¿Se lo decimos al Presidente? (17 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

—¿Una de esas raras coincidencias? —comentó el padre Gregory enigmáticamente, mientras escudriñaba a Marc por encima de sus gafas—. ¿De veras?

Parecía tan poco convencido como Grant Nanna. Prosiguió:

—Hay algo más que me gustaría mencionar. Aunque es difícil recordar qué dijo exactamente el hombre cuando me llamó y me advirtió que no me molestara en ir al hospital, estoy casi seguro de que era una persona instruida. Por la forma en que condujo la conversación, estoy convencido de que era un profesional, y yo mismo no sé muy bien lo que quiero decir con esto. Es simplemente la extraña sensación de que ya había hecho otras llamadas parecidas: tenía un aire profesional.

El padre Gregory repitió la frase para sus adentros: «Tenía un aire profesional» y Marc hizo otro tanto mientras viajaba en el coche rumbo a la casa donde se alojaba la señora Casefikis. Era la casa de un amigo, el mismo que había albergado a su esposo herido.

Marc condujo por Connecticut Avenue, dejando atrás el «Washington Hilton» y el National Zoo, hasta entrar en Maryland. A lo largo del camino habían empezado a aparecer manchones de forsitias amarillas, resplandecientes. Connecticut Avenue se transformó en University Boulevard, y Marc se encontró en Wheaton, un satélite suburbano de tiendas, restaurantes, gasolineras y unos pocos bloques de apartamentos. Cuando un semáforo rojo le hizo detenerse cerca de Wheaton Plaza, Marc revisó sus anotaciones. 11.501 Elkin Street. Buscaba los Blue Ridge Manor Apartments. Extraño nombre para un conjunto de edificios chatos, de tres pisos, de ladrillo desteñido, que bordeaban las calles Blue Ridge y Elkin. Al acercarse al 11.501, Marc buscó un lugar donde aparcar. No tuvo suerte. Vaciló un momento y por fin decidió detenerse frente a una boca de riego. Enroscó cuidadosamente el micrófono de la radio sobre el espejo retrovisor, para que cualquier inspectora de parquímetros o policía observador se diera cuenta de que se trataba de un coche oficial en misión oficial.

Ariana Casefikis prorrumpió en llanto apenas vio la insignia de Marc. Su inglés resultó ser bastante mejor que el de su marido. Ya había hablado con dos policías. Les había dicho que no sabía nada. Primeramente el joven amable de la Policía metropolitana que le había dado la noticia y se había mostrado tan comprensivo, y después el teniente de Homicidios que había llegado un poco más tarde y había sido mucho más enérgico, empeñado en sonsacarle cosas acerca de las cuales ella no tenía la más vaga idea. Y ahora una visita del FBI. Su marido nunca había estado antes en líos y no sabía quién ni por qué le había herido. Era un hombre tranquilo e inofensivo. Marc le creyó.

La señora Casefikis parecía frágil: de apenas veintinueve años, desaliñada, desgreñada, con los ojos grises aún irritados por haber llorado incesantemente durante esos dos días. Ella y Marc tenían aproximadamente la misma edad. Ella había perdido su patria, y ahora también a su marido. ¿Qué sería de su vida? Si Marc se había sentido solo, su situación era ciertamente mejor que la de esa pobre mujer. Marc le aseguró que no tenía motivos para preocuparse por el momento, y que él hablaría personalmente con los funcionarios de Inmigración y de la Asistencia Social para conseguirle alguna ayuda económica. Esto pareció animarla y se mostró un poco más comunicativa.

—Ahora, por favor, trate de pensar detenidamente, señora Casefikis. ¿Sabe dónde trabajó su esposo el 23 y 24 de febrero, el miércoles y jueves de la semana pasada, y le contó algo acerca de ese trabajo?

No lo sabía. Angelo nunca le contaba lo que hacía, y la mitad de sus trabajos eran fortuitos y sólo por un día, porque dada su condición de inmigrante ilegal no podía correr el riesgo de quedarse en un mismo lugar, sin autorización oficial para trabajar. Marc no progresaba nada, pero no por culpa de ella.

—¿Podré quedarme en los Estados Unidos?

—Haré todo lo posible por ayudarla, señora Casefikis. Se lo prometo. Hablaré con un sacerdote ortodoxo griego que conozco y le pediré que le envíe un poco de dinero para sufragar sus necesidades hasta que yo pueda entrevistarme con los funcionarios de la Asistencia Social.

Marc abrió la puerta, desalentado por el hecho de que ni el padre Gregory ni Ariana Casefikis hubieran podido suministrarle información útil.

—El sacerdote ya me dio dinero.

Marc se detuvo sobre sus pasos, se volvió lentamente y la miró. Procuró no demostrar especial interés.

—¿Qué sacerdote fue ése?

—Dijo que me ayudaría. El hombre que vino a visitarme ayer. Simpático, muy simpático, muy amable. Me dio veinte dólares.

Marc se quedó frío. El hombre se le había adelantado nuevamente. El padre Gregory tenía razón. Se comportaba como un verdadero profesional.

—¿Puede describirlo, señora Casefikis?

—¿Cómo dice?

—¿Qué aspecto tenía?

—Oh, era un hombre corpulento, creo que bastante moreno —empezó a decir.

Marc procuró mantenerse impasible. Debía de haber sido el hombre con el que se había cruzado frente al ascensor, el mismo que había evitado que el padre Gregory fuera al hospital, y el mismo que sin duda habría enviado a la señora Casefikis a reunirse con su marido, si ella hubiera sabido algo acerca de la confabulación.

—¿Tenía barba, señora Casefikis?

La mujer vaciló.

—La mayoría de ellos la usan… pero no recuerdo que éste la tuviera.

Marc le pidió que se quedara en su casa y que no saliese en ninguna circunstancia. Dio como excusa que iba a consultar sobre su situación en materia de Asistencia Social y que iba a hablar con los funcionarios de Inmigración. Estaba aprendiendo a mentir. El sacerdote ortodoxo griego lampiño era su maestro.

Saltó al interior de su coche y condujo unos centenares de metros hasta la cabina telefónica más próxima, en Georgia Avenue. Marcó el número privado del director. Este levantó el auricular.

—Julius.

—¿Cuál es su número? —preguntó el director.

El teléfono sonó treinta segundos más tarde. Marc repitió detalladamente la historia.

—Le enviaré de inmediato un especialista en retratos robot. Vuelva junto a ella y tranquilícela. Y, señor Andrews, procure exprimirse el cerebro. Me gustaría recuperar esos veinte dólares. ¿Se los dio en un solo billete, o en varios? Quizá conserven alguna impresión digital.

Se cortó la comunicación. Marc frunció el entrecejo. Si el falso sacerdote ortodoxo griego no se le adelantaba siempre dos pasos, desde luego el director sí lo hacía.

Marc volvió a reunirse con la señora Casefikis y le dijo que su caso se estaba discutiendo en el más alto nivel. Debería acordarse de planteárselo al director durante la próxima reunión, y lo anotó en su hojita. Luego recuperó su entonación informal.

—¿Está segura de que fueron veinte dólares los que le dio, señora Casefikis?

—Oh, sí. No veo un billete de veinte dólares todos los días, y en ese momento quedé muy agradecida.

—¿Recuerda lo que hizo con el dinero?

—Sí, fui y compré comida en el supermercado un momento antes de que cerrara.

—¿En qué supermercado, señora Casefikis?

—El «Wheaton». Calle arriba.

—¿Cuándo fue eso?

—Ayer por la tarde, aproximadamente a las seis.

Marc comprendió que no podía perder un momento. Si ya no era demasiado tarde.

—Señora Casefikis, vendrá un hombre, un colega mío, un amigo, del FBI, y le pedirá que describa al sacerdote que le dio el dinero. Nos será de gran ayuda que consiga recordar lo más posible. No se preocupe, porque haremos por usted todo cuanto esté en nuestra mano.

Marc titubeó, extrajo su billetera y le dio veinte dólares. La mujer sonrió por primera vez.

—Ahora, señora Casefikis, le pediré un último favor. Si alguna vez vuelve a visitarla el sacerdote griego, no le hable de nuestra conversación. Limítese a telefonearme a este número.

Marc le entregó una tarjeta. Ariana Casefikis asintió, pero sus ojos grises y opacos lo siguieron hasta el coche. No entendía, ni sabía en cuál de esos hombres debía confiar. ¿Acaso no le habían dado ambos veinte dólares?

Marc aparcó en un espacio libre frente al supermercado «Wheaton». En el escaparate, un cartel enorme anunciaba que se vendían cajas de cerveza fría. Sobre el escaparate había una reproducción de la cúpula del Capitolio, en cartón azul y rojo. Cinco días, pensó Marc. Entró en la tienda. Era una pequeña empresa familiar, que no pertenecía a una cadena. La cerveza se alineaba a lo largo de una pared, el vino a lo largo de otra, y en el medio había cuatro hileras de alimentos congelados y envasados. Un mostrador de carnicería se extendía a lo largo de la pared del fondo, y el carnicero parecía ser el único encargado de atender la tienda. Marc se acercó a él de prisa, y empezó a formular la pregunta aún antes de haber llegado al mostrador.

—Por favor, ¿puedo ver al gerente?

El carnicero le miró con desconfianza.

—¿Para qué?

Marc mostró sus credenciales.

El carnicero se encogió de hombros y gritó hacia atrás:

—Eh, Flavio. FBI. Quiere verte.

El gerente, un italiano corpulento y rubicundo, apareció pocos segundos más tarde en la puerta situada a la izquierda del mostrador.

—¿Sí? ¿Qué puedo hacer por usted, señor… eh…?

—Andrews. FBI. —Marc volvió a mostrar sus credenciales.

—Sí, está bien. ¿Qué desea, señor Andrews? Soy Flavio Guida.

Esta es mi tienda. Un establecimiento intachable y honesto.

—Sí, desde luego, señor Guida. Sólo deseo pedirle su colaboración. Estoy investigando un robo de dinero, y tengo motivos para suponer que ayer gastaron en su tienda un billete de veinte dólares robado. ¿Hay alguna manera de rastrearlo y llegar a encontrarlo?

—Bien, el dinero lo recogemos todas las noches —explicó el administrador—. Lo guardamos en una caja de caudales y lo depositamos en el banco a primera hora de la mañana. Debe de haber ido al banco hace aproximadamente una hora y…

—Pero hoy es sábado —le interrumpió Marc.

—Eso no es problema. Mi banco permanece abierto hasta el mediodía del sábado. Está cerca de aquí.

Marc se exprimió el cerebro.

—¿Quiere tener la amabilidad de acompañarme al banco inmediatamente, señor Guida?

Guida consultó su reloj y después miró a Marc Andrews.

—Muy bien. Tenga la bondad de esperar medio minuto.

Le gritó a una mujer invisible que estaba en la trastienda, ordenándole que vigilara la caja registradora. El y Marc caminaron juntos hasta la esquina de Georgia y Hickers. Obviamente, Guida estaba muy emocionado por todo ese episodio.

En el banco, Marc se dirigió inmediatamente al tesorero, que le había entregado el dinero, hacía más de media hora, a una de las cajeras, la señora Townsend. Esta aún conservaba las pilas, y se disponía a separar los billetes. Era la próxima partida de su lista. Aún no había tenido tiempo para hacerlo, dijo, casi compungida. No había motivos para que lo lamentara, pensó Marc. Los ingresos del supermercado habían ascendido, en la jornada, a poco más de cinco mil dólares. Había veintiocho billetes de veinte dólares. Dios bendito, el director iba a descuartizarlo. O mejor dicho, quienes lo descuartizarían serían los técnicos del laboratorio de dactiloscopia. Marc contó los billetes de veinte dólares utilizando los guantes que le había suministrado la señora Townsend y los colocó a un lado. Confirmó que eran veintiocho. Firmó un recibo, que le entregó al cajero, y le aseguró que serían devueltos en un futuro muy próximo. En ese momento apareció el gerente del banco y se hizo cargo del recibo y de la situación.

—¿Los agentes del FBI no trabajan generalmente en parejas?

Marc se sonrojó.

—Sí, señor, pero se trata de una misión especial.

—Me gustaría verificarlo —dijo el gerente—. Usted me pide que le entregue quinientos sesenta dólares sin más garantía que su palabra.

—Por supuesto, señor. Por favor, verifíquelo.

Marc tuvo que pensar de prisa. No podía pedirle al gerente de un banco local que telefoneara al director del FBI. Sería como cargar una compra de gasolina a la cuenta de Henry Ford.

—¿Por qué no telefonea a la Agencia local de Washington del FBI, señor? Pregunte por el jefe de la Sección de Asuntos Criminales, el señor Grant Nanna.

—Es lo que haré.

Marc le dio el número, pero el gerente no le hizo caso y lo buscó en la guía telefónica de Washington. Se comunicó directamente con Nanna, quien gracias a Dios se hallaba en su despacho.

—Aquí tengo conmigo a un joven de su Agencia local. Se llama Marc Andrews. Dice que está autorizado para llevarse veintiocho billetes de veinte dólares. Se trata de algo relacionado con un robo de dinero.

Nanna también tuvo que pensar de prisa. Negad lo dicho, desafiad al que lo dice… era el viejo lema de Nick Stames.

Marc, por su parte, musitó una plegaria.

—Es cierto, señor —respondió Nanna—. Yo le he dado instrucciones para que recoja esos billetes. Espero que usted se los entregue. Se los devolveremos lo antes posible.

—Gracias, señor Nanna. Disculpe que le haya molestado. Pensé que tenía la obligación de corroborarlo. Últimamente nunca se sabe…

—No tiene por qué excusarse. Ha sido una precaución sensata. Ojalá todos actuaran de igual modo. —La primera verdad que decía, pensó Grant Nanna.

El gerente del banco volvió a colgar el auricular, metió el fajo de billetes de veinte dólares en un sobre marrón, aceptó el recibo y estrechó la mano de Marc, como disculpándose.

—¿Entiende que tenía que verificarlo?

—Por supuesto —contestó Marc—. Yo habría hecho lo mismo.

Les dio las gracias al señor Guida y al gerente y les pidió que no le contaran a nadie lo sucedido. Ambos asintieron con talante de personas que conocen sus deberes.

Marc volvió inmediatamente al edificio del FBI. Se encaminó hacia el despacho del director. La señora McGregor le saludó con una inclinación de cabeza. Un golpecito suave en la puerta, y entró.

—Disculpe que le interrumpa, señor.

—No tiene por qué excusarse, Andrews. Siéntese. Estábamos terminando.

Matthew Rogers se levantó, miró atentamente a Andrews y sonrió.

—Trataré de traerle las respuestas a la hora de la comida, director —dijo, y salió.

—Bien, joven, ¿tiene un senador en su coche, abajo?

—No, señor, pero tengo esto.

Marc abrió el sobre marrón y depositó los veintiocho billetes de veinte dólares sobre el escritorio.

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