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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (51 page)

El 12 de noviembre de 1969 los americanos tuvieron noticias de una masacre de civiles que les hizo caer del guindo. La matanza de My Lai puso en pie de guerra a los movimientos pacifistas.

My Lai era una aldea de Vietnam del Sur habitada por familias pobres como ratas, ocupadas solo en cuidar su ganado y sembrar su arroz. Hasta aquella aldea llegó la vigesimotercera división de la infantería estadounidense en marzo de 1968. Y se les fue la cabeza. No quedó mujer y niña sin violar, ni bicho viviente en la aldea. Todo quedó arrasado con la excusa de que allí se ocultaban los comunistas del Viet Cong, pretexto que se demostró falso.

Menos mal, se dijo el ejército, que aquel ataque no lo cubrió ningún periodista, con lo cual nadie se enteraría. Así que pasaron un informe oficial con el éxito de la operación diciendo que se habían cargado a ciento veinte hombres del Viet Cong. Pero se les escapó un detalle: un soldado hizo fotos y un periodista acabó enterándose de la matanza de My Lai.

Cuando los estadounidenses desayunaron en aquel noviembre del 69 con el relato de lo ocurrido año y pico antes en My Lai, se les atragantó la tostada con mantequilla de cacahuete. Aquellos cuerpos amontonados no eran vietcongs. Eran mujeres, ancianos, niños de teta… familias enteras con críos llorando mientras miraban a un pelotón de fusilamiento. Cuerpos sembrados por los caminos… y chiquillos, muchos chiquillos.

La matanza de My Lai fue el detonante que puso boca abajo a la opinión pública estadounidense y arrancó las grandes manifestaciones para que terminara aquella locura vietnamita. Estados Unidos continuó negando la matanza, pero decenas de fotos decían lo contrario. Al final lo admitieron: quinientos civiles fueron asesinados. El exteniente que dirigió la masacre de My Lai todavía hoy está pidiendo perdón.

… y masacre en Soweto

En 2010 la selección española de fútbol se trajo de Sudáfrica la Copa del Mundo. Qué bien, porque ahora, cada vez que se menciona ese país, todo el mundo piensa en el carnaval futbolero. Pero que eso no borre de la memoria los malos tragos por los que ha pasado Sudáfrica, porque el 16 de junio de 1976, hace más de tres décadas, la sanguinaria política del Apartheid provocó la muerte de quinientos setenta y dos niños y jóvenes negros durante una pacífica manifestación estudiantil. ¿No lo recuerdan? Fue la masacre de Soweto.

La manifestación se convocó por una cuestión de idiomas. Ya saben que en Sudáfrica había una minoría blanca que es la que mandaba. Esos blancos, apenas un trece por ciento de la población, eran —aún son— los descendientes de los antiguos colonialistas ingleses, holandeses, franceses y alemanes.

Todos eran muy rubitos y todos hablaban una lengua endemoniada llamada afrikáans, algo parecido al holandés que con el paso del tiempo se ha mezclado con inglés, con portugués y con zulú. Vamos, que no hay quien lo entienda. El resto de los sudafricanos… o sea, los negros, que eran el ochenta por ciento, solo hablaba el inglés, porque para hablar y entender afrikáans tenías que haber nacido y mamado el idioma en una familia de blancos.

Y en estas viene el gobierno racista sudafricano y dicta la siguiente orden: todos los niños y adolescentes negros tienen que estudiar en afrikáans. Era un disparate, porque solo los blancos hablaban ese idioma.

Fue la gota que colmó el vaso. Los negros no se podían casar con blancos, viajaban segregados, no tenían derecho a voto, vivían hacinados en suburbios sin agua y sin luz y, encima, se iban a quedar sin estudiar porque no entenderían el idioma en el que se impartirían las clases.

Veinte mil alumnos se reunieron aquel 16 de junio en Soweto en una manifestación pacífica para pedir que les permitieran seguir estudiando en inglés. Llegó la policía, se lio a tiros y mató a quinientos setenta y tantos. Así aprenderían que al hombre blanco no se le llevaba la contraria.

Y en ese plan estuvieron hasta 1993. Los blancos mandando y matando, y los negros muriendo por no obedecer, u obedeciendo si querían seguir vivos.

Nube tóxica sobre Bhopal

¿Quién se acuerda de Bhopal? ¿Nos suena, al menos remotamente, que en esta ciudad de la India murieron y siguen muriendo miles de personas desde hace más de un cuarto de siglo por una negligencia industrial? En la madrugada del 3 de diciembre de 1984 una fábrica estadounidense de pesticidas liberó cuarenta toneladas de gas tóxico que se extendió sobre Bhopal. Cayeron como chinches, y a primeras horas de la mañana ya habían muerto ocho mil personas.

Varios miles más continuaron muriendo. Hoy, todavía ciento cincuenta mil personas sobreviven a duras penas, envenenadas por el gas y la injusticia.

Lo de Bhopal fue un accidente, sí, pero provocado por la negligencia de la mano del hombre. Aquella madrugada, durante una habitual limpieza de la planta de pesticidas, se produjo una mala mezcla de productos. Esto dio lugar a una reacción del gas almacenado en los tanques, las válvulas saltaron por la presión y el gas se liberó. Pero este gas era muy pesado, así que descendió y comenzó a recorrer la ciudad de Bhopal a ras de suelo. Fue como una plaga bíblica, solo que esta fue tan real que asfixió a todo ser viviente que encontró a su paso.

Está calculado entre seis mil y ocho mil personas las que murieron en el acto, y ni siquiera se pudieron contar las que fueron cayendo en su huida desesperada de la ciudad. Bhopal quedó contaminada; el agua, inservible; cultivos y ganadería, arruinados, y gran parte de la población sobreviviente, enferma de por vida.

Tantos años después del desastre, resulta demasiado fácil hacer el resumen: los propietarios de la planta de pesticidas salieron por pies, desde Estados Unidos aceptaron una responsabilidad moral que saldaron con 470 millones de dólares, algunas víctimas cobraron quinientos euros de indemnización, otras no han visto una rupia y nadie se ha sentado en el banquillo.

La nueva empresa que absorbió a la causante de la tragedia dice que eso es agua pasada, y el Tribunal Supremo de la India no hace más que emitir absurdas órdenes de arresto contra el expresidente de la compañía, fugado de la India desde aquel 1984.

Por lo demás, todo se resume en cifras. Miles de muertos, miles de heridos, miles de huérfanos, miles de enfermos.

Comienza la cuenta de Jack el Destripador

Se llamaba Mary Ann Nichols, pero todos la llamaban Polly. Tenía cuarenta y dos años y en la madrugada del 31 de agosto de 1888 buscaba clientes con paso descarado en los callejones del Whitechapel londinense. Era una de las mil seiscientas prostitutas que operaban en el este de la ciudad, pero aquella madrugada Polly no encontró un cliente. Encontró a su verdugo, y logró la triste fama de ser la primera víctima de Jack el Destripador, el primer asesino en serie de la criminología moderna.

Utilizando la frase apócrifa de Jack el Destripador, vayamos por partes. Mary Ann Nichols solo fue la primera de las cinco mujeres oficiales asesinadas, aunque nuevos documentos policiales atribuyen once víctimas a semejante perturbado. Que, por cierto, no se llamaba Jack… o sí… no se sabe. Se podía llamar de cualquier forma porque nadie sabía quién era, pero como había que bautizarlo de alguna manera y una de las cartas que llegó atribuyéndose los crímenes la firmaba un tal Jack, con Jack se quedó.

Porque esta es otra. Alrededor de ciento cincuenta desquiciados escribieron a Scotland Yard haciéndose pasar por el asesino, y la policía manejó a ciento setenta sospechosos de todo tipo y condición. Desde marineros a escritores, pasando por sastres, médicos y aristócratas.

Nunca se supo quién fue y ya nunca se sabrá. Lo único irrefutable es que todas las mujeres fueron asesinadas de madrugada, todas sufrieron las mismas mutilaciones y ninguna sospechó de su asesino porque no había rastro de forcejeo. Ya está. No se sabe nada más, y como Jack el Destripador se ha visto superado por su propia leyenda y da tanto juego a la literatura y al cine, ya se ha difuminado la frontera entre la realidad y la ficción.

El enigma en torno a los crímenes de Jack el Destripador despierta aún tanto interés que en una encuesta realizada por la BBC en 2008 los británicos votaron masivamente a este asesino como el peor británico de los últimos mil años.

Mala memoria. Y Enrique VIII, ¿qué?

La poca paciencia del chef Vatel

¿Les suena Chantilly, no? Suena a ciudad francesa, a crema pastelera, a encaje y a porcelana. Y también recuerda al castillo en el que un tal Ronaldo montó una patochada de boda con una modelo de la que se separó a los tres meses. Pero mucho más importante que el insultante despilfarro del por aquel entonces jugador del Real Madrid fue lo que ocurrió en el castillo de Chantilly el 23 de abril de 1669, el día en que el chef Vatel, el mejor cocinero de Francia, el hombre que hacía maravillas sin Thermomix y sin nitrógeno líquido, se atravesó el corazón con una espada. Y todo porque el marisco no llegó a tiempo.

François Vatel era el acabose de los cocineros justo en la época en que Francia dio la vuelta a la gastronomía e impuso el saber estar en la mesa; aquel momento en el que nacieron los primeros restaurantes y cuando Dom Perignon inventó un vino con burbujitas. Era la corte del cursi de Luis XIV, y precisamente para el Rey Sol tuvo que preparar un banquete el chef Vatel.

Trabajaba en el castillo de Chantilly, al servicio de la familia Condé, y esta familia necesitaba congraciarse con Luis XIV porque había tenido sus más y sus menos años antes. Así que se organizó el famoso «banquete de los tres días», donde se agasajaría a toda la familia real y a gran parte de su corte con las viandas de más calidad y mejor elaboradas y con los más exquisitos caldos.

El cocinero Vatel, con fama de perfeccionista y pelín histérico, cumplió las expectativas en el banquete de la noche del jueves. Alucinante cómo daba de comer este hombre, y eso que tuvo que preparar y organizar la cena para treinta y cinco mesas más de las previstas porque en el castillo de Chantilly se presentaron varios nobles por el morro. Pero al siguiente día el menú cambiaba drásticamente, porque era viernes de vigilia.

El chef Vatel había previsto la carta a base de pescado y marisco, y todo muy fresco; o sea, que tenía que llegar el mismo día de su consumo. Pero los proveedores no llegaron a tiempo. François Vatel, incapaz de afrontar la humillación, incapaz de enfrentarse a cientos de comensales para decirles «hoy no se come», se fue a su cuarto y se suicidó.

Dicen, aunque esto no esté del todo documentado, que el cadáver lo descubrió uno de sus ayudantes cuando fue a decirle: «Maestro Vatel… el pescado acaba de llegar».

Puede que no sea cierto, pero está bien para dejar constancia de que la cocina requiere paciencia.

El crimen de Cuenca

Seguimos con menciones cinematográficas: El crimen de Cuenca. Muchos la han visto y otros habrán leído alguno de los tres libros que se han escrito sobre el caso. De ser así, sabrán que el 3 de marzo de 1926 quedó en evidencia uno de los mayores y más vergonzosos errores judiciales y uno de esos borrones que el benemérito cuerpo de la Guardia Civil tardó tiempo en limpiar.

Hace más de ocho décadas que se descubrió que un crimen que nunca se cometió había mantenido en la cárcel durante doce años a dos hombres que acabaron confesando el asesinato con tal de no recibir ni una tortura más.

Se conoció como el crimen de Cuenca, pero no tenía nada que ver con esta ciudad, sino con un pueblo de la provincia. Muchos años antes de aquel 1926, dieciséis exactamente, desapareció un pastor al que llamaban El Cepa. El muchacho, de cortas entendederas, era objeto de burla por parte de dos de sus vecinos, y la familia señaló a estos dos hombres como responsables de su desaparición y muerte.

En un primer juicio el caso quedó sobreseído por falta de pruebas, pero cuando se consiguió la reapertura de la causa aprovechando la llegada de un nuevo juez, más que un juicio lo que se celebró fue una pantomima. Pese a que seguían faltando evidencias y, sobre todo, el cadáver, los dos acusados acabaron admitiendo ser los asesinos. Ante esta confesión, un jurado popular les partió la vida por la mitad.

Se salvaron de recibir garrote vil por los pelos, pero cumplieron doce años de cárcel. Hasta que aquel 3 de marzo, dieciséis años después del supuesto crimen, ante la incredulidad general, se confirmó que el pastor seguía vivo.

Hacía un mes que corrían rumores de que El Cepa seguía respirando, exactamente desde que solicitó al párroco de su pueblo su partida de bautismo para poder casarse. Pero nadie quería creer que el muerto estuviera vivo, porque quedarían al descubierto muchas vergüenzas: que la Guardia Civil arrancó a golpes una confesión, que un juez instruyó el caso con los pies y que un jurado popular condenó a dos inocentes. Pero la verdad acabó saliendo a la luz.

El asunto aún escocía cuando Pilar Miró dirigió su película en 1979. Tanto que el gobierno de Adolfo Suárez puso a la realizadora y a su película en manos de un tribunal militar. Fue uno de los últimos coletazos contra la libertad de expresión.

Comienza el mal rollito en América

Si hubiera que marcar en el calendario el momento en que empezó el mal rollito de Colón con los indios habría que poner un punto rojo en el 27 de noviembre de 1493, el día en que el descubridor, durante su segundo viaje a las Indias, fue informado de que aquel fuerte tan mono que había construido un año antes con las maderas de la nao Santa María estaba hecho añicos. También le dijeron que de los treinta y nueve españoles que allí permanecieron… pues… en fin… que no quedaba ni uno. Las cosas comenzaron a torcerse.

El fuerte Navidad fue el primer hotel del Caribe, fundado por Colón durante su primer viaje. Se construyó en la isla de La Española, hoy República Dominicana, aprovechando los restos de la nao Santa María tras el naufragio que sufrió en aquellas costas. Como las carabelas La Pinta y La Niña no podían transportar a todos los hombres de vuelta a España, se edificó el fuerte para que treinta y nueve hombres se quedaran allí haciendo amigos. Así fue como en la Navidad de 1492 se fundó el primer asentamiento español.

Pero los treinta y nueve hombres que allí quedaron, más que a hacer amigos, se dedicaron a echarse novias. Cuando Colón regresó al lugar un año después, se encontró aquel 27 de noviembre con una delegación de indios que intentó contarle suavemente lo que había ocurrido antes de que el descubridor lo viera con sus propios ojos al día siguiente.

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