Andrónico se inclinó sobre él y le susurró al oído:
—¿Acaso te remuerde la conciencia?
—Cállate —respondió Temístocles.
El general había acertado, aunque no por las razones que él creía. Temístocles no se sentía en absoluto culpable por haberle dictado el oráculo a Timón. Cualquiera que fuese el poder que latía bajo sus pies, estaba convencido de que la Pitia no podía adivinar el porvenir. Pues el futuro no estaba escrito en ningún libro. Cada hombre era hijo y a la vez dueño de sus obras. ¿Cómo predecir la intrincada red que formaban los actos y decisiones de millones de personas, fruto muchas veces de la improvisación y el azar? El oráculo que iban a escuchar ahora no era más que el resumen de la estrategia que él y Leónidas habían diseñado para la guerra, aunque en términos algo más enigmáticos, como correspondía a una profecía. Temístocles la había estado rumiando durante todo el camino a Delfos.
Diría algo así como:
Oh, hijos de Atenas, embarcad hacia donde sopla el Bóreas y, allí donde la isla de los buenos bueyes mira al septentrión —o sea, en el cabo Artemisio—, detened con vuestros espolones de bronce al invasor, mientras los hijos de Lacedemonia clavan sus lanzas de fresno en el desfiladero donde manan ardientes las aguas de la tierra —Ni el más necio dudaría de que sólo podían ser las Termópilas—. Igual que hace diez veranos rechazasteis a los persas de aguzados yelmos y escudos de mimbre, así volveréis a rechazarlos ahora si alejáis los pies de la arenosa tierra y confiáis vuestra suerte a los vientos y las aguas.
—Ésos no son hexámetros —había protestado el sacerdote.
—Entre mis talentos nunca han estado la música ni la poesía —le respondió Temístocles—. Sin duda, mi donación
voluntaria
—recalcó— despertará vuestras dotes poéticas y sabréis plasmar mi oráculo en una forma más convincente.
—Ya viene —susurró el próxeno.
Al otro lado de la cortina había aparecido una silueta, perfilada sobre el difuso resplandor que emanaba de la grieta. Era una mujer de anchas caderas que caminaba apoyándose en un bastón.
Timón, que se había quedado junto a la estatua de Apolo, le acercó una gradilla y la ayudó, agarrándola por el codo, para que pudiera subirse al trípode. Una vez arriba, tras encajar su voluminoso trasero con ciertas dificultades en el fondo del caldero de bronce, la mujer se agarró a las asas laterales y durante un rato guardó silencio.
Los vapores, alimentados por Gea o por algún fuelle oculto, se hicieron más espesos.
Temístocles notó cómo se le secaba la boca, y la lengua parecía engordarle, mientras que Andrónico ahogó una tos. La Pitia empezó a mover la cabeza a los lados, primero con suavidad, y luego en bamboleos tan exagerados que Temístocles temió que se cayera del trípode. Creyó oír una música de lira detrás de él, pero sonaba tan baja que tal vez fuese producto de su imaginación.
De pronto, la Pitia dejó de balancearse y levantó los brazos hacia el techo. Con una voz tan grave que apenas parecía humana, y que desde luego no habría podido brotar de una garganta femenina, empezó a recitar.
Veamos cómo ha cambiado mis palabras
, se dijo Temístocles, mordiéndose los labios.
No puede Atenea aplacar a Zeus Olímpico
por mucho que le suplique con astuta inteligencia.
Mas te daré una nueva respuesta de inflexible cumplimiento.
Cuando hayan caído las tierras entre la colina
de Cécrope y el valle del divino Citerón,
Zeus que todo lo ve concederá a Atenea una muralla de madera,
único baluarte inexpugnable que os salvará a ti y a tus hijos.
Mas no se te ocurra esperar indolente a la caballería
ni al vasto ejército de tierra que de otro continente viene.
Vuelve la espalda y huye, que día llegará de hacerles frente.
¡Oh, divinal Salamina! Tú aniquilarás a los hijos de las mujeres,
bien sea cuando se siembra Deméter, bien cuando se cosecha.
Tras pronunciar la última palabra, los brazos de la Pitia cayeron inertes a sus costados. La cintura se le dobló como si sus huesos se hubieran licuado, resbaló y cayó del trípode. Temístocles se levantó y apartó la cortina. La Pitia se había golpeado con la cabeza en el suelo y se había partido una ceja. Tuvo tiempo de ver que era una mujer de unos cuarenta años, con el cabello negro atravesado por un grueso mechón blanco. Pero Timón, que se había agachado para atenderla, extendió las manos y se apresuró a cerrar la cortina.
—¡Fuera de aquí! —les ordenó.
No hizo falta que insistiera mucho. Cuando salieron al exterior, Temístocles observó que tanto el próxeno como Andrónico estaban temblando. Él mismo levantó el brazo y extendió los dedos. A duras penas conseguía mantenerlos firmes.
—Nunca había oído hablar así a Aristonice —dijo el próxeno—. Y os juro que la he visto profetizar muchas veces. ¡Ésa no era su voz! Andrónico se quedó mirando a Temístocles. Éste meneó la cabeza.
Yo no he tenido nada que ver
, le dijo con su gesto. Y era cierto. ¿Dónde estaban las alusiones a Artemisio y las Termópilas?
«Cuando hayan caído las tierras entre la colina de Cécrope y el valle del divino Citerón»
. Así que toda el Ática, según el oráculo, estaba condenada. ¿Cómo podía presentarse ante el pueblo ateniense y decirle que embarcara hacia Artemisio cuando el dios les había dicho:
«Vuelve la espalda y huye»
?
Timón apareció poco después en la escalinata. Temístocles se abalanzó hacia él, lo agarró de la túnica y se lo llevó detrás de una gruesa columna.
—Esto no es lo que habíamos pactado —masculló.
El sacerdote estaba sudando, y sus ojos azules se veían tan abiertos por el pavor que a la luz del sol parecían transparentes.
—Te juro por el trípode de Apolo que no tengo nada que ver con lo que ha pasado. ¡Ha sido la inspiración divina!
—¡Y un cuerno!
—Aristonice ha estado a punto de matarse —respondió Timón, sacudiéndose la presa de Temístocles—. ¿Tú crees que fingiría algo así? Temístocles se miró las manos. Se las había manchado de sangre al tocar la túnica del sacerdote.
Debía ser de la Pitia.
No, no lo creo
, pensó Temístocles, aunque se abstuvo de decirlo en voz alta.
—Sea como sea, no has cumplido tu trato —le dijo, tratando de calmarse—. Devuélveme la llave de mi pabellón.
Timón apretó los labios. Incluso asustado como estaba, la avaricia era más fuerte.
—Ya no hay vuelta atrás. Las ofrendas al santuario no se pueden retirar.
—No juegues conmigo, te lo advierto.
—Has sido tú quien ha intentado jugar con el oráculo, Temístocles —respondió el sacerdote, retrocediendo unos pasos—. Has recibido ya la respuesta del dios. Intenta aprovecharla.
Antes de que pudiera impedirlo, Timón ya estaba de nuevo en el interior del templo.
Un talento de oro tirado al estercolero
, pensó Temístocles. Eso si el sacerdote respetaba mínimamente el pacto y no trataba de quedarse con todo el tesoro.
Cuando bajó la escalinata, fue Andrónico quien le hizo reparar en algo que, obnubilado como estaba, había pasado por alto.
—Muy astuto, Temístocles —le dijo. Ya no temblaba, y había recuperado su cinismo habitual a la par que el color del rostro—. Cuando hables a la chusma de esa «muralla de madera», les convencerás de que son tus dichosos barcos y todos te alabarán por tu clarividencia, ¿verdad? Temístocles no le respondió, ni siquiera cuando Andrónico le recordó que quería sus tres mil dracmas en cuanto llegaran a la ciudad. Una muralla de madera, sí. Apolo le daba la razón.
Pero también profetizaba la caída de Atenas. Lo que significaba que su plan de detener a Jerjes en Artemisio y las Termópilas estaba condenado al fracaso.
No
, se repitió, tozudo, jugueteando de nuevo con la lámina de oro. El libro del futuro se escribía palabra por palabra en cada momento. Y él y Leónidas aún tenían que añadir unas cuantas líneas, por más que se opusieran los dioses.
L
a tienda de Jerjes, grande como un templo, ya estaba a la vista, aunque aún les faltaba casi un kilómetro para llegar a ella. Mientras caminaban entre las tiendas y vivaques de las diversas compañías y batallones que componían aquella división de la Spada, todo el mundo se quedaba contemplándolos. No por los diez guerreros halicarnasios ataviados al estilo griego, pues en aquel ejército que conglomeraba a pueblos tan variados se veían panoplias mucho más llamativas. Era Artemisia la que atraía las miradas. Todos habían oído hablar de la reina guerrera de ojos azules y cabellos negros, la única mujer que combatía para el Gran Rey. Ella se dejaba admirar, consciente de su atractivo. A sus treinta y cuatro años, gracias al ejercicio físico y la dieta frugal, conservaba la silueta esbelta de un efebo. Incluso ahora que estaba en campaña, hacía que sus esclavas le dieran un masaje de pies a cabeza todos los días y la ungieran con los mejores cosméticos, por lo que su piel seguía siendo tan suave como la de una adolescente. Su rostro mostraba algunas arrugas más; pero, al menos de momento, la expresividad que le añadían compensaba lo que restaban de perfección a su cutis.
Sobre todo, se percibía algo distinto en ella, una cualidad que la hacía mucho más fascinante que la muchacha que diez años atrás desembarcara en la playa de Maratón con su tío y esposo. El poder.
Desde que Artemisia regresó de Babilonia con la bula imperial que la convertía en soberana, a nadie más se le ocurrió volver a disputar su autoridad. Su abuela Tique había muerto con la satisfacción de oír cómo los ciudadanos de Halicarnaso y las islas de Nisiro, Cos y Calidna llamaban a su nieta «reina» y dejaban de referirse a ella como «tirana» o, aún peor, como «la mujer del tirano».
Ahora, ataviada con su armadura de gala, Artemisia caminaba entre aquellos hombres de cien pueblos distintos con el aplomo de un general. Mientras la admiraban, ella observaba a su vez la abigarrada mezcla de ropajes, pieles, tatuajes, peinados y armas, y escuchaba la algarabía de lenguas que hablaba la soldadesca. Más de la mitad del ejército estaba compuesto por iranios, las tropas en las que más confiaba el Gran Rey. Pero en sus siete divisiones formaban también contingentes llegados de más de veinte satrapías. Jerjes quería demostrar que aquélla era una verdadera expedición imperial, una empresa a la que contribuían todos sus súbditos. Pero no era su única intención. En las tropas que habían acudido desde todos los rincones del imperio servían los primogénitos de las élites gobernantes. Aquellos jóvenes guerreros no eran sólo aliados o vasallos, sino también rehenes cuyas familias sabían que Jerjes los ejecutaría sin piedad si osaban rebelarse mientras él estaba en Europa.
De camino a la tienda real se toparon con asirios armados con cascos de bronce, corazas de lino y grandes mazas erizadas de púas de metal. Seguían alardeando de su proverbial crueldad y hablaban con orgullo de los viejos tiempos en que su rey Asurbanipal había sido el amo de medio mundo. También vieron una compañía de bactrios, que no se quitaban sus apestosas pellizas ni en verano, armados con largos arcos de caña. Los negros etíopes, por su parte, se cubrían con pieles de león y leopardo, y al combatir o al pasar revista se pintaban medio cuerpo de blanco y el otro medio de bermellón. Sus arcos de ramas de palmera, más altos que ellos mismos, disparaban flechas con punta de pedernal de las que Artemisia sospechaba que no serían muy eficaces contra los escudos griegos.
Se veían además sacas de diversas tribus, unos tocados con mitras, otros con turbantes; todos ellos eran grandes jinetes y arqueros. Los paricanios, también conocidos como «etíopes del este», se cubrían la cabeza con piel de cráneo de caballo, usaban crines a modo de penachos y se protegían con escudos confeccionados con pellejo de grulla. Los moscos y los hombres de la Cólquide llevaban yelmos de madera y aguzados venablos con larguísimas puntas de hierro. Los pisidios portaban escudos de piel sin adobar, cascos de bronce adornados con cuernos de toro, vendas rojas en las piernas y jabalinas loberas. Había libios de la boca del Nilo, cubiertos de cuero y armados con lanzas de madera endurecidas al fuego. Frigios, paflagonios y armenios, vestidos con altas botas de badana. Bitinios, con casquetes de piel de zorro, botas de ciervo y mantos de brillantes colores. Árabes envueltos en apretados mantos. Y griegos, muchos griegos, por supuesto, de la costa de Asia Menor, con la panoplia típica de los hoplitas.
Pero los más espléndidos entre todos los guerreros de la
Spada
seguían siendo los propios persas con sus tiaras y mitras de fieltro, sus largos caftanes rojos y azules, sus armaduras de escamas, sus arcos compuestos, sus lujosas aljabas de cuero repujado y las pequeñas fortunas en oro y joyas que cada uno de ellos llevaba encima. Entre ellos destacaban los Diez Mil, y dentro de los Diez Mil el batallón de mil guardias conocidos por los griegos como «melóforos» por las bolas de oro en forma de manzanas que decoraban las conteras de sus lanzas.
—¿Crees que nos costará tanto llegar a Esparta como nos está costando llegar a la tienda de Jerjes, señora? —preguntó Alexias, hijo de Fidón y jefe de los soldados de Halicarnaso. El joven oficial había salido tan parlanchín como lacónico era su padre.
—¿Hasta Esparta nada menos pretendes llegar, Alexias? —respondió Artemisia.
—Mi padre era medio espartano. Me gustaría saber de dónde proceden mis ancestros.
El veterano Fidón, demasiado mayor para la campaña, se había quedado en Halicarnaso, gobernándola en nombre de Artemisia, y también tratando de enderezar al joven y díscolo Pisindalis. Ella había salido de Caria a principios de la primavera para unirse a la expedición.
Aportaba a la flota imperial cinco trirremes, amén de cuatro naves de transporte; pero también quería contribuir al ejército de tierra, por lo que ella misma se había dirigido a Sardes con trescientos hoplitas.
Al llegar a Sardes y ver el campamento que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros por el valle del río Meandro, Artemisia había comprendido que los hombres que traía con ella eran sólo un grano de arena en la inmensidad de la playa. Se congregaban allí seis divisiones de unos veinte mil hombres entre infantería y caballería. Cada una estaba bajo el mando de un general emparentado con el Gran Rey: habían acudido, entre otros, su suegro Otanes, sus hermanos Histaspes y Aquémenes y su hermanastro Ariabignes. Una séptima división de plana mayor acompañaba a Jerjes en todo momento, al mando del
hazarapatish
Hidarnes. Estaba formada por los Diez Mil, los guerreros de élite a los que los griegos llamaban Inmortales, más una buena suma de camelleros árabes, carros libios e indios que cargaban y protegían su bagaje.