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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (52 page)

Le dijeron: «Verás, Cristóbal… algunos de los cristianos que aquí dejaste se pusieron malitos y se murieron; otros se han ido de excursión y no han vuelto, y otros andan muy atareados con cuatro o cinco mujeres». Colón ya se olió que algo iba mal, y dedujo que excusatio non petita, accusatio manifesta.

Efectivamente. Un día después comprobó que el fuerte Navidad estaba quemado, todo patas arriba y ni un solo cristiano vivo. Resultó que a aquellos treinta y nueve hombres se les hizo muy larga la espera y se dieron a la búsqueda del vil metal y del bendito sexo. Un cacique caribe con malas pulgas y llamado Caonabó acabó inflado por los españoles, que no hacían más que ligarse a las indias por la fuerza y arramblar con el oro. Se fue a por ellos, se los cargó y quemó el fuerte.

Ahí acabó la historia de los primeros turistas españoles del Caribe y del primer hotel de la cadena Colón.

Excesivo Mishima

Todavía hoy Yukio Mishima sigue siendo uno de los más brillantes escritores japoneses. Quien no haya leído, por ejemplo, Confesiones de una máscara seguro que ha oído hablar de su autor, porque este hombre era muy exagerado para sus cosas. Todo se lo tomaba a la tremenda, y el día que decidió quitarse de en medio lo hizo a lo grande y a lo samurái.

El 25 de noviembre de 1970 Mishima convocó por su cuenta a las tropas en Tokio, las arengó, le sentó fatal que lo abuchearan y se aplicó el ritual del seppuku. Léase harakiri.

Mishima era un genio, y hacía bien todo en lo que se empeñaba. Era enclenque, pero consiguió un tipazo de impresión, con tableta de chocolate en el abdomen; dirigió cine y fue buen actor; cantó jazz, pilotó cazas, era un maestro del kendo, manejaba la katana del derecho y del revés, tenía un pico de oro y escribía de todo mucho y bien. Teatro, cuento, ensayo, novela… Por eso fue nominado tres veces al Nobel de Literatura.

Pero Mishima también era raro como él solo. La escritora Marguerite Yourcenar dijo de él que era un hombre «violentamente vivo». Cierto, porque de vez en cuando se le hinchaba la vena cuando las cosas no salían como él quería.

Le sentó fatal que Japón fuera abandonando sus tradiciones tras la Segunda Guerra Mundial, que los japoneses hicieran suyos los gustos occidentales. Mishima reivindicaba el culto al emperador y la observancia de los valores nipones, y en uno de estos ataques ultranacionalistas, que le dio precisamente aquel 25 de noviembre, se propuso arengar a las tropas desde la azotea del cuartel general del ejército para animarlas a dar un golpe de Estado y recuperar el Japón que a él le gustaba.

Los soldados, que ya conocían sus extravagancias, se tomaron la arenga a chufla y Mishima, muy ofendido y con el honor dañado, se metió a un despacho y se hizo el harakiri, al que los japoneses llaman seppuku porque es más fino.

Murió como un samurái, con solo cuarenta y cinco años y ante el pasmo mundial, que vio sus penúltimos minutos de vida por televisión. Aunque las lenguas viperinas dicen que sobre todo se mató cabreado porque, por tercera vez, le negaron el Nobel.

Las brujas de Zugarramurdi

Zugarramurdi, en Navarra. Precioso lugar y pedazo de cuevas que alguien señaló como lugar de reunión de brujas. Una falsedad como una catedral, pero se lio una buena.

El 8 de noviembre de 1610, tras un auto de fe que terminó de muy mala manera en esta fecha y en el que hubo cincuenta y tres procesados, acabaron en la hoguera once vecinos de Zugarramurdi: seis en persona y cinco en efigie. Eso de quemar en efigie era una especie de rabieta de la Inquisición, que cuando se les moría antes de tiempo alguien a quien querían quemar ellos, no se resignaban. Hacían un muñecajo que lo representara y lo quemaban igualmente. El caso era matar.

Al asunto de la caza de brujas en Zugarramurdi no hay que darle muchas vueltas porque tenía poco fundamento. Simplemente estaba de moda perseguir brujas y bastaba señalar a una vecina para que se la llevaran por delante. Las acusaban de celebrar aquelarres los sábados por la noche, de convertirse en cuervos, de comerse a los niños, de ser amantes de Satanás, un ser con más novias que Berlusconi… Todo esto sin pruebas, claro, pero eso qué más daba. Lo que en realidad hay que preguntarse es qué fumaban aquellos inquisidores que veían brujas hasta en la sopa.

El proceso de Zugarramurdi fue en realidad el pico más escandaloso de la caza de brujas en España, y también el que prácticamente marcó el punto final, porque, menos mal, apareció un inquisidor con dos dedos de frente llamado Alonso de Salazar, que tras una exhaustiva investigación concluyó que todas las denuncias eran falsas.

Esta idea de cazar brujas fue de un señor llamado Inocencio; de apellido, VIII, y de profesión, papa, que un día escribió un bula titulada Summis desiderantes affectibus. Traducción libre: a por las brujas y que no quede ni una viva. Aquí comenzó el lío, porque a partir de ese momento todo el mundo veía brujas en cada esquina.

Y eso que en España nos podemos dar con un canto en los dientes. Solo acabaron en la hoguera unas trescientas, mientras que en Europa fueron quemadas cincuenta mil.

Las cosas no han cambiado tanto. Antes el sábado por la noche tocaba aquelarre y ahora toca botellón. Antes venía la Inquisición y ahora viene la policía municipal.

El incombustible Charles Manson

Ha pasado tanto tiempo que algunos ni siquiera habrán oído hablar de él. A otros les sonará de algo, pero creerán que es un personaje de ficción. Y otros tantos se sorprenderán y dirán: «¿Pero aún vive este tipo?».

El 25 de enero de 1971 Charles Manson fue condenado a muerte como cabecilla de aquel grupo de locos fumados que se hacía llamar La Familia y que se dedicaron a asesinar a boleo a los ricos de Hollywood en los años sesenta. Manson aún vive y cumple cadena perpetua en California. Estaba como una cabra, y ahora está como dos.

La pregunta es: si fue condenado a muerte hace más de cuarenta años, ¿cómo es que aún sigue vivo? Pues porque tuvo la gran suerte de que California suprimiera en aquel tiempo la pena capital; por eso se la conmutaron por cadena perpetua.

Manson era un chalado que quiso ser estrella del rock, pero como solo le permitieron cantar en la ducha la emprendió contra todo productor musical o famoso de Hollywood que se le pusiera por delante. Si a su cerebro ya enfermo se le añade la fiebre de los sesenta por el LSD, el movimiento hippie y la marihuana a tutiplén, resulta que a Manson no le fue difícil ir formando una secta de colgados a los que les decía: «¡Mata!».Y ellos iban y mataban. Así se cargaron a ocho. Para colmo, fue la época en la que The Beatles sacaron su Disco blanco, con canciones como «Revolution number nine» —que también debían de estar fumados cuando la parieron— o «Piggies», en las que Manson interpretó mensajes dirigidos a él para que se levantara contra los poderosos.

Su asesinato más famoso fue el de Sharon Tate, embarazada y esposa de Roman Polanski, y cuatro personas más que estaban en la casa. Aquel crimen desató la histeria en Beverly Hills. Los famosos vaciaron las armerías de Los Ángeles y no dejaron ni a un guardaespaldas en el paro. Algunos como Frank Sinatra y Mia Farrow se escondieron porque creían ser los siguientes.

Pero aquellos crímenes también trajeron otra consecuencia: se acabó de golpe ese rollo del «paz y amor» del movimiento hippie. Resulta que algunos con florecitas en el pelo y gafitas redondas eran también asesinos en serie.

Mundo variopinto
Calentura por el oro

Mal se le presentaba la jornada al californiano James Marshall el 19 de enero de 1848. Regentaba un aserradero, pero la bomba hidráulica que tenía instalada en el río no funcionaba bien y el agua no llegaba hasta la carpintería. Bajó a la orilla a intentar arreglarla, y allí, de reojo, vio unos centelleos que salían de entre las piedras del fondo.

Se metió en el agua, sumergió la mano y, cuando la sacó… los ojos le hacían chiribitas. Acababa de encontrar la primera pepita de oro de California. El día se le enderezó de golpe, mandó a hacer gárgaras su preocupación por la bomba hidráulica y dio, sin saberlo, el pistoletazo de salida a la fiebre del oro.

¿Qué hizo el suertudo de James Marshal con sus primeras pepitas de oro? Pues llevárselas a autentificar lejos de donde vivía para que nadie supiera dónde las había encontrado. Si corría la voz, la invasión de avariciosos arruinaría sus planes de crear una gran plantación agrícola.

Pero un secreto así no se podía guardar mucho tiempo y la noticia acabó apareciendo meses después en el New York Herald… y estalló la locura. Comenzaron a llegar miles de familias por tierra y por mar, carretas repletas de cachivaches conducidas por gentes que habían abandonado todo a cambio de encontrar oro en la prometedora California.

La primera oleada arrastrada por la fiebre del oro llegó a lo largo de 1848 y, en consecuencia, fueron los que más pillaron; se convirtieron en los primeros ricachones de la zona. Llegó otro enjambre al año siguiente, despreciados por los pioneros del año anterior, y conocidos como los del 49. Quizás les suene el nombre, porque hay un equipo de fútbol americano que se llama así, los 49ers… es decir, los forty-niners, los del 49, y se refiere a aquellos buscadores de oro de la segunda oleada.

No quieran haber conocido el San Francisco de aquellos años. Era un poblacho sin ley, embarrado unos días, polvoriento otros… repleto de barracones y con buscadores de oro hacinados que dormían con un ojo abierto y el revólver a punto. Porque el vil metal trajo otras consecuencias: llegaron ladrones, mendigos, prostitutas y personajes que se ponían hasta las trancas de whisky barato y te pegaban un tiro si les preguntabas la hora en mal momento.

Trescientas mil criaturas invadieron California en una carrera delirante por conseguir oro, una fiebre que se extendió por culpa de aquella maldita bomba hidráulica que no funcionó.

Fin del mundo: hoy no… mañana

Cuesta creerlo, pero hace casi ciento setenta años que no deberíamos estar aquí, pues se debería haber acabado el mundo. Al menos para los malos. El 22 de octubre de 1844 miles de personas en Estados Unidos miraban al cielo esperando la más importante de las visitas al planeta Tierra: la segunda venida de Jesucristo. No se sabe si fue un fallo de cálculo del que organizó todo aquello o si Jesús tuvo mejores cosas que hacer aquel día, pero el caso es que no apareció.

William Miller, el predicador que dio el impulso definitivo al movimiento adventista, no se desanimó y volvió a hacer los cálculos. Y se murió haciéndolos.

No se tomen el asunto a broma, porque aquellos inicios del movimiento millerista en el siglo XIX (millerista viene de Miller, de William Miller) ha dejado importantes secuelas en varias religiones adventistas que hoy cuentan con millones de seguidores.

El predicador William Miller era un gran estudioso de la Biblia y se fijó en que en el capítulo 8 versículo 14 de las profecías de Daniel se decía que el gran santuario se purificaría después de dos mil trescientos días. Como esto de interpretar la Biblia ha sido uno de los mayores y más lucrativos entretenimientos humanos a lo largo de la historia, Miller no se sustrajo al juego y dedujo, primero, que ese gran santuario era Jerusalén. Segundo, que decir Jerusalén era una forma de referirse al mundo entero. Tercero, que la purificación consistiría en grandes llamas que bajarían del cielo y en el inicio del Juicio Final. Vale, pero ¿cómo calcular el día en que sucedería semejante desastre? Pues haciendo unos cómputos a partir de determinado año hebrero y que no merecen el esfuerzo de ser relatados porque son mentira. Sea como fuere, ese día se fijó en algún momento entre el 21 de marzo de 1843 y el 21 de marzo de 1844.

Y no pasó nada.

Aquello se conoció entre los milleristas como La Primera Desilusión. Jesús no vino y los malos no ardieron en el fuego bíblico. Los cálculos se rehicieron y se comprobó que había un error. La fecha guay sería el 22 de octubre.

Y nada.

El día se bautizó como el de La Gran Decepción. Algunos enviaron en ese momento a hacer gárgaras a Miller y a su movimiento, sobre todo porque se habían desecho de todos sus bienes creyendo que ya no les iban a hacer falta. Pero otros continuaron haciendo cálculos y aún hoy los siguen haciendo.

A lo mejor toca mañana.

El Apollo 11 y el Luna 15

El 21 de julio de 1969 el hombre llegó a la luna. Pero ya está. Casi no hay nada más que decir porque el tema aburre.

Armstrong, Aldrin y Collin… el plantel de la banderita, un astronauta caminando a saltitos como un pato, la manida frasecita de «esto es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad», la placa que dejaron escrita en inglés y que decía, entre otras cosas, «venimos en son de paz»… Todo, nos lo sabemos todo.

Menos que los soviéticos también estuvieron a punto de alunizar aquel 21 de julio. Faltó el canto de un rublo.

Aquel día, mientras los tres tripulantes del Apollo 11 estaban a lo suyo, varios astrónomos del observatorio de Jodrell Bank, en el noroeste de Inglaterra, seguían no solo las transmisiones de Armstrong, Aldrin y Collins, sino también la trayectoria de la nave soviética Luna 15, un artefacto no tripulado que pretendía llegar a la luna a la vez que los yankis para tomar muestras de la superficie. Se trataba de una maniobra para restar protagonismo a la expedición estadounidense.

Los rusos la liaron cuando modificaron la trayectoria de su nave. Quisieron alunizar al lado del Apollo 11, como si no hubiera suficiente luna para ponerse un poco más allá. Sería para salir también en la tele, porque figúrense la imagen de Armstrong dándose su histórico paseo con una nave soviética plantada detrás.

Pero el plan fue una ruina. En el año 2009 la Universidad de Manchester desempolvó de sus archivos una vieja grabación de aquella intentona soviética en la que se escucha decir a los astrónomos ingleses: «¡Está alunizando!». Y luego: «¡Desciende demasiado deprisa!». Después hizo ¡plof!

A la porra la misión.

Ya deducirán que si la nave soviética se llamaba Luna 15 es que antes habían mandado otras catorce, todas sin tripulación. Cinco de ellas consiguieron alunizar y las demás se estrellaron. Y allí están todas, despanzurradas en la superficie lunar, junto con mucha más chatarra de otras misiones estadounidenses, europeas, chinas y japonesas.

Aquella plaquita que dejaron los yanquis diciendo eso de «venimos en son de paz en nombre de toda la humanidad» es una falacia. Cuando se dejen caer por allí los extraterrestres pensarán que los terrícolas fuimos a la luna a hacer botellón.

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