¿Se lo decimos al Presidente? (22 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

El director titubeó.

—No, señor.

Era la primera mentira que le había dicho en su vida al presidente. ¿Una comisión investigadora aceptará mis razones si muere el presidente dentro de tres días?

—Buenas noches, Halt, y gracias.

—Buenas noches, señor presidente, y gracias a usted por tan excelente cena.

El director subió a su coche. El agente especial que ocupaba el asiento del conductor se volvió hacia él.

—Acabo de recibir un mensaje importante para usted, señor. ¿Puede regresar de inmediato al FBI?

Otra vez no, por favor.

—De acuerdo. Quizá sería más sencillo instalarme una cama allí, aunque alguien me acusaría de querer vivir gratuitamente a expensas de los contribuyentes.

El chófer se rió. Era obvio que el director había cenado bien, cosa que él no podía decir de sí mismo.

Elizabeth sirvió el café y se sentó junto a él.

Sólo los bravos son dignos de las bellas. Alzar el brazo displicentemente, apoyarlo sobre el respaldo del sillón, acariciarle el cabello.

Elizabeth se levantó.

—Oh, casi lo había olvidado. ¿Quieres un coñac?

No, no quiero un coñac. Quiero que vuelvas.

—No, gracias.

Ella se acurrucó contra el hombro de Marc.

No puedo besarla mientras tiene una taza de café en la mano. Ah, ha dejado la taza sobre la mesita. Cielos, ha vuelto a levantarse.

—Escuchemos un poco de música.

Dios todopoderoso. ¿Y después, qué?

—Magnífica idea.

—¿Qué te parece
In Memory of Sinatra
?

—Estupendo.

«Esta vez casi nos hemos entendido… ¿no es verdad… nena?». Tiene que haberse equivocado de canción. Ahhh, ha vuelto. Intenta besarla de nuevo. Maldición, aún más café. Por fin deja la taza. Delicadamente. Sí, muy bien. Jesús, qué bella es. Un largo beso… ¿tiene los ojos abiertos?… no, cerrados. Lo está disfrutando… bueno… más prolongado y aún mejor.

—¿Quieres un poco más de café, Marc?

No no no no no no no.

—No, gracias.

Otro beso prolongado. Empezar a deslizar la mano a lo largo de la espalda… hasta aquí ya he llegado antes… no puede poner ninguna objeción… Llevar la mano a la pierna… pausa… qué piernas tan fabulosas y además tiene dos. Retirar la mano de la pierna y concentrarse en el beso.

—Marc, hay algo que debo decirte.

¡Santo cielo! El período. Es lo único que me falta.

—¿Hmmm?

—Te adoro.

—Yo también te adoro, cariño.

Bajó la cremallera de la falda y la acarició suavemente.

Ella empezó a subir la mano a lo largo de la pierna de Marc.

Se van a abrir las puertas del cielo.

Ring, ring, ring, ring.

¡Je-e-e-sús!

—Es para ti, Marc.

—¿Andrews?

—Señor.

—Julius.

Mierda.

—Voy corriendo.

7

1.00 horas

El hombre que se hallaba en el ángulo del cementerio trataba de conservar el calor en medio del frío de la madrugada de comienzos de marzo, y para ello se daba palmadas en la espalda. Había visto cómo lo hacía Gene Hackman en una película, y le había dado resultado. A él no. Quizá necesitaba la enorme lámpara de arco de «Warner Brothers» con la que se había ayudado Hackman. Analizó el problema pero siguió con las palmadas.

En realidad había dos hombres vigilando: el agente especial Kevin O'Malley y el supervisor ayudante local Pierce Thompson, ambos elegidos por Tyson en razón de su pericia y su discreción. Ninguno de ellos había dado muestras de sorpresa cuando el director les ordenó que siguieran a un compañero del FBI y después le pasaran el informe a Elliott. Tuvieron que esperar un largo rato hasta que Marc salió de la casa de Elizabeth, y O'Malley no se lo reprochó. Pierce salió del cementerio y se reunió con su colega.

—Eh, Kevin, ¿has observado que alguien más sigue a Andrews?

—Sí. Matson. ¿Por qué?

—Pensé que se había retirado.

—Se retiró. Quizás el viejo Halt quiere tener un reaseguro.

—Supongo que es así. Me pregunto por qué Tyson no nos lo dijo.

—Bien, toda esta operación es muy irregular. Nadie parece decirle nada a nadie. Podrías consultar a Elliott.

—«Podrías consultar a Elliott». Tanto daría preguntárselo al monumento a Lincoln.

—O podrías preguntárselo al director.

—No, gracias.

Pasaron pocos minutos.

—¿Crees que deberíamos hablar con Matson?

—Recuerda las órdenes especiales. Ningún contacto con nadie.

Probablemente, él ha recibido las mismas órdenes, y nos denunciará sin pensarlo dos veces. Ya sabes que es un hijo de puta.

O'Malley fue el primero que vio salir a Marc de la casa y habría jurado que sólo llevaba puesto un zapato. Efectivamente era así y Marc corría, de modo que empezó a seguirle. No debía delatarse, pensó O'Malley. Si Marc le veía, sabría que era del FBI. Marc se detuvo en la cabina telefónica y su seguidor desapareció entre otras nuevas sombras, donde perseveró en sus vanos esfuerzos por conservar el calor. Se alegró de haber tenido que correr, porque eso había ayudado un poco.

Marc tenía sólo dos monedas de diez céntimos. Todas las restantes estaban caídas al pie del sofá de Elizabeth, donde no le servirían para nada. ¿Desde dónde había telefoneado el director? ¿Era posible que estuviera en el FBI? Eso no era lógico. ¿Qué podía estar haciendo allí a esa hora de la noche? ¿Acaso no debía cenar con el presidente? Marc consultó su reloj. Caramba, la una y quince. Debía de estar en su casa, y si no estaba allí, a él se le habría agotado la provisión de monedas. Marc se calzó el otro zapato. Fue fácil, porque se trataba de un mocasín. Maldijo y arrojó al aire una de las monedas. Si salía el presidente Roosevelt llamaría al FBI; si salía
E pluribus unum
, llamaría a la casa. La moneda cayó: el presidente Roosevelt. Marc marcó el número privado del director, en el FBI.

—Sí.

Bendito presidente Roosevelt.

—¿Julius?

—Venga inmediatamente.

El tono no le pareció muy cordial. Quizás acababa de regresar de la entrevista con el presidente con una nueva información importante, o tal vez la cena le había producido indigestión.

Marc se encaminó de prisa hacia su coche, revisando en el trayecto los botones de la camisa y la corbata. Los calcetines le producían una sensación incómoda, como si tuviera uno de los talones en el arco del pie. Pasó junto al hombre emboscado en las sombras. Este vio cómo Marc regresaba al coche y vacilaba. ¿Acaso debía volver junto a Elizabeth y decirle… decirle qué? Miró la luz de la ventana, inhaló profundamente, volvió a maldecir y se dejó caer en el asiento funcional del «Mercedes». Ni siquiera había tenido tiempo para darse una ducha fría.

Le bastaron pocos minutos para llegar al FBI. Había muy poco tráfico y con las calles tan tranquilas los semáforos controlados mediante computadoras no lo detuvieron en ningún momento.

Marc aparcó el coche en el garaje subterráneo del FBI e inmediatamente apareció el hombre anónimo, el hombre anónimo que obviamente le esperaba a él. ¿No dormía nunca? Un presagio de malas noticias, probablemente, pero no se lo comunicó porque, como de costumbre, no abrió la boca para hablar. Quizás era eunuco, pensó Marc. Qué tipo tan afortunado. Compartieron el ascensor hasta el séptimo piso. El hombre anónimo le condujo silenciosamente hasta el despacho del director. Me pregunto cuál será su hobby, pensó Marc. Probablemente es apuntador en el Teatro Nacional para Sordos.

—El señor Andrews, señor.

El director no le dio la bienvenida. Aún llevaba puesto su traje de gala y tenía un ceño tempestuoso.

—Siéntese, Andrews.

Vuelvo a ser Andrews, pensó Marc.

—Si pudiera llevarle al aparcamiento, colocarle contra el paredón y fusilarlo, lo haría.

Marc trató de adoptar un talante inocente. Con Nick Stames por lo general había dado resultado. Aparentemente, no impresionó al director.

—Es un estúpido, atolondrado, irresponsable y temerario idiota.

Marc decidió que le tenía más miedo al director que a quienes tal vez planeaban matarlo.

—Usted nos ha comprometido a mí, al FBI y al presidente —continuó el director. Marc oía las palpitaciones de su corazón. Si hubiera podido contarlas, habría comprobado que llegaban a ciento veinte. Tyson seguía gritando a voz en cuello—. Si pudiera suspenderle o simplemente despedirlo, si por lo menos pudiera hacer algo tan sencillo. ¿Cuántos senadores quedan en su lista, Andrews?

—Siete, señor.

—Nómbrelos.

—Duncan, Bayh, Thornton, Byrd, Percy, Dex… Dexter, y… —Marc se puso pálido.


Summa cum laude
en Yale, y es ingenuo como un boy scout. Cuando le vimos por primera vez en compañía de la doctora Elizabeth Dexter, estúpidos que somos, como sabíamos que era el médico de guardia en la noche del 3 de marzo, en el «Woodrow Wilson», supusimos, como buenos estúpidos que somos —repitió con más énfasis aún—, que usted seguía una pista, pero ahora descubrimos que no sólo es la hija de uno de los siete senadores incluidos en la lista de aquellos que presuntamente quieren asesinar al presidente, sino que, como si esto fuera poco, descubrimos también que tiene un amorío con ella.

Marc quiso protestar pero no consiguió mover los labios.

—¿Se atreve a negar que durmió con ella, Andrews?

—Sí, señor —respondió Marc con mucha parsimonia.

El director quedó momentáneamente desconcertado.

—Joven, hemos instalado micrófonos en la casa, y sabemos perfectamente lo que sucedió.

Marc saltó de su silla, y la cólera feroz triunfó sobre su alelado desconsuelo.

—No podría haberlo negado si usted no me hubiera interrumpido, hijo de puta. ¿Ha olvidado lo que se siente al amar a otra persona, si es que alguna vez lo ha sabido? Que se joda el FBI, y ésta es una palabra que no uso a menudo, y jódase usted. Trabajo dieciséis horas al día y no duermo por la noche. Es posible que alguien esté tratando de asesinarme, y resulta que usted, el único en quien confiaba, ha ordenado que sus rufianes anónimos se diviertan como mirones, a mis expensas. Prefiero a toda la Mafia.

Marc nunca había estado tan furioso en su vida. Se dejó caer nuevamente en la silla y esperó las consecuencias. Su única fuerza consistía en que ya nada le importaba. El director permaneció igualmente callado. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Después se volvió lentamente. Los anchos hombros, la enorme cabeza, giraron hacia él. Ha llegado el fin, pensó Marc.

El director se detuvo aproximadamente a un metro de él, mirándole fijamente a los ojos, tal como lo había hecho cuando se habían encontrado por primera vez.

—Discúlpeme —dijo el director—. Este problema me ha puesto al borde de la paranoia. Acabo de dejar al presidente, sano, bien, lleno de planes para el futuro de este país, y me entero de que el único que puede salvarlo y permitirle poner en ejecución esos sueños se acuesta con la hija de uno de los siete hombres que en este mismo momento podrían estar planeando asesinarlo. No pensé mucho más que eso.

Un gran hombre, reflexionó Marc.

Los ojos del director no se habían apartado de él.

—Reguemos que no sea Dexter. Porque si es él, Marc, es muy posible que usted corra el mismo peligro. —Hizo otra pausa—. Entre paréntesis, esos rufianes anónimos le han estado protegiendo día y noche, cumpliendo también jornadas de dieciséis horas, sin descanso. Algunos de ellos incluso tienen esposa e hijos. Ahora ambos sabemos la verdad. Volvamos al trabajo, Marc, y procuremos conservar la cordura durante otros tres días. Sólo recuerde que debe contármelo todo.

Marc había triunfado. No, Marc había perdido.

—Quedan siete senadores. —Habló con voz torpe y cansada. Aún estaba nervioso. Marc nunca le había visto así y dudaba que muchos miembros del FBI lo hubieran visto—. Mis conversaciones con el presidente han reforzado mi sospecha de que el nexo entre el 10 de marzo y el senador es el proyecto de Ley de control de armas. El presidente de la Comisión de Asuntos Judiciales, que se ocupó de la planificación del proyecto, estaba allí: el senador Bayh. Sigue figurando en la lista. Conviene que averigüe lo que él y nuestros otros sospechosos de esa comisión opinan acerca de la ley… pero tampoco pierda de vista a Pearson y Percy, de Relaciones Exteriores. —Se interrumpió—. Sólo faltan tres días. Mi idea es atenerme al plan original y dejar que las cosas sigan su curso, por ahora. Todavía estoy en condiciones de cancelar en el último momento la agenda del presidente para el 10 de marzo. ¿Desea agregar algo, Marc?

—No, señor.

—¿Cuáles son sus planes?

—Mañana visitaré a los directores de personal de las Comisiones de Relaciones Exteriores y de Asuntos Judiciales, señor. Quizá después tendré una idea más clara acerca de la forma de abordar el problema y acerca de lo que debo buscar.

—Bien. Interróguelos concienzudamente a ambos, por si se me ha escapado algún detalle.

—Sí, señor.

—Nuestros técnicos en dactiloscopia trabajan sin descanso con esos veintiocho billetes. Por ahora, se limitan a buscarlas huellas de la señora Casefikis. Así sabremos por lo menos en cuál de ellos pueden estar las de nuestro hombre. Ya han hallado más de mil impresiones digitales, pero ninguna coincide con las de la señora Casefikis. Apenas me entere de algo, se lo comunicaré. Esto será todo, por hoy. Ambos estamos exhaustos. No se moleste en volver mañana —el director consultó su reloj—, quiero decir hoy. Preséntese el miércoles a las siete de la mañana, y sea puntual porque a partir de entonces sólo dispondremos de un día íntegro.

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