Salamina (55 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

Como otros griegos acaudalados, Temístocles guardaba una buena suma en el santuario, escondida en un pequeño templete detrás del tesoro de los atenienses. Era un edificio muy humilde, de paredes de ladrillo y sin columnas, aunque protegido por una sólida puerta de bronce. En su interior había bandejas y candelabros de plata, una estatua de Apolo y unas cuantas armas persas que le habían correspondido en el reparto del botín de Maratón. Pero bajo aquellas ofrendas, enterrado en el suelo y bajo una pesada losa de granito, se escondía un cofre con dos talentos de oro entre orfebrería, lingotes y monedas persas. Como normalmente el oro se cotizaba a diez veces el valor de la plata, era una fortuna más que considerable.

Fortuna que iba a verse muy mermada por la avaricia de los sacerdotes. Para conseguir que la Pitia recitase una segunda profecía, había tenido que prometerle a Timón la mitad del oro. Como prueba del trato, ahora el sacerdote guardaba consigo la llave del cofre.

Temístocles dirigió una mirada de reojo al otro general. Era indignante que ese eupátrida lo acusara de corrupto, cuando se estaba gastando sus propias riquezas por el bien de la ciudad. Un bien que, a su pesar, alcanzaría al mismo Andrónico.

Mientras le permita seguir vivo
, se dijo. Si no tenía más remedio, le pagaría las tres mil primeras dracmas. Pero no habría más entregas.

La pequeña comitiva llegó ante la gran terraza donde se alzaba el templo de Apolo. El edificio había sustituido a otro anterior, destruido en un gran incendio setenta años antes. En el frontón, el Apolo esculpido por Antenor llegaba a Delfos en un carro, acompañado por su madre y su hermana.

Sus ojos miraban a todos los que llegaban al templo con serena condescendencia.

Al pie de la escalinata se levantaba un altar, y ante él se arrodillaron los peregrinos agitando las ramas de olivo que llevaban en las manos. Así se lo había recomendado Timón. No era día oficial de consulta, y además su ciudad ya había recibido el consejo solicitado. Pero si se presentaban como suplicantes sagrados, Apolo no tendría más remedio que recibirlos, pues ni siquiera los dioses pueden desatender los ruegos de quienes se arrodillan ante ellos.

Timón bajó por la escalinata del templo acompañado por Acérato, el otro sacerdote que gobernaba el santuario. Ambos llevaban sendos mantos blancos cuyos pliegues les cubrían la cabeza. Temístocles intercambió una mirada de inteligencia con Timón. Después, se volvió hacia Sicino, que le entregó el cabritillo negro con las patas atadas. Habían comprado uno flaco y pequeño para que se comportara según los requisitos, y además le habían recortado el pelo. Cuando el sacerdote que acompañaba a Timón le arrojó encima un balde de agua fría, el cabrito se estremeció. De no haber temblado, tendrían que haber esperado a otro día más propicio para consultar a la Pitia.

El próxeno, en representación de los atenienses, degolló al animal y lo ofreció en el altar.

Después, Timón rajó el cuerpo y sacó el hígado de la víctima. Temístocles observó que la víscera era perfecta, tan lisa y brillante que reflejaba el rostro del sacerdote como un espejo.

—Las señales son buenas —dijo Timón—. Podéis pasar conmigo.

Los esclavos se quedaron fuera, junto al altar, mientras Temístocles, Andrónico y el próxeno subían los escalones tras los dos sacerdotes.

Dentro del templo reinaba una fresca penumbra. Atravesaron una galería rodeada por columnatas, levantando ecos con sus pasos sobre las losas grises. Era la primera vez que Temístocles trasponía la puerta del templo, así que examinó con curiosidad su interior. Junto a las paredes se apilaban incontables ofrendas. Destacaba entre ellas una enorme crátera de plata en la que podrían haberse bañado dos hombres. Al ver su interés, Timón le informó de que la había dedicado Creso. El rey lidio, entre muchas otras donaciones, había consagrado también otra crátera de oro que pesaba más de doscientos kilos; pero tras el incendio del templo antiguo la habían trasladado al tesoro de la ciudad de Clazómenas.

—Las ofrendas de Creso están repartidas por todo el santuario —añadió Timón. Tras la discusión de la noche anterior y, sobre todo, la promesa de recibir los fondos de Temístocles, se lo veía relajado, casi simpático. Temístocles comprendió lo que le quería decir: si el Gran Rey entraba en Delfos y quería apoderarse de las riquezas de Creso, no las encontraría todas juntas.

Como si eso fuese un problema para Jerjes, pensó
.

Había exvotos colgados incluso de las vigas del techo: tapices, brazaletes, coronas olímpicas, escudos, yelmos, e incluso dos carros de guerra de madera labrada con adornos de marfil. Una extraña criatura de piel escamosa, con una enorme boca plagada de aguzados colmillos, colgaba de varias correas atadas a su cabeza y su larga cola. Medía por lo menos cinco metros, y Temístocles se preguntó si no sería Pitón, el dragón que custodiaba el oráculo original de la Tierra y al que Apolo había matado con sus flechas.

—Es un cocodrilo del Nilo —explicó el otro sacerdote al ver que los dos atenienses levantaban la mirada.

En el centro del pronaos se levantaba un altar circular en el que ardían ramas de abeto y laurel.

Estaba consagrado a Hestia, la diosa virginal del fuego imperecedero, y según Timón eran también vírgenes quienes lo atendían para que nunca se apagara. Un poco más allá había una mesa, donde Timón depositó el hígado del cabrito, que ya había empezado a oscurecerse.

—Ya estamos en el áditon —susurró.

Hacía bien en avisarlo, porque en otros lugares la cella, el rincón más recóndito del santuario, era una nave separada de la principal por una pared. Pero allí consistía en un pequeño templete construido dentro del edificio mayor.

Unos escalones bajaban a una salita cubierta por un techo de madera donde debían esperar los consultantes. Timón prácticamente los empujó para que entraran a la pequeña estancia, tapada por una cortina. Pero Temístocles tuvo tiempo de barrer el resto del áditon con la mirada. Luego, mientras se sentaba en el banco de madera junto con los otros dos hombres, cerró los ojos y estudió la imagen que había grabado en su mente.

Había observado que la cella estaba más baja que el resto del templo, y su suelo no era de losas, sino de roca viva. Allí debía encontrarse el
khasma
, la grieta de la que emanaban los vapores proféticos de Gea, y por eso habían respetado el suelo original sin nivelarlo ni cubrirlo de losas de piedra. Según se contaba, cuando aún no existía ningún templo en el lugar, unas cabras se habían acercado a la grieta. Al aspirar los gases que brotaban de la sima empezaron a dar unos brincos portentosos y a balar en tonos casi humanos, como si estuvieran poseídas y quisieran hablar en nombre de los dioses. Ahora, sobre esa misma fisura se levantaba un trípode de bronce, el asiento de la Pitia, que de momento estaba vacío.

El trípode quedaba casi oculto de su vista por un frondoso laurel, pero Temístocles había advertido bajo él un resplandor rojizo del que brotaban vapores blancos. ¿Sería el
khasma
? Mnesífilo le había dicho que, según su bisabuelo Solón, no existía tal grieta. Tan sólo era un agujero excavado en el suelo por los propios sacerdotes de Delfos, en el que quemaban plantas que inducían al trance profético, como beleño o adormidera. Sin abrir los ojos, Temístocles olfateó el aire. Podía captar el olor a laurel quemado y también a harina de cebada, junto con otros vapores más dulces que se subían un poco a la cabeza. Y, por debajo de todo ello, flotaba el inconfundible hedor a huevo podrido del azufre.

Huevo
. Sí, había otra cosa que le había llamado la atención, junto a la estatua de Apolo. Sobre un pedestal de mármol se apoyaba una piedra en forma de huevo partido y con la superficie tallada para imitar la red que lo envolvía.

Aquél debía ser el Ónfalo, el ombligo de la tierra. La piedra arrojada por las águilas de Zeus para señalar dónde se encontraba el centro del mundo. O, según otra versión, la roca que la diosa Rea había entregado a su esposo Cronos en sustitución del recién nacido Zeus, para evitar que lo devorara como había hecho ya con sus cinco hermanos.

Aunque Temístocles pensó que, en realidad, debía tratarse del Huevo Primordial, uno de los misterios que le había revelado el purificador órfico. Un secreto del que no podía hablar con sus compañeros de peregrinación, ni con nadie que no fuera un iniciado como él.

Sintió un estremecimiento involuntario y abrió los ojos. Había entrado en el templo con una actitud escéptica, incluso cínica, esperando recibir el oráculo que él mismo prácticamente había dictado a Timón. Sin embargo, ahora que estaba allí sentado, tan silencioso como sus dos compañeros de legación.

—Andrónico parecía tan sobrecogido como él por la solemnidad del lugar—, notaba la presencia de una gran fuerza. No sólo eran los mareantes vahos de la grieta, fuera falsa o no. Había algo más, un aura que le erizaba el vello de la nuca, y también una vibración sorda, casi imperceptible, que se transmitía a su esternón, como si bajo sus pies latiese, lento y poderoso, el corazón de la tierra. Por un momento podía creer que estaba realmente en el centro del mundo, un lugar por el que fluían vórtices y corrientes de energía mística procedentes de la gran Gea, madre de dioses y hombres, fuente de todas las profecías, la presencia oscura que lo regía todo.

No pienses en eso
, se dijo. No debía dejarse llevar por la superstición. Eso estaba bien para los hombres del vulgo, los que no sabían ver tras las sombras para descubrir los hilos del poder. Pero no para Temístocles el racional.

Claro que si él fuera del todo racional no llevaría colgada del cuello esa fina chapa de oro grabada con instrucciones para el más allá.

—Lleva esto encima siempre —le dijo el hombre que se la dio—. Así, cuando mueras, podrás leerlo y recordar.

Se llamaba Zeuxis y era un anciano nacido en Síbaris, la próspera ciudad borrada de la faz de la tierra por el odio de sus vecinos. Ahora, sin patria, recorría el sur de Italia oficiando de curandero e iniciando a algunas personas selectas en los misterios de Orfeo, el héroe que había descendido a los infiernos y regresado de ellos. El hombre que había derrotado a la muerte y al olvido.

Era el olvido, más que la muerte, lo que temía Temístocles. Por eso llevaba encima la lámina de oro. La palpó ahora con los dedos bajo la túnica, aunque no necesitaba desenrollarla para recordar lo que tenía grabado.

Zeuxis lo había purificado durante tres días y tres noches, invocando a Dioniso y Orfeo con sangre y fuego. Ahora, cuando Temístocles llegara al más allá ya no tendría que pagar por sus pecados, o al menos eso le había prometido el viejo. Sobre todo, por el peor de todos, haber traicionado a los eretrios. Después del viaje a Babilonia y la conversación con Esquines se había obsesionado con ellos, y de noche se le aparecían lamentándose de su suerte y vomitando bilis negra junto a los pozos de asfalto.

Pero gracias a aquel anciano, casi había dejado de soñar con los cautivos eretrios. Bastante tenía con contemplar todas las noches el rostro del verdugo desnarigado que le arrancaba las uñas. No necesitaba más tormentos.

Ahora, cuando las Keres se lo llevaran y se presentara ante los jueces de ultratumba, sólo tendría que decirles:

Vengo puro de entre los puros,

pues pertenezco a vuestra estirpe bienaventurada.

He pagado castigo por mis impíos hechos,

y acudo suplicante ante la casta Perséfone

para rogarle que me envíe a la morada de los limpios.

Sálvame Brimó, ¡oh gran Brimó!

Andricepedotirso, Andricepedotirso, ¡oh gran Brimó!

Temístocles había memorizado los versos, incluso las contraseñas del final, que no tenían ningún sentido para él, pero que según Zeuxis le servirían para franquear la puerta del Elíseo, el rincón del infierno donde moraban los bienaventurados. Mas, por si acaso, en la lámina de oro llevaba unas instrucciones, en letras tan diminutas que el purificador las había grabado aumentándolas con cristal de roca:

Cuando llegues a la morada de Hades, hallarás a la derecha una fuente, y junto a ella un blanco ciprés. Allí se refrescan las almas de los muertos, ¡pero no se te ocurra beber de ella, pues son las aguas del Olvido! Más adelante encontrarás la laguna de la Memoria. Di a sus guardianes: «Hijo de Gea soy y de Urano estrellado. Seco estoy y de sed me muero. Dadme a beber las frescas aguas de la Memoria».

Las aguas que había junto al ciprés blanco eran las del Leteo, el río del Olvido. No bebería de él por nada del mundo. Si ni siquiera su espíritu recordaba lo que había hecho en vida, ¿qué sentido habría tenido su propia existencia? Pero Temístocles temía que pudiera caer víctima del mismo mal que aquejaba a su madre desde hacía unos años. ¿Qué ocurriría si, al igual que Euterpe, empezaba a olvidar primero lo que había comido el día anterior, después los nombres de sus hijos, sus caras, los sucesos de sus últimos años y, por fin, su existencia entera? Si moría en esas condiciones, con la mente convertida en una tablilla de cera derretida y borrada, cuando llegara al Infierno ni siquiera se acordaría de consultar la lámina de oro. Se olvidaría de la contraseña y de que gracias al purificador órfico había limpiado el crimen de Eretria, y sufriría tormento al igual que otros grandes pecadores como Sísifo, Tántalo o Ixión.

No, no llegaría a ese momento. Se había prometido a sí mismo que, al primer síntoma de que el mal del Leteo empezaba a infectarlo, se daría muerte. Iría a la tumba tal como había vivido, lúcido y con su prodigiosa memoria intacta.

—¿Te ocurre algo, Temístocles? El próxeno le había tomado la mano y lo miraba preocupado en la penumbra de la cella.

Temístocles se dio cuenta de que estaba sudando, aunque no hacía calor allí dentro. Se pasó los dedos por la frente. Era un sudor frío, pegajoso como la culpa. Estoy purificado, insistió. No pagaría por lo de Eretria.

Entonces, ¿por qué no dejas de pensar en ello?
.

Porque no le valía el perdón de aquel anciano chiflado. Porque sólo le servía el perdón de una persona a la que jamás se lo pediría.

Apolonia.

Todo era por culpa del maldito Ónfalo. Al verlo había pensado en la historia del origen del Cosmos, tal como se la había contado el anciano de Síbaris. Pues esa piedra no podía ser otra cosa que la representación del Huevo Primordial que había incubado la Noche, que Cronos había partido en dos mitades y del que había brotado Eros, causa y principio de todo lo que tiene vida.

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