Read ¿Se lo decimos al Presidente? Online
Authors: Jeffrey Archer
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política
Se interrumpió, inhaló profundamente, con el rostro barbudo cubierto de transpiración, y miró a los dos hombres con expresión implorante.
—¿Cuál es su nombre completo? —preguntó Colvert, con tan poca emoción como si estuviera imponiendo una multa por una infracción de tráfico.
—Angelo Mexis Casefikis.
Colvert le pidió que lo deletreara íntegramente.
—¿Dónde vive?
—Ahora en Blue Ridge Manor Apartments, 11 501 Elkin Street, Wheaton. Casa de mi amigo, buen hombre, por favor no molestarlo.
—¿Cuándo se produjo este incidente?
—Jueves pasado —respondió Casefikis instantáneamente.
Colvert verificó la fecha.
—¿El 24 de febrero?
Casefikis se encogió de hombros.
—Jueves pasado —repitió.
—¿Dónde está el restaurante en el que trabajaba?
—Manzana vecina a mi casa. Se llama «Golden Duck».
Colvert tomaba notas pulcramente.
—¿Y dónde estaba el hotel al que lo transportaron?
—No sé, en Georgetown. Quizá poder llevarlos cuando salga hospital.
—Ahora, señor Casefikis, piense bien lo que va a contestar. ¿Durante ese almuerzo trabajaba alguien más que también pueda haber oído lo que usted dice que oyó?
—No, señor. Yo único camarero que atender en el salón.
—¿Le contó a alguien lo que oyó? ¿A su esposa? ¿Al amigo en cuya casa se aloja? ¿A alguna otra persona?
—No, señor. Sólo a ustedes. No decírselo a mi esposa. A nadie. Mucho miedo.
Colvert continuó el interrogatorio, pidió la descripción de los otros hombres presentes e hizo que el griego repitiera todo dos veces para comprobar si variaba la versión. No varió. Marc miraba en silencio.
—Muy bien, señor Casefikis, esta noche no podemos hacer nada más. Volveremos por la mañana y firmará usted una declaración escrita.
—Pero me van a matar. Me van a matar.
—Por favor, no se preocupe, señor Casefikis. Lo antes posible situaremos vigilancia policial en su habitación. Nadie lo va a matar.
Casefikis bajó la vista, intranquilo.
—Lo veremos nuevamente por la mañana —agregó Colvert, cerrando su libreta—. Ahora descanse. Buenas noches, señor Casefikis.
Colvert le echó una mirada al dichoso Benjamin, que seguía profundamente absorto en el «$25.000 Pyramid» sin palabras, sólo con dinero. Volvió a saludarles con un ademán y sonrió, mostrando sus tres dientes: dos negros y uno de oro. Colvert y Andrews volvieron al corredor.
—No creo una palabra de esto —dijo Barry—. Con su inglés, es posible que entendiera todo al revés. A lo mejor, fue una conversación inocente. La gente maldice a menudo a Kennedy. Mi padre lo hace, pero eso no significa que planee matarlo.
—Quizá, ¿pero qué me dices de la herida de bala? Es auténtica —afirmó Marc.
—Lo sé. Supongo que eso es lo único que me preocupa —asintió Barry—. Puede querer encubrir algo totalmente distinto. Creo que para estar más seguro hablaré con el jefe.
Colvert se encaminó hacia la cabina telefónica contigua al ascensor y sacó dos monedas de diez céntimos. Cualquier agente lleva consigo un puñado de monedas porque los miembros del FBI no tienen privilegios a la hora de telefonear, medida que se volvió más costosa después de que la tarifa aumentó a veinte céntimos en 1981.
—Bien, ¿ha saqueado Fort Knox? —La voz de Elizabeth Dexter sobresaltó a Marc, aunque éste esperaba inconscientemente que volviera. Era obvio que se disponía a regresar a su casa. Había sustituido la bata blanca de médico por una sobria chaqueta roja.
—No se trata precisamente de eso —contestó Marc—. Tendremos que volver mañana por la mañana para completar los trámites. Probablemente, le haremos firmar una declaración escrita y tomaremos sus impresiones digitales.
—Excelente —asintió ella—. La doctora Delgado estará aquí, para ayudarles. Mañana es mi día libre. —Sonrió afablemente—. Ella también le gustará.
—¿Todo el personal de este hospital está compuesto por doctoras guapas? —preguntó Marc—. Escuche, ¿qué puedo hacer para que me ingresen aquí?
—Bien, la enfermedad de moda este mes es la gripe. Incluso el presidente Kennedy la ha cogido.
Colvert volvió la cabeza bruscamente al oír el nombre. Elizabeth Dexter consultó su reloj.
—Acabo de trabajar dos horas extraordinarias, que no me las pagarán —comentó—. Si no necesita formularme otras preguntas, señor Andrews, debo volver a casa. —Sonrió y se volvió para alejarse, haciendo repiquetear fuertemente los tacones sobre el piso de baldosas.
—Otra pregunta, doctora Dexter —exclamó Marc, siguiéndola por el recodo del pasillo, fuera del alcance de los ojos y oídos fastidiados de Barry Colvert—. ¿Qué dirá si la invito a cenar esta noche conmigo?
—¿Qué diré? —respondió ella provocativamente—. Veamos, creo que aceptaré de buen grado pero no con excesivo entusiasmo. Quizá sea divertido comprobar cómo son en realidad los agentes federales.
—Mordemos —dijo Marc. Se sonrieron—. Muy bien, ahora son las siete y cuarto. Si está dispuesta a correr el albur, es probable que pueda pasar a recogerla a las ocho y media… siempre que acceda a revelar dónde vive.
Ella anotó su dirección y número de teléfono en una página de la agenda de Marc.
—¿Eres zurda, verdad, Liz?
Los ojos oscuros relampaguearon al enfrentar los de él.
—Sólo mis amantes me llaman Liz —advirtió, y se fue.
—Habla Colvert, jefe. Es un caso dudoso. No acabo de llegar a una conclusión sobre si es un payaso o si habla en serio. Me gustaría consultarlo con usted.
—Muy bien, Barry. Hable.
—Bien, podría ser grave, o sólo un timo. Podría ser un ratero de baja estofa que trata de zafarse para acometer algo más gordo. Pero realmente no estoy seguro. Si todo lo que dijo resultara ser cierto, usted debería saberlo inmediatamente.
Barry repitió las partes sobresalientes de la entrevista sin mencionar al senador, y subrayó que había un aspecto que prefería no discutir por teléfono.
—Creo que usted quiere que mi mujer me interponga una demanda de divorcio… Supongo que tendré que volver a la oficina —dijo Nick Stames, eludiendo la mirada de fastidio de su esposa—. Está bien, está bien. Gracias a Dios me ha dado tiempo por lo menos de comer un poco de
moussaka
. Estaré en la oficina dentro de treinta minutos, Barry.
—De acuerdo, jefe.
Colvert apretó brevemente la horquilla del teléfono y después marcó el número de la Policía metropolitana. Otras dos monedas de diez céntimos, y le quedaban dieciséis en el bolsillo. A menudo pensaba que el mejor sistema para identificar a un agente del FBI consistía en hacerle volver los bolsillos del revés. Si aparecían veinte monedas, se podía saber con seguridad que era miembro del FBI.
—El teniente Blake está en el mostrador de guardia, en este momento. Le pongo con él en seguida.
—Teniente Blake.
—Agente especial Colvert. Hemos visto a su griego y nos gustaría que deje un hombre de custodia en su habitación. Hay algo que le aterroriza y no queremos correr riesgos.
—No es mi griego, carajo —exclamó Blake—. ¿No puede recurrir a uno de sus petimetres?
—En este momento no hay ninguno disponible, teniente.
—A mí tampoco me sobra personal, por el amor de Dios. ¿Qué piensa que es esto? ¿El hotel «Shoreham»? Caray, haré lo que pueda. Es posible que no consigan llegar allí antes de un par de horas.
—Excelente. Gracias por su ayuda, teniente. Lo informaré a mi oficina.
Barry volvió a colgar el auricular.
Marc Andrews y Barry Colvert esperaron el ascensor, que bajó tan parsimoniosa y renuentemente como había subido. Ninguno de los dos habló hasta que estuvieron dentro del «Ford» azul oscuro.
—Stames vendrá a escuchar mi historia —dijo Colvert—. No creo que quiera profundizar más, pero será mejor que lo tengamos informado. Quizá después podremos irnos a descansar.
Marc consultó su reloj. Otra hora y cuarenta y cinco minutos de trabajo extraordinario: técnicamente, el máximo que se le exigía a un agente en la jornada.
—Ojalá sea así —respondió Marc—. Tengo una cita.
—¿Con alguien que conozco?
—Con la bella doctora Dexter.
Barry arqueó las cejas.
—Procura que no se entere el jefe. Si pensara que has enamorado a una muchacha en horas de trabajo, te enviaría a las minas de sal de Butte, en Montana.
—No sabía que hay minas de sal en Butte, Montana.
—Sólo los agentes que cometen una equivocación se enteran de que las hay.
Marc guió el coche hacia la parte baja de Washington mientras Barry escribía su informe sobre la entrevista. Eran las 19.40 cuando llegaron al viejo edificio de Correos, y Marc descubrió que tenía casi todo el aparcamiento a su disposición. A esa hora, las personas civilizadas estaban en sus casas haciendo cosas civilizadas, como comer
moussaka
. El coche de Stames ya estaba allí. Maldito fuera. Subieron en el ascensor hasta el quinto piso y entraron en la antesala de Stames. Sin Julie parecía vacía. Colvert golpeó discretamente la puerta del despacho del jefe, y los dos agentes entraron. Stames levantó la vista. Ya había encontrado un sinfín de tareas para ocuparse, desde su regreso, casi como si hubiera olvidado que había vuelto específicamente para hablar con ellos.
—Bien, Barry. Cuéntelo desde el principio. Lentamente y sin omitir detalles.
Colvert relató con precisión lo que había sucedido desde que habían llegado al «Woodrow Wilson» hasta el momento en el que había pedido a la Policía metropolitana que enviara un hombre a montar guardia en la habitación del griego. Marc se maravilló ante la memoria excepcional de Barry. Su relato no fue en ningún momento exagerado, ni prejuicioso, ni reflejó las conclusiones personales de Barry. El jefe no había pedido una opinión. Stames pensó en silencio durante un rato y de pronto se volvió hacia Marc.
—¿Qué opina usted, Marc?
—No sé, señor. Fue todo un poco melodramático. Pero no me dio la impresión de estar ante una de esas personas que mienten habitualmente. Estaba realmente asustado y su nombre no figura en ninguno de nuestros archivos. Llamé por radio a Supervisión nocturna para que llevara a cabo una verificación de nombres. Respecto de Casefikis, el resultado es negativo.
Nick cogió el auricular y pidió que le comunicaran con el Cuartel general del FBI.
—Quiero hablar con el Centro Nacional de Información por Computadora, Polly.
Le comunicaron. Una joven atendió el teléfono.
—Stames, Agencia local de Washington. Por favor, ¿quiere verificar inmediatamente en la computadora a esta persona? Angelo Casefikis: raza caucásica, sexo masculino, ascendencia griega, un metro setenta de estatura, aproximadamente ochenta y dos kilos de peso, cabello marrón oscuro, ojos marrones, treinta y ocho años de edad, sin marcas distintivas ni cicatrices conocidas, se ignoran sus números de identificación. —Los datos los leía del informe que Colvert había depositado frente a él. Esperó en silencio.
—Si su historia es verídica —comentó Marc—, no constará en el archivo.
—Si es verídica —dijo Colvert.
Stames siguió esperando. Ya había pasado la época en que era necesario aguardar mucho tiempo para averiguar si una persona figuraba o no en los archivos del FBI. La nueva computadora que había entrado en funciones en 1979 podía revisar el millón de fichas almacenadas en su banco de datos y suministrar un informe escrito en el lapso de escasos segundos. La voz de la chica se escuchó de nuevo en la línea.
—No hay ningún Casefikis, Angelo. Ni siquiera un Casefikis con otro nombre. Lo más parecido que contiene la computadora es un tal Casegikis, que nació en 1901. Lamento no poder ayudarle, señor Stames.
—Muchas gracias. —Stames colgó el auricular—. Muy bien, muchachos. Por el momento le concederemos a Casefikis el beneficio de la duda. Supongamos que dice la verdad y que ésta es una investigación seria. No hay el menor rastro de él en ninguno de nuestros archivos, de modo que será mejor que empecemos a creerle hasta que se demuestre que miente. Es posible que haya descubierto algo, y si es así, esto supera los límites de nuestra competencia. Quiero que mañana por la mañana vaya al hospital con un experto en dactiloscopia, Barry, y que le tome las impresiones digitales, por si ha dado un nombre falso. Luego las hará pasar sin demora por la computadora de identificación y tendrá la precaución de hacerle firmar una declaración por escrito. Después revise los archivos de la Policía metropolitana para averiguar si el 24 de febrero se produjo algún tiroteo en el que Casefikis haya podido estar complicado. Quiero que apenas esté en condiciones de salir del hospital lo saquen en una ambulancia para que nos muestre dónde se celebró ese almuerzo. Presione a las autoridades del hospital para que le autoricen a sacarlo mañana por la mañana, si es posible. Por ahora no está arrestado ni lo buscamos por ningún delito conocido, de modo que no exageren, a pesar de que no creo que conozca muy bien sus derechos legales. Marc, quiero que usted vuelva inmediatamente al hospital y compruebe si se ha dispuesto ya la custodia policial. En caso contrario, quédese con él hasta que llegue. Por la mañana, vaya a buscar información en el «Golden Duck». Yo concertaré una cita provisional para entrevistarme con el director mañana por la mañana, digamos a las diez, lo que le dará tiempo para traerme noticias. Y si, cuando verifiquemos las impresiones digitales mediante la computadora de identificación, no aflora nada raro, y si el hotel y el restaurante existen, es posible que tengamos mucho jaleo. No dejaré transcurrir una hora más sin que el director lo sepa. Hasta entonces no quiero nada por escrito. No entreguen el memorándum oficial hasta mañana por la mañana. Sobre todo, no comenten con nadie que es posible que esté comprometido un senador… y cuando digo nadie, incluyo a Grant Nanna. Quizá mañana, después de la entrevista con el director, éste se limitará a redactar un informe completo y a pasar el caso al Servicio Secreto. No olviden la división de responsabilidades: el Servicio Secreto protege al presidente, y nosotros nos ocupamos de los delitos de orden federal. Si hay un senador comprometido, intervenimos nosotros; si está en peligro el presidente, es asunto para ellos. Dejaremos que sea el director quien dilucide las sutilezas… No me meteré en líos con el Capitolio, porque ésa es la especialidad del director, y si sólo disponemos de siete días no podemos quedarnos aquí sentados, discutiendo meras cuestiones académicas.