Read ¿Se lo decimos al Presidente? Online
Authors: Jeffrey Archer
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política
—Nunca descansa, ¿eh? —les confió Grant a sus dos subordinados, cubriendo el micrófono con la palma de la mano—. Hola, jefe.
—Grant, ¿le dije que el griego tiene una herida de bala en la pierna, y que ésta se ha infectado?
—Sí, jefe.
—Bien, le ruego que me haga un favor inmediatamente. Llame al padre Gregory, de mi iglesia, San Constantino y Santa Helena, y pídale que vaya al hospital a verlo.
—Como usted diga.
—Y usted váyase a casa, Grant. Aspirina podrá atender la oficina esta noche.
—Me disponía a irme, jefe.
La comunicación se cortó.
—Muy bien, ustedes dos… en marcha.
Los dos agentes especiales recorrieron el mugriento pasillo gris y entraron en el ascensor de servicio. Parecía, como siempre, que haría falta una manivela para ponerlo en movimiento. Una vez afuera, en Pennsylvania Avenue, cogieron un coche del Buró.
Marc guió el «Ford» azul oscuro calle abajo, pasando frente a los National Archives y la Mellon Gallery. Contorneó los frondosos jardines del Capitolio y enfiló por Independence Avenue hacia el sudoeste de Washington. Mientras los dos agentes esperaban que cambiara la luz de un semáforo en First Street, cerca de la Biblioteca del Congreso, Barry miró con fastidio el denso tráfico de la hora punta y consultó su reloj.
—¿Por qué no le encargaron este condenado trabajo a Aspirina?
—¿A quién se le ocurriría mandar a Aspirina a un hospital? —respondió Marc.
Marc sonrió. Entre los dos hombres se había establecido una corriente de simpatía apenas se conocieron en la Academia del FBI, en Quantico. En el primer día del curso de entrenamiento, que duraba quince semanas, cada recluta recibía un telegrama en el que le confirmaban su inscripción. Luego, cada nuevo agente recibía la orden de revisar el telegrama de la persona sentada a su derecha y de la sentada a su izquierda, para verificar su autenticidad. La maniobra estaba encaminada a subrayar la necesidad de proceder con extraordinaria cautela. Marc había echado un vistazo al telegrama de Barry y se lo había devuelto con una mueca burlona y comentado.
—Supongo que es legítimo —había dicho—, si los reglamentos del FBI autorizan el alistamiento de King Kong.
—Escuche —había respondido Colvert, mientras leía detenidamente el telegrama de Marc—. Es posible que un día usted necesite a King Kong, señor Andrews.
El semáforo se puso en verde, pero un coche situado delante del de Marc y Barry en el carril interior trató de doblar a la izquierda por First Street. Los dos hombres impacientes del FBI quedaron momentáneamente atrapados en una columna de vehículos.
—¿Qué supones que nos dirá este tipo?
—Espero que informe algo acerca del gran asalto al Banco —respondió Barry—. Sigo siendo el agente encargado de la investigación, y no tengo ninguna pista después de tres semanas. Stames empieza a exasperarse.
—No, no puede tratarse de eso, si tiene una herida de bala en la pierna. Es más posible que sea otro candidato a ingresar en el catálogo de chalados. Probablemente la esposa le pegó un tiro porque no llegó a casa a la hora esperada, para comer sus hojas de vid. Sabes, al jefe sólo se le ocurriría enviar un sacerdote a un compatriota griego. Si por él fuera, tú y yo podríamos revolearnos en el infierno.
Ambos rieron. Sabían que si cualquiera de los dos estaba en un aprieto, y Nick Stames suponía que podría ayudarlos moviendo el monumento a Washington, no vacilaría en hacerlo. A medida que el coche avanzaba por Independence Avenue hacia el corazón del sudeste de Washington, el tráfico empezó a hacerse menos intenso. Pocos minutos más tarde pasaron por Nineteenth Street y por el Arsenal del distrito de Columbia y llegaron al «Woodrow Wilson Medical Center». Encontraron el aparcamiento para visitantes y Colvert verificó dos veces la cerradura de cada portezuela. Lo más embarazoso para un agente es que le roben el coche y se lo devuelva la Policía metropolitana. Era el sistema más rápido para que le encargaran a uno durante un mes el control del catálogo de chalados.
La entrada del hospital era antigua y sórdida, y los corredores eran grises y tétricos. La chica encargada del turno de noche de la recepción les informó que Casefikis estaba en el cuarto piso, en la habitación 4308. A ambos agentes los sorprendió la falta de medidas de seguridad. No tuvieron que mostrar sus credenciales, y pudieron pasearse por el edificio como si fueran un par de médicos residentes. Nadie les miró dos veces. Quizás, en su condición de agentes, eran demasiado sensibles a las cuestiones de seguridad.
El ascensor los llevó perezosamente hasta el cuarto piso. Un hombre con muletas y una mujer en una silla de ruedas compartían la cabina, charlando entre sí como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, ajenos a la lentitud del ascensor. Cuando llegaron, preguntaron por el médico de guardia.
—Creo que Dexter ha concluido su turno, pero iré a averiguarlo —respondió la enfermera y se alejó de prisa. No recibía todos los días una visita del FBI, y el más bajo, de ojos de color celeste, era muy guapo. La enfermera y Dexter volvieron juntos por el corredor. Dexter sorprendió tanto a Colvert como a Andrews. Estos se presentaron. Debió de ser el efecto de las piernas, decidió Marc. La última vez que había visto piernas como ésas había sido a los quince años, cuando había ido a ver a Anne Bancroft en el cine, en
El graduado
\1 Esa había sido la primera vez que había mirado realmente unas piernas femeninas, y desde entonces no había dejado de hacerlo.
El nombre de la doctora Elizabeth Dexter estaba estampado en blanco sobre una placa de plástico rojo que adornaba su bata almidonada. Debajo de ésta, Marc vio una blusa de seda roja y una falda moderna de crep negro, que apenas cubría las rodillas. Era de estatura mediana y delgada hasta el punto de ser frágil. No usaba maquillaje, o por lo menos eso le pareció a Marc; ciertamente su tez delicada y sus ojos oscuros no necesitaban adornos. Ese viaje iba a resultar productivo, al fin y al cabo. Barry no demostró absolutamente ningún interés por la bella doctora y pidió la historia clínica de Casefikis. Marc ideó rápidamente un plan de ataque.
—¿Está emparentada con el senador Dexter? —preguntó, subrayando ligeramente la palabra «senador».
—Sí, es mi padre —contestó ella secamente. Era obvio que estaba habituada a la pregunta y bastante harta de ella… y de quienes le suponían importante.
—Asistí a una disertación suya durante mi último año de estudios en la Facultad de Derecho de Yale —insistió Marc, consciente de que estaba fanfarroneando, pero seguro también de que Colvert completaría el condenado informe en pocos minutos.
—Oh, ¿usted también estudió en Yale? ¿Cuándo se graduó?
—En el setenta y seis; de abogado, en el setenta y nueve —respondió Marc.
—Es posible que nos hayamos visto antes. Terminé de estudiar Medicina en Yale en 1980.
—Si la hubiera visto antes, doctora Dexter, no la habría olvidado.
—Cuando ustedes dos, aristócratas universitarios, terminen de intercambiar sus historias —les interrumpió Barry Colvert—, a este plebeyo le gustaría continuar su faena.
«Sí —pensó Marc— Barry merece ascender un día a director».
—¿Qué puede decirnos acerca de este hombre, doctora Dexter? —preguntó Colvert.
—Me temo que muy poco —respondió la doctora, cogiendo nuevamente la historia clínica de Casefikis—. Vino por su propia iniciativa y afirmó que tenía una herida de bala. Se hallaba infectada y parecía haber estado descubierta durante más o menos una semana. Es una lástima que no haya venido antes. Extraje la bala esta mañana. Como usted sabe, señor Colvert, cuando un paciente ingresa con una herida de arma de fuego tenemos la obligación de alertar inmediatamente a la policía, de modo que telefoneamos a sus compañeros de la Policía metropolitana.
—No son nuestros compañeros —corrigió Marc.
—Disculpe —contestó la doctora Dexter con tono bastante formal—. Para un médico, un policía es un policía.
—Y para un policía, un médico es un médico, pero ustedes también tienen especialidades. Ortopedia, Ginecología, Neurología… ¿no es cierto? ¿No dirá que me parezco a esos gorilas de la Policía metropolitana?
La doctora Dexter no se dejó engatusar para dar una respuesta halagadora. Abrió la carpeta de cartón.
—Sólo sabemos que es de origen griego y que se llama Angelo Casefikis. Nunca ha estado antes en este hospital. Dijo tener 38 años. Me temo que no es una información muy completa.
—Bien, generalmente es la única que obtenemos. Gracias, doctora Dexter —dijo Barry Colvert—. ¿Podemos verle ahora mismo?
—Claro que sí. Síganme, por favor.
Elizabeth Dexter dio media vuelta y les guió por el corredor.
Los dos hombres marcharon detrás de ella. Barry buscaba la puerta con el número 4308 y Marc le miraba las piernas. Cuando llegaron, espiaron por la mirilla y vieron que en la habitación había dos hombres: Angelo Casefikis y un negro de semblante jovial, que miraba un televisor que no emitía ningún sonido. Colvert se volvió hacia la doctora Dexter.
—¿Podríamos hablar con él a solas, doctora?
—¿Por qué? —preguntó ella.
—No sabemos lo que nos dirá, y quizá no convenga que nos oigan otras personas.
—Bien, no se preocupe —contestó la doctora Dexter, y rió—. Mi cartero favorito, Benjamin Reynolds, que ocupa la cama contigua, es sordo como una tapia, y hasta que lo operemos la semana próxima no podrá oír la trompeta de Gabriel en el Día del Juicio Final, y menos aún un secreto de Estado.
Colvert sonrió por primera vez.
—Sería un pésimo testigo.
La doctora les hizo entrar en la habitación, giró sobre su esbelto tobillo y se fue. «Nos veremos pronto, encanto», se prometió Marc. Colvert miró con desconfianza a Benjamin Reynolds, pero el cartero negro se limitó a saludarlos con una ancha sonrisa feliz y con un ademán, y después continuó mirando el silencioso «$25.000 Pyramid». De todos modos Barry Colvert se colocó a la vera de la cama y bloqueó a Casefikis, por si Reynolds sabía leer los labios.
Barry no descuidaba ningún detalle.
—¿Señor Casefikis?
—Sí.
Casefikis era un individuo gris, enfermizo, de constitución mediana, con una nariz prominente, cejas espesas, y una expresión ansiosa en el rostro. Sus manos parecían particularmente grandes sobre la colcha blanca, y las venas estaban muy hinchadas sobre el dorso. Sus facciones estaban oscurecidas por una barba que no había sido afeitada durante varios días. Su cabello era abundante, oscuro, y estaba desgreñado. Una de sus piernas, cubierta por un voluminoso vendaje, descansaba sobre la colcha. Sus ojos saltaban nerviosamente de un hombre a otro.
—Soy el agente especial Colvert y éste es el agente especial Andrews. Somos funcionarios del Departamento Federal de Investigaciones.
Ambos hombres extrajeron sus credenciales del FBI del bolsillo interior derecho de sus americanas y las exhibieron delante de Casefikis, sosteniéndolas con la mano izquierda. A todos los nuevos agentes del FBI les enseñaban concienzudamente incluso esta insignificante maniobra, para que su «mano fuerte» quedara libre si tenían que desenfundar y disparar.
Casefikis estudió las credenciales con ceño inquieto, apretando la lengua sobre los labios, obviamente sin saber cuál era el detalle que debía buscar. La firma del agente debe cubrir parcialmente el sello del departamento de Justicia para asegurar la autenticidad. Miró el número de la tarjeta de Marc, el 3302, y el de su insignia, el 1712. Calló, como si no supiera por dónde empezar, o preguntándose tal vez si no le convenía cambiar de idea y enmudecer. Escudriñó a Marc, que parecía, sin duda, el más comprensivo, y empezó su relato.
—Nunca he tenido líos con policía hasta ahora —dijo—. Con policía ninguna.
Ninguno de los agentes sonrió ni habló.
—Pero ahora en gran lío y, por Dios, necesitar ayuda.
—¿En qué sentido necesita nuestra ayuda? —intervino Colvert.
—Mi esposa y yo inmigrantes ilegales. Ambos ciudadanos griegos, llegamos barco a Baltimore y dos años que trabajamos. No tenemos a dónde volver.
Las palabras brotaron entrecortadamente.
—Daré información a cambio no deportar.
—No podemos contraer ese tipo de… —empezó a decir Marc.
Barry tocó el brazo de su compañero.
—Si es importante y usted nos ayuda a resolver un crimen, hablaremos con las autoridades de Inmigración. Es todo lo que podemos prometer.
«Con seis millones de inmigrantes clandestinos en los Estados Unidos —pensó Marc—, dos más no harían que se hundiera el barco».
Casefikis parecía desesperado.
—Necesitaba trabajo, necesitaba dinero, ¿entienden?
Ambos hombres entendían. Enfrentaban el mismo problema doce veces por semana, con una docena de caras distintas.
—Cuando me ofrecieron empleo camarero en restaurante, mi esposa muy contenta. Segunda semana me encargan tarea especial, servir comida en habitación hotel a este gran personaje. Único problema personaje quería camarero que no hablar inglés. Mi inglés muy malo, de modo que patrón decirme yo poder ir, mantener boca cerrada, hablar sólo griego. Por veinte dólares yo acepto. Vamos a hotel en parte trasera furgoneta… creo que a Georgetown. Cuando llegamos me envían cocina, reunirme con personal en sótano. Me visto y empiezo llevar comida salón privado. Allí cinco… seis hombres y oigo decir personaje que yo no hablar inglés. De modo que ellos seguir charlando. Yo no escuchar. Ultima taza de café, cuando empiezan hablar Kennedy. A mí gustarme Kennedy, y por eso escuchar. Oigo decir: «Tenemos que volver a hacerlo». Otro hombre decir: «El mejor día sería marzo 10, como lo planeamos». Y entonces oigo: «Coincido con senador, librémonos de él, como de su hermano». Alguien me miraba, de modo que salí habitación. Cuando abajo lavándome, un hombre entra y grita: «Eh, tú, agarra esto». Miro atrás y levantar los brazos. De pronto avanzar hacia mí. Yo correr hacia la puerta y calle abajo. Dispararme pistola, yo sentir un poco de dolor en pierna pero conseguir escaparme porque él más viejo, grande y menos ágil que yo. Lo oigo gritar pero comprendo que no poder alcanzarme. Yo asustado. Llego en seguida a casa, y esposa y yo irnos esa noche y escondernos fuera ciudad con amigo de Grecia. Pienso que todo arreglarse, pero después unos días mi pierna empeorar, de modo que Ariana me obligó a venir hospital y llamarlos ustedes porque mi amigo decirme que ellos ir a buscarme a mi casa porque si me encuentran me matan.