¿Se lo decimos al Presidente? (15 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

—No me entusiasma Haydn —contestó Marc—. Soy un fanático de Mahler. Y de Beethoven, y de Aznavour. ¿Y tú?

Ella se ruborizó ligeramente.

—Cuando no apareciste anoche, telefoneé a tu despacho para averiguar si estabas allí.

Marc se sintió perplejo y complacido.

—Finalmente conseguí comunicarme con una chica de tu sección. Me dijo que habías salido y que además estabas muy ocupado, de modo que no quise dejar ningún mensaje que pudiera preocuparte.

—Esa era Polly —explicó Marc—. Es muy protectora.

—¿Y guapa?

Elizabeth Dexter sonrió con la confianza de quien se sabe atractiva.

—Está bien desde lejos, pero lejos de estar bien —comentó Marc—. Ahora olvidemos a Polly. Vamos, ya debes tener apetito, y no te voy a convidar a ese filete que siempre te prometo. He reservado una mesa para las nueve en el Tío Pepe. ¿Qué te parece?

—Excelente —respondió ella—. Puesto que conseguiste aparcar, ¿por qué no vamos a pie?

—Estupendo.

Era una tarde despejada y fría. Marc necesitaba el aire fresco. Lo que no necesitaba era el impulso de mirar constantemente por encima del hombro.

—¿Buscas a otra mujer? —se burló ella.

—No —contestó Marc—. ¿Por qué habría de buscar más? —Su tono fue frívolo, pero comprendió que no la había despistado. Cambió rápidamente de tema—. ¿Te agrada tu trabajo?

—¿Mi trabajo? —Elizabeth pareció sorprendida, como si nunca lo hubiera enfocado en esos términos—. ¿Mi vida, quieres decir? Es prácticamente toda mi vida. O la ha sido hasta ahora.

Ella levantó la vista hacia Marc con expresión sombría.

—Aborrezco el hospital. Es una gran burocracia, antigua y sucia, y a muchos de los que trabajan allí, gentes mezquinas a quienes no les interesa realmente ayudar a sus semejantes. Para ellos, ése no es más que otro medio de vida. Ayer mismo tuve que amenazar con mi dimisión para que la Comisión de Aprovechamiento dejara internado en el hospital a un pobre anciano. No tenía un hogar donde refugiarse.

Caminaron por 30th Street, y Elizabeth continuó describiéndole su trabajo. Hablaba con entusiasmo y Marc la escuchaba con placer. Desplegaba un simpático aplomo, sin atisbos de ese mal carácter que empaña la personalidad de tantas mujeres profesionales. Le estaba contando la historia de un conmovedor yugoslavo que entonaba incomprensibles canciones eslavas de amor mientras ella examinaba su axila ulcerada, y que finalmente, con un equivocado arrebato de pasión, le había cogido la oreja izquierda y se la había lamido.

Marc se rió y la tomó por el brazo para guiarla al interior del restaurante.

—Deberías pedir compensaciones de guerra —comentó.

—Oh, no me habría quejado si no hubiera desafinado siempre al cantar.

La camarera los condujo hasta una mesa situada en el centro del salón del primer piso, donde se desarrollaría el espectáculo. Marc pidió que la cambiaran por otra instalada en un rincón apartado. No le preguntó a Elizabeth qué lugar prefería. Se sentó con la espalda contra la pared, y se excusó con el endeble pretexto de que quería estar lejos del ruido para poder conversar con ella. Marc estaba seguro de que esa chica no se dejaría engatusar por semejantes zalamerías. Ella sabía que algo pasaba e intuía su nerviosismo, pero no hizo preguntas indiscretas.

Un joven camarero latino les preguntó qué cóctel deseaban. Elizabeth pidió un Margarita y Marc un
spritzer
.

—¿Qué es un spritzer? —inquirió Elizabeth.

—No es muy español: mitad de vino blanco, mitad de soda, mucho hielo. Una especie de James Bond para pobres.

Elizabeth se rió.

La atmósfera agradable del restaurante contribuyó a disipar un poco la tensión de Marc. Se relajó ligeramente por primera vez en veinticuatro horas. Hablaron de cine, de música, de libros y de Yale. El rostro de ella, animado a ratos, circunspecto en otros momentos, parecía maravilloso a la luz de la vela. Marc estaba fascinado. No obstante su gran inteligencia y su confianza en sí misma, irradiaba un aire de fragilidad y feminidad conmovedoras.

Optaron por comer una paella. Marc le preguntó a Elizabeth cómo había llegado su padre a senador, cómo había sido su carrera política, y cómo había sido la infancia de ella en Connecticut. El tema pareció inquietarla. Marc no pudo dejar de recordar que el padre de Elizabeth figuraba aún en la lista. Trató de desviar la conversación hacia la madre. Elizabeth eludió sus ojos y a él le pareció ver que incluso palidecía. Por primera vez un ligero atisbo de desconfianza enturbió su visión afectuosa de Elizabeth y le preocupó fugazmente. Hacía mucho tiempo que en su vida no aparecía algo tan prodigioso como Elizabeth, y no quería dudar de ella. ¿Era posible? ¿Acaso podía estar complicada? No, claro que no. Trató de apartar esa idea de su mente. Comenzó el espectáculo español, ejecutado con brío. Marc y Elizabeth escuchaban y miraban, sin poder hablar por el ruido. Marc se sentía dichoso por el solo hecho de estar sentado con ella, y Elizabeth había vuelto la cara para ver a los bailarines. Cuando finalmente concluyó el espectáculo ya habían terminado con su paella y eran las once y cuarto. Pidieron el postre y el café.

—¿Quieres un puro?

Elizabeth sonrió.

—No, gracias. Casi os hemos vencido a vosotros los hombres. No es necesario que imitemos vuestros hábitos infectos, además de los buenos.

—Eso me gusta —asintió Marc—. ¿Supongo que serás la primera mujer que llegarás a ocupar el cargo de jefe de sanidad militar?

—No, yo no —respondió ella con modestia—. Probablemente seré la segunda o la tercera. Marc se rió.

—Será mejor que vuelva al FBI y protagonice alguna hazaña. Para seguir siendo digno de ti.

—Y probablemente será una mujer quien no te dejará llegar a director del FBI —agregó Elizabeth.

—No, no será una mujer —contestó Marc, sin dar más explicaciones.

—Su café, señorita, señor.

Si alguna vez Marc había deseado acostarse con una mujer en la primera cita, esa era la ocasión. Pero el proyecto no era viable, e incluso se preguntó si en el caso de haber podido lograrlo eso le habría hecho feliz.

Pagó la cuenta, le dejó una propina generosa al camarero, y felicitó a la bailarina del espectáculo, que estaba bebiendo café en un rincón.

Ahora la noche era gélida. Marc se encontró nuevamente mirando en derredor, aunque se esforzó para que Elizabeth no lo advirtiera. Le cogió la mano cuando cruzaron la calzada y no la soltó cuando llegaron al otro lado. Siguieron caminando, conversando de modo intermitente, ambos conscientes de lo que sucedía. El sentía deseos vehementes de hacerle el amor. Últimamente había salido con muchas mujeres, pero a ninguna de ellas le había cogido la mano ni antes ni después. Su ánimo volvió a ensombrecerse poco a poco. Quizás el miedo era lo que le ponía en un estado exageradamente sentimental.

Un coche avanzaba detrás de ellos. Marc se puso rígido, premonitoriamente. Elizabeth no lo notó. El coche disminuyó la marcha. La reducía cada vez más a medida que se acercaba. Se detuvo a su altura. Marc desabrochó el botón del medio y jugueteó con él, más preocupado por Elizabeth que por sí mismo. Las portezuelas del coche se abrieron súbitamente y cuatro adolescentes —dos chicas y dos chicos— saltaron a la acera. Se precipitaron al interior de una taberna. La frente de Marc se perló de sudor. Se zafó del contacto de Elizabeth, que le miró fijamente.

—Sucede algo muy grave, ¿verdad?

—Sí —respondió él—. Pero no me preguntes de qué se trata.

Elizabeth volvió a buscar la mano de él, la apretó con fuerza y siguieron caminando. La opresión de los hechos espantosos que habían ocurrido el día anterior abrumaban a Marc, que permaneció callado. Cuando llegaron a la puerta de entrada de la casa de Elizabeth, Marc estaba nuevamente en el mundo que compartía con la figura descomunal, sombría, de Halt Tyson.

—Bien, has estado encantador esta noche, mientras te hallabas realmente conmigo —comentó ella sonriendo.

Marc se sacudió.

—De verdad, lo lamento.

—¿Quieres entrar a tomar café?

—Sí y no. ¿Qué te parece si lo dejo para otra ocasión? Creo que en este momento mi compañía no sería agradable.

Aún tenía cosas que hacer antes de entrevistarse con el director a las siete de la mañana, y ya era medianoche. Hacía un día y medio que no dormía.

—¿Puedo telefonearte mañana?

—Me gustaría que lo hicieras —respondió Elizabeth—. No dejes de comunicarte conmigo, suceda lo que sucediere.

Marc habría de llevar esas palabras consigo durante los días siguientes, como si fueran un amuleto. Se las grabó en la mente, una por una, junto con el ademán que las acompañó. ¿Las había dicho en broma, en serio, o con ánimo provocativo? Últimamente no estaba de moda enamorarse. Muy pocas personas se casaban, y muchas de las que lo habían hecho se divorciaban. ¿Acaso él iba a enamorarse locamente a pesar de ello?

La besó en la mejilla y se volvió para irse, recorriendo nuevamente la calle con la mirada, de un extremo a otro. Ella gritó a sus espaldas:

—Espero que encuentres al hombre que mató a mi cartero y a tu griego.

Tu griego, tu griego, sacerdote ortodoxo griego, padre Gregory. Santo cielo, ¿por qué no había pensado en eso? Había olvidado momentáneamente a Elizabeth mientras echaba a correr hacia el automóvil. Se volvió para despedirse agitando la mano y vio que ella le miraba con expresión perpleja, preguntándose qué era lo que había dicho. Marc saltó dentro de su coche y condujo a la mayor velocidad posible rumbo a su apartamento. Tenía que encontrar el número del padre Gregory. Un sacerdote ortodoxo griego. ¿Cuál era su aspecto? Volvía a evocarlo todo. Tenía algo raro… ¿pero qué diablos era? Algo fallaba en su cara. Por supuesto. Por supuesto. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Cuando llegó a su casa, telefoneó inmediatamente a la Agencia local de Washington. A Polly, que se hallaba en la centralita, le sorprendió oír su voz.

—¿No está de permiso?

—Sí, más o menos. ¿Tiene el número del padre Gregory?

—¿Quién es el padre Gregory?

—El sacerdote ortodoxo griego con quien el señor Stames se comunicaba de vez en cuando. Creo que era el sacerdote de su parroquia.

—Sí, tiene razón. Ahora lo recuerdo.

Marc esperó.

Polly revisó la agenda de Stames y le dio el número. Marc lo anotó y colgó el auricular. Por supuesto, por supuesto, por supuesto. Qué estúpido había sido. Era tan evidente. Ya era más de medianoche pero tenía que llamar. Marcó el número. El teléfono sonó varias veces antes de que atendieran.

—¿El padre Gregory?

—Sí.

—¿Todos los sacerdotes ortodoxos griegos llevan barba?

—Por regla general, sí. ¿Quién formula una pregunta tan tonta en mitad de la noche?

Marc se disculpó.

—Soy el agente especial Marc Andrews. Mi jefe era Nick Stames.

Su interlocutor, que había parecido adormecido, se despejó súbitamente.

—Entiendo, joven. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Padre Gregory, ¿la secretaria del señor Stames le telefoneó anoche y le pidió que fuera al «Woodrow Wilson» para asistir a un griego que tenía una herida de bala en la pierna?

—Sí, es cierto… lo recuerdo, señor Andrews. Pero otra persona telefoneó más o menos treinta minutos después, cuando me disponía a salir, en verdad, para decirme que no me molestara porque al señor Casefikis le habían dado de alta en el hospital.

—¿Cómo dice? —Marc alzaba la voz a medida que pronunciaba cada palabra.

—Le habían dado de alta en el hospital.

—¿La persona que llamó dio su nombre?

—No, no dijo nada más. Supuse que pertenecía a su organización.

—Padre Gregory, ¿podré verle mañana a las ocho de la mañana?

—Sí, desde luego, hijo.

—¿Y está seguro de que podrá no hablar con nadie acerca de esta llamada telefónica?

—Si ése es su deseo, hijo.

—Gracias, padre.

Marc colgó el auricular y procuró concentrarse. Era más alto que él, de modo que medía más de un metro ochenta. Moreno… ¿o acaso se lo había parecido por los hábitos sacerdotales? No, tenía cabello oscuro, nariz prominente. Recuerdo que tenía una nariz prominente, ojos no, no recuerdo sus ojos, tenía nariz prominente, una quijada robusta, una quijada robusta. Marc escribió todo lo que recordaba. Un hombre grande y corpulento, más alto que yo, nariz prominente, quijada robusta, nariz prominente, corpulento… se desplomó. Su cabeza cayó sobre la mesa y se durmió.

4

6.32 horas

Marc se había despertado, pero no estaba despierto. Su cabeza era un torbellino de pensamientos incoherentes. La primera imagen que cruzó por su mente fue la de Elizabeth. Sonrió. La segunda fue la de Nick Stames. Frunció el ceño. La tercera fue la del director. Marc terminó de despertarse con un sobresalto y se irguió, tratando de enfocar los ojos sobre el reloj. Lo único que vio fue la segunda manecilla en movimiento: las 6.35. Jesús. Saltó de la silla, con el cuello rígido y la espalda dolorida. Aún estaba vestido. Arrojó las ropas lejos de sí y entró corriendo en el baño, se duchó, sin perder tiempo en ajustar la temperatura del agua. Estaba helada. Pero eso sirvió para despejarle y para olvidar a Elizabeth. Saltó fuera de la ducha y cogió una toalla: 6.40. Después de embadurnarse la cara con espuma se afeitó demasiado deprisa, arrancándose el vestigio de barba del mentón. Caray, tres cortes. La loción para después de afeitar ardía insoportablemente: las 6.43. Se vistió: camisa limpia, los mismos gemelos, calcetines limpios, los mismos zapatos, traje limpio, la misma corbata. Se miró rápidamente en el espejo: dos cortes seguían sangrando ligeramente, pero al diablo con eso. Metió en el portafolios los papeles apilados sobre la mesa y corrió al ascensor. Primera circunstancia afortunada: estaba en el último piso. Abajo las 6.46.

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