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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (50 page)

Aquel 26 de mayo Mariana fue trasladada a lomos de una mula hasta el patíbulo, y allí, justo antes de largarse de este mundo, quemaron ante sus ojos la bandera que había mandado bordar. Las antimonárquicas palabras «ley», «libertad» e «igualdad» quedaron reducidas a cenizas.

Mariana fue enterrada en una tumba sin identificar, pero la misma noche de su entierro dos figuras de negro se colaron en el cementerio y clavaron una cruz para que nadie olvidara que allí descansaba la heroína de Granada. Años después, cuando el indeseable Fernando VII se fue a criar malvas, los restos de Mariana fueron exhumados y, cada 26 de mayo, aniversario del ajusticiamiento, los granadinos los paseaban en procesión. Luego no los volvían a enterrar; las Casas Consistoriales custodiaban sus huesos hasta el año siguiente, porque Mariana Pineda ya era del pueblo.

La heroína acabó dando con sus huesos en la catedral, y todavía muchos se preguntan qué hace una ejecutada por el poder establecido enterrada entre aquellos muros. A ella, seguramente, le gustaría mucho más salir de paseo cada 26 de mayo, al sol de Granada y arrullada por las aguas del Darro y el Genil.

A sangre fría

Quizás hayan leído la estupenda novela de Truman Capote A sangre fría. De no ser así, puede que les apetezca hacerlo cuando termine esta historieta.

El 16 de noviembre de 1959 The New York Times publicaba en la página de sucesos el asesinato de un rico agricultor de Kansas y otros tres miembros de su familia. Truman Capote se clavó en aquella noticia porque hacía tiempo que buscaba una buena historia para una novela de las de culto. Y ahí está: A sangre fría. ¿Y adónde se fue a escribirla? A orillas de la Costa Brava.

Los asesinatos del granjero, su esposa y sus dos hijos a manos de dos presos en libertad condicional provocaron mucho revuelo en Kansas, y Capote decidió que para documentar la historia había que olerla en directo. Así que hizo las maletas, se plantó en el lugar, entabló amistad con el inspector del FBI que investigaba el caso, asistió a las sesiones del juicio y hasta los asesinos consintieron en entrevistarse con el escritor. La esperanza de Dick Hickock y Perry Smith residía en que el prestigio de Truman Capote les ayudara a evitar la pena de muerte.

¡Ja! Lo que ellos no sabían es que Capote necesitaba un creíble final literario para su libro y que le venía muy bien que fueran sentenciados a la pena capital. Así fue. Truman Capote también asistió a la ejecución en la horca de sus dos protagonistas.

Muy bien, pero eso solo era la mitad del trabajo. La otra mitad consistía en ponerlo negro sobre blanco y publicar su novela. La vida que llevaba Truman Capote en Nueva York, de fiesta en fiesta, bailando un día con Marilyn Monroe y al siguiente codeándose con los Kennedy, no le iba a ayudar a concentrarse para escribir. Volvió a hacer las maletas y recaló con su novio en Palamós, en Gerona.

Allí fue creciendo la novela A sangre fría entre queja y queja contra la comida española. Decía que teníamos la manía de cocinarlo todo con aceite de oliva. Pues mil veces más sano que la pastosa mantequilla de cacahuete por la que se pirran los yanquis. La buena noticia es que acabó gustándole mucho, así que a su famosa frase: «Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio», debería haber añadido: «… y me gusta el aceite de oliva».

Una ejecución con guionistas

Hay que ver lo brutos que podemos llegar a ser los humanos, y allá va un ejemplo: el 27 de mayo de 1610, todo París asistió a la ejecución de François Ravaillac, un espectáculo para el que debieron de emplear a todo un equipo de guionistas desquiciados para ver quién ideaba la tortura más retorcida. Vale que el reo en cuestión se acababa de cargar al rey Enrique IV, pero quemarlo a trozos, echarle aceite hirviendo y descuartizarlo con cuatro caballos… en fin. Debieron de dejar París pringando.

François Ravaillac, el asesino del rey, era un católico pirado. Tan pirado que no lo aceptaron ni como cura. Estaba convencido de que Dios le había ordenado que matara a Enrique IV por no haber aniquilado a los protestantes. El rey, recuerden, fue aquel que dicen que dijo eso de «París bien vale una misa» y que prefirió cambiar de religión y hacerse católico sin estar del todo convencido si con ello conseguiría pacificar Francia. Pero la Liga Católica no se conformó con esto si no iba acompañado del exterminio protestante. Ahí fue cuando el loco François decidió imponer su justicia divina.

Un día de mayo, mientras el rey circulaba por París en una carroza abierta, disfrutando del solecito, su asesino saltó al coche y le arreó tres puñaladas. Trece días después ya estaba preparado el patíbulo en una plaza de París para asegurar todo un espectáculo.

Fue quemado por partes con hierros al rojo vivo, luego se vertió en las heridas plomo derretido, aceite hirviendo, resina calentita y cera y azufre fundidos. Lo dicho, seguro que se hizo necesario un equipo de guionistas.

Y aunque a esas alturas ya debía de estar grogui, se le ataron luego piernas y brazos a cuatro caballos y cada animal tiró para un lado. Luego volvieron a juntar los trocitos, los quemaron y otra vez a desperdigarlos. Se trataba no solo de castigar, sino de que futuros magnicidas tomaran nota de lo que les esperaba, y lo cierto es que el escarmiento funcionó. Al menos durante los siguientes ciento cincuenta años, porque en 1757 otro loco atacó a Luis XV, y aunque el rey solo necesitó una tirita, al agresor volvieron a aplicarle el mismo guión.

Y es que los franceses llevaban muy mal que les atacaran a un rey, aunque luego se dedicaron a guillotinarlos.

Hildegart: la mató porque era suya

¿Han oído hablar de Hildegart Rodríguez? Puede que hayan visto la película que dirigió Fernán Gómez en 1977, Mi hija Hildegart, o quizás han leído alguno de los libros que se han escrito sobre este estrafalario caso. Pero si no conocen la historia, Hildegart Rodríguez fue una joven de veinte años, lista como ella sola, a la que su madre pegó cuatro tiros el 9 de junio de 1933 en su casa de la calle Galileo de Madrid.

La mató porque era suya, y en este caso se puede tomar literalmente. Había adiestrado y educado a su hija para que fuera un ser excepcional, pero resultó que ese ser comenzó a pensar por su cuenta.

La madre de Hildegart era una pirada. Se llamaba Aurora y había decidido ser madre soltera porque su único objetivo era criar y crear a la mujer perfecta. Feminista radical y socialista enfermiza, quiso moldear a una hija de cerebro brillante que estuviera destinada a ser una líder, una mujer capaz de dejar boquiabierto al mundo.

Aurora aplicó una educación estricta, y la cría sabía leer a la perfección, escribir a máquina, hablar tres idiomas y tocar el piano cuando las demás niñas de su edad todavía berreaban por una piruleta. Hildegart se licenció en Derecho antes de cumplir los dieciocho, publicaba artículos de opinión, se afilió al Partido Socialista y lideraba a grupos intelectuales. Perfecto. Eso era lo que pretendía su madre. Una obra maestra.

La niña tenía un pico de oro y, siguiendo enseñanzas de su madre, estaba especialmente empeñada en conseguir la liberación sexual de la mujer y acabar con la explotación del proletariado. Hildegart iba, a ojos de su madre, por buen camino, hasta que comenzó a tener ideas propias. Es lo que tiene estudiar. Pero el caso es que la niña acabó expulsada del Partido Socialista porque se radicalizó de más, se afilió a otro y —aquí viene la mala noticia— se enamoró, cosa que no estaba dispuesta a permitir su madre, porque el que se enamora no lo nota pero poco a poco se va volviendo idiota.

El amor iba a dar al traste con su gran obra. Por eso decidió matarla. Y se quedó tan ancha, como si hubiera tirado un vestido pasado de moda. Hildegart se quedó en un proyecto de nada, pero el caso fascinó a toda la prensa española y sirvió para que Rafael Azcona le hiciera un buen guión a Fernán Gómez.

Las hermanas Mirabal

El calendario está repleto de fechas que marcan el día internacional, mundial, europeo o nacional de tal o cual cosa, y hay meses en los que faltan días para tanta conmemoración. No siempre hay un hecho histórico detrás de la elección del día, y a veces hay que rebuscar para encontrar uno más o menos adecuado. El 25 de noviembre de 1960 las tres hermanas Mirabal —Patria, Minerva y María Teresa— fueron asesinadas a palos por la policía del dictador dominicano Leónidas Trujillo. Y esta fue la fecha que Naciones Unidas decidió marcar como Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Tres asesinatos políticos que han quedado para celebrar una reivindicación puramente social.

Las tres hermanas Mirabal, firmes activistas junto con sus maridos contra el régimen del perturbado Trujillo, presidente de República Dominicana por propia decisión, sufrieron la cárcel que padecen quienes luchan por la libertad frente a un gobernante tirano, y soportaron como tantos otros el acoso de la policía secreta. Aquel 25 de noviembre, solo unas semanas después de recuperar la libertad, volvían las hermanas de visitar a sus maridos en la cárcel de Puerto Plata, y puesto que los servicios secretos dominicanos conocían sus actividades antitrujillistas, las mataron a palos.

Hicieron que pareciera un accidente de tráfico, pero no coló, porque a veces los servicios de inteligencia son muy tontos.

El asesinato de las tres hermanas Mirabal se volvió en contra de Trujillo, la diplomacia internacional levantó la voz —aunque solo un poco— y comenzó el principio del fin del déspota, que seis meses después pagó cara su tiranía y cayó acribillado a balazos.

Que la muerte de tres mujeres diera el impulso definitivo al fin de una dictadura tiene su mérito, pero no es menos cierto que la intención de la ONU cuando buscó un día internacional para la eliminación de la violencia contra la mujer era poner fin a las violaciones como arma de guerra, a la violencia machista, a la esclavitud sexual y a la mutilación genital. Patria, Minerva y María Teresa Mirabal fueron tres valientes, pero nunca víctimas de alguno de esos atropellos. Parece más bien que la ONU se hizo un lío.

Suicidio colectivo en Jonestown

Hay que hacer mucha memoria para recordar aquella noticia que dejó a medio mundo boquiabierto el 18 de noviembre de 1978: 913 estadounidenses protagonizaron el mayor suicidio colectivo de la era contemporánea.

Eran los integrantes de la secta Templo del Pueblo, que llegaron a la selva de Guyana siguiendo al reverendo Jim Jones porque les prometió un paraíso espiritual. Cuando a este visionario terminó de írsele la cabeza, ordenó el suicidio colectivo de sus fieles, y todos, como un solo hombre, bebieron cianuro. Al que no quiso suicidarse, lo suicidaron.

Jim Jones era uno de esos charlatanes que, no se sabe cómo, consiguen hacerse con un rebaño de fieles dispuestos a creerse lo que les cuenten. El reverendo Jones estaba convencido de ser la reencarnación de Jesucristo, Lenin y Buda. Los tres juntos. Y lo más increíble es que hubiera gentes dispuestas a seguirle.

Cuando se vio acorralado en Estados Unidos, tomó camino de Guyana y allí, en la selva, casi en la frontera con Venezuela, creó el poblado de Jonestown. Familias enteras le siguieron creyendo que iban al paraíso en la tierra. Pero cuando estuvieron instalados, pasó lo que pasa en todas las sectas, que el líder espiritual resulta ser un caradura trastornado y con todos los fieles a su servicio. Ellos comiendo arroz y judías, y el líder, chuletones. Pero ya era tarde para escapar. A la mayoría le había sorbido el seso y todos lo llamaban «padre».

Algunos familiares intentaron que las autoridades de Estados Unidos rescataran a sus parientes, aunque cuando un adulto decide meterse en una secta el problema tiene difícil solución. Pese a todo, un congresista decidió ir hasta Guyana con varios periodistas para averiguar qué pasaba allí. Llegaron, pero no salieron vivos. Al día siguiente del asesinato, el 18 de noviembre, Jones puso a todos los fieles del Templo del Pueblo en fila y les dio un refresco con cianuro. Los que se negaron fueron obligados, y cuando ya no quedaba ninguno en pie, el predicador Jones se pegó un tiro.

Novecientos trece cadáveres sembraron el poblado idílico de Jonestown y se demostró, una vez más, que los paraísos en la tierra no existen. De los otros, carecemos de datos.

Genocidio en Ruanda…

Ni siquiera han pasado veinte años, pero como la memoria humana es vergonzosamente flaca, conviene recordar que el 6 de abril de 1994 fue la primera de las cien jornadas de horror que vivió Ruanda. Comenzó un genocidio al que el Primer Mundo no dio importancia hasta que ya había sobre la mesa ochocientos mil muertos.

Ruanda se convirtió en el plató de una película de terror y Occidente lo contemplaba impertérrito desde el patio de butacas. La ONU se cruzó de brazos; Estados Unidos consideró que mejor no intervenir; los países que vendían armas a los enfrentados miraron hacia otro lado, y la prensa no consideró que una bronca entre africanos tuviera mayor interés.

Ruanda, más allá de Gorilas en la niebla y de su buen café, no merecía protagonismo alguno, así que nadie prestó atención cuando aquel 6 de abril fue derribado con un misil el avión en el que viajaban los presidentes de Ruanda y Burundi. Ambos dirigentes eran hutus, la etnia dominante, y por ello se culpó a los de la otra etnia, la tutsi. Pero aún hoy no se sabe si quizás fueron los propios hutus, pero de la oposición, los que atentaron contra los políticos.

Las dos etnias se parecen mucho, salvo en la estatura. Los hutus son bajitos (eso significa hutu, «bajo») y los tutsis son altos. Y también eso significa tutsi, «alto». Por lo demás son como dos gotas de agua y mayoritariamente cristianos. ¿Por qué, entonces, semejante rivalidad?

Porque las potencias coloniales europeas del siglo XIX se encargaron de enfrentar a las dos etnias. Ahí creció un enfrentamiento racial, económico y cultural convenientemente alimentado por los europeos, que elevaron al poder a representantes de una u otra etnia. La evolución del odio es imposible de resumir aquí, pero cuando los europeos se fueron, Ruanda quedó empantanada y enfrentada políticamente.

El único objetivo hutu fue acabar con la etnia tutsi, y el único empeño tutsi, el de aniquilar al pueblo hutu. Resultado: ochocientos mil asesinados.

El 6 de abril empezó la carnicería. Y duró cien días. Y nadie hizo puñetero caso.

… matanza en My Lai…

Quién le mandaría a Estados Unidos meterse en el berenjenal vietnamita. Se tiraron en plancha para acabar con el avance comunista en Vietnam y lo único que sacaron en claro fue una sonada derrota y el rechazo de los propios estadounidenses, espeluznados por las atrocidades de su propio ejército.

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