Roma (19 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

–Se trata de chismorreo sólo cuando hablan mujeres mal informadas, como la madre de Cneo.

Cuando quienes hablan son hombres de mundo como nosotros, estamos ante una discusión seria de política -dijo Publio.

Tito se echó a reír y a punto estaba de decir algo desdeñoso sobre el abultado ego de Publio, cuando Cneo se abalanzó de repente sobre el otro chico.

Publio no podía equipararse en fuerza a Cneo, sobre todo si le pillaba por sorpresa. En un abrir y cerrar de ojos, estaba boca arriba en el suelo, agitando inútilmente brazos y piernas. – ¡Pedirás disculpas por haber insultado a mi madre! – le exigió Cneo.

Tito intentó retirarlo, pero los brazos de su amigo eran duros como una piedra. – ¡Suéltalo, Cneo! ¿Cómo quieres que hable si no dejas de apretujarle el cuello? ¡Suéltalo, Cneo! ¡Acabarás ahogándolo! – Tito estaba espantado de verdad. Pero, por otro lado, no podía evitar reírse. Publio tenía la cara colorada como la toga del rey, y los sonidos atronadores que emitía parecían salir del otro extremo de su cuerpo.

Tito rió a carcajadas, hasta que empezó a sentir agujetas. Cneo, intentando mantener la cara seria, explotó en risas de repente y soltó a su amigo. Publio se liberó y rodó hacia un lado. Se llevó las manos al cuello y miró fijamente a Cneo. Entre toses y estornudos, consiguió proferir un graznido de protesta. – ¡Estás loco, Cneo Marcio! ¡Podrías haberme matado!

–Debería haberte matado, por insultar a mi madre y afrentar mi honor. – ¡Tu honor! – Publio negó con la cabeza-. Debería estar prohibido por ley que un plebeyo como tú pudiera posar ni siquiera un dedo sobre un patricio como yo.

Cneo ni se movió, sino que permaneció absolutamente inmóvil. Su rostro se volvió encarnado. – ¿Cómo te atreves a decirme esto? – ¿Que cómo me atrevo a llamarte plebeyo? ¡Es lo que eres, Cneo Marcio! Sólo un tonto no puede aceptar su destino, es lo que dice mi paterfamilias.

Tito movió la cabeza. ¿Por qué seguiría Publio incitando a Cneo? ¿Pretendía que lo echara rodando por la roca Tarpeya? Tito empezaba a preguntarse si debería salir corriendo en busca de ayuda cuando oyó un ruido procedente de la ciudad, a los pies de la colina. – ¿Qué es eso? – dijo. – ¿El qué? – Publio no apartaba la mirada de Cneo. – Ese ruido. ¿No lo oís? Cómo un gran gemido…

–O un rugido. Sí, ya lo oigo. Como lo que se oye en el interior de una caracola de mar.

El ruido distrajo incluso a Cneo de la rabia que sentía.

–O un sollozo -dijo-. El sonido de un número impresionante de mujeres llorando todas a la vez.

–Algo ha pasado -dijo Tito-. Viene del Foro.

Se acercaron al borde del acantilado y miraron hacia abajo. Los trabajadores del templo también lo habían oído. Los hombres treparon del andamio hasta el tejado para ver mejor.

En el Foro se había congregado una multitud. Y llegaba más gente de todas direcciones. En el pórtico del Senado había un grupo de senadores, vestidos con sus togas. Entre ellos, incluso a una distancia como aquélla, Tito reconoció el rostro demacrado del sobrino del rey. En lugar de toga, Bruto vestía una túnica harapienta que apenas si serviría a un mendigo… una demostración de la pobreza a la que le había reducido el rey. Se dirigía a la multitud. – ¿Oyes lo que dice? – preguntó Tito.

–Está demasiado lejos y la gente grita mucho -dijo Cneo-. ¿Por qué no se callarán?

Los integrantes de la multitud más cercanos al Senado permanecían en silencio, atentos y vueltos en una dirección, escuchando a Bruto. La gente que se movía eran los que estaban más al fondo, que agitaban los brazos al aire, gritaban y lloraban. Estaban separándose para abrir camino a alguien que intentaba pasar entre ellos y acercarse al Senado. – ¿Quién es ese hombre y qué lleva? – preguntó Tito. – ¿Qué hombre? – inquirió Publio, con voz ronca, frotándose el cuello.

–No puedo ver quién es, pero sí lo que lleva -intervino Cneo-. Una mujer. Lleva una mujer en brazos. Está completamente inmóvil. La gente se aparta para abrirle paso. Me parece que lleva la túnica manchada de sangre. Creo que la mujer debe de estar…

–Muerta -repuso Tito, que sentía un nudo duro y frío en la boca del estómago.

El hombre se abrió camino entre la multitud, paso a paso. Por donde quiera que pasara, se producía una conmoción, seguida de un silencio reverencial. Cuando llegó a los pies de la escalinata del Senado, la muchedumbre estaba sumida en un silencio estremecedor. Tambaleándose, como si la carga que portaba se hubiese tornado insoportablemente pesada, ascendió los peldaños del pórtico. Bruto y los senadores inclinaron la cabeza y se hicieron a un lado. El hombre se volvió hacia la multitud. – ¡Lo sabía! – susurró Tito-. Es Colatino. Eso significa que la mujer que lleva en brazos…

El cuerpo sin vida iba vestido con una estola de manga larga de color azul oscuro, manchada de sangre a la altura del pecho. Tenía la cabeza echada hacia atrás, ocultando la cara, y el cabello oscuro colgaba, tan largo que rozaba los pies de su esposo.

Bruto dio un paso al frente. Ahora, con aquel profundo silencio, Tito pudo oírlo con claridad.

–Cuéntaselo, Colatino. A mí no me creerán. No quieren creer algo tan terrible. Cuéntales lo que ha sucedido.

El llanto de dolor de Colatino reverberó en el Foro e hizo estremecer a la multitud. Durante un interminable momento, parecía incapaz de recuperar la compostura. Cuando por fin habló, sus palabras sonaron alto y claro.

–Lo ha hecho Sexto Tarquinio. ¡El hijo del rey! Ha violado a mi esposa, mi amada Lucrecia.

Mientras yo no estaba, se dirigió a mi casa. Fue bienvenido como un huésped de honor, invitado a cenar, y se le ofreció una habitación. A medianoche, decidió ir a verla. La obligó a acostarse en su cama… ¡en nuestra cama! La amenazó con una daga en la garganta… ¡aquí se ve cómo la daga le hirió la carne! Una criada la oyó suplicando piedad, pero uno de los hombres de Sexto vigilaba la puerta. La criada me mandó llamar, pero cuando llegué, Sexto ya se había ido. Lucrecia estaba llorando, inconsolable, loca de dolor. Sexto dejó en casa el cuchillo que había utilizado para amenazarla. Y antes de que yo pudiera detenerla, ella se lo hundió en el corazón. ¡Ha muerto en mis brazos!

Como si el peso se hubiera vuelto de repente tremendamente pesado, Colatino cayó de rodillas, sin dejar de acunar el cuerpo entre sus brazos. Dejó caer la cabeza y lloró.

Bruto dio un paso al frente y levantó en alto la daga ensangrentada. – ¡Éste es el cuchillo! – gritó-. El mismo cuchillo que Sexto Tarquinio utilizó cuando violó a Lucrecia, el cuchillo que ella ha utilizado para matarse. – Esperó a que los gritos sofocados de la multitud se acallaran-. ¿Cuánto tiempo más soportaremos esto? ¿Qué más se permitirán arrebatarnos el tirano y sus hijos? Este estado de cosas intolerable termina aquí y ahora, ¡hoy! – Bruto sujetó el cuchillo en el aire y se volvió hacia el Capitolio, como si estuviese dirigiéndose a Júpiter en el templo inacabado de la cima de la colina. Tito tuvo la impresión de que aquel hombre serio y enjuto se volvía de repente para mirarles directamente a él y a sus amigos. La sensación era inquietante y Tito se estremeció.

–Por la sangre inocente de este cuchillo -declaró Bruto-, y por los dioses, juro que con fuego y espada, y con todo aquello que pueda proporcionar fuerza a mi brazo, perseguiré a Tarquinio el Soberbio, a su malvada esposa, y a todos sus hijos, ninguno de los cuales se merece vivir en la compañía de hombres decentes y, mucho menos, gobernar sobre ellos. ¡Los expulsaré de aquí y nunca permitiré que ellos o cualquier otro hombre sea el rey de Roma!

La multitud explotó en un tumulto de gritos. Las mujeres se tiraban del pelo. Los hombres chocaban sus puños. La muchedumbre ascendió la escalinata del Senado y levantó a Bruto sobre sus hombros. Parecía estar flotando por encima del gentío, su brazo levantado y dirigiendo hacia el cielo el ensangrentado cuchillo.

Incluso desde la seguridad que ofrecía el Capitolio, Tito notó una punzada de miedo. Nunca había presenciado un espectáculo como aquél; la furia de la muchedumbre era como una fuerza de la naturaleza desbocada. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Tenía la boca demasiado seca para poder hablar. – ¿Qué pensáis que ha querido decir con eso? – preguntó Cneo. Su voz parecía increíblemente tranquila.

–No podía haberlo dicho más claramente -dijo Publio, con la voz rota-. Bruto se refiere a expulsar a Tarquinio de Roma.

–Sí. ¿Y luego qué?

Publio bufó exasperado.

–Bruto ocupará su lugar, naturalmente.

–No, Publio, no es eso lo que ha dicho. «Nunca permitiré que ellos o cualquier otro hombre sea el rey de Roma». Bruto se refiere a derrocar al rey y a no poner a nadie en su lugar.

Publio hizo una mueca.

–Y si no hay rey, ¿quién gobernará la ciudad?

Igual que sus amigos, Tito se sentía confuso. Estaba asustado y emocionado a la vez, sin habla por el dolor que le provocaba pensar que Lucrecia… la bella, sabia y cariñosa Lucrecia, había sufrido aquel horrible destino. Lo que acababa de presenciar lo abrumaba. Aquel día algo había acabado, y algo más había empezado, y las vidas de todos cambiarían para siempre.

509 A.C.
Vestido con sus ropajes sacerdotales y luciendo orgulloso el talismán de Fascinus -pues aquel día estaba presente tanto por su papel ancestral como sacerdote de Hércules, como por el de vástago de los Poticio-, Tito permanecía de pie entre su padre y su abuelo en las primeras filas de la multitud que se había congregado en el Capitolio delante del nuevo templo de Júpiter. Los Pinario estaban también allí, ocupando un lugar de honor similar. El bisabuelo de Publio tenía un aspecto muy frágil y parecía bastante confuso; pero ¿a quién no le daba vueltas la cabeza después de los tumultuosos acontecimientos del pasado año?

La ocasión no era otra que la consagración del templo. Hasta el último minuto, Vulca había estado trabajando frenéticamente dando los toques finales aquí y allá: embadurnando con pintura el codo descascarillado de Minerva, puliendo las grandes bisagras de bronce de las puertas, dando órdenes a sus hombres para que movieran el trono de Júpiter una pulgada más hacia la izquierda porque la escultura no estaba exactamente centrada sobre su pedestal. No importaba que Vulca percibiera aún diminutas imperfecciones por todas partes; para Tito, nunca había habido nada tan bello como el templo. Era auténtico merecedor de su enclave dominante en la cumbre del Capitolio, lo que lo convertía en el edificio más destacado de toda Roma; pues dominaba el horizonte desde cualquier punto panorámico. Con el andamio por fin desaparecido, Tito pudo apreciar finalmente la perfección de sus proporciones y la línea ascendente de las columnas que soportaban el frontón.

Sobre el frontón, la escultura de Júpiter en su carruaje tirado por cuatro caballos evocaba majestuosamente al rey supremo de dioses y hombres. El templo poseía una belleza terrenal que inspiraba respeto religioso.

Uno junto al otro, en el pórtico del templo, supervisando la consagración, estaban los dos cónsules, Bruto y Colatino. Aunque su rostro estaba más escuálido que nunca, Bruto había dejado de vestir con los harapos de un mendigo. Al igual que Colatino, lucía una toga con una franja de color púrpura que indicaba su categoría como uno de los dos más altos magistrados de la nueva República.

«República», la palabra era todavía nueva para Tito y le sonaba extraña a los oídos. Su origen se encontraba en las palabras «res» (cosa, circunstancia, estado de existencia) y «publica» (del pueblo). Res publica: el estado del pueblo. Tras la repentina caída y marcha de Tarquinio (el alzamiento fue tan abrumador que la revolución se produjo sin apenas derramamiento de sangre), los dirigentes del Senado habían decidido que gobernarían ellos mismos el Estado, sin un rey. El pueblo había insistido clamorosamente en que debía tener una asamblea propia y leyes que lo protegieran, pues el favor del rey había sido su único baluarte contra los caprichos de los ricos y poderosos patricios. – ¡Leyes, leyes y más leyes! – se quejaba el abuelo de Tito, después de asistir a las primeras y ruidosas reuniones del nuevo gobierno-. Cuando ningún hombre es el rey, todo hombre es el rey, y piensa que debería hacerlo a su manera o, como mínimo, tal y como él dice. ¡El resultado es el caos!

Discusiones interminables y ningún acuerdo sobre nada, excepto que tiene que haber nuevas leyes que supriman cualquier ley antigua anteriormente acordada. Nadie está contento. Todo el mundo piensa que los demás están sacando mejor tajada. ¡Casi es suficiente como para empezar a sentir nostalgia de aquel a quien llamábamos el Soberbio!

A pesar de todos los problemas que acuciaban al nuevo Estado, aquél era un día de celebración.

La consagración del nuevo templo, que tendría que haber sido el logro más destacado del rey Tarquinio, serviría en cambio para conmemorar el primer año de la nueva República. De hecho, para Tito, la majestuosidad de las esculturas pintadas, obra de Vulca, y la imponente perfección de su arquitectura ejemplificaban el atrevido y nuevo espíritu de la ciudad de Roma.

A un visitante podría parecerle que los dos magistrados del pórtico eran co-gobernantes, una situación apenas distinta a la de un rey. Su vestimenta los distanciaba del resto y, al igual que reyes, estaban protegidos por lictores armados con varas y hachas. Ni siquiera el hecho de que hubieran sido elegidos para el cargo los diferenciaba de los reyes, excepto de Tarquinio, que no había sido proclamadas para el puesto, y eso aun teniendo en cuenta que algunos habían sido nombrados más libremente que otros. Pero los dos cónsules, que gobernaban conjuntamente de modo que uno actuaba cotejando lo que hacía el otro, iban a hacerlo sólo durante un año, momento en el cual cederían sus puestos a los dos cónsules que ganaran las siguientes elecciones. Con la división de los poderes de los cónsules y la celebración de elecciones anuales, se esperaba que el Estado pudiera servir al pueblo, y que Roma no volviese a caer nunca bajo el dominio de un tirano como Tarquinio.

La ceremonia pública llegó a su fin. Se abrieron las grandes puertas del templo. Los cónsules hicieron su entrada seguidos por un grupo muy selecto de ciudadanos, pues el santuario sólo podía acomodar a una parte muy pequeña de la multitud allí congregada. El abuelo de Tito estaba entre los elegidos, al igual que el bisabuelo de Publio, que ascendió los peldaños con dificultad, apoyado en el brazo del otro sacerdote de Hércules. Tito no tenía permiso para asistir a la ceremonia más exclusiva que tendría lugar en el interior del santuario, pero, gracias a Vulca, había visto ya terminadas las cámaras que albergaban las esculturas de Júpiter, Juno y Minerva, y había podido contemplar los dioses a su antojo.

La muchedumbre empezó a dispersarse. En el ambiente se respiraban aires de felicidad. Los hombres se saludaban con abrazos y risas. Tito se sentía inspirado y de buen humor.

Cuando vio a Cneo por allí, su buen humor mejoró más si cabe, hasta que Publio le murmuró al oído: -¡Mira! Por allí corre tu amigo plebeyo, Cneo Marcio. ¿Cómo ha conseguido ponerse tan adelante? Hoy debe haberse hecho pasar por un Veturio, fingiendo que la sangre de su madre le convierte en uno de los nuestros. – ¡Cierra el pico, Publio! No digas nada que pueda insultarlo. Provocar desavenencias deliberadamente en un día como hoy es una falta de respeto hacia Júpiter.

Publio se echó a reír. – ¡Por todos los dioses, siento haber ofendido tu sensibilidad religiosa, Tito! Me limitaré a pasar de largo, entonces. Saluda a ese pequeño plebeyo ostentoso si piensas que puede ser del agrado de Júpiter.

Después de que Publio desapareciera, Tito llamó a Cneo, que le devolvió la sonrisa.

–Tenías toda la razón respecto a Vulca y el templo -dijo Cneo-. Extranjero o no, nos ha dado un edificio verdaderamente magnífico, algo de lo que toda Roma puede sentirse orgullosa. Tengo ganas de ver las esculturas del interior.

Tito se limitó a asentir. Delante de Publio se habría jactado con orgullo de haber visto ya las esculturas, pero Cneo podría pensar que se mostraba superior a él y tomárselo como una ofensa.

La sonrisa de Cneo se esfumó.

–Estabas más cerca de los cónsules que yo. ¿No te ha parecido que Bruto estaba un poco ojeroso?

–Tal vez. Mi abuelo dice que corre el rumor de que no se encuentra bien. – ¡Si sólo fuera eso! – ¿A qué te refieres?

Cneo cogió a Tito del brazo y tiró de él para apartarlo de la muchedumbre. Le habló en voz baja. – ¿No has oído los rumores sobre los hijos de Bruto?

Los dos hijos del cónsul eran unos años mayores que Tito, que los conocía lo bastante como para saludarlos por el nombre cuando los veía por el Foro. – ¿Rumores?

Cneo sacudió la cabeza.

–Que tu abuelo siga tratándote como un niño no significa que tengas que pensar como un niño, Tito. Eres demasiado mayor para eso. Y los tiempos que corren son peligrosos. Tendrías que interesarte más por lo que sucede a tu alrededor.

Tito sonrió tímidamente y acarició el talismán de Fascinus que llevaba colgado al cuello.

–Lo único que en realidad me interesa es aprender a ser constructor, como Vulca.

–Deberías dejar esos asuntos para los artesanos. Los hombres como nosotros hemos nacido para ser guerreros.

–Pero los templos nos acercan a los dioses. Construir un templo es tan importante como ganar una batalla.

Cneo bufó. – ¡Ni siquiera te responderé a eso! Pero estábamos hablando de Bruto y de sus hijos. Ya que veo que no estás al corriente de la situación, te informaré. Este estado de cosas precario, la llamada República, está colgando de un hilo. Nuestros vecinos están forjando alianzas para librar una guerra contra nosotros. Sin un rey, piensan que somos débiles, y tienen razón. Tantos antagonismos y riñas han socavado nuestra fuerza. La peor chusma de la ciudad quedó aplacada por una temporada, después de que los usurpadores les permitieran desvalijar las propiedades de la familia de Tarquinio… ¡una vergüenza que Bruto y Colatino permitieran ese ultraje! Pero ahora, la chusma empieza a sospechar de los nuevos magistrados, y piensa que su asamblea debería ocupar el lugar del Senado. ¡Que los dioses ayuden a Roma si esto llega a suceder! Y ahora… -Bajó incluso más el tono de voz-. Ahora hay una confabulación para devolver el rey al trono. Están implicados algunos de los hombres más respetados de Roma.

Tito se quedó sin aliento. – ¿Es eso posible?

–No sin un gran derramamiento de sangre. Pero sí, es posible. Mientras Tarquinio y sus hijos sigan con vida, nunca dejarán de conspirar para recuperar el trono. – ¿Y quién les ayudará a hacer una cosa así? Después de lo que Sexto Tarquinio le hizo a Lucrecia… -¿Y eso qué es? Un hombre violó a la esposa de otro, no fue la primera vez, ni tampoco la última. Fue un crimen, eso seguro, pero no un motivo para abolir todo el sistema de reinado que convirtió Roma en una ciudad fuerte. No lo olvides, fue un rey quien nos dio el templo del que tan orgulloso te sientes. Los enemigos de Tarquinio simplemente utilizaron la violación como un medio para incitar la ira contra el rey, para poder ocupar su lugar.

Tito sintió un cosquilleo de miedo.

–Cneo, ¿no estarás implicado en esta confabulación para el retorno del rey, verdad? ¡Respóndeme, Cneo!

Cneo mostraba una expresión misteriosa y distante, y Tito vio que su amigo disfrutaba al observar su consternación.

–No, no lo estoy -dijo por fin-. Pero tampoco me parecen del todo mal esos que piensan que Roma estaba mejor con un rey.

–Pero, Cneo, incluso para alguien como tú… -Tito se dio cuenta de que debía hablar con cuidado para no ofender a su amigo; por otro lado, quería demostrarle que no era tan ignorante en cuestiones políticas como Cneo parecía pensar-. Colatino es un patricio, pero Bruto no; su madre era la hermana del rey, pero su padre era plebeyo. Al ganar las elecciones al consulado, estos dos han sentado un precedente para el futuro. En la República, cualquier hombre de valía, sea patricio o plebeyo, tendrá oportunidad de gobernar el Estado.

Cneo resopló. – ¡Durante un año! ¿Y eso para qué sirve?

Tito siguió presionándolo.

–También se han sumado más hombres al Senado. Tarquinio mató a tantos senadores que Bruto y Colatino están nombrando a diario nuevos miembros, para que vuelva a haber los trescientos que había antes. No sólo patricios, sino también plebeyos. – ¡Peor aún! ¿Es eso lo mejor que un hombre puede esperar que le suceda? ¿Convertirse en uno de esos trescientos?

Tito puso mala cara, perplejo.

–Me parece que no lo entiendes, Cneo. – No podía evitar imaginarse los pocos rodeos con que Publio habría expuesto el caso: «Tal vez en la nueva República tengas aún un lugar que ocupar, Cneo, ¡aunque no seas más que un pobre plebeyo!».

–No, Tito, el que no lo entiende eres tú. Esta República, este gobierno del pueblo… ¿qué puede ofrecer a un hombre excepto la oportunidad de convertirse en un simple senador, uno de los trescientos, o como máximo llegar a ser cónsul, el primero entre iguales, y además un componente de una pareja, elegido sólo por un año? Mientras Roma tuvo un rey, había esperanza; había algo por lo que un hombre podía luchar.

–No te entiendo. – ¡Esperanza, Tito! Un hombre ambicioso, un gran hombre, un luchador aguerrido… un hombre con la cabeza y los hombros por encima de los demás hombres, un hombre así, en los viejos tiempos, podía esperar llegar a ocupar el trono algún día, convertirse en un auténtico gobernador de hombres, ser el rey de Roma. Pero ahora que la monarquía ha desaparecido, que se ha visto sustituida por esta patética República, ¿qué esperanza le queda a un hombre así?

Tito miró a su amigo, fascinado y sobrecogido. ¿Se habría imaginado de verdad Cneo que algún día llegaría a ser rey de Roma? ¿De dónde salía esa ambición tan desenfrenada? ¿Tenía que temerla o admirarla? Casi deseaba que hubiera estado presente Publio para que desinflara las ideas fantásticas de Cneo con un comentario sarcástico.

Tito movió la cabeza. – ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Tú ibas a contarme algo sobre Bruto… y sus hijos…

–No importa -dijo Cneo. Cambió de cara, pero en su voz Tito seguía escuchando toda la rabia, el dolor y la exasperación de un joven cuyos sueños nadie comprendía, ni siquiera su mejor amigo.

Cneo se alejó sin decir nada más.

Del mismo modo que su abuelo había hecho hincapié en que Tito dominara la lectura, también Bruto había procurado que sus dos hijos supieran leer y escribir. Y fue esta habilidad la que los condenó. El hermano menor de la esposa de Bruto estaba muy metido en la conspiración para restaurar la monarquía. Fue este hombre, Vitelio, quien convenció a sus sobrinos para que se sumaran a la revuelta, con promesas de que serían ampliamente recompensados durante el segundo reinado de Tarquinio. Emisarios secretos portaban mensajes entre el rey y los conspiradores. A medida que se acercaba la fecha del proyectado regreso de Tarquinio, un día que convertiría el Foro en un lago de sangre, el inquieto rey presionaba para conseguir más garantías de sus seguidores.

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