Le he enseñado demasiado
, pensó Temístocles, que no podía evitar sentirse orgulloso de su discípulo. Ahora le estaba diciendo con toda claridad al pueblo llano:
«Él tampoco es de los vuestros»
.
—Temístocles no ha dicho nada, ni lo dirá. Pero yo os confieso que ahora, por fin, he logrado saldar mi deuda con él, ciudadanos. Sin un solo óbolo de intereses. Porque, por supuesto, Temístocles no es ningún usurero de esos que se sientan a contar monedas en sus mesas del Pireo.
»Pero si la deuda de plata ha quedado saldada, la de agradecimiento jamás lo estará. Por eso insisto, ¡oh, atenienses!, en que votéis a favor de la propuesta de Temístocles. Os pido que embarquéis en la muralla de madera que este hombre ha construido para la ciudad, y que arrostréis con valor los peligros. Y si sufrimos algún revés, os exhorto a que no por eso os rindáis. Si hemos de abandonar nuestras casas y verlas quemadas, sufrámoslo con ánimo viril y confiemos en las palabras del oráculo.
Bien
, pensó Temístocles.
Ahora, mientras sujeta sobre mi cabeza la corona de laurel, es cuando me va a apuñalar con la mano izquierda
.
—Pero permitid que abuse un instante más de vuestra paciencia, atenienses, conciudadanos míos. Os recordaba hace un momento los peligros de la desunión. Debe reinar la armonía entre todos nosotros si queremos prevalecer contra enemigos tan numerosos como los granos de arena de la playa.
»Deseo someter dos propuestas a vuestra votación, ciudadanos, ya que es en vuestras manos donde reside la soberanía de la ciudad. Ya os he dicho cómo vimos con tristeza los abandonos y disensiones en la reunión de la Alianza. No quisiera que, cuando la mayor armada que se ha reunido nunca en Grecia navegue hacia Artemisio, surjan desconfianzas con nuestros aliados. Ya sabéis cómo son esos hombres del Peloponeso, honrados y valientes, pero también recelosos y, todo hay que decirlo, menos inteligentes y sutiles que vosotros.
»Nuestros aliados son reacios a seguir otra jefatura que no sea la espartana. Tiene su lógica, puesto que no hay otros soldados como ellos en Grecia. Aunque nosotros, que derrotamos a los persas en Maratón, no les vamos a la zaga.
—Por la zona de los acarnienses sonaron gritos bravucones—. Por eso quiero adelantarme a lo que, sin duda, nuestro general Temístocles iba a proponer en su gran generosidad. Para demostrar que anteponemos la salvación de Grecia a nuestro propio interés, propongo que cedamos de buen grado el mando general de la flota a Esparta, en la persona de su almirante Euribíades.
Aquí se produjo un silencio ominoso. A la gente no le convencía demasiado. Pero enseguida hubo un grupo que levantó la voz para apoyar la propuesta de Cimón. Temístocles miró para allá.
Eran de la tribu de Calias. No podía creerlo. Con tal de jugarle una mala pasada a él, eran capaces de quitarle poder a la propia ciudad de Atenas.
—¡No temáis, ciudadanos! Temístocles seguirá siendo el navarca supremo de nuestra flota.
Todos lo conocéis y sabéis que se las ingeniará para que Euribíades atienda sus consejos. Lo que os pido es un sacrificio, lo sé. Pero os aseguro que si conseguimos derrotar al persa, será recompensado, y los demás griegos nos mirarán con admiración por nuestra generosidad.
Había tensión en el ambiente. Pero Cimón, sin arredrarse, levantó el remo sobre su cabeza.
—¡Os hablo de sacrificio, atenienses! Yo he consagrado las bridas de mi caballo a Atenea, pero no es lo único a lo que pienso renunciar por nuestro bien común. En una crisis como ésta, todos los brazos y los corazones son necesarios. Por eso voy a deciros cuál es mi segunda propuesta. Todos sabéis quién fue el que acusó a mi padre ante los jueces y provocó nuestra ruina. Mi enemistad personal con Jantipo es de sobra conocida.
»Pues bien, yo os pido que perdonéis a Jantipo y a todos los demás desterrados. Incluso Jantipo, al que elegisteis como general en Maratón y otras ocasiones, tiene algo que aportar. ¿Y qué debo deciros de Arístides, a quien le otorgasteis el premio al valor tras aquella batalla? Mostrad vuestra grandeza de ánimo y permitid que vuelva. Tenemos a Temístocles para ganar esta guerra —dijo, señalándolo con la mano izquierda, ya que la diestra seguía sujetando el remo—. Pero también necesitamos a Arístides el Justo. ¿Qué me decís, atenienses? ¿Lucharemos todos unidos contra el persa, o dejaremos que nos derrote por separado?
—¡Que vuelva Arístides! —exclamó alguien. Tal vez, pensó Temístocles, era uno de los mismos ciudadanos que habían escrito su nombre para ostraquizarlo.
Pero aquel grito pronto se convirtió en un clamor general. Cimón sugirió añadir sus dos medidas, la cesión del mando naval a Esparta y el retorno de los desterrados, a la propuesta de Temístocles.
Este, por supuesto, votó a favor, con casi todos los demás ciudadanos. Era inútil que subiera de nuevo a la tribuna. Notaba cómo la marea se volvía contra él cuando aún no había llegado a cosechar los frutos de la victoria. Lo irónico fue que la decisión de la asamblea se inscribió como
«decreto de Temístocles»
.
Que Jantipo y Arístides volviesen a aparecer en la palestra política era una contrariedad sobre todo para Temístocles. Pero no podía entender que los atenienses entregaran voluntariamente el mando de la flota. Sí, el prestigio de Esparta era enorme. El problema, pensó con tristeza, estribaba en que los atenienses todavía no eran conscientes de su propio poder. Parecían olvidar que ellos solos, sin los espartanos, se las habían arreglado para derrotar a Datis. Que poseían la mejor flota de Grecia. Seguían viendo a los espartanos como una especie de padres, como un recurso mágico que podía salvarlos, igual que los dioses que aparecían al final de las tragedias para resolverlo todo.
Y eso que Temístocles ignoraba que, en ese mismo momento, en el consejo de ancianos de Esparta también se estaba votando sobre la guerra contra los persas. Leónidas se desgañitó en vano oponiéndose a los demás y, sobre todo, a su colega el rey Latíquidas. Éste se empeñaba en que era una locura enviar el grueso del ejército espartano tan al norte, lejos de su hogar, pues en cualquier momento podía estallar una nueva revuelta de los ilotas, y además dejaban a su espalda a los odiados argivos.
—¡Si no vamos, condenamos a Atenas a ser destruida! —dijo Leónidas.
—¡Ése no es nuestro problema! —respondió Latíquidas—. ¡Ni siquiera son dorios! Por mí, su ciudad puede arder por los cuatro costados. ¡Lo que me preocupa es el destino de Esparta! Al final, Leónidas no tuvo más remedio que rendirse. Estaba prácticamente solo en el consejo.
Algunos votaron por pura cobardía, temerosos de la amenaza que planteaba Latíquidas, y otros por recelo del creciente poder de Atenas, a la que preferían ver destruida o al menos mutilada. Por supuesto, nadie confesaría al resto de la Alianza cuáles eran las verdaderas razones para no enviar hombres a las Termópilas. De nuevo, como en Maratón, el pretexto serían las Carneas.
Leónidas habló con voz triste. Se había quedado ronco de tanto gritar.
—Hemos traicionado la causa común. Pero no permitiré que se diga que un rey de la casa de los Agíadas vendió la libertad de los demás griegos. Yo acudiré a las Termópilas, y me acompañarán los trescientos hombres de mi guardia personal.
—¡No puedes hacer eso! —exclamó Latíquidas—. Las Carneas nos obligan a todos.
—No añadas el sacrilegio a la mentira. El oráculo de Delfos ha profetizado que un rey debe morir para salvar esta ciudad. Y no creo que Apolo acepte el sacrificio de alguien como tú, con quien me avergüenzo de gobernar.
Con una última mirada de desprecio a Latíquidas y a los demás consejeros, Leónidas salió de la sala y se dirigió a su casa. Ya tenía preparada la despedida para su esposa Gorgo.
«Busca a un buen hombre y cásate con él»
. Sabía que tenía que morir. No ya por la profecía, sino porque sólo un sacrificio señalado podría desviar la atención de lo que acababa de decidir su ciudad y evitar que un baldón de infamia y cobardía cayera para siempre sobre Esparta.
C
omo se temía Apolonia, la maniobra de Cimón en la asamblea le había robado poder a Temístocles. Se lo explicó Mnesífilo, que vino a media tarde para visitarla y contarle lo sucedido.
—La propia asamblea ha propuesto que se entregue el mando supremo de la flota a un espartano. Ya no está en manos de Temístocles decidir dónde, cuándo ni cómo luchar.
—Eso no es bueno para nosotros —aventuró Apolonia.
—Me temo que no. Para llevar adelante esta guerra, confío en Temístocles cien veces más que en cualquier otro general ateniense. ¡Y mil veces más que en ese Euribíades! Nombrar almirante a un lacedemonio es como organizar un escuadrón de caballería montados en cerdos y cabras. Los espartanos no tienen ni idea de las cosas del mar.
Por otra parte, el regreso de Jantipo y Arístides amenazaba el monopolio del poder de Temístocles en la ciudad. De momento, no regresarían como generales, pero Mnesífilo estaba convencido de que se presentarían a la elección para el año siguiente, y ya no permitirían que Temístocles siguiera siendo autocrátor.
—¿Crees que esta guerra durará hasta el año que viene? —se alarmó Apolonia.
—Si seguimos vivos para entonces, me temo que sí. Un ejército como el que ha traído Jerjes a Grecia no se retira tan fácilmente. Esto no va a ser como la campaña de Maratón. Tenemos persas para rato.
Que nos protejan los dioses
, pensó Apolonia.
Mnesífilo se fue antes de oscurecer.
«No quiero ser inoportuno»
, le dijo a Apolonia cuando ella se empeñó en que se quedara. Poco después llegó Temístocles, que casi debió cruzarse por el camino con su amigo. Su gesto era grave, y sólo contestó con monosílabos a las preguntas de Apolonia. Como hacía todas las noches, pasó a besar a Italia y Síbaris, que compartían la misma alcoba y ya se habían dormido. Después entró en los aposentos de su madre.
Nesi estaba dando de cenar a Euterpe mientras le cantaba una oda de Safo. Apolonia frunció un poco el ceño al oírla, porque le parecía una canción demasiado atrevida para una niña de doce años. Olvidaba, tal vez, que ella misma a su edad ya conocía esos epitalamios y otros más subidos de tono.
—Tienes mala cara, hijo —dijo Euterpe, en un súbito arrebato de lucidez, que enseguida estropeó añadiendo—: ¿Te ha vuelto a azotar el maestro?
—Tranquila, madre. Estoy bien.
Los ojos de Euterpe se humedecieron. Desde hacía un tiempo, lloraba con mucha facilidad; ella, que siempre se había jactado de ser como el mármol.
—Siento haberte pegado. No te lo merecías.
Temístocles cerró los ojos, y durante un instante, Apolonia creyó que se iba a emocionar. Pero consiguió dominarse, besó la frente de su madre y, tras despedirse de Nesi y darle las gracias, salió de la sala.
Apolonia lo siguió. Temístocles le dijo que no pensaba cenar, pues no tenía apetito.
—Es mejor que me retire a dormir. Mañana tengo que probar la
Artemisia
.
—Si tienes que dormir, conozco el mejor sedante —le dijo Apolonia, tomándolo de la mano.
Él se dejó conducir a la alcoba. En vez de llamar a las esclavas para que la ayudaran a desvestirse, Apolonia se lo pidió a él. Temístocles lo hizo con aire ausente, y luego, cuando ella se tumbó sobre él, desnuda, su cuerpo no reaccionó. Era la primera vez que le pasaba algo así.
—Me estoy haciendo viejo —dijo él. Era evidente que se estaba regodeando en su propia desgracia, pero a Apolonia no se le ocurría cómo podía ayudarle.
Temístocles se quedó mirando al techo, en la misma posición que la víspera había parodiado Apolonia hablando con Mnesífilo. El reflejo de la luz de la lamparilla parecía bailar en sus grandes ojos negros. Estuvo así durante un rato, hasta que Apolonia empezó a adormilarse. Luego, de repente, notó que el colchón se movía y abrió los ojos, sobresaltada. Temístocles se había levantado y se estaba anudando el ceñidor de la túnica.
—¿Adónde vas?
—Lo siento, no quería despertarte. Voy a bajar a los muelles. Quiero ver mis barcos. Con tantos líos, no he podido inspeccionarlos desde que me fui a Corinto.
Sus barcos. Esos que iba a tener que entregar en manos de un espartano. De pronto, a Apolonia se le ocurrió cómo podía animarlo.
—Voy contigo —dijo, levantándose.
—¿A estas horas?
—Yo tampoco tengo sueño. —Apolonia, todavía desnuda, se acercó a él, lo abrazó y le sonrió. Sabedora del poder de su sonrisa, se cuidaba mucho los dientes. Aún los conservaba todos, y seguían casi tan blancos como cuando conoció a Temístocles—. Llévame contigo, por favor. Quiero ver cómo es el barco que va a llevar mi estandarte.
Antes de Maratón, Temístocles había prometido a la diosa Ártemis una bandera de seda bordada por su propia esposa. No había podido cumplir su voto de forma literal. Las manos de Arquipa no eran lo bastante habilidosas y, además, la relación entre ambos se había deteriorado tanto que ella se negaba a hacer nada por su marido. De modo que fue Apolonia quien tuvo que coser el estandarte y Nesi, que tenía buena mano para dibujar, la ayudó a confeccionarlo. Ambas estaban muy orgullosas de aquel gallardete dorado en cuyo centro la diosa Ártemis disparaba su arco contra un jinete persa.
Esa tela maravillosa era tan ligera que, cuando sacaron la bandera al patio, bastó con que se levantara una brizna de aire para que ondeara. Apolonia se había entusiasmado con la seda tanto que Temístocles le había encargado una túnica entera de ese tejido. A ella le daba cierto pudor ponérsela, porque el tacto sobre su piel desnuda era como una caricia que a veces la excitaba sin querer, y se limitaba a usarla en casa cuando estaba a solas con Temístocles.
—¿Seguro que quieres ver el barco? —preguntó Temístocles, algo incrédulo.
—Recuerda que mi ciudad fue la dueña del mar. Yo también lo llevo en la sangre.
Aquello hizo torcer el gesto a Temístocles; pero fue un segundo nada más, y luego accedió a su capricho. Aunque hacía calor, Apolonia se echó un fino manto sobre los hombros y el cabello. Salieron a la calle, acompañados tan sólo por el portero, que llevaba una antorcha para alumbrarlos por la cuesta que bajaba desde su casa al arsenal de Muniquia.
—¿No despiertas a Sicino? —preguntó Apolonia.
—No hace falta. Los cobertizos están bien vigilados. No corremos peligro.