Roma (52 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

–Uno de los griegos elegidos es Hilarión.

Kaeso, que había escuchado en silencio, ahogó un grito.

–Serás debidamente compensado, naturalmente -dijo enseguida Graco, desviando la mirada. – ¿Compensado?

–Por el sacrificio de un esclavo de tu propiedad.

–Pero… ¿por qué Hilarión?

–No lo sé. Los sacerdotes han elegido los nombres. El pontífice máximo ha confirmado su decisión.

–Me imagino que no tengo otra elección.

–Ninguna. Antes de que yo viniese aquí, habían enviado a los lictores a tu casa. Me imagino que ya tendrán a Hilarión bajo su custodia. Anoche las mujeres empezaron a cavar la fosa en el Foro Boario. El enterramiento tendrá lugar esta tarde. – ¿Cómo dice ese antiguo proverbio etrusco? «Cuanto más rápido, mejor» -dijo con amargura Plauto. Apretó con sus manos la cabeza-. ¡Oh, este martillo infernal!

Tiberio Graco dio media vuelta y se marchó.

Kaeso notó que le flaqueaban las piernas. La cabeza le daba vueltas, como le sucedía a veces antes de sus ataques. La visión se le tornó borrosa. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se estremeció, pero no lloró. – ¡Una locura! – susurró Plauto-. Cuando se produce una situación horrorosa como la de Cannas, ¿reaccionan los hombres con compasión, razón o bondad? ¡No! Echan la culpa a quien no tiene nada que ver; castigan al inocente. ¡Y si les llamas la atención sobre su locura, te acusan de traidor y blasfemo! Gracias a los dioses que tengo donde poder verter mis sentimientos más aciagos… ¡mis comedias! De lo contrario, me volvería tan loco como el resto.

–Tus obras no son dramáticas -dijo Kaeso, con voz apagada-. Hacen reír a la gente.

–La comedia es más amarga que la tragedia -dijo Plauto-. La risa nace siempre del sufrimiento de alguien, del mío en este caso. Y ahora… pobre Hilarión.

Los dos se quedaron inmóviles durante un largo rato, soportando el estruendo de los martillos.

De repente, Kaeso pestañeó y arrugó la frente. – ¿No es ése… mi primo Quinto?

Un joven oficial que lucía las condecoraciones de un tribuno militar atravesaba muy decidido el espacio abierto del circo. Kaeso corrió hacia él.

Quinto estaba pálido y ojeroso. Tenía una herida abierta en la frente pero, por lo demás, estaba ileso. – ¡Estás vivo! – dijo Kaeso.

–Por la voluntad de los dioses.

–No teníamos noticias. Tu padre está enfermo de preocupación.

–Aun así, da la impresión de que ha conseguido que la ciudad siga adelante. Tengo entendido que ha sido nombrado dictador. – ¿Lo has visto?

–No, acabo de llegar. – ¿Qué noticias traes? – ¿Noticias?

Kaeso tenía miedo de preguntar. – ¿Qué sabes de Escipión?

Quinto sonrió. – ¿No lo sabes? Demostró su valentía una vez más, igual que en el Ticino. Si de la catástrofe de Cannas tenía que salir un héroe romano, ése era Escipión. – ¡Cuéntame!

–Los mercenarios mestizos nos rodearon. La carnicería fue terrible. Sólo un puñado de los nuestros consiguió salir de allí y escapar con vida. Nos separamos. Estábamos heridos, ofuscados, temerosos de ser capturados en cualquier momento. Tardamos días en volver a encontrarnos, teníamos que escondernos constantemente de los mercenarios de Aníbal. Cuando por fin nos reagrupamos y pusimos una distancia suficiente entre nosotros y los enemigos, se inició el debate. ¿Dónde ir y quién nos guiaría hasta allí? Lo confieso, fui uno de los que cedieron a la desesperación y abogaron por abandonar Italia. Suponíamos que Aníbal marcharía sobre Roma enseguida, incendiaría la ciudad y convertiría en esclavos a sus ciudadanos. En Hispania hay un ejército romano y una armada romana librando la guerra en el mar. Unámonos a ellos, dije, y veremos hacia dónde nos guía el futuro, porque Roma está acabada para siempre y no es posible volver a casa. »Pero Escipión no quería oír hablar de ello. Aunque su padre y su tío están combatiendo en Hispania, dijo que no tenía ninguna intención de sumarse a ellos, no mientras Roma nos necesitara para defenderla. Se burló de nuestra desesperación. Se avergonzó de nosotros. Nos hizo jurarle a Júpiter que nunca abandonaríamos la ciudad, que moriríamos luchando por ella antes que rendirnos a Aníbal. Después del juramento, fue como si nos hubiéramos quitado un gran peso de encima.

Sabíamos que podríamos soportar cualquier cosa, pues Escipión nos había devuelto nuestro honor. »Entonces observamos y esperamos. Pasaron los días, pero Aníbal no hizo ningún movimiento para avanzar hacia la ciudad. Estábamos perplejos, luego alborozados. Iniciamos el camino de regreso a Roma por caminos secundarios para que no pudieran localizarnos los escoltas cartagineses. El avance fue muy lento. Algunos de los hombres estaban heridos de gravedad y Escipión se negó a dejarlos atrás. Finalmente llegamos a la Vía Apia y yo me adelanté a caballo. He sido el primero en llegar. – ¿Y Escipión?

–Debería estar aquí mañana, o pasado. – ¿Está vivo, entonces?

–Sí. – ¿Estás seguro?

–Naturalmente.

Kaeso se echó a llorar, sin ninguna vergüenza, del mismo modo que no había sido capaz de llorar de pena por Hilarión. De hecho, con el alivio que le había supuesto saber que Escipión estaba vivo, se había olvidado por completo de su dolor por Hilarión. Quinto, que había visto cosas terribles en Cannas y había pensado que jamás volvería a Roma, también tenía lágrimas sobre las mejillas.

Juntos fueron a ver a Máximo.

En vísperas de los Juegos Romanos, la ciudad se vio sumida en una nueva crisis.

Un emisario de Aníbal, un noble cartaginés llamado Cartalo, llegó a las puertas de la ciudad. A cambio de un elevado rescate, ofrecía la devolución de un gran número de prisioneros romanos. Le acompañaban algunos prisioneros para suplicar por su causa, pues los romanos tenían un largo historial de dar la espalda a los hombres que se habían rendido al enemigo. A pesar de la prohibición, una inmensa multitud de mujeres se congregó en el Foro para suplicar por el rescate de sus maridos, padres e hijos.

Detrás de las puertas cerradas, el Senado debatía el asunto.

Los representantes de los prisioneros defendieron las acciones que habían llevado a cabo. Habían permanecido en el campo de batalla de Cannas hasta que apenas quedaron supervivientes, luego habían conseguido romper el cerco del enemigo y huir hacia el campamento romano. Por la mañana, en lugar de morir en las murallas, se habían entregado. Cierto era que ninguno de ellos había muerto valientemente ni había sido lo bastante listo como para escapar. Pero, decían, ¿no era mejor pagar por el rescate de auténticos soldados romanos en lugar de enrolar a más esclavos para defender la ciudad?

Los que se oponían al pago del rescate decían que los cautivos se habían rendido en lugar de morir luchando, y que por lo tanto habían demostrado ser unos cobardes y merecían ser vendidos como esclavos por sus cautivos. Además, cualquier rescate pagado por el tesoro público enriquecería a Aníbal y le permitiría contratar más mercenarios.

Al final se decidió no pagar el rescate. Los prisioneros fueron abandonados a su destino. La mayoría fueron a Cartago como esclavos. Sus familiares nunca volverían a verlos.

La ciudad se llenó de amargas lamentaciones. Máximo envió a sus lictores para mantener el orden.

En un ambiente como aquél, llegó la fecha de celebración de los Juegos Romanos. La invocación a Júpiter en el Capitolio tuvo un deje de desesperación. La procesión desde el templo de Júpiter hasta el Circo Máximo fue un acto tremendamente conmovedor; muchos de los senadores y magistrados que normalmente habrían desfilado delante del pueblo estaban visiblemente desaparecidos. El Banquete de Júpiter consistió en poco más que las escasas raciones diarias autorizadas por el dictador en tanto se prolongara la crisis.

La compañía de Plauto representó El cofre. Los ensayos de la nueva obra habían sido precipitados y caóticos, y el terrible destino de Hilarión había hecho añicos la moral del grupo. La producción fue un desastre. El único consuelo de Plauto fue que los espectadores de la comedia estaban incluso más deprimidos que los actores. El público apenas se dio cuenta de las entradas a destiempo, las indicaciones confusas, las frases equivocadas. Nadie silbó ni abucheó; pero tampoco se rió nadie.

Las competiciones deportivas resultaron también deslucidas. Muchos de los mejores atletas y púgiles de Roma habían muerto en Cannas, y los esclavos mejor entrenados que destacaban en las carreras de carruajes habían sido reclamados para el servicio militar.

Los ciudadanos que tomaron parte en los Juegos Romanos se limitaron a seguir la inercia, llevando a cabo el deber patriótico de asistir a una celebración anual que se remontaba a la época de los reyes. Se habían mostrado insensibles a la masacre de Cannas, al escándalo de las vírgenes vestales y al doloroso rechazo de las súplicas de un rescate por parte de los prisioneros.

El dolor y la preocupación habían dejado aturdida a Roma. El futuro de la ciudad estaba en el aire.

2.12. A. C.
Cuatro años después, la guerra con Cartago seguía candente, sin que se vislumbrara su final.

Aníbal nunca llegó a atacar Roma. Este curioso hecho pasaría a formar parte de la leyenda de la ciudad, un elemento más de su mística. En su momento más vulnerable, Roma fue perdonada de un ataque que seguramente habría culminado en su destrucción. ¿Cómo y por qué sobrevivió Roma?

Fabio Máximo recibió el reconocimiento por haberse hecho con las riendas de Roma cuando amenazaba el caos y Escipión fue elogiado como ejemplo relevante para la generación más joven; pero la mayoría de los romanos, coincidiendo con la opinión de los sacerdotes, creía que Júpiter en persona había aplacado la cólera de Aníbal y concedido a los romanos una oportunidad para recuperar sus fuerzas.

Aníbal y su ejército continuaron en Italia. Su supuesta estrategia -aislar Roma y socavar su dominio sobre la península derrotando a sus aliados, bien por la fuerza, bien por la persuasión-, alcanzó sólo un éxito limitado. Los romanos evitaron por todos los medios otro enfrentamiento directo con Aníbal, pero atacaron sin piedad a los aliados que los habían traicionado. Con el reagrupamiento de sus fuerzas, la reordenación de sus recursos y la recuperación de su moral, los romanos hicieron gala de una capacidad de resistencia notable.

Mientras, la amenaza de la guerra, librada ya en Hispania, Sicilia y en el mar, se expandió hacia Oriente. Filipo de Macedonia, el heredero de la tierra natal de Alejandro, se alió con Cartago. Para contraatacar la amenaza de Filipo, Roma envió embajadores a Grecia y Asia en busca de nuevas alianzas.

A medida que la lucha entre las dos ciudades fue extendiéndose por todo el universo mediterráneo, desde las Columnas de Hércules hasta el estrecho de Helesponto, los romanos fueron adoptando una política que cada vez ponía más sus miras en el exterior. Los hombres más visionarios del Senado se atrevieron a dejarse tentar por sueños embriagadores de un imperio que iba más allá de los confines de Italia. Roma era como la legendaria ave Fénix consumida por el fuego y dispuesta a levantar luego el vuelo a partir de sus propias cenizas.

Aquel giro imprevisto de la situación supuso también un vuelco de buena suerte para Kaeso.

Debido a su cojera y su ausencia de posibilidades en el mundo de la política, sus padres habían perdido la esperanza de encontrarle una esposa adecuada. Después de la masacre de Cannas, y la resultante escasez de jóvenes solteros, la madre de Kaeso pudo dar por fin con una chica patricia perfectamente aceptable para que se casase con él.

Sestia no era bonita. Decía la gente que tenía una cara hombruna, pero Kaeso la encontraba bastante agradable. Igual que Kaeso, Sestia había perdido las esperanzas de casarse y se sentía satisfecha con que Fortuna le permitiera alcanzar la categoría de matrona. Parecía feliz con tan sólo limitarse a llevar la casa y no le exigía más atención a Kaeso que la que él le exigía a ella. Nunca cuestionaba sus gastos o sus negocios, sus repentinas idas y venidas, los extraños horarios que llevaba o los exóticos perfumes que con frecuencia impregnaban sus prendas. Sus necesidades sencillas y su naturaleza poco curiosa le iban perfectamente bien a Kaeso.

Ambos aceptaron, desde el principio, que el principal objetivo de su matrimonio era concebir un hijo. Hacían el amor con regularidad, aunque con poco entusiasmo por parte de los dos. Sus concienzudos esfuerzos se vieron recompensados. Al año de casados, Sestia dio a luz una hija.

Cuando Kaeso vio que la pequeña Fabia había nacido sin defectos físicos, se sintió enormemente aliviado. Temía que el bebé fuera un monstruo, como los niños que lo habían precedido a él en el vientre de su madre, o como mucho, débil y desgarbado como él. Pero Fabia era perfecta en todos los sentidos. Allí mismo, después de dar gracias a los dioses, Kaeso juró no tener más hijos.

Dejar como heredera a una hija no era habitual en el mundo romano. Los familiares directos y políticos de Kaeso sugirieron que él y Sestia volvieran a intentarlo, para ver si ella podía darle un hijo varón. Pero Kaeso, temeroso de tentar al destino, y poco animado para seguir manteniendo relaciones sexuales con su esposa, se mostró inflexible en cuanto a no tener más hijos después de Fabia. La pequeña tenía ya casi tres años.

Sestia había aportado al matrimonio una pequeña, aunque muy rentable, dote. Con ella, Kaeso había podido comprar la parte que los demás inversores poseían en la compañía teatral de Plauto.

Ser el propietario único de una compañía de comediantes nunca le haría rico y tampoco le serviría para ganarse el respeto de sus parientes patricios, pero Kaeso estaba feliz en su papel de empresario y participaba activamente en la dirección de la compañía. Discutía con Plauto sobre los textos griegos originales en que basaba sus obras, regateaba con los magistrados los presupuestos y las asignaciones para los festivales, y disfrutaba especialmente asistiendo a las audiciones de jóvenes esclavos que Plauto proponía como posibles nuevos miembros de la compañía.

El cuarto aniversario de Cannas llegó y pasó, removiendo amargos recuerdos de la masacre y sus terribles consecuencias, pero impulsando también una sensación de rejuvenecimiento y esperanza; la atroz desesperación de aquellos días parecía ahora lejana e irreal, como una pesadilla. Sextilis dio paso a septiembre y Kaeso empezó a pensar con particular deleite en los Juegos Romanos anuales, pues su querido amigo Escipión había sido elegido edil curul y era el responsable de los festejos.

Por ley, Escipión era demasiado joven para presentarse a la magistratura. Pero el día de las votaciones, una multitud de entusiastas subió a hombros a Escipión y lo paseó por toda la ciudad exigiendo su elección, entonando consignas, canciones y vítores ensordecedores. La muchedumbre se hizo tan numerosa y tan ingobernable que los funcionarios responsables de las votaciones se vieron completamente superados. Después de una precipitada reunión, permitieron la elección sin precedentes de un joven de veinticuatro años de edad para el puesto de edil curul.

Posteriormente, con un guiño y una carcajada, Escipión negó cualquier responsabilidad en el montaje de aquel casi motín «espontáneo» que dio como resultado su elección.

–Si toda Roma quiere convertirme en edil -dijo-, ¡pues debe de ser que ya soy lo bastante mayor para ello!

Sorprendido o no por su elección, estaba preparado para el puesto. El mismo día en que asumió el cargo, anunció un plan detallado para poner en marcha los Juegos Romanos más fastuosos de la historia.

–La ciudad necesita una celebración -declaró-, una huida hacia delante de los muchos meses y años de preocupaciones constantes. ¡Hagamos este año que los juegos dejen de ser un deber patriótico y se conviertan en puro placer!

Unos cuantos refunfuñones se quejaron argumentando que las leyes electorales que llevaban siglos funcionando en Roma se habían roto para recompensar a un joven advenedizo, y que las evasivas disculpas de autopromoción que había hecho Escipión demostraban que era un personaje retorcido y poco sincero. «Y bien», pensó Kaeso, «¿y qué político no lo es? Si alguien se merece que las reglas se inclinen a su favor, ¿no es ése el joven héroe del Ticino y de Cannas?». Kaeso estaba sobrecogido ante el empuje y la ambición inexorable de su amigo, aunque apenas sorprendido por su extraordinaria popularidad. Kaeso tenía la impresión de que no existía hombre más merecedor del amor de todo el mundo.

Naturalmente, para el programa teatral, Escipión solicitó una comedia de la compañía de Kaeso.

Después de consultarlo con Plauto, Kaeso sugirió El soldado fanfarrón.

Era una apuesta arriesgada. Después de lo de Cannas, Graco había cancelado la obra temiendo que el retrato que hacía de un militar vanidoso y lascivo pudiera ser tomado como una sátira de mal gusto sobre los generales romanos derrotados. Pero ahora, con la inserción de nuevos retruécanos y algunas alegorías en los disfraces -¿sería demasiado evidente un parche cubriendo un ojo?-, el personaje del soldado fanfarrón podría verse como una parodia del militar más arrogante de todos:

Aníbal. Hasta ahora, el miedo que el cartaginés inspiraba a los romanos era excesivo para permitirse una sátira, pero en los años transcurridos desde la tragedia de Cannas se había mostrado como un personaje indeciso y cuyo fracaso era posible. Los romanos seguían odiando y despreciando a Aníbal; ¿estarían preparados para reírse de él?

Cuando Escipión se presentó en casa de Kaeso para recoger un ejemplar de la obra, Kaeso esperaba que se lo llevara para estudiarlo tranquilamente. Pero Escipión se puso a leerlo enseguida y allí mismo. Kaeso lo dejó solo en el estudio y deambuló mientras de un lado a otro del jardín.

Entonces oyó las risas de Escipión. Durante la hora siguiente, las risas continuaron sin cesar.

Finalmente, Escipión salió al jardín, con el pergamino en una mano y secándose las lágrimas provocadas por la risa con la otra. Le lanzó una sonrisa maliciosa, tan feliz y despreocupado como un chico que aún no se ha puesto la toga por primera vez. – ¡Divertidísima! ¡Fascinante! ¡Una delicia! Los amantes acaban juntos y el soldado fanfarrón recibe su merecido, una buena zurra, allí mismo, en la escena. «Si todos los lascivos fueran tratados así, la lascivia dejaría de crecer»… ¡Y tanto! Es la obra ideal para este momento. Por Hércules, necesitaba reír así… ¡y también lo necesita el pueblo de Roma! ¡Les va a encantar, y estarán contentos conmigo por haberles dado un regalo así! – Le dio unos golpecitos en el pecho a Kaeso con el pergamino-. Eres un tipo listo, Kaeso Fabio Dorso.

Kaeso bajó la vista.

–El que es listo es Plauto.

–Por supuesto que lo es. Pero si tú no financiaras la compañía, el dramaturgo no tendría escenario, y sin escenario, sus inteligentes líneas no serían más que murmullos que se lleva el viento. No seas modesto, Kaeso. Tienes vista para detectar el talento, igual que un buen general tiene vista para detectar al valiente. Eres un tipo muy valioso. – La obra había puesto a Escipión de tan buen humor que incluso le alborotó el pelo a Kaeso y luego le dio un alegre palmetazo en la espalda con el pergamino.

Kaeso se sonrojó con tanta intensidad que Escipión dio un paso atrás y se quedó mirándolo sorprendido, entonces volvió a darle en la espalda y se echó a reír a carcajadas. Kaeso respiró hondo y se puso también a reír. Se reía de sí mismo, de la absurdidad del mundo, de la ridícula vanidad del soldado fanfarrón. Rió hasta que las costillas empezaron a dolerle y los ojos se le llenaron de lágrimas. Llevaba muchísimo tiempo sin reír así.

El esplendor de los Juegos Romanos de aquel año alcanzó un nivel que Roma jamás había visto.

Los ritos sagrados que se llevaron a cabo en el Capitolio rezumaban auténtica alegría y optimismo; los hombres sonreían al entonar los antiguos términos de homenaje en las festividades a Júpiter, el más grande de los dioses. La procesión por el Circo Máximo se convirtió en una celebración alegre, encabezada por los aurigas a caballo, vestidos con vistosos colores, seguidos por los púgiles con sus exiguos taparrabos y por bailarinas haciendo filigranas con las jabalinas al ritmo de la música de flautas, liras y panderetas. Mimos disfrazados de sátiros correteaban entre la multitud, pellizcando traseros y provocando gritos y sonrojos en mujeres y jóvenes. Incensarios en forma de cabeza de grifo colgaban de altos postes e inundaban el ambiente con nubes de incienso.

En los alrededores del Circo Máximo, el perfume de los incensarios daba paso al aroma de la carne asándose al aire libre, al del pan recién horneado, al olor picante del pescado en escabeche y al delicado perfume de las aceitunas salteadas servidas en aceite. Ningún edil curul hasta el momento había dado de comer tan bien a los ciudadanos de Roma, ni con tanta abundancia. Había tanta comida y se repartía por tantos lugares, que casi nadie tenía que hacer cola y todo el mundo podía repetir tantas veces como quisiera. El Banquete de Júpiter duraría todo el día y seguiría también el siguiente. Era como si, por un par de días, todos fuesen ricos, todos pudieran llenar el estómago a su antojo y pasar las horas abandonados al placer y con la bendición de Júpiter.

En el apogeo de la fiesta, un joven de rostro sonrosado y voz potente, uno de los actores en formación de la compañía de Plauto, se encaramó a una caja y se dirigió al gentío. – ¡Ciudadanos! ¡Dejad de llenaros el buche por una hora y venid a ver El soldado fanfarrón! ¡Se trata de una nueva comedia de Plauto… es decir, del dramaturgo de pies planos originario de Umbría, el que os hace reír hasta mearos encima! ¡Venid a ver El soldado fanfarrón en persona, a Pirgopolínices, a ver cómo rapta a su concubina, la bellísima Filocomasia!

La gente se echó a reír, aunque sólo fuera por oír al chico hacerse un lío con la pronunciación de los complicadísimos nombres griegos. – ¡Venid, ciudadanos, y contemplad al desconsolado Pleusicles, un joven desesperadamente enamorado, que se esfuerza por rescatar a la concubina del soldado! Venid a ver al anciano cascarrabias Periplectomeno… -El chico levantó la ceja y se acercó un dedo a los labios-. ¡Y hagáis lo que hagáis, no le contéis a Periplectomeno lo del pasaje secreto que une su casa con la del soldado, o echaréis a perder la trama! ¡Venid, venid a ver a los astutos esclavos Palestrión, Esceledro y Lurcio… saben más de lo que parece!

El chico saltó de la caja, sacó una flauta y tocó una alegre melodía para acompañar a los espectadores hacia el interior del Circo Máximo.

Debajo del escenario, Kaeso se encontraba cerca del escotillón -Plauto había ingeniado varias maneras de utilizarlo a lo largo de la representación- y observaba a través de una mirilla cómo se iban llenando las graderías. Escipión fue de los primeros en llegar y ocupó su puesto en la sección destinada a los dignatarios, acompañado por un séquito de amigos y colegas. Era un día apacible y el cielo estaba despejado, sin indicios de lluvia. El banquete había puesto al público de buen humor y todo el mundo estaba listo para pasar un buen rato. Con el estómago lleno y el calor del sol, el peligro era que cayeran dormidos.

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