—¿De verdad que te lo hizo Targelia? —insistió Elpinice—. ¡Qué casualidad!
Targelia, la cortesana jonia de la que se decía que era la mujer más bella del Egeo, había causado sensación al visitar Atenas el verano anterior. Tenía un cuerpo tan hermoso y tan poco pudor para lucirlo que Pasicles, el mejor pintor de cerámica roja de la ciudad, le había pedido que posara para ella y había dibujado una serie entera de copas muy subidas de tono. La colección la había comprado luego Calias, amigo de Cimón, y a muy buen precio.
Targelia había alquilado una casa cerca del Ágora. Allí celebraba banquetes que a veces se convertían en refinados simposios en los que, al compás de las cítaras, se escuchaban las poesías más recientes de Simónides o los densos y oscuros versos de Esquilo. Otras veces, las fiestas degeneraban en orgías que se prolongaban hasta que cantaba el gallo, e incluso más tarde. Fue en una de esas ocasiones cuando Cimón había descubierto que las habilidades bucales de Targelia no se limitaban a cantar o recitar. Aquella noche lo había tomado de la mano y se lo había llevado del comedor. Mientras sus invitados se revolcaban sobre los divanes y las esterillas del suelo con las flautistas y las cortesanas, Targelia condujo a Cimón a su propio dormitorio, en el segundo piso, y en una cama cubierta por sábanas de seda le hizo lo mismo que Elpinice. Sin pedirle nada a cambio. Por suerte, ya que Cimón, empobrecido desde el juicio contra su padre, no habría podido hacerle ningún regalo digno de ella.
Targelia no sólo era bella, sino también generosa. Aceptaba obsequios, por supuesto, pero regalaba sus favores a hombres como Cimón siempre que le agradaran físicamente.
—No seas ingenuo —le había dicho Temístocles cuando Cimón alardeó ante él de haber disfrutado del cuerpo de Targelia—. También ha fornicado con tipos calvos y panzudos de sesenta años.
—¿Gratis? —Sin cobrarles directamente, pero gratis no. Ella no concede sus favores por las buenas.
—¿Qué quieres decir? —Que es una agente persa. De Mardonio, en concreto. Jerjes no se rebajaría a usar espías.
Cimón no sabía por qué estaba tan seguro de esta última afirmación. Pero Temístocles se negaba a compartir con él la información que poseía sobre los persas y se la dosificaba como un avaro. Cosa que molestaba profundamente a Cimón.
Temístocles, que parecía inmune a los encantos de Targelia, había recurrido a su autoridad como general para expulsar a la joven de Atenas y, de paso, había conseguido que dos de sus «clientes» fueran juzgados y condenados por conspirar a favor de los persas.
Hacía dos meses que Cimón había vuelto a ver a la hetaira en Tesalia, donde se había convertido en amante de Antíoco el Alévada, uno de los hombres más poderosos de la región. Había acudido allí con un pequeño ejército mandado por Temístocles y un general espartano. El plan consistía en estudiar el terreno y comprobar si podían establecer una posición defensiva entre el mar y las escarpadas laderas del Olimpo. Pero, bien fuera por los manejos de Targelia o por temor a la cercanía de Jerjes, que estaba a punto de cruzar de Asia a Europa con su inmenso ejército, la facción tesalia que prefería enviar agua y tierra al Gran Rey prevaleció sobre la que estaba dispuesta a resistir. Los aliados tuvieron que retirarse al sur y estudiar otros lugares posibles para frenar el avance persa.
De ello habían tratado en la reunión de la Liga Helénica, tan sólo doce días antes. Como resultado, la flota ateniense tenía que reunirse con la aliada y zarpar al norte en breve. Con ella viajaría Cimón, aunque Temístocles le había ofrecido actuar de enlace con el ejército de tierra al mando de Leónidas. Todavía no sabía si tomárselo como un favor o como una limosna.
—¿Sabes por qué he dicho que era una casualidad? —dijo Elpinice, apartándole de aquellos graves pensamientos—. Fue Targelia quien me enseñó a usar la lengua como las lesbias.
—¿Qué? No hablarás en serio.
—Estuve en su casa antes de que se fuera —dijo Elpinice mientras jugueteaba con su dedo en el pecho depilado de Cimón—. Quería ver si era tan hermosa como decían, y aún me lo pareció más.
—No tanto como tú.
Ella le pellizcó una tetilla.
—Sabes que no me gustan los halagos fáciles. Por supuesto que es más bella que yo. Pero también es simpática, y me ha enseñado muchas cosas. Ésta la reservaba para una ocasión especial.
Cimón no supo si creerla. A Elpinice le gustaba tanto escandalizar que a veces se inventaba historias sobre cosas que en realidad sólo había llegado a imaginar. Pero era verosímil que hubiese estado en casa de Targelia. Solía hacerle muchas preguntas sobre la cortesana, y en una ocasión le había saltado con la ocurrencia de posar también desnuda para Pasicles, o incluso para algún escultor.
—¿Por qué ahora que soy joven y tengo buen cuerpo no puedo hacer de modelo para una diosa desnuda?
—¡Una diosa desnuda! —se había horrorizado Cimón—. ¡Qué ocurrencias tienes!
—¿Pues no está llena la Acrópolis y el Ágora de dioses desnudos? ¿Por qué las diosas tienen que estar cubiertas de túnicas y mantos de la cabeza a los pies?
—No es lo mismo.
—¿Por qué? —Porque... No es lo mismo.
—¿Y si representara a Afrodita? ¿Tú crees que a ella le importaría que la vieran desnuda?
Tal vez, se dijo ahora Cimón, si lo que tenía previsto hoy mismo le salía bien, podría contratar a un buen escultor para darle a Elpinice ese capricho. Eso sí, la estatua no saldría jamás de su propia casa. No quería acabar en un tribunal acusado de impiedad.
Al acordarse de la reunión con Calias, frunció el ceño. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de decirle algo a Elpinice, pero decidió que no tenía por qué hacerlo. Al fin y al cabo, era un ciudadano ateniense, un noble, y además ya se le podía considerar un hombre adulto. No tenía por qué rendir cuentas a nadie de sus actos.
Después de levantarse se bañó en la tina de terracota de su casa y se puso una túnica limpia. A media mañana, a la hora en que se llenaba el Ágora, recibió la visita de Calias.
Calias era mayor que él, un hombre alto pero desgarbado, de hombros estrechos y panza blanda. Pertenecía a una familia de los eupátridas que desde los tiempos de Pisístrato había ido perdiendo poder e influencia. Pero en los últimos diez años las tierras de Calias habían vuelto a producir pingües rentas, o eso decía él. Lo que resultaba evidente era que había prosperado mucho, y por eso no había ahora mismo mansión en Atenas más lujosa que la suya.
Sobre él corría una fábula que explicaba su repentina riqueza. Según contaban, en la batalla de Maratón un fugitivo persa le suplicó que le perdonara la vida. A cambio le ofreció un cofre lleno de oro que había enterrado entre los cañaverales del gran pantano al darse cuenta de que no le daría tiempo a huir en los barcos. Calias, tras ver dónde estaba escondido el cofre, había matado al persa, y no había vuelto a buscar el tesoro hasta pasados dos meses desde la batalla.
Cimón podía creer aquella historia sin problemas. Calias no destacaba por sus virtudes marciales ni su valor físico. Pero cuando se trataba de dinero, ni Aquiles defendiendo a Patroclo habría sido más fiero.
Y ahora se trataba de dinero, precisamente. Calias y él iban a pactar la engye, los esponsales de la hermana de Cimón. Para ser un hombre tan práctico, Calias se había enamorado perdidamente de ella, y estaba dispuesto no sólo a casarse sin dote, sino incluso a sufragar las deudas de Cimón.
Casi diez años antes, cuando Cimón tuvo que pagar la multa de cincuenta talentos que le habían impuesto a su padre por el fiasco de la expedición de Paros, se vio obligado a vender varias propiedades. Aun así sólo consiguió quince talentos contantes y sonantes, pues Milcíades había dejado atrás buena parte de las riquezas familiares cuando la familia abandonó precipitadamente los Dardanelos huyendo de los persas.
Los otros treinta y cinco se los había prestado Temístocles.
—Sin intereses —le había dicho—. Tú me los irás devolviendo cuando puedas.
Hasta entonces no se había dado cuenta Cimón realmente del dinero que poseía Temístocles, pues no era hombre proclive a ostentaciones ni oropeles: no había enviado jamás una cuadriga a competir a los Juegos de Olimpia, nunca celebraba banquetes multitudinarios en su casa y el único lujo que se permitía era costear con generosidad las tragedias de su amigo Frínico.
Cimón se había jurado devolverle el dinero cuanto antes, pero no resultaba un empeño nada fácil. Temístocles no sentía la menor vergüenza por hacer fortuna comerciando y gestionando sus propios negocios. Cimón sospechaba que además, bajo mano, prestaba dinero a varias personas fuera del círculo de sus amigos, y que a ellas sí que les cobraba intereses. De esa manera, cualquiera podía enriquecerse.
Pero cuando uno quería vivir de acuerdo con los ideales aristocráticos, y más aún, con los de sus idolatrados espartanos, que veían el trabajo como una deshonra y una condición servil, resultaba mucho más difícil acrecentar la hacienda. Cimón había comprobado que cuando uno empieza a empobrecerse, el poco dinero que tiene parece huir por las ventanas. Si quería mantener un nivel de vida apropiado a un eupátrida como él, necesitaba gastar al menos un talento al año, y eso sin grandes dispendios; lo cual le consumía buena parte de las rentas que ingresaba por las fincas que todavía conservaba.
El caso es que habían pasado diez años desde el juicio contra su padre y todavía tenía que devolverle otros tantos talentos a Temístocles. Él jamás le insinuaba nada, pero no hacía falta. Cimón estaba atado a Temístocles, y aquel vínculo hacía que se sintiera incapaz de oponerse a su política, aunque cada vez estaba menos de acuerdo con ella.
Sus prevenciones no eran nada comparadas con las que sentía Calias.
—Estamos viviendo el final de una época —le dijo ahora, mientras compartían una copa de vino bajo el olmo del patio—. Por culpa de ese hombre todos nuestros viejos valores se tambalean. ¿Dónde está el respeto a la honradez, a la verdad y a la nobleza? La gente se burla ya hasta de los ancianos y los sabios.
—No te alteres, Calias. Los tiempos cambian.
—Eso lo podías decir antes porque eras joven, Cimón. Ahora te corresponde pensar con más responsabilidad. Hay que detener a Temístocles antes de que convierta nuestra ciudad en un estercolero moral donde todo dé igual, donde un jornalero sea igual que un eupátrida y un esclavo igual que un amo. Por culpa de ese hombre, en Atenas reina el libertinaje.
Cimón se llevó la copa a los labios para ocultar una sonrisa. Ya quisieran los jornaleros de la cuarta clase dedicarse al libertinaje con tanto entusiasmo y tantos medios como Calias y sus congéneres.
—Temístocles es el enemigo —insistió Calias—. Sin él, la chusma no sería ni la mitad de audaz de lo que es ahora. Y, para colmo, nos quiere quitar la lanza y el escudo y rebajarnos al remo y al cojín. ¡A nosotros, los vencedores de Maratón! Cimón asintió, aunque sin comprometerse a decir nada. No sólo comprendía las ventajas de la política naval de Temístocles, sino que en cierta medida las aceptaba. Había vivido las sensaciones de la guerra en el mar en varias campañas. Incluso en la última batalla librada contra Egina antes de la tregua general, Temístocles le había entregado el mando de una nave, la Dínamis. Para Cimón, cabalgar la proa de un trirreme sobre las olas y embestir a una nave enemiga con el espolón de bronce había sido una emoción incomparable, como la de domeñar un corcel gigantesco.
No había arma más letal, elegante y refinada en el mundo que el trirreme. Corintios, egipcios y fenicios discutían quién lo había inventado. Cimón sospechaba que todos podían tener razón, pues era lógico que los arquitectos navales de varios lugares hubieran pensado simultáneamente en la forma de perfeccionar el poder ofensivo de las viejas penteconteras, las naves largas de cincuenta remeros. ¿Cómo mejorar la propulsión sin aumentar demasiado el peso? Una posibilidad era triplicar el número de remos manteniendo invariable la longitud de la nave. Eso convertiría a un barco provisto de espolón en una especie de lanza gigantesca, un ariete flotante.
La solución había sido montar tres bancadas de remeros situadas en otros tantos niveles, desde la sentina donde bogaban los infortunados talamitas hasta la postiza de arriba donde lo hacían los tranitas. Para encajar esas tres bancadas en un ancho de, a lo sumo, cinco metros, los arquitectos se habían visto obligados a hacer auténticas filigranas. El resultado era que en las entrañas de un trirreme podían remar hasta ciento setenta hombres, pero con tales apreturas que maniobras como embarcar o, simplemente, bogar tenían que coordinarse a la perfección para que codos, rodillas o pies no chocaran con cabezas ajenas.
El propio Cimón, animado por Temístocles, había probado a remar en el pescante como un tranita más. Allí arriba el aire corría un poco más que en la bodega y, sin embargo, el hedor de tantos cuerpos transpirando a la vez le había hecho sufrir arcadas. No quería imaginarse cómo sería el trabajo de los talamitas, a los que les chorreaba encima el sudor de las dos bancadas superiores, por no hablar de otros fluidos.
Su breve experiencia le hacía comprender que los miembros de las clases superiores, como Calias, se escandalizaran ante la mera idea de empuñar un remo en tales condiciones. Pero los hoplitas aún podían servir en la marina de otra forma más honrosa, como infantes de cubierta, las tropas que, una vez llegado el abordaje o la embestida, usaban sus lanzas para combatir contra los enemigos.
El peligro para los aristócratas no era tanto que se vieran obligados a bogar en los nuevos trirremes. El verdadero problema estribaba en que Temístocles estaba convenciendo al pueblo llano, a la cuarta clase, de que su función como remeros en la flota era vital para defender la ciudad, y tan importante como la de los propios hoplitas que habían derrotado a los persas en Maratón. De eso a convencerlos de que exigieran la igualdad total y pudieran acceder a todos los cargos, incluso los de arconte y general, tan sólo había un paso.
Calias expresó ahora esos temores de una forma muy concreta.
—El pueblo cada vez es más insolente. Viniendo aquí me he cruzado por un callejón estrecho con un jornalero que llevaba un cesto de anchoas. ¿Y quién te crees que ha tenido que meterse en el hueco de una puerta para dejarle pasar? ¡Yo, por supuesto!
—Yo no le habría cedido el paso —respondió Cimón.