¿Se lo decimos al Presidente? (13 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

—Por favor, evite las procacidades —dijo el presidente.

Stames había amonestado cuatro veces a Matson mientras éste prestaba servicios en el FBI. Matson no lloraba su muerte. Siguió adelante con su informe.

—Oí que Stames hablaba por el canal Uno, en el trayecto al «Woodrow Wilson Medical Center», para solicitar que un tal padre Gregory fuera a visitar al griego. Hubo que correr un albur, naturalmente, pero recordé que Stames también era griego, y no resultó difícil rastrear al padre Gregory. Le telefoneé cuando se disponía a salir. Le dije que el griego había sido dado de alta en el hospital y que no necesitaría sus servicios. Y le di las gracias. Muerto Stames, es improbable que alguien siga esa pista y si la sigue, no averiguará nada nuevo. Luego fui a la iglesia ortodoxa griega más próxima y robé los hábitos, un sombrero, una túnica y una cruz, y enfilé hacia el «Woodrow Wilson». Cuando llegué, Stames y Colvert ya se habían ido. La encargada de la recepción me informó que los dos agentes del FBI habían vuelto a sus oficinas. No le pedí muchos detalles, porque no quería que me recordara. Averigüé en qué habitación se encontraba Casefikis y no me resultó difícil llegar a ella sin que me vieran. Entré. Dormía profundamente. Lo degollé.

El senador hizo una mueca.

—En la cama vecina había un pobre cerdo negro y no quise correr riesgos. Quizá lo había escuchado todo, y además podría haberme identificado, de modo que lo degollé también a él.

El senador sintió náuseas. No había querido que esos hombres murieran. El presidente de directorio no dejó traslucir ninguna emoción. Esa era la diferencia entre un profesional y un aficionado.

—Después llamé a Tony, que estaba en el coche. Tony fue hasta la Agencia local de Washington y vio a Stames y Colvert que salían juntos del edificio. Luego me comuniqué con usted, jefe, y Tony cumplió sus órdenes.

El presidente le pasó un paquete. Contenía cien billetes de cincuenta dólares. A todos los empleados norteamericanos se les paga por su antigüedad y sus méritos, y allí se seguía la misma política.

El presidente asintió y casi le dio las gracias.

—Tony.

—Cuando los dos hombres salieron del edificio de la antigua oficina de Correos, los seguimos como nos habían ordenado. Cruzaron el Memorial Bridge. El alemán los pasó y consiguió adelantarse mucho. Apenas me di cuenta de que entrarían en la autopista G. W., como lo habíamos previsto, se lo comuniqué a Gerbach por el radioteléfono. El aguardaba en medio de una plantación de árboles, en la franja central, con las luces apagadas, más o menos un kilómetro y medio más adelante. Encendió los faros y bajó de lo alto de la loma por el carril contrario al que le correspondía. Apenas el coche de los agentes atravesó el Windy Run Bridge, se le cruzó en el camino. Yo aceleré y me situé a su altura por la izquierda. Embestí a los agentes con un impacto rasante, a cien kilómetros por hora, en el preciso momento en que el alemán idiota chocaba con ellos de frente. Usted sabe el resto, jefe. Si el alemán hubiera conservado la cabeza fría —agregó Tony con acento despectivo—, ahora estaría aquí para rendir su informe personalmente.

—¿Qué hizo usted con el coche?

—Fui al taller mecánico de Mario, cambié el bloque del motor y las matrículas, reparé las averías del parachoques, lo pinté con un pulverizador y lo dejé abandonado. Probablemente, el dueño no lo reconocería, si lo viera. Luego robé otro «Buick», modelo 1980, en buenas condiciones.

—¿Dónde?

—En Nueva York. En el Bronx.

—Bien. Con un asesinato cada cuatro horas, no disponen de mucho tiempo para buscar coches desaparecidos.

El presidente arrojó otro envoltorio sobre la mesa. Cinco mil dólares en billetes usados de cincuenta.

—Manténgase sobrio, Tony. Volveremos a necesitarlo. —Rehusó de explicar cuál sería la nueva misión. Se limitó a decir—: Xan.

Aplastó el cigarrillo y encendió otro. Todos los ojos se volvieron hacia el silencioso vietnamita. Su inglés era correcto, aunque con fuerte acento extranjero. Como tantos otros orientales cultos, tendía a omitir el artículo definido, lo que daba a su locución un extraño efecto discontinuo.

—Estuve en coche con Tony toda tarde hasta que recibimos sus órdenes de eliminar dos hombres en sedán «Ford». Los seguimos por puente y por carretera y cuando alemán se cruzó delante «Ford» reventé sus neumáticos traseros en menos de tres segundos, justo antes de que Tony los embistiera. Después de eso, les fue completamente imposible controlar coche.

—¿Cómo puede estar tan seguro de que fue en menos de tres segundos? —preguntó el presidente.

—Tuve promedio dos punto ocho en prácticas durante todo día.

Silencio. El presidente entregó otro paquete. Otros cien billetes de cincuenta, dos mil quinientos por cada disparo.

—¿Quiere formular alguna pregunta, senador?

El senador no levantó la vista, pero movió ligeramente la cabeza.

—A juzgar por las informaciones de la prensa y por nuestras propias indagaciones —dijo el presidente—, parece que nadie ha relacionado los dos episodios, pero los del FBI no son tan estúpidos. Sólo nos queda esperar que hayan sido eliminados todos quienes oyeron lo que Casefikis tenía que contar, suponiendo que tuviera algo que contar. Quizá seamos exageradamente puntillosos. Hay algo indudable, y es que liquidamos a todos quienes estaban conectados con ese hospital. Pero aún no tenemos la certeza de que el griego supiera algo digno de ser repetido.

—¿Puedo interrumpirle, jefe?

El presidente levantó la vista. Nadie hablaba si no tenía algo pertinente que decir, lo cual era muy inusitado en una reunión de junta, en los Estados Unidos. El presidente le cedió la palabra a Matson.

—Hay algo que me preocupa, jefe. ¿Por qué habría de ir Nick Stames al «Woodrow Wilson»?

Todos le miraron, sin entender muy bien a qué se refería.

—Mis averiguaciones y mis contactos han demostrado que Colvert estuvo allí, pero no sabemos categóricamente si Stames también ha estado. Lo único que sabemos es que acudieron dos agentes y que Stames pidió que fuera el padre Gregory. Sabemos que Stames enfiló hacia su casa con Colvert, pero la experiencia me dice que él no habría ido personalmente al hospital. Habría mandado a otra persona…

—¿Aunque pensara que se trataba de algo importante? —le interrumpió el presidente.

—No podía saber que se trataba de algo importante, jefe. No podría haberlo sabido hasta que sus agentes le pasaran el informe. El presidente se encogió de hombros.

—Los hechos indican que Stames fue al hospital con Colvert. Cuando salió de la Agencia local de Washington, con Colvert, éste conducía el mismo coche que había estado en el hospital.

—Lo sé, jefe, pero no me gusta. Sé que hemos cubierto todos los flancos, pero es posible que tres o más hombres hayan salido de la Agencia local de Washington y que todavía corra por ahí libremente por lo menos un agente que sabe lo que realmente ocurrió.

—Parece improbable —intervino el senador—. Ya lo verán cuando oigan mi informe.

Los labios se apretaron en la fuerte mandíbula.

—¿No está satisfecho, verdad, Matson?

—No, señor.

—Muy bien, verifíquelo. Si descubre algo, comuníquemelo.

El presidente nunca dejaba cabos sueltos. Miró al senador.

El senador despreciaba a esos hombres. Eran tan mezquinos, tan avariciosos. Sólo pensaban en el dinero, y Kennedy se los iba a arrebatar. Su violencia le asustaba y le asqueaba. Nunca debería haber permitido que ese untuoso y convincente cerdo de Nicholson invirtiera tanto dinero en sus fondos políticos secretos, aunque Dios sabía que sin ese capital no habría ganado la elección. Sumas cuantiosas, a cambio de lo que en aquel momento había parecido un precio módico: la resistencia implacable a cualquier proyecto de control de armas. Diablos, de todas maneras él se oponía sinceramente al control de armas. Pero asesinar al presidente para impedir que se aprobara la ley, cielos, era demencial. Sin embargo, Nicholson le tenía cogido por las pelotas. «Coopere o lo desenmascararé, mi amigo», había dicho melosamente. El había pasado la mitad de su vida deslomándose para llegar al Senado, y además, una vez allí, había desempeñado muy bien su función. Si lo denunciaban ahora quedaría arruinado. Un escándalo público: Nixon, Agnew, Howe y él. No podía enfrentarse a tal oprobio. «Coopere, amigo mío, por su propio bien. Lo único que necesitamos es cierta información confidencial, y su presencia en el Capitolio el 10 de marzo. Sea razonable, amigo mío. ¿Por qué habría de destruir toda su vida para salvar a Kennedy?». El senador se aclaró la garganta y comenzó a decir:

—Es muy improbable que el FBI conozca algún detalle de nuestros planes. Como el señor Matson sabe, si el FBI tuviera alguna pista, alguna razón para suponer que esta presunta amenaza es distinta de otras miles que ha recibido el presidente, el Servicio Secreto habría sido alertado inmediatamente. Y mi secretaria ha comprobado que el programa del presidente para la semana no ha variado en lo más mínimo. Cumplirá todos sus compromisos. El 10 de marzo por la mañana concurrirá al Capitolio para pronunciar un discurso especial ante el Senado…

—Pero es que se trata precisamente de eso —le interrumpió Matson con una mueca desdeñosa—. Todas las amenazas contra el presidente, incluso las más descabelladas, son desviadas, por rutina, al Servicio Secreto. Si no le han comunicado nada, puede significar que…

—Puede significar que no saben nada de nada, Matson —dictaminó el presidente con energía—. Le dije que lo averigüe. Ahora deje que el senador conteste una pregunta más importante: ¿Si el FBI conociera los detalles, se los transmitiría al presidente?

El senador vaciló.

—No, no lo creo, o sólo lo haría si tuviera la absoluta certeza de que el peligro se circunscribe a un día determinado. De lo contrario todo seguiría su curso prefijado. Si tomaran en serio todas las amenazas o insinuaciones de amenaza, el presidente nunca podría salir de la Casa Blanca. Según un informe que el Servicio Secreto elevó al Congreso el año pasado, hubo 1572 amenazas contra la vida del presidente, pero una investigación concienzuda reveló que no se produjo ningún atentado conocido.

Nicholson asintió.

—Lo saben todo o no saben nada.

—Yo sigo siendo miembro de la Sociedad de exagentes especiales —perseveró Matson—, y ayer asistí a una reunión. Allí nadie sabía absolutamente nada. Alguien ya debería haberse enterado de algo. Después, también estuve tomando una copa con Grant Nanna, que fue mi antiguo jefe en la Agencia local de Washington, y me pareció casi indiferente, lo que me resultó extraño. Creía que era amigo de Stames, pero obviamente no pude insistir demasiado, porque mi relación con Stames no era satisfactoria. Sigo preocupado. No es razonable que Stames haya ido al hospital y que en el FBI nadie hable de su muerte.

—Está bien, está bien —dijo Nicholson—. Si no lo matamos el 10 de marzo, más valdría renunciar ahora. Seguiremos adelante como si nada hubiera sucedido, a menos que oigamos rumores… y eso queda en sus manos Matson. Actuaremos en la fecha fijada, a menos que usted dé la alarma. Ahora tracemos un plan anticipado. Primeramente leeré el programa de Kennedy previsto para ese día. Kennedy —en esa habitación nadie, excepto el senador, le llamaba presidente—, sale de la Casa Blanca a las diez de la mañana, pasa frente al edificio del FBI a las diez y tres minutos, pasa por el Peace Monument de la esquina noroeste del solar del Capitolio a las diez y cinco. Se apea de su coche frente a la fachada Este del Capitolio a las diez y seis minutos. Normalmente, utilizará la entrada privada, pero el senador nos asegura que Kennedy le sacará a esta visita todo el jugo posible. Necesitará cuarenta y cinco segundos para caminar desde el coche hasta lo alto de la escalinata del Capitolio. Sabemos que Xan puede ejecutar fácilmente el trabajo en ese lapso. Yo estaré vigilando en la esquina de Pennsylvania Avenue cuando Kennedy pase por el edificio del FBI. Tony estará allí con un coche, para caso de emergencia, y el senador se hallará en la escalinata del Capitolio para retrasar a Kennedy, si necesitamos más tiempo. La parte más importante de la operación es la de Xan, que hemos planeado con precisión cronométrica. De modo que escuchen, y escuchen atentamente. He introducido a Xan en el equipo de construcción que trabaja en la renovación de la fachada del Capitolio. Y créanme, dado lo que es ese sindicato, fue una hazaña infiltrar a un oriental. Continúe usted, Xan.

Xan levantó la vista. No había dicho nada desde que le habían invitado a hablar por última vez.

—Construcción de fachada de Capitolio en marcha desde hace casi seis meses. Nadie más entusiasmado con ella que Kennedy. La quiere terminada a tiempo para el día en que comience su segundo mandato. —Sonrió. Todos los ojos estaban clavados en el hombrecillo, atentos a cada una de sus palabras—. Hace poco más de cuatro semanas que formo parte del equipo de trabajo. Soy encargado de verificar todos suministros que llegan o sea que estoy en oficina de obra. Desde allí, no ha sido fácil descubrir movimientos de todos vinculados con construcción. Guardias no son de FBI, Servicio Secreto o CIA, sino de Servicio de Seguridad de Edificios Oficiales. Generalmente mucho mayores que agentes comunes, a menudo retirados de uno u otro servicio. Son dieciséis en total, y trabajan en cuatro turnos de cuatro hombres. Sé dónde beben, fuman, juegan cartas, todo. A nadie le interesa mucho solar porque por ahora mira hacia ningún lugar importante y se encuentra en parte menos usada de Capitolio. Pequeña ratería en obra, pero no mucho más que excite guardias. —Xan había logrado un silencio total—. Exactamente en centro obra se levanta grúa American Hoist Co. mayor del mundo, número once-tres-diez, especialmente diseñada para levantar nuevas partes de Capitolio y colocarlas en su lugar. Totalmente desplegada, alcanza ciento siete metros, casi doble de altura reglamentaria permitida en edificios de Washington. Nadie nos espera en fachada oeste y nadie piensa que podemos ver tan lejos. En cúspide hay pequeña plataforma cubierta para reparación general de poleas, y sólo se usa cuando está plana y paralela a suelo, pero plataforma se convierte en pequeña caja, desde punto de vista práctico. Tiene un metro veinte de largo, setenta centímetros de ancho y cuarenta y cinco centímetros de alto. He dormido allí tres últimas noches. Veo todo, nadie me ve, ni siquiera helicóptero Casa Blanca.

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