Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (27 page)

–A lo mejor, al final resulta que los decenviros no han hecho tan mal su trabajo. – ¡Ojalá ahora les pareciera bien abandonar sus despachos, reunir de nuevo el Senado y dejarnos elegir nuevos cónsules! – ¡Eso sin olvidar a los tribunos de la plebe, los protectores del pueblo!

–Los matones del pueblo, querrás decir. – ¡Por favor, ciudadanos, por favor! ¡No nos dejemos arrastrar por esa vieja discusión! El objetivo de las Doce Tablas es acabar con las desavenencias dentro de la ciudad y permitirnos seguir adelante…

Un poco alejada de la muchedumbre, Icilia se afanaba por escuchar lo que los hombres decían.

Pese a que estaba desesperada por saber si la rumoreada prohibición del matrimonio entre clases aparecía entre las leyes publicadas, no estaba bien visto que una joven se adentrara allí o formulara una pregunta. Ella y Verginia se dirigían al templo de Fortuna para consultar a un arúspice que elegiría una nueva fecha para el casamiento de Verginia. Verginio había tenido que ausentarse urgentemente por cuestiones militares y la boda tenía que retrasarse como mínimo un mes. Sus madres iban charlando un poco por delante de ellas, y cuando Icilia vio el gentío y se dio cuenta de lo que estaban comentando, le suplicó a Verginia que se quedase allí con ella un momento.

–Esto no es buena señal -murmuró finalmente, negando con la cabeza-. Nadie habla del matrimonio; sólo sobre la esclavitud y los poderes del paterfamilias. Vámonos ya, Verginia. ¿Verginia?

Miró a su alrededor. Verginia no estaba por ningún lado.

Las dos madres las habían perdido y venían de vuelta, con mala cara. – ¡Icilia! – gritó su madre-. Tienes que seguir nuestro paso. ¡Nada de perder el tiempo! Hoy tenemos mucho que hacer. ¿Dónde está Verginia?

–No lo sé. – ¿No estaba contigo?

–Sí, pero nos paramos un momento. Me volví y cuando miré de nuevo…

Icilia fue interrumpida por un hombre que llegó corriendo hasta ellas, alarmado. – ¿Eres la esposa de Verginio? – dijo.

La madre de Verginia asintió. – ¿Dónde está tu marido? ¡Tiene que venir enseguida!

–No está en la ciudad. – ¿Dónde está?

–Fuera, cumpliendo sus deberes militares. ¿Qué sucede?

–No estoy seguro, pero es muy extraño. Tu hija, Verginia… -¿Qué le ha pasado? – ¡Ven y lo verás!

El hombre las guió a través del Foro hacia el edificio donde se reunían los decenviros. Enfrente del edificio se había congregado una pequeña multitud. En el centro de la misma, flanqueado por los lictores que acostumbraban a vigilar la entrada, estaba Marco Claudio. Sujetaba una cuerda cuyo extremo estaba atado al cuello de Verginia, que permanecía temblando a su lado con la mirada clavada en el suelo y ruborizada.

La madre de Verginia gritó horrorizada. – ¿Qué significa esto? – exclamó, abriéndose camino entre la gente. Los hombres se apartaron para abrirle paso, pero cuando intentó retirar la cuerda del cuello de su hija, los lictores levantaron sus hachas y sus porras.

Se estremeció y retrocedió. – ¿Quién eres? ¿Qué le has hecho a mi hija?

–Me llamo Marco Claudio. – La miró por encima-. Y esta mujer no es tu hija.

–Por supuesto que lo es. Es mi hija, Verginia. – ¡Mientes! Esta mujer nació en mi casa, como esclava. Desapareció hace años, la robaron a medianoche. Sólo ahora he descubierto que fue llevada a la casa de un tal Lucio Verginio. Al parecer, el muy sinvergüenza ha estado haciéndola pasar por su hija e incluso ahora conspira para prepararle un matrimonio bajo falsos supuestos.

La madre de Verginia se quedó estupefacta. – ¡Esto es una locura! Por supuesto que Verginia es hija mía. Yo la parí. ¡Es mi hija! ¡Suéltala enseguida!

Marco Claudio sonrió con satisfacción.

–Robar el esclavo de otro y perpetrar un matrimonio fraudulento son crímenes muy graves bajo las nuevas leyes decretadas por los decenviros. ¿Qué tienes que decir en tu defensa, mujer?

La madre de Verginia escupió y se echó a llorar.

–Cuando mi esposo…

–Sí, ¿dónde está el sinvergüenza?

–Fuera de la ciudad… -¡Ya entiendo! Debe de haberse enterado de que he descubierto su ardid y ha decidido huir. – ¡Esto es ridículo! ¡Es absurdo! – La madre de Verginia miró suplicante a la multitud que se agrupaba a su alrededor. Algunos de los hombres la miraban con lástima, pero otros con desprecio.

Algunos la miraban abiertamente de manera lasciva, excitados por el espectáculo de una chica supuestamente de buena familia exhibida como esclava con una cuerda alrededor de cuello, mientras que la mujer que afirmaba ser su madre arremetía desesperadamente contra la situación.

La madre de Icilia se adelantó para tratar de calmarla, pero Icilia se percató de que estaba tensa y de que su expresión era difícil de interpretar. ¿Habría sembrado la duda en su cabeza aquel hombre que decía llamarse Marco Claudio? Afirmaba que Verginio había cometido un fraude; de ser eso cierto, las víctimas del fraude eran los Icilio. ¿Qué tipo de hombre ofrecería a una hija en matrimonio y entregaría en su lugar a una esclava, a una esclava robada, además?

A Icilia sólo se le ocurría una cosa que hacer: ir en busca de su hermano. Volvió a casa corriendo lo más rápido que le era posible.

Marco Claudio se cruzó de brazos.

–Es evidente, esposa de Verginio, que ya que no piensas confesar el robo de mi esclava, e insistirás, en cambio, en afirmar que se trata de tu hija, tendrá que ser un tribunal quien confirme su identidad. El tribunal que normalmente se ocupa de este tipo de disputas está actualmente suspendido y son los decenviros quienes gestionan estos casos. Creo que el decenviro responsable de este tipo de disputas en concreto es… -¡Entonces llama enseguida a los decenviros! – gritó la madre de Verginia-. ¡Pero, mientras, devuélvemela!

Marco se acarició la barbilla y frunció los labios.

–Me parece que no. Si su supuesto padre estuviera presente, tal vez me convenciera de entregársela… pero no a una mujer, que no puede tener derecho legal. – ¡Yo soy su madre!

–Eso dices, pero ¿dónde está el hombre que refrende tal afirmación? Ya que Verginio no está presente, sólo renunciaré a la posesión de esta mujer ante las autoridades competentes.

Diversos hombres de la multitud, incluso los que parecían simpatizar con la madre de Verginia, asintieron y refunfuñaron dando su aprobación, persuadidos por el razonamiento legal que esgrimía Marco.

–Sólo la entregaré a un decenviro. ¡Ah, mirad allí! Precisamente aquí está el hombre que necesitamos. Éste es el decenviro responsable de decidir sobre este tipo de casos.

Acababa de aparecer Apio Claudio, por lo visto por casualidad. Iba vestido con la toga de color púrpura rematada en oro que los decenvires habían adoptado como prenda oficial e iba acompañado por una guardia de lictores. Caminaba con gran dignidad. Su pelo entrecano y su barba bien recortada le proporcionaban un aspecto distinguido. Con una expresión de inocente curiosidad, avanzó entre la multitud.

Verginia, que había permanecido sin moverse durante mucho rato, paralizada por la vergüenza, se abrazó el cuerpo y se puso a temblar violentamente. La madre de la chica cayó a los pies de Apio Claudio. – ¡Decenviro, ayúdanos! – exclamó.

–Naturalmente que te ayudaré, buena mujer -dijo sin perder la calma, alargando la mano para tocarle la frente. Se dirigió a Marco-. ¿Qué está sucediendo aquí, ciudadano? – Hablaba en voz baja y firme, aunque un ligero temblor, casi imperceptible, revelaba la pasión de la excitación que brillaba detrás de su mirada.

–Permíteme que me explique, decenviro -dijo Marco-. Acabo de recuperar a esta esclava huida, que escapó de mi casa hace muchos años.

Verginia agarró de pronto la cuerda que llevaba atada al cuello e intentó deshacer el nudo; pero Marco, reaccionando al instante, tensó más la cuerda y cuando Verginia llegó al extremo de la correa, fue derribada y cayó al suelo. Su madre dejó escapar un grito de horror.

Apio Claudio levantó una ceja.

–Me parece que he llegado en el momento preciso. Es evidente que esta situación exige la sabiduría y la autoridad que sólo un decenviro es capaz de proporcionar.

En aquel momento, Icilia llegó acompañada de su hermano, ambos respirando con dificultad después de su carrera a toda velocidad. – ¡Suéltala! – gritó Lucio. – ¿Y quién eres tú, joven? – dijo Apio Claudio.

–Lucio Icilio. Esa chica va a ser mi esposa.

Marco gruñó y le lanzó una mirada cáustica.

–Esta mujer es mi esclava. Una esclava no puede ser esposa de ningún hombre. Ahora bien, si yo decidiera engendrar en esta ramera…

Lucio corrió hacia él, gritando de rabia y agitando los puños. Los lictores le impidieron el paso. – ¡Acaba enseguida con este atropello! – gritó Apio Claudio-. Estás perturbando la paz. – ¡Este hombre pretende raptar a una chica nacida libre! – gritó Lucio-. ¡El atropello es ése! Si tuviéramos aún tribunos que nos protegieran…

–Ah, ahora ya sé quién eres -dijo Apio Claudio-. El vástago de los Icilio, una familia famosa por ser instigadora y agitadora. Bien, joven, laméntate todo lo que quieras de la ausencia de los tribunos; los decenviros son los únicos funcionarios del Estado, y un decenviro será quien decida sobre este asunto. Y como resulta que yo soy el decenviro responsable de estas disputas sobre propiedad… -¡Ésta no es una disputa sobre propiedad! ¡Es un secuestro!

–Tal vez, joven; pero eso lo decidiré yo.

–Decenviro, tú conoces a esta chica. Es Verginia, hija de Lucio Verginio. ¿No pediste tú…? – Lucio se interrumpió. El hecho de que Apio Claudio hubiera pedido a Verginia en matrimonio, un hecho revelado por Verginio después de beber grandes cantidades de vino, no era asunto que Lucio quisiera discutir en público.

–Joven, si insistes en esta provocación, en incitar a la muchedumbre a la violencia, no me quedará otro remedio que ordenar a mis lictores que te detengan. Los autorizaré a utilizar toda la fuerza necesaria. En cuanto dé esa orden, podrían matarte aquí mismo.

Icilia lo agarró por el brazo.

–Hermano, haz lo que te dice. Cálmate.

Lucio se liberó de su hermana. Su rabia se transformó en lágrimas.

–Decenviro, ¿no ves lo que pretende este hombre? ¿No te das cuenta de lo que quiere hacerle a Verginia? Esta chica es virgen. Va a ser mi desposada. ¡Por el bien de la decencia, no puede pasar ninguna noche bajo el techo de otro hombre que no sea su padre!

–Comprendo tu preocupación -dijo Apio Claudio, que aprovechó la oportunidad para repasar de arriba abajo a Verginia. Ella seguía donde había caído, a cuatro patas y con la cuerda atada al cuello, sofocada y temblorosa, tremendamente aterrorizada. El decenviro separó los labios.

Entrecerró los ojos. Todos los hombres allí congregados contemplaban a Verginia; nadie se percató de la mirada lujuriosa del rostro de Apio Claudio, incluso Lucio, al ver a Verginia en una postura tan vejatoria, apartó la vista.

Apio Claudio enderezó la espalda y levantó la barbilla.

–Pese a su exaltación, el joven Icilio tiene razón: hasta que no se determine que es de su propiedad, la mujer no puede quedar en posesión de Marco Claudio. Pendientes como estamos del regreso de Verginio, y mientras no pueda realizarse un juicio informado sobre la condición de la mujer, me encargaré yo mismo de su custodia. Dispongo de una cámara privada en el salón de reuniones de los decenviros. La chica estará completamente a salvo allí. Ciudadano, entrégame la cuerda.

Marco, inclinando y ladeando la cabeza, entregó la soga a Apio Claudio.

El decenviro se inclinó para acariciarle a Verginia la mejilla, mojada por las lágrimas.

–En pie, chica. Acompáñame. – La cogió por el brazo para levantarla. Pocos se percataron de lo fuerte que la agarraba, clavándole los dedos en la carne hasta hacerla gimotear de dolor.

Temblando de miedo, Verginia tropezó. Apio Claudio le pasó el brazo por el hombro y le susurró al oído. Cualquier espectador se imaginaría que estaba susurrándole palabras de consuelo y alivio. De hecho, incapaz de seguir reprimiéndose por más tiempo, estaba diciéndole todo lo que desde hacía tanto tiempo soñaba decirle, explicándole con detalle lo que pretendía hacerle en cuanto estuvieran a solas en sus estancias. Verginia se puso rígida y abrió la boca, conmocionada, pero de ella no salió ningún sonido.

Cuando Apio Claudio la conducía hacia el interior del edificio, Verginia consiguió sujetarse al umbral de la puerta para emitir un débil grito pidiendo ayuda. Lucio gritó angustiado y salió corriendo tras ellos.

Los lictores se abalanzaron sobre él. Lo hicieron caer al suelo y lo golpearon con sus porras.

Enojados al ver a uno de los suyos recibir una paliza en público, un grupo de jóvenes plebeyos se precipitó hacia los lictores y ayudó a Lucio a ponerse en pie. Los gritos desgarraron el ambiente y la sangre se derramó sobre el suelo adoquinado.

Salieron más lictores del edificio. La multitud se dispersó rápidamente.

Debilitado y ensangrentado, Lucio regresó cojeando a casa, ayudado por su madre y su hermana.

La madre de Verginia les seguía, llorando de forma incontrolable.

Las acciones llevadas a cabo por Apio Claudio aquel día, y en los días que siguieron, fueron tema de especulación durante mucho tiempo después.

Cuando toda la historia salió a la luz, la gente pensó que el decenviro había caído presa de algún tipo de locura. A buen seguro, ningún hombre en sus cabales habría creído que la patraña expuesta por Marco Claudio se sostendría sin ser verificada, o que el destino de Verginia dejaría indiferente al pueblo de Roma. Y aun así, Apio Claudio había reflexionado en todos los detalles, pues cada paso de su plan había sido elaborado de antemano y cuidadosamente ejecutado; resultó incluso que la orden que reclamaba a Verginio en el ejército había partido del decenviro. Apio Claudio no se había limitado a aprovecharse de la situación, o a caer en una repentina tentación que superaba su buen juicio; la había orquestado deliberadamente y la había puesto en marcha con una crueldad inquebrantable.

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