Salamina (51 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

Temístocles suspiró. Él tampoco tenía ningún interés en estar a las órdenes del tirano siciliano.

Según lo que contaban de Gelón, era un personaje no mucho menos megalómano que Jerjes. Pero tachar de su lista doscientos barcos y veinte mil hoplitas no resultaba demasiado alentador.

Entre los demás asistentes debían pensar lo mismo que él, a juzgar por las miradas preocupadas que cruzaron entre ellos. Pero la mayoría representaban a pueblos del Peloponeso que, voluntariamente o por la fuerza, estaban aliados con Esparta desde hacía generaciones y no se atrevían a contradecirla.

Sólo había una ciudad en el Peloponeso que mantenía su independencia de Esparta, y era fácil apreciarlo comprobando la actitud de su embajador. El representante de Argos estaba cruzado de brazos, con la barbilla levantada y el labio superior casi enterrado bajo el inferior. Tras escuchar las palabras de Leónidas, se levantó y abrió los brazos y la boca, pero no por ello bajó la barbilla.

—El orgullo de Esparta os perderá a todos —dijo—. Su empeño en mandar ellos y sólo ellos sobre las tropas de la Alianza es absurdo. Es mucho mejor para todos que haya un mando compartido.

Hubo algunas voces, tímidas y escasas, de apoyo al embajador argivo.

—En la guerra debe haber una sola cabeza. Es mejor el error de uno solo que el posible acierto de muchos —respondió Leónidas—. Los espartanos lo sabemos bien, y por eso mi colega Latíquidas se ha quedado en la ciudad dejando en mis manos el gobierno de esta guerra.

Si luego respaldara las decisiones que tomes aquí, estaría bien
, pensó Temístocles. Pero no confiaba en ello. Por lo poco que conocía a Latíquidas, estaba claro que tenía más experiencia en los tejemanejes políticos que Leónidas. Seguro que ahora mismo estaba llevando a cabo sus propias maniobras en Esparta. Sólo había que pensar en cómo había intrigado para que el oráculo de Delfos dictaminase que su antecesor en el cargo, Damarato, era hijo ilegítimo y, por tanto, no podía seguir siendo rey. Ahora Damarato, como tantos otros desterrados y resentidos, formaba parte de la corte de Jerjes. El escándalo se había descubierto un tiempo después y la Pitia implicada había sido expulsada del santuario de Delfos.

Pero el caso era que Latíquidas se había convertido en rey. Cosa que a Temístocles no le hacía la menor gracia. Por su amigo Pausanias, sabía que Latíquidas había dicho durante un banquete:
«En el fondo, la guerra contra Persia nos viene bien. Lo mejor que nos puede pasar es que Jerjes destruya Atenas, que es un cáncer para toda Grecia. Seguro que después se aburre y vuelve a su país. ¿Para qué le interesa el Peloponeso?»
.

—Ya que a Leónidas le gusta hablar claro, yo también lo haré —dijo el embajador argivo—. Si queréis la ayuda del poderoso ejército de Argos, tendréis que concedernos la mitad del mando del ejército de tierra.

El representante de Corinto, Adimanto, un hombre calvo, de mejillas chupadas, mirada de zorro y lengua de víbora, soltó una carcajada.

—¡El poderoso ejército de Argos! ¿Cómo podéis pedir el mando cuando aún no os habéis recuperado de la paliza que os dieron los espartanos hace doce años? Dad gracias de que os hayamos pedido que participéis en esta empresa con los demás. ¡El poderoso ejército de Argos! ¡Ja!

—¡No consentiré que se ofenda a la legítima soberana de todo el Peloponeso! —exclamó el argivo, señalando a Adimanto con un gesto tan brusco que se le resbaló el manto al suelo.

—Los tiempos de Agamenón han pasado, amigo —respondió el corintio—. ¡Ya no asustáis ni a las cabras que os tiráis en el campo! Algunos reprocharon a Adimanto su grosería, pero fueron más los que soltaron la carcajada.

Rojo de furia, el embajador de Argos recogió su manto con un floreo, lanzó una maldición con el pulgar contra el corintio y se retiró, seguido de sus dos acompañantes. El representante de Sicilia aprovechó ese momento para marcharse también.

El siguiente tachón de su lista fue Corcira. La isla, situada frente a las costas de Italia, había prometido contribuir con una flota de sesenta trirremes, un contingente nada despreciable. Pero ahora Leónidas informó a la Alianza de lo que les había revelado un mensajero:

—La flota de Corcira está anclada al sur del Peloponeso y no tiene la menor intención de pasar de allí.

—¿A qué están esperando, si puede saberse? —preguntó Adimanto, con voz llena de rencor.

Corcira era una colonia de Corinto que había crecido mucho y se negaba a aceptar las órdenes de su antigua metrópolis.

—Según ellos, a que amainen los etesios —respondió Leónidas, refiriéndose a los vientos que soplaban del norte durante casi todo el verano.

—¡Valiente excusa! Ni que habláramos del Bóreas. ¿Es que sus naves no tienen remos para navegar contra esa brizna de aire?

—De todas formas, daría igual —dijo Leónidas, encogiéndose de hombros—. Por lo que informó ese mensajero, allí no había sesenta naves ancladas, sino diez como mucho. No —añadió, volviéndose a Temístocles—. Estamos prácticamente solos en esto. Atenas y nosotros, la Liga del Peloponeso.

—¿Es que nosotros no contamos? —preguntó el representante de Tebas, un anciano de largos cabellos blancos.

—Perdóname, ilustre Eurímaco.

—Leónidas agachó la barbilla pidiendo disculpas, pero fue un gesto de apenas medio segundo.

Temístocles repasó mentalmente su lista. Ya eran trescientos veinte barcos y cuarenta mil hoplitas menos de los que había previsto en sus cálculos más optimistas. Sospechaba, además, que no tardarían en producirse nuevas defecciones conforme el ejército de Jerjes se acercase a la Grecia central. Sí, ahora el embajador de Tebas estaba allí haciendo el papel de virgen ofendida, pero todos se temían que los oligarcas que dominaban su ciudad se pasarían al otro bando en cuanto vieran asomar por el horizonte la primera mitra persa.

Si se descuida
, pensó Temístocles,
Jerjes va a ganar esta guerra sin tener que librar una sola batalla.
En todo ello sospechaba más la mano de Mardonio, un militar realista que prefería recurrir a la diplomacia y al dinero cuando era posible, que del propio Jerjes. Agentes más o menos encubiertos recorrían Grecia desde hacía años, sembrando a la vez el temor y la esperanza. Lo primero lo conseguían gracias a truculentas historias sobre torturas orientales —que el propio Temístocles habría podido atestiguar— y a las informaciones sobre la magnitud de un ejército que secaba ríos y agostaba campos a su paso. En cuanto a la esperanza, tal vez más insidiosa, la propagaban diciendo que aquellos que se sometían a Jerjes no vivían tan mal; que, por las buenas, los persas eran unos amos tolerantes; que su gobierno traería más beneficios que perjuicios y que gracias a él Grecia estaría por fin unida, aunque fuera bajo el estandarte alado del Gran Rey.

—Qué decepción se llevaría Jerjes si viera esto —susurró.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó Cimón.

—Por nada.

Temístocles se arrepintió de haber hablado. Nadie aparte de Sicino sabía que había estado en presencia del Gran Rey, y prefería que siguiera siendo así. El joven puso gesto ofendido, como hacía siempre que no conseguía una respuesta suya, y se calló.
Aún no es tiempo de que lo sepas todo, cachorro de león,
pensó Temístocles.
El día en que sepas tanto como yo me querrás jubilar
.

Una vez que aquellos que ya no creían en la Alianza la abandonaron, había llegado el momento de renovar el pacto. Tras sacrificar un cabrito negro y verter su sangre en el suelo, todos los presentes juraron por los poderes del cielo, la tierra y las aguas y derramaron unas gotas de vino en el suelo.

—¡No rendiremos jamás nuestra libertad a Jerjes! —rugió Leónidas.

—¡Jamás! —contestaron los demás.

—¡Le haremos pagar con sangre cada palmo de tierra que conquiste!

—¡Con sangre!

—¡Todos aquellos pueblos que se han rendido a los persas serán nuestros enemigos, y cuando los derrotemos consagraremos al dios de Delfos la décima parte de todos sus bienes!

—¡Así lo juramos! Después de tan recias palabras, los miembros de la Alianza apuraron el vino de sus cálices.

Temístocles pensó que todo aquello no dejaba de ser una baladronada. Él se conformaba con derrotar a los persas, y a cambio de eso, les perdonaría gustoso aquel diezmo a los entreguistas.

Pero cuando uno se enfrentaba a un enemigo tan superior, hacían falta baladronadas como aquéllas para encender la sangre.

Dejando aparte que le parecía una promesa demasiado generosa para el oráculo de Delfos, que no hacía más que desmoralizar a todas las ciudades de Grecia con sus agoreras predicciones. En ese mismo momento, los enviados atenienses debían estar de regreso con la respuesta del oráculo, y Temístocles no esperaba que fuese demasiado optimista.

Después de tratar ciertos asuntos organizativos, Leónidas anunció un breve descanso. Temístocles salió aliviado del edificio y respiró el aire del exterior. Hacía calor y ya empezaba a sonar el metálico canto de la chicharra, pero, al menos, soplaba la brisa del mar. El templo de Poseidón se hallaba en la parte oriental del Istmo, la que se asomaba al Egeo, a poco más de un kilómetro de la explanada del santuario. Había amanecido un día calinoso, y el horizonte del mar se fundía con el cielo en una vaga y sucia línea blanquecina en la que no se llegaba a distinguir la lejana silueta de la isla de Egina.

—No estés tan preocupado, amigo.

Temístocles se volvió. Era Leónidas.

—¿Por qué dices eso?

—He visto cómo sacabas esa tablilla de cera donde llevas tu lista y te dedicabas a borrar.

—Cada vez somos menos, Leónidas. Y no son tropas ni barcos lo que nos sobra.

—Yo prefiero tener a los enemigos enfrente que a mi espalda. Por lo menos, por delante tengo mi escudo.

Temístocles observó que Cimón se había acercado unos pasos a ellos, con gesto encontradizo.

Decidió hacerle un favor y le indicó con un gesto que se aproximara.

—Leónidas, te presento a Cimón, hijo de Milcíades.

El rey de Esparta sonrió al ver las trenzas y la barba de Cimón. Después le apretó el bíceps, y el joven lo contrajo por reflejo. Podía lucir un brazo más que respetable, con músculos más torneados que los de su padre, aunque Temístocles dudaba que tuviera tanta fuerza como él.

—Serías un buen espartano, Cimón. No sólo las aguas del Eurotas abrevan buenos guerreros, por lo que veo.

—Agradezco tus palabras, Leónidas, pero no creo merecerlas.

—No conocí a tu padre, pero sé que era un gran hombre. Ahora estás con otro —añadió, apretando el hombro de Temístocles—. Aprovecha y procura aprender de él.

Cimón agachó la cabeza con modestia, como habría hecho un joven espartano, y no dijo nada.

—Hay algo más que debo decirte, Temístocles —añadió Leónidas.

Cimón hizo ademán de irse, pero Temístocles lo retuvo agarrándolo del brazo. Pensó que con ese gesto hacía una apuesta para el futuro, ignorando los quebraderos de cabeza que le iba a traer en el presente más inmediato.

—Cimón es de confianza, Leónidas. Puedes hablar delante de él. El rey de Esparta carraspeó.

—Como verás, se ha discutido mucho sobre el mando supremo, y eso nos ha costado dos posibles aliados. Aunque yo jamás habría contado con Argos.

—El odio entre Esparta y Argos venía de siglos, así que era comprensible. Temístocles asintió y animó a Leónidas a seguir—. ¿Ves a ese hombre de ahí, el que está al lado de los dos éforos? Temístocles siguió la dirección que le marcaba la barbilla del rey. Los magistrados espartanos estaban conversando con un hombre alto y delgado al que le faltaba la mano izquierda, pero que gesticulaba de forma muy expresiva con el muñón. Debía tener cincuenta años, tal vez más.

—Es Euribíades, un primo de Latíquidas. De una de las familias más ilustres de Esparta. Sus ancestros se remontan a Jasón, y dice que lleva la sal del mar en la sangre.

—Sigue —dijo Temístocles, que empezaba a sospechar.

—Por eso el consejo de ancianos de Esparta ha decidido que es el más adecuado para mandar la flota de la Alianza.

Temístocles enarcó una ceja.

—¿Cuántos barcos pone Esparta?

—Diez. Lo sabes mejor que yo.

—Diez trirremes, mi querido Leónidas. Por cada barco vuestro, nosotros tenemos veinte. ¿No te parece que la pretensión de vuestro consejo es poco razonable, aunque sólo sea por aritmética?

—Lo sé, lo sé.

—Leónidas hizo un gesto apaciguador con ambas manos—. Sólo quería avisarte.

Lo mejor es obviar de momento el asunto de quién debe gobernar la flota. Sólo se hablará del mando supremo de Esparta, sin especificar más.

—Eso me parece bien —dijo Temístocles, volviéndose un momento hacia Cimón. La cara del joven era una esfinge.

—Lo que importa ahora es convencer a los aliados de nuestra estrategia —prosiguió Leónidas—.

Luego, cuando tú partas al norte con la flota y yo con la infantería, Euribíades tendrá pocos apoyos y aún menos argumentos para disputarte el mando. Pero procura no sacar a colación el asunto ahora.

—De acuerdo.

—Y otra cosa —añadió Leónidas, apretando el hombro de Temístocles—. Es mejor que me dejes a mí el protagonismo, amigo. Cuanto menos llames la atención sobre ti, menos se acordarán mis compatriotas de la cuestión del mando.

Con estas palabras, el rey dio por terminada la conversación y se dirigió al santuario para reanudar la sesión. Temístocles soltó una carcajada y se volvió hacia Cimón.

—¡Y yo que pensaba que Leónidas era poco político! ¿Qué te ha parecido, Cimón?

—Un hombre interesante.

—Cimón se quedó unos segundos pensativo. Después sonrió, un gesto que le rejuvenecía mucho—. No te ofendas, Temístocles, pero me encantaría acompañarlo a la guerra en vez de ir con la flota.

—Es posible que puedas hacerlo. Necesitaré un hombre de enlace entre los dos escenarios. Tal vez veas a tus amados espartanos en acción.

Venga —añadió, rodeando los hombros de Cimón—. La reunión no ha terminado.

Quedaba hablar de estrategia. Temístocles tenía previsto exponer los planes, pero después de la conversación con Leónidas prefirió limitarse a presentar los hechos y cederle luego la palabra. Sicino, de quien nadie allí salvo Cimón sabía su verdadero origen, entró al santuario cargado con una especie de escudo gigante, tan grande que incluso a él le costaba abarcarlo con ambos brazos. El persa lo depositó en el suelo con un sonoro gong y lo apoyó en una pilastra de modo que todos pudieran verlo. Después retiró el lienzo que lo cubría y salió del recinto.

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