A todos esos soldados, más de ciento treinta mil, había que sumar casi otras tantas personas entre sirvientes, vivanderos, camareros, cocineras, pasteleros, arrieros, talabarteros, mozos, palafreneros, herreros, prostitutas baratas, cortesanas finas, sacerdotes, adivinos, médicos y parásitos diversos, más las esposas, concubinas e hijos de los nobles que acudían a la guerra con media casa a cuestas.
El campamento formaba una inmensa ciudad, una nueva Babilonia que, a mediados de abril, se puso en marcha hacia el Helesponto reptando como una serpiente multicolor que se extendía más de ciento cincuenta kilómetros de norte a sur.
Mas aún había que contar con la flota que, a la vez que el ejército partía de Sardes, zarpaba de los puertos de Jonia, Caria y Cilicia. Eran dos flotas imperiales, en realidad. Entre ambas contaban con más de seiscientos trirremes, casi todos ellos construidos en la última década, de modo que sus cascos todavía eran ligeros, no habían empezado a pudrirse ni sufrían los males de la carcoma ni el teredón. Los acompañaba un número similar de naves de transporte. Cuando se alejaran de las fronteras de Macedonia, territorio en el que se habían instalado con antelación grandes depósitos de víveres, esos barcos garantizarían el abastecimiento de la
Spada
. El plan de Jerjes y Mardonio era entrar en Grecia en la época de la recolección, pero era previsible que los griegos segaran el grano aunque todavía no estuviese maduro, o incluso que lo quemaran para evitar que cayese en poder de los persas.
La marina era de por sí otra ciudad, en este caso flotante, que albergaba a unas doscientas mil personas. Sumadas al ejército de tierra, las cifras totales de la expedición se acercaban al medio millón. No era extraño que resultara tan difícil encontrar lugar donde alojarlos. De hecho, la flota y las siete divisiones del ejército viajaban y acampaban por separado. Sólo se habían reunido en Dorisco, donde Jerjes llevó a cabo una revista general, y un mes más tarde en la amplia bahía de Terma, que les brindaba más de sesenta kilómetros de costa y marisma entre las desembocaduras de los dos ríos que bañaban la región.
Más allá de Sardes ya no había calzadas como el Camino Real; aunque Jerjes aseguraba que, una vez conquistada Grecia, iba a prolongarlo hasta Atenas. De momento, los exploradores del Gran Rey habían buscado los mejores senderos y atajos posibles y, donde no existían, los habían fabricado.
Así, para cruzar de Asia a Europa, Jerjes había ordenado construir dos puentes de barcos entre Sesto y Abido, similares a los que su padre utilizó para atravesar el Danubio. Pero en vez de usar barcazas, él hizo que lo tendieran con trirremes y penteconteras que, con sus líneas más afiladas, cortaban mejor la corriente del estrecho. Cuando Artemisia había llegado a Sardes y oído hablar de los dos puentes, pensó que era una muestra más de la megalomanía de Jerjes, y también un intento de impresionar a los griegos. En su opinión, era mucho más sencillo ir transbordando a los hombres en sucesivos embarques.
Luego, al examinar con más detalle la región, Artemisia comprendió que Jerjes sabía bien lo que hacía. Las costas de los Dardanelos eran más escarpadas de lo que se había imaginado. Para pasar al otro lado a los casi veinte mil hombres que componían cada división, habrían hecho falta doscientos barcos de cada vez. No existían puntos de embarco y desembarco apropiados en ambas orillas, ni playas lo bastante extensas para acoger una flota tan numerosa, por lo que con ese procedimiento habrían tardado cerca de un mes en atravesar el Helesponto.
La solución de los puentes era mucho más práctica, pues permitía que el flujo de hombres entre ambos lados del estrecho fuera casi constante. Además, no había que embarcar a la caballería ni las bestias de transporte, lo que ahorraba infinitos problemas.
Entre ambos puentes se habían utilizado casi setecientas naves. Muchas eran penteconteras ya vetustas, pero también se emplearon trirremes que luego ocuparían su lugar en la flota. La construcción de los puentes no había estado exenta de dificultades. Una tempestad había roto los cables y dispersado las naves. Cuando la noticia le llegó a Jerjes, que ya estaba en camino desde Sardes, rodaron unas cuantas cabezas. Esto sirvió de acicate para que los ingenieros fenicios y egipcios redoblaran sus esfuerzos, trabajaran en turnos agotadores incluso de noche y aumentaran las precauciones.
Artemisia, que a la altura de Esmirna había abandonado el séquito real para incorporarse a la flota, llegó al estrecho de los Dardanelos días antes que el ejército de tierra y pudo contemplar cómo se reconstruían los puentes. Ella misma aportó dos barcos al pontón situado más al norte. Los ingenieros lo tendieron abarloando juntas trescientas sesenta naves que cruzaban una extensión de agua de más de tres kilómetros. Para que se mantuvieran en su sitio, después del fracaso del primer puente, las sujetaron con grandes anclas. Después las unieron con seis cables, cuatro de lino y dos de esparto, tan gruesos que a Artemisia le resultaba difícil abarcarlos con los brazos. Esas maromas se fijaron en ambas orillas mediante enormes cabrestantes que unos bueyes hacían girar para mantener la tensión en todo momento.
Una vez amarrados los barcos, los ingenieros extendieron sobre ellos una pasarela de maderos de casi diez metros de ancho, asegurados entre sí por traviesas. Por encima echaron abundante ramaje y luego una capa de tierra que mojaron y apisonaron a conciencia, hasta convertir la pasarela en una auténtica carretera. Artemisia pensaba que a esas alturas el puente ya estaba preparado, pues ella misma lo recorrió y comprobó que era seguro. Pero cierto grado de balanceo resultaba inevitable.
Para evitar que ese movimiento combinado con la visión del mar provocara el pánico en las bestias y en muchos de los hombres de tierra adentro, se levantaron a ambos lados de la pasarela unas altas empalizadas de ramas entrelazadas, cubiertas de paja y hojarasca.
Los puentes estuvieron terminados justo a tiempo. Al día siguiente de cerrar las empalizadas, apareció Mardonio con la primera de las siete divisiones. Sus hombres atravesaron el puente durante ocho horas seguidas sin que se produjera ningún incidente. En jornadas sucesivas fueron cruzando los demás cuerpos del ejército, siempre dejando un espacio de un día entre ellos para no provocar atascos en los angostos caminos del país que atravesaban y, de paso, permitir que los ríos y arroyos se recuperaran, pues en aquellos parajes no había corrientes lo bastante caudalosas para abastecer de agua potable a todo el cuerpo expedicionario a la vez.
Ver aquellos contingentes multicolores que cruzaban sobre el mar como si las aguas se hubieran convertido en tierra firme era un gran espectáculo. La exhibición llegó a su clímax el día en que apareció el propio Jerjes. En el mismo momento en que el sol aparecía sobre el horizonte, el rey hizo una libación en honor de Ahuramazda. Después arrojó al mar la copa de la que había bebido, la crátera y un sable; objetos todos de oro, porque otro metal habría impurificado las aguas. Tras coronar todo el puente con ramas de mirto y quemar a lo largo del trayecto arbustos y maderas aromáticas, empezó el paso de la comitiva real. Primero desfilaron mil jinetes escogidos, y después otros tantos
arshtika
con las puntas de las lanzas vueltas al suelo en muestra de respeto a su señor.
Detrás de los lanceros marchaban diez espléndidos caballos de Nisea consagrados a Mitra y conducidos por palafreneros. Los seguía el carro de Ahuramazda, de oro y marfil y ocupado por un altar en el que ardía incienso en su honor. De él tiraban ocho corceles blancos junto a los cuales marchaba el auriga, pues ningún humano podía ocupar el carruaje del dios.
Y, por fin, venía Jerjes, de pie en su carro de guerra, un vehículo de dos ruedas tirado también por caballos niseos y conducido por el hijo de uno de sus generales. Al verlo escoltado por los Diez Mil, cuyas lanzas refulgían al sol, a Artemisia, que lo observaba todo desde un otero, se le erizó la piel de los antebrazos. La campaña de Maratón había sido toda una aventura. Pero ahora estaba involucrada en algo mucho más grande, una gesta que pasaría a la posteridad y empequeñecería las hazañas de los griegos en la guerra de Troya.
Después de ocho días, cuando todas las tropas estuvieron ya en Europa, se procedió al desmontaje de los puentes. Mardonio había aconsejado dejarlos instalados, pero Jerjes se opuso.
Muchos de los barcos que componían los pontones eran necesarios para la flota. Bastaba con dejar los cables y las estructuras guardados a buen recaudo en ambas orillas.
—Mi señor —le había dicho Mardonio—, recuerda que cuando tu padre cruzó el Danubio, dejó el puente de barcas montado y custodiado por sus súbditos.
Artemisia, que estaba presente en aquella reunión, comprendió lo que Mardonio daba a entender.
A Darío le había venido muy bien ese puente cuando se vio obligado a escapar de los escitas.
—Si quieres sugerirme que dejemos la huida expedita, mi buen Mardonio —dijo Jerjes—, olvídalo.
—La retirada siempre es una opción que hay que tener en cuenta.
—En esta campaña, no.
Si los puentes eran una maravilla de la ingeniería, del canal que horadaba la península del Atos sólo podía decirse que suponía una proeza de la voluntad. La flota lo había atravesado dejando el gran monte a babor, ahorrándose con ello un par de días de navegación y, probablemente, muchos disgustos. Los ingenieros y zapadores no habían escatimado esfuerzos. Podrían haberse limitado a excavar una zanja de poco más de diez metros de ancho para que las naves la atravesaran de una en una. Pero, como siempre, las instrucciones de Jerjes eran precisas: debía hacerse a lo grande.
Finalmente, el canal medía casi treinta metros de ancho, de modo que dos y hasta tres trirremes podían recorrerlo en paralelo sin que se tocaran sus remos, y estaba protegido por grandes malecones en las embocaduras para impedir que la corriente y las olas lo colmataran con las arenas del fondo marino.
Mas, a pesar de puentes y canales, era imposible mover el ejército al ritmo que los oficiales de logística, presionados por la impaciencia de Jerjes, habían previsto. Artemisia llevaba ya más de diez días esperando en Terma cuando apareció Mardonio, que viajaba en la división de vanguardia.
El general estaba furioso por el retraso que llevaban sobre el calendario que habían previsto en Sardes; un retraso que no hacía más que acumularse.
—El trigo de los campos griegos ya no lo vamos a segar nosotros —le dijo a Artemisia.
En realidad, si seguían a ese paso ni siquiera llegarían a tiempo de vendimiar las uvas o recolectar las aceitunas. Las últimas divisiones del ejército de tierra no se reagruparon en Terma hasta finales de julio. Les quedaba tanta distancia para llegar a Atenas como la que habían recorrido desde que pisaron Europa. Y a partir de Tesalia era previsible que los griegos empezaran a hostigarlos, mientras que hasta ahora no habían sufrido ninguna agresión. Al menos humana: algunos camellos que viajaban en la retaguardia de la división real, cargados con la impedimenta, habían sido atacados por leones que bajaban de noche desde las montañas donde tenían sus guaridas. Esos leones, según aseguraban los macedonios con orgullo, eran los únicos que habitaban en Europa. En sus frondosos bosques se encontraban también uros, unos toros salvajes cuyos enormes cuernos se lucían como trofeos de caza en los salones de las familias nobles. Pues no había nada más apreciado que una piel de león y, sobre todo, una melena de macho como la que lucía en su casco el propio rey Alejandro. Entre los macedonios de las tierras altas, no se consideraba que un joven se convertía en hombre de verdad hasta que no mataba un león armado tan sólo con su lanza.
Por fin, cuatro días después de Mardonio, había llegado el séquito de Jerjes. Aún quedaban tres divisiones más por aparecer, pero Alejandro insistió en que la llegada del Gran Rey debía celebrarse cuanto antes. Artemisia comprendía sus razones. Bastante costoso era hospedar a los persas que tenía ya acampados en sus tierras como para aguardar a los demás. Ella misma lo había comprobado por el camino. La flota siempre pasaba antes por las ciudades que luego debía atravesar la
Spada
, y las encontraba sumidas en preparativos frenéticos para agasajar a Jerjes. Antípatro, un gobernante de Estrime, se había quejado a Artemisia:
—Recibir a Jerjes nos va a costar cuatrocientos talentos. ¿De qué vamos a vivir después? A Artemisia le había parecido la típica exageración quejumbrosa de todos los pueblos que se ven obligados a recibir a un ejército, y le respondió con sarcasmo:
—Puedes estar contento de que el Gran Rey es frugal y se conforma con cenar una sola vez al día.
Pero ahora, tras atravesar un solo sector del campamento y llegar por fin a la explanada donde se erigía el pabellón real, empezó a pensar que tal vez Antípatro no había exagerado tanto al hablar de los gastos.
La tarde, que empezaba a declinar, era de por sí calurosa, pero los innumerables fuegos encendidos alrededor de la gran tienda la hacían aún más sofocante. En las parrillas y espetones se asaban cientos de terneros y cerdos, miles de corderos y cabritos, y sólo Zeus sabía cuántos patos, pollos y pichones. El humo de la grasa quemada se levantaba en blancas espirales mezclado con el de las hogueras. Al oler los aromas de la piel crujiente y la carne churruscada, a Artemisia se le hizo la boca agua.
Tienes que comer lo justo
, se recordó. No era imposible que aquella noche acabase en el lecho del rey. Si Jerjes la estrechaba entre sus brazos con toda su fuerza, que era mucha, no quería vomitarle encima un trozo de carne. De la bebida no se preocupó. Con los años, el vino cada vez le sentaba peor, así que lo bebía muy diluido en agua y con suma moderación. Le bastaba con recordar el triste final de Sangodo para cultivar la virtud de la sobriedad.
Artemisia no había vuelto a ver a Jerjes en privado desde Babilonia. No sabía si sentir alivio o decepción por ello, pues los recuerdos de su relación sexual con el Gran Rey eran contradictorios. Por un lado tenía miedo de dejarse poseer de nuevo por él, mas por otra parte sentía una morbosa anticipación que le encogía la boca del estómago.
Tu amor por las emociones fuertes te acabará matando, Artemisia
, se decía a sí misma. Lo cierto era que aunque no le faltaban compañeros de lecho y podía elegirlos casi a placer, cuando se acostaba con ellos tendía a cerrar los ojos e imaginarse que estaba abrazando a los dos únicos amantes que le habían dejado huella de verdad, Temístocles y Jerjes.