¿Se lo decimos al Presidente? (24 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

El guardia asintió comprensivamente.

Pocos minutos más tarde, Marc estaba sentado en la cámara. Sólo veía una parte del recinto. Los senadores ocupaban escaños dispuestos en semicírculo de cara a la presidencia. Incluso mientras alguien hablaba, los funcionarios y senadores se desplazaban de un lado a otro, como si las maniobras realmente importantes se desarrollaran entre cuchicheos, y no en el dramático debate.

La Comisión de Asuntos Judiciales había devuelto el proyecto de ley dos semanas atrás, junto con su dictamen, después de prolongadas audiencias y discusiones. La Cámara de Representantes había aprobado una legislación análoga, que habría que conciliar con la versión más estricta del Senado para lograr su promulgación.

Hablaba el senador Dexter. ¿Mi futuro suegro?, se preguntó Marc. Ciertamente no tenía aspecto de asesino, pero al fin y al cabo, ¿qué senador lo tenía? Le había legado a su hija su magnífica cabellera oscura, aunque él ostentaba algunas hebras blancas en las sienes. No tantas como debería haber, pensó Marc… vanidad de político. Y también le había transmitido sus ojos oscuros. Su actitud parecía ser bastante desdeñosa respecto de la mayoría de quienes le rodeaban, y golpeaba el pupitre con sus largos dedos para subrayar un aserto.

—Al discutir este proyecto de ley hemos omitido una consideración crítica, quizá la más crucial. Me refiero al principio del federalismo. Durante los últimos cincuenta años, el gobierno federal ha usurpado muchos de los poderes que en otra época controlaban los estados. Buscamos la solución de todos nuestros problemas en el presidente, en el Congreso. Nunca entró en los planes de los Padres Fundadores que el gobierno central disfrutara de tanto poder, y sobre esta base es imposible gobernar democrática o eficazmente un país tan vasto y heterogéneo como el nuestro. Sí, todos queremos reducir la tasa de criminalidad. Pero el crimen no se presenta de igual manera en todas partes. Nuestra Constitución dejó sabiamente la responsabilidad de reprimir el delito en manos de la jurisdicción estatal y local, exceptuando los casos de aquellas leyes penales federales que se ocupan de problemas de auténtica envergadura nacional. Pero los delitos cometidos con armas de fuego son de naturaleza local. La legislación que los reprime, y su aplicación, deben ceñirse al plano local. Las actitudes de la población y las características específicas del problema delictivo sólo pueden ser entendidas y abordadas por funcionarios públicos en el ámbito estatal y local.

»Sé que algunos colegas argüirán que si exigimos la matriculación de los coches y los conductores, también debemos exigir la de las armas de fuego. Pero, caballeros, no existe ninguna ley nacional de matriculación de coches y conductores. Estos aspectos quedan al arbitrio de cada estado. Cada estado debe quedar en condiciones de resolver por sí mismo lo que es razonable y necesario, tomando en consideración los intereses de sus habitantes.

El senador Dexter monopolizó la sala durante veinte minutos antes de devolver la palabra a la presidencia, ocupada ese día por el senador Hayakawa, quien le cedió el turno al senador Bayh. Junto a Bayh estaba sentado un hombre alto, de ojos azules. No era miembro del personal del Senado, pensó Marc. El exsenador por California John Tunney. ¿Qué diablos hace aquí? Tunney y Edward Kennedy habían sido compañeros de habitación en la Facultad de Derecho de la Universidad de Virginia. El hijo de Tunney ostentaba el nombre de su padrino, Edward Kennedy. Tunney había sido un lúcido defensor de las medidas de control de armas antes de que el republicano Hayakawa le derrotara por escaso margen en 1976. Había sido miembro de la Comisión de Asuntos Judiciales. Me alegro de que no figure en la lista. ¿Qué hace Tunney aquí?, se preguntó Marc. ¿Ha venido sólo para ayudar a Bayh? Dos amigos de Kennedy. Bayh había sacado a Kennedy de un avión accidentado, salvándole la vida. ¿Cómo era posible entonces que estuviera comprometido en un plan para…? Bayh había terminado sus comentarios preliminares, y arremetió con el discurso que llevaba preparado.

—… hemos denunciado consecuentemente las matanzas en el Oriente Medio, en África, en Irlanda del Norte, en países de América Latina. Hemos puesto fin al derramamiento de sangre en Vietnam. ¿Pero cuándo enfrentaremos la matanza que tiene por escenario nuestras propias comunidades, nuestras propias calles, nuestros propios hogares, todos los días de todos los años? —Bayh hizo una pausa y miró al senador Duncan, de South Carolina, uno de los principales adversarios del proyecto de ley—. ¿Esperamos que otra tragedia nacional nos obligue a tomar medidas? Sólo después del asesinato de John Kennedy, una comisión del Senado tomó en serio el proyecto de Ley de control de armas, del senador Thomas Dodd. No se aprobó ninguna legislación. Después de los tumultos de Watts, de agosto de 1965, en los que se utilizaron armas compradas y no robadas, el Senado organizó audiencias sobre el control de armas cortas. No sé tomó ninguna medida. Fue necesario que ocurriera el asesinato de Martin Luther King, Jr., para que la Comisión de Asuntos Judiciales aprobara medidas destinadas a controlar la venta interestatal de armas cortas, en un apéndice a la Ley general sobre control del crimen. El Senado aprobó la ley. La Cámara de Representantes también, después del asesinato de RFK. Para responder a la violencia de 1968, promulgarnos la Ley de control de armas cortas. Pero dicha ley, caballeros, tenía una grave laguna: no reglamentaba la producción nacional de dichas armas, porque en esa época el ochenta por ciento de las armas cortas disponibles eran de fabricación extranjera. En 1972, después de que George Wallace fue atacado con una «Saturday-Night Special», el Senado se movilizó finalmente para tapar esa laguna. Pero el proyecto de ley murió en la Cámara de Representantes.

»Ahora, diez años más tarde, olvidando que el difunto senador Stennis fue gravemente herido en 1973 por un hombre que esgrimía un arma corta, y que el embajador de Zimbabwe fue tiroteado en las calles de Washington hace apenas diez meses, y que en los Estados Unidos una persona cae herida o muerta cada dos minutos por disparos de armas de fuego, todavía no tenemos una ley eficaz de control de armas. ¿Qué esperamos? ¿Qué alguien asesine al presidente? —Hizo una pausa para aumentar el énfasis—. El pueblo estadounidense es partidario de la Ley de control de armas de fuego. Todas las encuestas lo demuestran, y ésta es la opinión que predomina desde hace diez años. ¿Por qué permitir a la «National Rifle Association» que nos maneje, nos persuada de que ella y sus ideas son convincentes cuando en verdad están desprovistas de contenido? ¿En qué ha quedado nuestra capacidad para pesar lúcidamente las alternativas y para indignarnos contra la violencia que en la actualidad reina en nuestra sociedad?

El vehemente estallido impresionó a Marc y a muchos otros observadores. Los periódicos le habían inducido a pensar que Bayh era una especie de peso ligero, aunque había sido una figura clave en varios debates sobre temas constitucionales y en la lucha contra Haynsworth y Carswell, dos jueces que Nixon había querido introducir en el Tribunal Supremo. Tunney sonreía.

El senador Duncan, de South Carolina, un hombre cortés, de circunspecta distinción, pidió la palabra.

—¿Ha terminado el honorable senador por Indiana?

Bayh asintió en dirección a la presidencia.

Duncan habló con voz serena pero enérgica.

—Esta ley niega por completo el concepto de defensa propia. Estipula que sólo es lícito poseer un arma corta, una escopeta o un fusil con fines deportivos. Pero me gustaría pedir a mis honorables colegas de los estados metropolitanos que analicen por un momento, sólo por un momento, la situación de la familia que vive en una granja de Iowa o en una hacienda de Alaska y que necesita tener un arma en la casa para protegerse. No para practicar deportes sino para su defensa propia. A mi juicio, tiene derecho a valerse de ese recurso. Porque es indudable que en este país, tanto en las zonas urbanas como en las rurales, se está produciendo un incremento de la delincuencia. Esta es la raíz del problema. La delincuencia, y no la cantidad de armas que circulan. El incremento de la delincuencia implica, claro está, una mayor cantidad de crímenes en los que se utilizan armas de fuego. Pero no son las armas las que perpetran los crímenes. Quienes los cometen son los individuos. Si deseamos combatir el crimen, debemos investigar sus causas profundas, en lugar de empeñarnos en arrebatar las armas a quienes las usarían legalmente. Como proclaman muchos adhesivos que vemos en los coches de este gran país: «Si es delito portar armas, sólo los delincuentes las portarán».

El senador Thornton, de Massachusetts, flaco y huesudo, con el cabello negro y grasiento que Marc recordaba haber visto en el «Mr. Smith's Restaurant», empezaba a manifestar su conformidad con las opiniones de los senadores Dexter y Duncan, cuando se encendieron seis luces que rodeaban los números del reloj situado en el extremo de la cámara donde se hallaba Marc. Una chicharra sonó seis veces para indicar que había concluido la sesión de la mañana. La «hora matutina» del recinto del Senado, que se extendía desde mediodía, hasta no más allá de las 14.00 horas, estaba reservada para presentar petitorios y memoriales, informes de comisiones permanentes y especiales, y proyectos de ley y de resolución. Hasta 1964, las comisiones no estaban autorizadas a reunirse durante la hora matutina.

El senador Hayakawa consultó su reloj.

—Discúlpeme, senador Thornton, pero es mediodía, y ahora que ha concluido la sesión de la mañana varios de nosotros debemos comparecer en la comisión para discutir la Ley de purificación atmosférica que figura en la agenda de esta tarde. ¿Por qué no reanudamos la sesión a las catorce treinta? Todos los que podamos abandonar la comisión a esa hora nos reuniremos aquí para debatir este proyecto de ley. Es importante acelerar lo más posible la discusión de dicha legislación, porque aún esperamos poder votarla durante el actual período de sesiones.

El recinto del Senado se vació en un minuto. Los actores habían recitado sus parlamentos y sólo quedaron aquellos que debían poner el Teatro en condiciones para la función de la tarde. Marc le preguntó al guardia quién era Henry Lykham, el otro director de personal con el que debía entrevistarse. El guardia, que lucía el uniforme azul oficial del Servicio de Seguridad del Senado, le señaló a un hombre bajo y gordo, con un fino bigote y una cara franca y jovial, que estaba sólidamente instalado en un amplio asiento del otro extremo de la galería, tomando notas y revisando papeles. Marc se acercó a él, ajeno al hecho de que un par de ojos ocultos tras elegantes gafas oscuras lo seguían sin perder detalle de todos sus movimientos.

—Me llamo Marc Andrews, señor.

—Ah, sí, el estudiante graduado. En seguida estaré con usted, señor Andrews.

Marc se sentó y esperó. El hombre de las gafas oscuras abandonó la cámara por la puerta lateral.

—Muy bien, señor Andrews, ¿qué le parece si comemos juntos?

—Estupendo —respondió Marc.

Se dejó llevar a la planta baja, al G-211, el comedor de los senadores. Encontraron una mesa desocupada a un lado del salón. Marc habló en forma convincente sobre la dureza del trabajo que debía realizar el director de personal de la comisión, mientras otros se llevaban los elogios y la publicidad. Lykham asintió de buen grado. Ambos escogieron sus platos del menú, y el hombre que los observaba detenidamente, separado de ellos por tres mesas, hizo otro tanto. Marc le dijo al director de personal que proyectaba escribir su tesis sobre la Ley de control de armas, si ésta era aprobada, y que quería contar con alguna información interesante sobre lo que sucedía entre bastidores, que el público no encontraría en los periódicos.

—En consecuencia, señor Lykham —concluyó—, me aconsejaron que hablase con usted.

El gordo sonrió. Como Marc había previsto se sentía suficientemente halagado, y empezó a hablar.

—No hay nada que no pueda contarle acerca de este proyecto y acerca del hato de políticos que intervienen en su elaboración.

Marc sonrió, recordando el testimonio que había dado Anthony Ulasewicz, un detective retirado del Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York, en las audiencias de Watergate. El había estudiado dichas audiencias en un seminario de Yale. Volvió a su mente un comentario específico. Ulasewicz había dicho, más o menos, lo siguiente: ¿Por qué molestarse en instalar micrófonos ocultos en el local? Los políticos y los funcionarios le dirán todo lo que quiera saber, por teléfono, e incluso estarán dispuestos a enviárselo por correo, sea usted quien fuere.

El senador Sam Irvin, de North Carolina, presidente de la comisión, le reprendió por haber tratado a los investigadores con frivolidad y por haber convertido el episodio en una humorada. No es una humorada, es la verdad, respondió Ulasewicz.

Marc preguntó cuáles de los once senadores que integraban la comisión apoyaban el proyecto. Sólo cuatro de ellos habían asistido al debate matutino. Al cabo de sus investigaciones, Marc creía conocer bien las opiniones de la mayoría de ellos, pero deseaba confirmar sus hipótesis.

—Entre los demócratas, Bayh, Burdick, Stevenson y Glenn votarán a favor. Abourezk, Byrd y Moynihan se reservan sus opiniones, pero probablemente apoyarán el proyecto del gobierno. Votaron a favor en la comisión. Thornton es el único demócrata que posiblemente votará en contra. Ya oyó cómo su posición coincidió con la de Dexter, en defensa de los derechos de los estados. Pero para Thornton, joven, no se trata de una cuestión de principios. Quiere quedar bien con Dios y con el diablo. En Massachusetts rige una severa legislación local de control de armas, de modo que él puede alegar que su actitud implica que los estados tienen derecho a adoptar cualquier medida que juzguen necesaria para proteger a sus ciudadanos. Pero en Massachusetts también hay varias fábricas de armas de fuego, como «Smith and Wesson», «GKN Powdermet», «Harrington and Richardson», que resultarían muy perjudicadas si se promulgara una ley federal de control de armas. El fantasma del desempleo, ya sabe. Mientras esas firmas puedan vender sus mercancías fuera de Massachusetts, son un modelo de virtudes. De este modo Thornton engaña a sus electores, haciéndoles pensar que pueden controlar las armas y al mismo tiempo fabricarlas. El hombre que ocupó el escaño del presidente en el Senado se ha comprometido en algunos juegos extraños. Usted recordará que ganó la elección especial en. 1980. No es del calibre de Kennedy —Lykham se rió—. El juego de palabras ha sido premeditado. En cuanto a los republicanos, Mathias, de Maryland, votará a favor del proyecto. Es muy liberal… nunca he podido entender por qué es miembro del Partido Republicano. McCoilister, de Nebraska, votará en contra, junto con Woodson, de Arkansas. A Duncan y Dexter ya los oyó. No dejan lugar a dudas. Duncan sabe muy bien que sus electores no tolerarán el control de armas y que si él no apoya perderá las próximas elecciones. Es difícil saber si la «National Rifle Association» le lavó el cerebro, porque parece sincero cuando habla de la defensa propia. Es un tipo extraño. Aquí todos lo consideran un conservador recalcitrante, pero nadie le conoce a fondo. No hace mucho tiempo que ocupa su escaño. Sucedió a Sparkman, que se retiró en 1978… es una verdadera incógnita.

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