigo, Coriolano! – ¿Incluso más allá de las puertas de Roma? – ¡Sí, igual que te seguimos al cruzar las puertas de Corioles! Aquel día, luchaste para entrar solo en la ciudad y el resto te seguimos, como colegiales que llegan tarde. ¡Hoy no va a ser así! ¡Permaneceremos a tu lado, Coriolano! – ¿Estáis todos de acuerdo? – ¡Estamos todos de acuerdo! – gritaron los guerreros. Cneo soltó una carcajada. – ¡Habéis despertado al Palatino entero con este grito! Toda Roma empezará muy pronto a preguntarse qué se trama en casa de Cneo Marcio. ¡No nos queda otra elección que partir ahora mismo!

Mientras los demás se preparaban, Cneo se despidió de Cominio y de Claudio. Vio a Tito entre las sombras y se aproximó a él.

–Ya me he despedido de mi madre y de mi esposa. Cuídalas, Tito, con el mismo cariño que cuidas a Claudia.

–Debería ir contigo.

Cneo negó con la cabeza.

–Ya has oído lo que les he dicho a mis guerreros. Se trata de un sacrificio que no puedo exigir a nadie.

–Pero aun así, te siguen.

–Es su elección.

–Debería ser también la mía.

Cneo permaneció un largo rato en silencio. La sombra le ocultaba el rostro, pero Tito sentía sus ojos clavados en él.

–Tienes un templo que finalizar, Tito. – ¡Maldita sea el templo de Ceres y todo lo que conlleva! Cneo hizo una mueca.

–Un hombre debe tener algo en lo que creer. – ¿Igual que tú antes creías en Roma?

–Cree en Roma, Tito. Cree en el templo de Ceres. Olvídate de que Coriolano existió. – Cneo se volvió y se marchó. Sus seguidores le rodearon. La comitiva abandonó el jardín.

La casa de Tito estaba a escasa distancia de allí. Claudio se ofreció a acompañarlo, pero Tito prefirió ir solo.

La noche era cálida. Los postigos estaban abiertos. La luz de la luna bañaba la estancia donde Claudia dormía. Tito contempló su rostro durante mucho rato. Entró en la habitación donde dormía su hijo y contempló su rostro más rato aún si cabe.

Seguía pensando en la imagen que Cominio le había metido en la cabeza, la de Cneo enfrentado a un toro corriendo en estampida. Hércules, cuyo altar había sido responsabilidad de la familia de Tito durante muchas generaciones, había luchado contra un toro en la lejana isla de Creta. Los dioses exigían sacrificios; los héroes se merecían lealtad. ¿No era Coriolano un héroe igual que lo había sido Hércules?

En su estudio, a la luz de la luna, pues temía que encender una lámpara despertara a todos los que dormían, escribió un mensaje para Apio Claudio. «Suegro, te lo suplico, cuida de tu hija y de tu nieto. He hecho lo que sé que debía hacer».

Entró en la habitación de su hijo. Se quitó el talismán de Fascinus del cuello y, con cuidado, lo pasó por el cuello de su hijo. Inmerso en un sueño profundo, su hijo alargó la mano y acarició el talismán, pero sin despertarse.

Si Tito se daba prisa, alcanzaría a Coriolano y a sus hombres antes de que cruzaran las puertas de la ciudad.

491 A. C.
–El camino que nos ha traído hasta aquí ha sido muy largo -dijo Cneo.

–Un camino muy largo, sí -dijo Tito, sonriendo tristemente.

Sabía que su amigo no se refería literalmente al camino que pisaban, que los estaba acercando a Roma, con cada nuevo golpe de los cascos de los caballos. Cneo se refería a las curiosas vueltas que sus vidas habían dado desde la noche en que salieron huyendo de la ciudad, dos años atrás.

Un hombre como Cneo, con sus conocimientos del arte de la guerra y su reputación de valentía, y acompañado por guerreros que lo adoraban fanáticamente, habría sido bienvenido en muchas ciudades. Era una ironía, aunque tal vez predecible, que hubiera elegido hacer una propuesta a los volscos. Cierto era que había derramado mucha sangre volsca, pero siempre en el transcurso de justos combates, y ¿quiénes mejor que los volscos para reconocer su auténtica valía? Había sido curioso, sorprendiendo de entrada a Tito, que aquellos contra quienes Cneo había luchado tan ferozmente pudieran acogerlo entre sus filas con tanto entusiasmo. Así eran los guerreros: por un simple vuelco del destino y en un abrir y cerrar de ojos, el enemigo podía convertirse en aliado.

Naturalmente, Cneo, siendo Cneo, se había convertido en mucho más que un aliado. Se había convertido rápidamente en el guerrero más destacado de los volscos y luego, con la misma rapidez, en el comandante de todo su ejército. La campaña para vengarse de Roma no había sido idea suya, sino de los ancianos del pueblo volsco, que tuvieron que discutir con él largo y tendido para superar su resistencia. ¿Quién mejor para anticipar y frustrar cualquier estrategia romana que el hombre que había sido el mejor guerrero de Roma? ¿Qué mayor triunfo para los volscos que ver a Coriolano haciendo en Roma lo que él mismo había hecho en Corioles? ¿Qué venganza más dulce para Cneo Marcio que doblegar a la ciudad que lo había desdeñado?

En la campaña contra Roma, Cneo se había superado. El hombre que había proclamado su deseo de convertirse en el mayor guerrero de Roma se había convertido en el mayor guerrero de toda Italia, y también en el general más osado. Tito, que había luchado al lado de Cneo batalla tras batalla, tenía la impresión de que los dioses le habían echado una mano a su amigo para conseguir tantas victorias.

Los hombres bajo el mando de Cneo desarrollaron una fe supersticiosa en su liderazgo; la magia de su presencia, no su valentía, eran el secreto de la victoria. Tito estaba personalmente convencido de que el antiguo espíritu de Hércules vivía de nuevo en Coriolano, el héroe de su época. Esta convicción religiosa suponía un gran consuelo para Tito en aquellos momentos en que la añoranza de Roma y de su familia amenazaba con superarlo.

Ahora llegaba la batalla final. El sonido de los cascos de los caballos en el camino acercaba a Cneo y al ejército de los volscos a las puertas por donde había huido de la ciudad. Los ejércitos de Roma habían sido derrotados batalla tras batalla. Sus filas estaban menguadas, sus depósitos de armas habían sido capturados y confiscados. El pueblo estaba también debilitado. Habían quemado cosechas, las colonias romanas habían sido saqueadas y las reservas de urgencia de cereales procedentes de Sicilia habían sido interceptadas. Y mientras Roma se debilitaba, todos los enemigos que se habían visto humillados por ella durante los últimos años se apiñaban para sumarse a las filas de Cneo y lo volscos. El ejército liderado por Coriolano era invencible.

Cuando los invasores estaban aún a dos días de viaje al sur de Roma, llegaron emisarios de la ciudad deseosos de reunirse con Cneo. Le recordaron su linaje romano. Le imploraron que retirara su ejército. Cneo los trató con cinismo, pero les permitió regresar a Roma con la cabeza unida al cuerpo.

–El hecho de que los romanos supliquen la paz demuestra que están seguros de su derrota -le dijo a Tito.

Al día siguiente llegaron dos nuevos emisarios. El polvo que sus carruajes levantaban en una jornada sin viento anunció su llegada mucho antes de que se acercaran lo suficiente como para ser reconocidos. Tito se quedó casi sin respiración al ver los rostros ojerosos de Apio Claudio y Postumio Cominio.

Cneo ordenó a sus hombres mantenerse alejados mientras él cabalgaba para recibir a los dos senadores. Tito le acompañó. Mientras Cneo saludaba a los dos hombres, Tito se mantuvo a un lado, incapaz de mirar a los ojos a su suegro.

En primer lugar, Cominio le aseguró a Cneo que su madre y su esposa estaban bien; pese a la traición de Cneo, nadie se había vengado de su familia y ahora nadie se atrevería a hacerlo.

–Mi hija Claudia y el joven Tito Poticio también están bien -añadió Claudio, aunque Tito evitó su mirada. Hablando en nombre de los cónsules y del Senado, los dos hombres reconocieron la gran equivocación que se había cometido con Cneo. Le prometieron la devolución de la ciudadanía y de su puesto en el Senado, y plena inmunidad en el juicio por parte de los tribunos.

Cneo escuchó con respeto a sus dos viejos mentores y preguntó a continuación: -¿Y qué hay de los tribunos de la plebe, y de los ediles? ¿Serán abolidos? ¿Será derribado el templo de Ceres?

Cominio y Claudio bajaron la vista. Su silencio daba la respuesta. Cneo se echó a reír. – ¡Pensabais hacer retroceder a Coriolano con unas cuantas palabras, pero ni todo el poder del Senado sirve para doblegar a la plebe! Las promesas vacías no me detendrán. Si realmente amáis a Roma, regresad allí y aconsejad a vuestros colegas que rindan la ciudad. No tengo deseos de derramar más sangre de la necesaria, y los deseos de pillaje de mis hombres quedarán fácilmente controlados si toman la ciudad sin batalla de por medio. Tanto si os resistís como si no, mañana a esta hora Roma será mía. – ¡Una amarga vuelta a casa! – dijo Cominio.

–Pero una vuelta a casa, de todos modos.

–Y si tomas la ciudad, ¡que Júpiter lo impida!, ¿qué harás después? – preguntó Claudio.

Cneo cogió aire.

–Si todavía no se han suicidado, algunos de mis antiguos enemigos recibirán su merecido. Creo que ya sabéis quién encabeza la lista.

–El tribuno Espurio Icilio -dijo Cominio. – ¡Será un placer arrojarlo desde la roca Tarpeya! – ¿Y el Senado? – dijo Claudio.

–Tal vez permita que su existencia continúe, una vez recupere las funciones que desempeñó con los reyes de dar consejo y asistencia al poder real. Sus miembros menos útiles serán expulsados y sustituidos por nuevos miembros de sangre volsca.

Cominio reprimió un grito de desesperación. Claudio lanzó una mirada penetrante a Tito. – ¿Qué tienes tú que decir a todo esto, yerno?

Tito le devolvió la mirada, imperturbable.

–Cuando era un niño, mi abuelo me hizo aprender la lista de los reyes: Rómulo, Numa Pompilio, Tulo Hostilio, Anco Marcio, Tarquinio el Mayor, Servio Tulio. Tarquinio el Soberbio tenía que ser el último, el definitivo, expulsado y sustituido para siempre por algo llamado República. ¡Una farsa! ¡Un error! ¡Un experimento fracasado! Hoy es el último día de la República.

Mañana, los hombres entonarán en el Foro: «¡Aclamad todos al rey Coriolano!».

Sacó la espada y levantó el brazo en dirección a Cneo. Su caballo se encabritó sobre las patas traseras. – ¡Aclamad todos al rey Coriolano! – gritó.

La camarilla de guerreros leales que había abandonado Roma junto a Cneo, que siempre cabalgaba al frente del ejército, oyó el grito de Tito y lo repitió: «¡Aclamad todos al rey Coriolano!».

El grito se extendió entre las filas del inmenso ejército: «¡Aclamad todos al rey Coriolano!». Los hombres izaron sus espadas a modo de saludo, las hicieron repicar luego contra sus escudos, formando un estrépito amedrentador mientras gritaban, una y otra vez: «¡Aclamad todos al rey Coriolano!».

Claudio pareció consumirse, Cominio dio media vuelta al carruaje. Una nube de polvo se levantó tras ellos mientras volvían corriendo hacia Roma.

En aquel mismo lugar, a pocas millas al sur de la ciudad, el ejército de Coriolano instaló su campamento.

A la mañana siguiente, el ejército se levantó al amanecer dispuesto a iniciar la marcha hacia la batalla.

Como siempre, Coriolano cabalgaba a la cabeza de su ejército, con Tito a su lado y sus guerreros romanos montando inmediatamente detrás. A cada paso que daban, más se acercaban a Roma.

Se aproximaban a la cresta de una colina de poca altura. Cuando llegaran allí, las colinas de Roma se verían a lo lejos.

Por encima del ruido de los cascos de los caballos y del murmullo generado por un inmenso ejército en marcha, Tito escuchaba otro sonido, leve al principio y luego más alto. Venía de más allá de la cresta de la colina. Algo sucedía al otro lado, algo que aún no era visible, algo que emitía un sonido horrible, distorsionado, amedrentador, un sonido como el que debía de oír el hombre que descendía al reino de Plutón, un sonido de tremenda desesperación y desesperanza.

Cneo lo escuchó también. Hizo una mueca y dirigió el oído hacia aquella dirección. – ¿Qué es eso? – susurró.

–No lo sé -dijo Tito-, pero me produce escalofríos en la nuca. – Una sensación de miedo y superstición le recorrió de la cabeza a los pies. ¿Y si los dioses amaban a Roma más de lo que amaban a Coriolano? ¿Y si, por traicionar a Roma, Tito y Cneo habían pecado contra los dioses? ¿Qué tipo de criatura sobrenatural habían conjurado los dioses para que se cruzase con ellos en el camino hacia Roma? ¿O acaso se había abierto una inmensa fosa en la tierra, en la que todos caerían, para no salir nunca de allí? Así era como sonaba aquello, como los lamentos y los aullidos del gran coro de la muerte.

Cuando llegaran a la cresta de la colina, lo sabrían.

Los nudillos de Cneo, que sujetaban las riendas del caballo, se volvieron blancos. Tito tragó saliva con dificultad. Miró a sus espaldas. Oyendo aquel sonido enervante, palidecieron incluso los guerreros que ocupaban las primeras filas, endurecidos por tantas batallas.

Llegaron a la cresta.

Ante ellos, como una serpiente negra gigantesca recorriendo el camino, llegando hasta la puerta de la ciudad, a lo lejos, había una procesión de mujeres dolientes. Era como si todas las mujeres de Roma hubiesen salido de la ciudad.

El sonido sobrenatural era el sonido colectivo generado por sus lamentos. Algunas lloraban en voz baja. Otras estaban destrozadas por el llanto. Algunas se tambaleaban y gemían. Unas cuantas se retorcían de risa, enloquecidas. Algunas caminaban muy rígidas, como sonámbulas, mientras que otras se arrastraban presas del frenesí y barrían el suelo bajo sus pies con su cabello suelto.

En contraste con las demás, las mujeres que lideraban la procesión avanzaban con gran dignidad.

Caminaban en silencio y con la cabeza bien alta. Entre ellas, por sus diademas de lana roja y blanca trenzada y su cabello corto, Tito reconoció a las vírgenes vestales. Había cinco de ellas, pues una, como siempre, se había quedado para cuidar de la llama sagrada en el templo de Vesta; en momentos de crisis, era más vital que nunca que la llama no se extinguiera. Por delante de las vestales iban tres mujeres que, pese a su porte orgulloso y de clase alta, iban vestidas de negro, con harapos, como mendigas en duelo. Andaban incluso descalzas, aunque era evidente que no estaban acostumbradas a hacerlo, pues tenían los pies ensangrentados. Pese a la agonía que debían de sentir, en ningún momento tropezaron ni dieron un traspiés.

Igual que había hecho el día anterior cuando se acercaron los senadores, Cneo indicó al ejército que se detuviese mientras él se adelantaba, con Tito a su lado. – ¡Qué vergüenza para el Senado! – dijo Tito-. ¡Los emisarios de la ciudad no consiguieron detenerte y ahora se rebajan enviando a mujeres!

Viendo que Cneo no respondía, Tito lo miró de soslayo. Pero en lugar de una expresión irónica como la suya, la mirada reflejada en el rostro de su amigo era de preocupación y tenía los ojos brillantes. El corazón de Tito le dio un vuelco. Tuvo una premonición de lo que iba a suceder.

Al recibir una señal de las vestales, las mujeres que iban tras ellas se detuvieron. Las tres mujeres vestidas con harapos que lideraban la procesión siguieron avanzando y se detuvieron sólo cuando tuvieron prácticamente encima a los dos jinetes. En el centro, Tito reconoció a Veturia, la madre de Cneo. Parecía mucho mayor que la última vez que se vieron. Aunque se mantenía erguida, requería la ayuda de las dos mujeres que la flanqueaban. A su derecha estaba la esposa de Cneo, Volumnia.

Y en cuanto Tito vio a la tercera mujer, lanzó un grito sofocado. No había visto a Claudia desde el día en que abandonó Roma. Tenía la mirada consumida de preocupación. Bajó la vista y no lo miró.

Veturia, por otro lado, clavó la mirada en su hijo. – ¡Cneo! – exclamó. – ¡Madre! – musitó él. – ¿Piensas seguir amenazando a tu madre, mirándome desde ahí arriba como un amo mira a su esclava?

Cneo desmontó en el acto. Tito siguió su ejemplo. Pero cuando Cneo se adelantó, Tito se quedó rezagado. Se agarró a las riendas, más para sostenerse que para sujetar a los caballos. De pronto se sentía mareado. Fue como la sensación que había experimentado en la roca Tarpeya cuando recibió un golpe en la cabeza. Todo lo sucedido entre ese momento y aquél parecía un sueño, y tenía miedo de despertarse de repente. El corazón le retumbaba en el pecho.

Cuando Cneo llegó junto a su madre, extendió sus brazos, pero ella rechazó su abrazo. Él retrocedió. – ¿Por qué no me abrazas, madre? ¿Por qué estás tan rígida?

–Si me soltara del apoyo que están dándome Volumnia y Claudia, me caería al suelo.

–Yo te cogería. – ¡Mentiroso! – ¡Madre!

Ella le miró fijamente.

–Siempre pensé que, si llegaba a una edad en la que no pudiera mantenerme en pie, sería el brazo fuerte de mi hijo el que estaría allí para darme su apoyo. Pero cuando ha llegado el momento en que he necesitado un brazo, Cneo, tú no estabas ahí. Tuve que apoyarme en otros… ¡para vergüenza mía! ¡Qué los dioses me dejen inválida del todo si alguna vez he podido apoyarme en tu brazo! – ¡Duras palabras, madre!

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