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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (54 page)

La NASA nació cuando la Unión Soviética les sacaba dos vueltas de ventaja, pero los yanquis cogieron carrerilla y se pusieron orejeras en busca de un objetivo: enviar un humano al espacio y que volviera para contarlo. Comenzó la formación a marchas forzadas de los seis primeros hombres elegidos para la gloria y para dar en las narices a los rusos. Esa carrera, seguro, la iban a ganar.

Pero cuando andaban entretenidos con sus seis héroes y la evolución de su entrenamiento, se dieron de narices con la cruda realidad: Yuri Gagarin despegó, se dio un garbeo alrededor de la tierra y volvió.

Y entonces fueron los yanquis los que se agarraron a la botella de vodka para superar la depresión.

Aquel estraperlo de la guerra…

Cuántas veces hemos oído hablar del famoso estraperlo sin saber de dónde venía el nombre ni a cuento de qué se llamó estraperlistas a quienes, durante la Guerra Civil, se dedicaron al mercado negro. Pues si hay que buscar un origen, nos tenemos que ir al 13 de mayo de 1934.

Aquel día se celebró en Barcelona un combate de boxeo organizado por un hombre de negocios alemán llamado Strauss. El combate solo tenía como objetivo reunir a una serie de personas influyentes para entablar relaciones políticas y conseguir introducir en España un nuevo juego de ruleta, la ruleta Straperlo.

Si sumamos las tres primeras sílabas de los nombres Strauss, Perel y Lowann, nos dará como resultado Straper-lo. Estos tres tipos fueron los alemanes que, durante la Segunda República, se montaron un negocio en España que terminó en escándalo y acabó con el gobierno de Alejandro Lerroux. El juego estaba prohibido en aquel 1934, pero la ruleta Straperlo era especial: no era un juego de azar. No intervenía la suerte, sino la capacidad de cálculo.

Con este sistema, basado en la habilidad del jugador, se evitaba pícaramente la calificación de juego de azar, lo cual, convenientemente aderezado con unos cuantos sobornos a políticos, periodistas y altos cargos del gobierno republicano de centro-derecha, permitió que se consiguieran los permisos para instalar la ruleta Straperlo.

La frase «hagan juego» se oyó por primera vez en el gran casino de San Sebastián, y días después en el hotel Formentor de Mallorca. Pero el escándalo saltó cuando Strauss vio declarada ilegal su ruleta Straperlo y amenazó con hacer públicos los sobornos si no le devolvían el dinero invertido.

El jefe de gobierno Alejandro Lerroux no se asustó por el chantaje y siguió a lo suyo. Se confió… y Strauss cumplió con su amenaza e hizo llegar al presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, un detallado listado con los sobornos pagados.

El gobierno Lerroux se fue al garete y la palabra «estraperlo» quedó asociada al comercio ilegal. Así de fácil.

Un corazón en pecho ajeno

El 3 de diciembre de 1967 un comerciante de ultramarinos sudafricano se despertó en su cama del hospital de Ciudad del Cabo con la sonrisa puesta. Acababa de recibir el primer trasplante de corazón de la historia y vivía para contarlo.

Solo aguantó dieciocho días, pero la esperanza no se la quitó nadie, y sobre todo la proyectó al resto del mundo. Ya recordarán que fue el famoso doctor Christiaan Barnard el que se aventuró en meter un corazón en pecho ajeno, y aunque cayó en desgracia porque no gestionó bien la fama, nadie le puede sacar ya de los anales de la medicina. Anales… qué término tan inapropiado para referirnos a grandes causas.

Aún faltaban años para ajustar bien los mecanismos de los trasplantes y que los pacientes duraran más de dieciocho días, pero alguien tenía que empezar, y ese fue Christiaan Barnard, que logró que la familia de una joven de veinticinco años fallecida en un accidente de tráfico donara su corazón a aquel primer receptor. El corazón funcionó bien y el trasplante fue un éxito, pero el comerciante de ultramarinos murió por el daño colateral de una neumonía.

Aunque si hubiera que echar atrás en el tiempo habría que irse al siglo XIII para encontrar el primer trasplante de la historia. Cuentan que un clérigo de París con una pierna pocha pidió ayuda a los santos Cosme y Damián, que bajaron del cielo, cortaron la pierna de un criado etíope y se la pusieron al clérigo.

Dicen que el criado se había muerto el día anterior, pero no sé yo si creer la coincidencia o pensar que los santos se cargaron al etíope. Y tampoco hay datos de cómo le quedó la pierna del africano al clérigo blanco, pero este episodio de ficción sirvió para que san Cosme y San Damián hayan sido nombrado patronos de los trasplantes de órganos.

El cuadro que recoge esta curiosa intervención quirúrgica del siglo XIII cuelga de las paredes del museo del Prado, pero el verdadero milagro es que esos profesionales que pululan por los quirófanos españoles hayan conseguido trasplantar casi diez mil corazones en los últimos veintiséis años y que muchos de ellos, la gran mayoría, sigan latiendo lejos de las personas que los regalaron.

Tres hurras por la Organización Nacional de Trasplantes.

El primer cigarrito

Al señor Cristóbal Colón se le pueden echar en cara muchas cosas, y una de ellas, visto lo visto con la distancia de cinco siglos, es haber traído el tabaco de América.

El 6 de noviembre de 1492 anotó Colón en su diario la primera referencia al tabaco de la que tenemos noticias los blancos. Escribió que los españoles se quedaron pasmados al ver que mucha gente, hombres y mujeres, iban con un tizón en las manos; un tizón relleno de hierbas que chupeteaban con fruición y que luego les hacía expulsar humo por la boca. Un tizón criminalizado primero y bendecido después por las haciendas públicas de todo el mundo conocido.

Los españoles habían llegado a Cuba hacía solo una semana, y Colón envió a dos de sus hombres a que se dieran una vuelta por la isla y luego le contaran qué se cocía por aquellas tierras de taínos. Luis de la Torre y Rodrigo de Jerez fueron de pueblo en pueblo, y allá donde paraban, entre fiestas y agasajos, les daban un tizón para que se lo fumaran.

Así se lo narraron a Colón, y por eso don Cristóbal lo apuntó en su diario aquel 6 de noviembre. Y le contaron también que unos fumaban las hierbas envueltas, otros las mascaban y los sacerdotes se las fumaban en pipa para comunicarse con los dioses. Esto no es que haya cambiado mucho, porque dependiendo de la hierba que metas en el cigarro, hablas con los dioses o con las farolas. Según se tercie.

La mala noticia es que a uno de los exploradores, a Rodrigo de Jerez, le gustó la experiencia y se enganchó. Le cogió tanto gusto al cigarrito que cuando volvió a España fumando como un carretero le pilló la Santa Inquisición y le mandó a la cárcel acusado de brujería… porque solo el diablo podría darle a un hombre el poder de echar humo por la boca. Los inquisidores, por tanto, se constituyeron como la primera Liga Antitabaco.

Los que sí empezaron a darle al cigarro puro fueron los misioneros que fueron a cristianizar América, que con la excusa de ganarse a los indios se apuntaron al vicio. Más de cinco siglos nos separan de aquellos días en que un par de españoles se echaron el primer cigarrito.

La incomprensible relatividad

Los que saben dicen que el 29 de mayo de 1919 el mundo de la física dio un vuelco. Se confirmó la teoría de la relatividad con la que se devanó los sesos Albert Einstein; es decir, que la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz. Y no digo más. Quien no lo entienda, bienvenido al club.

Pero una cosa es formular una teoría y otra demostrarla. Y eso fue lo que hizo aquel 29 de mayo el astrofísico Arthur Eddington: demostrar que Einstein tenía razón. Fue entonces cuando la fama llegó como un huracán, pero ni un solo periodista de los que entrevistó a Einstein entendió la teoría de la relatividad.

Sin ánimo de entrar en el fondo de una teoría tan compleja y sesuda, digamos solo que hasta que llegó Einstein aquí solo contaba lo dicho por Isaac Newton dos siglos antes. Newton decía que cuando la luz de una estrella muy lejana pasa al lado del sol, esa luz no se desvía porque no tiene masa y, por tanto, la gravedad no le afecta. Pero llegó Einstein y dijo que de eso nada; que la luz de esa estrella lejana sí se desvía al pasar cerca del sol, pero no por culpa de la propia luz, que efectivamente no tiene masa, sino porque el sol sí la tiene y esa masa deforma el espacio de alrededor. Esa deformación era la que desviaba la luz. El hecho de resumir este complicado asunto así, de forma tan básica, seguramente pondrá de los nervios a algún físico. Qué se le va a hacer… esto es lo único que alcanza a procesar una mente de Letras.

Einstein diseñó un experimento para demostrar su teoría, pero solo podía aplicarse durante un eclipse de sol. El 29 de mayo, el astrofísico Eddington se plantó en Brasil para observar el eclipse previsto y siguió al pie de la letra el experimento sugerido por Einstein. Todo, absolutamente todo, cuadraba, y sus conclusiones dieron el empujón definitivo a la teoría de la relatividad.

Para consuelo de quienes seguimos in albis con esto de la relatividad, allá va un sucedido que se produjo cuando Albert Einstein y Charles Chaplin se conocieron. El científico le dijo al actor:

—Yo le admiro… su humor es universal, lo entiende todo el mundo.

—Justo al revés de lo que pasa con usted —respondió Chaplin—. Todo el mundo le admira, pero nadie le comprende.

La gran evasión

Ver a Steve McQueen subido en una moto alemana y correteando por un campo huyendo de los nazis invita de inmediato a pensar en la escena final de la película La gran evasión, aquel intento de huida de un campo de prisioneros de decenas de soldados de las fuerzas aéreas aliadas. Pero el caso es que la gran evasión existió, y se produjo en la noche del 24 de marzo de 1944: setenta y seis hombres protagonizaron una huida en masa que cabreó mucho al Führer.

La gran evasión fue una operación planificada al milímetro en la que colaboraron seiscientos prisioneros, aunque bien es cierto que no todos estuvieron por la labor de fugarse por temor a las represalias. Otros, en cambio, acataron el Convenio de Ginebra, ese que dice que la primera obligación de un oficial prisionero es intentar escapar.

Los barracones del campo se convirtieron a espaldas de los alemanes en una perfecta cadena de montaje en la que durante dos meses los prisioneros trabajaron como hormiguitas estajanovistas. Unos se dedicaron a los túneles; otros, a la cartografía, porque había que hacer mapas para que los fugados supieran a dónde dirigirse; otros falsificaron documentos de identidad, salvoconductos y todo tipo de carnés o impresos que pudiera pedir un alemán; varios más confeccionaron ropa, y otro puñado fabricó brújulas cuyas agujas hacían con cuchillas de afeitar imantadas.

Hasta que llegó el momento y aquel 24 de marzo corrió de boca en boca entre los prisioneros la frase: «Lo haremos esta noche». Doscientos veinte prisioneros estaban listos para la fuga, pero solo setenta y seis pudieron salir del túnel y llegar al bosque. Un centinela los descubrió.

Setenta y tres de los fugados fueron detectados en los días siguientes, pero solo veintitrés volvieron vivos al campo de prisioneros. A Hitler se le encrespó el bigote con aquella gran evasión y ordenó ejecuciones sumarísimas. Los cincuenta asesinados volvieron al campo en cincuenta urnas de cenizas. Aquella gran evasión se quedó en solo tres evadidos que lograron alcanzar las fronteras aliadas, pero mereció la pena.

La vomitona del Teneguía

Hacía días que los sensores sísmicos instalados por el Pentágono en el fondo del Atlántico, cerca de las Canarias, estaban detectando señales sospechosas: o bien una flota espía de submarinos soviéticos estaba campando a sus anchas por las islas, o un volcán estaba poniéndose nervioso. Hasta que el 26 de octubre de 1971 se descubrió el pastel.

Un viejo cerro de la isla de La Palma comenzó su particular espectáculo de luz y sonido. El volcán del Teneguía entró en erupción, la última gran erupción que ha tenido España hasta el estallido del volcán Urdangarin. Cierto que cerca de la isla de El Hierro hubo mucha actividad sísmica por culpa de un volcán impertinente que despertó en 2011, pero ni punto de comparación con el terremoto que provocó el yerno.

La erupción del Teneguía se convirtió en una apasionante aventura para los vulcanólogos, en una divertidísima atracción para los turistas y en una congoja para los palmeros, a quienes les importaba un rábano que aquello fuera una grandiosa oportunidad científica y un atractivo más para los visitantes. Porque la erupción se alargó durante casi un mes y ellos veían peligrar su isla y sus casas.

El Teneguía no paraba. Venga a escupir fuego, venga lava… y el Atlántico hirviendo. Pero allí no dejaban de llegar turistas a hacerse fotos con el volcán de fondo. Durante veinticuatro días, el cono fue elevándose hasta los ciento treinta y cuatro metros y por su boca escupió masas de lava que ocuparon tres millones de metros cuadrados. Hasta que un día, el 18 de noviembre, al volcán se le pasó el cabreo y La Palma ensordeció de repente. Pasó el susto, pero aquello trajo consecuencias.

Porque siguen llegando turistas empeñados, no en ver la estampa del volcán, sino en meterse en el cráter para la foto. Son cien mil excursionistas al año que, todo sea dicho, lo dejan perdido. Y otra mala noticia: todavía hoy Canarias sigue pidiendo al ministerio de turno, antes conocido como Ciencia e Innovación y ahora el de Economía y Competitividad, el prometido Instituto Vulcanológico para la detección temprana de erupciones y la prevención de sus consecuencias.

Si el Teneguía hubiera estallado hoy, no hubiera sido tan inocuo como en el 71. Hay mucha más gente y muchas más casas. Menos mal que, a raíz de la erupción, la lava ganó terreno al mar. Hace poco más de cuarenta años que La Palma es un poco más grande y el Atlántico un poco más pequeño.

Los leones de Tsavo

Quizás la hayan visto. La película Los demonios de la noche, protagonizada por Val Kilmer y Michael Douglas, contaba la historia de dos leones que se dedicaron a devorar hombres durante la construcción de un ferrocarril africano a finales del siglo XIX. El episodio es real. Tan real como que las dos fieras se pusieron como el quico durante un año porque se zamparon a ciento y pico humanos.

Pero el día 9 de diciembre de 1898 el primero de los dos leones fue abatido. El otro cayó tres semanas después. Ahora penan sus culpas, disecados, en un museo de Chicago.

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