¿Se lo decimos al Presidente? (7 page)

Read ¿Se lo decimos al Presidente? Online

Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

Stames cogió el teléfono rojo que lo comunicaba directamente con el despacho del director.

—Nick Stames, de la Agencia local de Washington.

—Buenas noches —respondió una voz baja, circunspecta. La señora McGregor, una leal servidora del director del Departamento Federal de Investigaciones, continuaba en su puesto. Se decía que aun Hoover le había tenido un poco de miedo.

—Señora McGregor, deseo solicitar una audiencia provisional, en mi nombre y en el de los agentes especiales Colvert y Andrews, para conversar con el director durante quince minutos, si no es molesto. Mañana a cualquier hora, entre las nueve y las once de la mañana. Es posible que después de una investigación adicional que realizaremos esta noche y mañana a primera hora, no tengamos que molestarle.

La señora McGregor consultó la agenda del director.

—El director debe asistir a una reunión de jefes de policía a las once, pero lo esperamos en su despacho a las ocho y media y no tiene ningún compromiso en la agenda antes de las once. Quedan ustedes citados a las diez y media, señor Stames. ¿Quiere que le adelante al director cuál será el tema de la entrevista?

—Preferiría que no.

La señora McGregor nunca insistía ni formulaba preguntas innecesarias. Sabía que si Stames telefoneaba, se trataba de algo importante. Stames veía al director diez veces por año por razones sociales, pero sólo tres o cuatro por motivos profesionales, y no tenía la costumbre de hacerle derrochar el tiempo.

—Gracias, señor Stames. Mañana a las diez y media de la mañana, si no me dice nada en sentido contrario.

Nick colgó el auricular y miró a sus dos hombres.

—Muy bien, tenemos una cita con el director a las diez y media. Barry, ¿por qué no me lleva a casa, y después se va a la suya y volverá a buscarme mañana a primera hora? Así dispondremos de más tiempo para repasar los detalles. —Barry asintió—. Marc, usted irá directamente al hospital.

Marc había dejado vagar la mente para imaginar a Elizabeth Dexter avanzando hacia él por el pasillo del«Woodrow Wilson», con el cuello de seda roja asomando fuera de la bata blanca profesional, y la falda negra meciéndose al caminar. Soñaba con los ojos abiertos y el efecto era muy agradable. Sonrió.

—Andrews, ¿qué diablos es lo que encuentra tan divertido en una denuncia de amenaza contra la vida del presidente? —preguntó Stames.

—Disculpe, señor. Acaba usted de echar por tierra mi vida social. ¿Puedo utilizar mi coche? Quiero ir directamente del hospital al restaurante.

—Sí, puede hacerlo. Nosotros usaremos el coche oficial y le veremos mañana temprano. Póngase en marcha, Marc. Espero que la Policía metropolitana llegue antes de la hora del desayuno. —Consultó su reloj—. Jesús, ya son las ocho.

Marc salió del despacho ligeramente fastidiado. Aunque la Policía metropolitana estuviera allí cuando él arribase, seguramente llegaría tarde a la cita con Elizabeth Dexter. Pero, podría telefonearle desde el hospital.

—¿Quiere un plato de
moussaka
recalentado, Barry, y una botella de
retsina
?

—Me parece estupendo, jefe. Claro que sí. Los dos hombres salieron del despacho. Stames repasó mentalmente los ítems de su rutina nocturna.

—Barry, al salir, hágame el favor de comprobar si Aspirina está en su puesto, y le dice que no volveré esta noche.

Colvert dio un rodeo por la sala de Asuntos Criminales y le trasmitió el mensaje a Aspirina. Este se hallaba atareado tratando de resolver los crucigramas de
The Washington Star
. Había completado tres; ésa iba a ser una larga noche. Barry se reunió con Nick Stames junto al «Ford» azul.

—Sí, jefe, está trabajando.

Se miraron. Era una noche de dolores de cabeza. Barry se instaló en el asiento del conductor, lo hizo retroceder hasta el límite y se ajustó el cinturón de seguridad. Subieron lentamente por Constitution Avenue, pasaron frente a la Casa Blanca y entraron en E Street, rumbo al Memorial Bridge.

—Si Casefikis está sobre una pista correcta, seguramente nos espera una semana infernal —comentó Nick Stames—. ¿Parecía seguro de la fecha del atentado?

—Cuando le interrogué por segunda vez acerca de los detalles, repitió que se produciría el 10 de marzo, en Washington.

—Caray, siete días. No es mucho tiempo. Me pregunto qué decisión tomará el director —murmuró Stames.

—Si es sensato, tendrá que pasar el asunto al Servicio Secreto —respondió Barry.

—Oh, olvidémoslo por ahora. Pensemos en el
moussaka
recalentado y cuando llegue la hora nos ocuparemos del mañana.

El coche se detuvo frente a un semáforo, ya pasada la Casa Blanca, donde un joven barbudo, melenudo y sucio, que había estado asediando la residencia del presidente, montaba guardia con un cartel que decía: ¡CUIDADO! SE ACERCA EL FIN DEL MUNDO. Stames lo miró y le hizo una seña a Barry.

—Es lo único que nos falta esta noche.

Pasaron bajo Virginia Avenue, por la autopista, y atravesaron velozmente el Memorial Bridge. Un «Lincoln» negro de 3,5 litros los dejó atrás a casi cien kilómetros por hora.

—Apuesto a que la poli lo detendrá —dijo Stames.

—Probablemente va a llegar tarde al aeropuerto Dulles —contestó Barry.

El tráfico era escaso, porque hacía mucho que había pasado la hora punta, y cuando doblaron por la autopista George Washington consiguieron aumentar la velocidad. La autopista, que bordea el Potomac a lo largo de la costa arbolada de Virginia, era sinuosa y estaba oscura. Los reflejos de Barry eran tan rápidos como los del mejor agente del FBI, y Stames, aunque mayor, vio exactamente lo que sucedía, al mismo tiempo. Un «Buick», negro y de grandes dimensiones, empezó a aparejarse con ellos por la izquierda. Colvert lo miró de reojo y cuando volvió a mirar hacia adelante, un segundo después, vio que otro coche, un «Lincoln» negro, había aparecido frente a ellos en dirección opuesta. Le pareció oír el estampido de un fusil. Barry hizo girar el volante, pero no tuvo tiempo para salir del paso. Ambos coches le embistieron al mismo tiempo, a pesar de lo cual consiguió arrastrar consigo a uno de ellos, por la pendiente escabrosa. Ganaron velocidad hasta caer sobre la superficie del agua con un chapoteo sordo. Mientras forcejeaba en vano para abrir la portezuela, Nick pensó que la inmersión parecía grotescamente lenta, pero inevitable.

El «Buick» negro siguió adelante por la carretera como si nada hubiera sucedido, y dejó atrás a un coche que frenaba con un chirrido de neumáticos. En su interior viajaban un hombre y una mujer jóvenes, testigos despavoridos del accidente. Ambos saltaron de su coche y corrieron hasta el borde del barranco. No pudieron hacer nada, excepto mirar, impotentes, cómo el sedán «Ford» azul y el «Lincoln» se hundían en pocos segundos, desapareciendo de su vista.

—Cielos, ¿qué demonios sucedió? —exclamó el joven.

—Lo ignoro. Sólo vi los dos coches que saltaban al vacío. ¿Qué haremos ahora, Jim?

—Llamar inmediatamente a la policía.

El hombre y su esposa regresaron corriendo hacia su coche.

20.15 horas

—Hola, Liz.

Hubo una pausa de un segundo en el extremo de la línea.

—Hola, agente federal. ¿No te has adelantado un poco?

—Son sólo buenos deseos. Escucha, Elizabeth, he tenido que volver al hospital para vigilar a tu señor Casefikis hasta tanto llegue la policía. Es posible que corra peligro, de modo que hemos decidido que esté bajo custodia. Y esto significa que llegaré tarde a nuestra cita. ¿Te molesta esperar?

—No, no moriré de inanición. Los jueves siempre como con mi padre, que es muy glotón. De todas formas, procuraré tener apetito cuando tú llegues.

—Así me gusta. Necesitas alimentarte. Tal como estás, sería difícil encontrarte en la oscuridad. Entre paréntesis, estoy tratando de pescar la gripe.

—Entonces no te acerques a mí. No estoy inmunizada por el solo hecho de cuidar a los enfermos, ¿sabes?

—Caray, ¿qué clase de médico eres? La próxima vez que sienta deseos de invitarte, optaré por darme una ducha fría.

—Eso podría ser más seguro que los buenos deseos.

—¿Más seguro para quién, guapa? Estaré contigo lo más pronto posible.

—Quizá, quizá.

Marc volvió a colgar el auricular en la horquilla, se encaminó hacia el ascensor y pulsó la flecha del botón de subida.

Sólo deseaba que el agente de la Metropolitana hubiera llegado y estuviese en su puesto. Cielos, ¿cuánto tardaría en llegar el ascensor? Los pacientes debían de morirse mientras lo esperaban. Finalmente las puertas se abrieron y un robusto sacerdote ortodoxo griego pasó de prisa a su lado. Habría jurado que era ortodoxo griego, por el sombrero oscuro de copa alta, la túnica que barría el suelo y la cruz ortodoxa que le colgaba del cuello. Algo había que desentonaba en el sacerdote, pero Marc no pudo determinar de qué se trataba. Se detuvo, fugazmente perplejo, mirando la espalda que se alejaba, y estuvo a punto de perder el ascensor. Pulsó varias veces el botón del cuarto piso. Vamos, vamos. Muévete, hijo de puta. Pero no tenía oídos para Marc, y siguió subiendo con la misma parsimonia con que lo había hecho esa tarde. Era ajeno a su cita con Elizabeth Dexter. La puerta se abrió con lentitud y él pasó de costado por la abertura que se iba ensanchando progresivamente y corrió por el pasillo hasta la habitación 4308, pero no vio a ningún policía montando guardia. En verdad, el pasillo estaba desierto. Ya estaba pensando que estaría un largo rato de plantón. Espió por la mirilla a los dos hombres que dormían en sus camas. El televisor mudo continuaba encendido. Marc fue a buscar a la enfermera de guardia, y finalmente la encontró leyendo en el despacho de la jefa. Le alegró comprobar que el agente del FBI que había regresado era el más apuesto de los dos.

—¿Ha venido alguien de la Policía Metropolitana para montar guardia en la habitación 4308?

—No, nadie se ha acercado aquí esta noche. Reina un silencio sepulcral. ¿Esperaba a alguien?

—Sí, malditos sean. Supongo que tendré que esperar. ¿Cree que podrá conseguirme una silla? Tendré que quedarme aquí hasta que venga un agente de la Metropolitana. Espero no molestarla.

—No me molestará. Puede quedarse tanto como quiera. Y procuraré encontrarle una silla cómoda. —Dejó su libro a un lado—. ¿Quiere una taza de café?

—Claro que sí.

Marc la estudió con más detenimiento. Quizá tendría que pasar la noche con la enfermera y no con la doctora, lo cual era deplorable porque esta última ganaba la competencia con creces. Marc resolvió que antes volvería sobre sus pasos, inspeccionaría la habitación, tranquilizaría a Casefikis, si éste continuaba despierto, y después telefonearía a la Metropolitana y preguntaría dónde demonios estaba su hombre. Se acercó a la puerta, por segunda vez. Ahora no tenía prisa. Abrió la puerta sin hacer ruido. Adentro reinaba una oscuridad total, si se exceptuaba el reflejo del televisor, y sus ojos aún no se habían acostumbrado a la escasa luz. Los miró a los dos. Estaban muy quietos. No se hubiera molestado en seguir mirando, si no hubiera sido por el goteo.

Drip, drip, drip
.

Parecía un grifo de agua, pero no recordaba haber visto ninguno.

Drip, drip
.

Se acercó quedamente a la cama de Angelo Casefikis y miró hacia abajo.

Drip
.

La sangre fresca y caliente fluía sobre la sábana de abajo, chorreando desde su boca. Tenía los ojos desencajados y su lengua colgaba fláccida y tumefacta. Le habían seccionado la garganta, de oreja a oreja, ligeramente por debajo del mentón. La sangre empezaba a formar un charco sobre el piso. Marc estaba en medio de él. Sintió que se le aflojaban las piernas y apenas pudo sujetarse del borde de la cama. Se volvió bruscamente hacia el sordo. Ahora los ojos de Marc estaban bien enfocados y no pudo evitar las náuseas. La cabeza del cartero colgaba separada del resto del cuerpo: sólo el color de la piel demostraba que en algún momento habían estado conectados. Marc logró salir por la puerta y llegar a la cabina telefónica, mientras las palpitaciones del corazón le repercutían con intensidad en los oídos. Sentía la camisa adherida al cuerpo. Tenía las manos cubiertas de sangre. Hurgó con torpeza en busca de un par de monedas de diez céntimos. Marcó el número de Homicidios y narró sucintamente lo que había ocurrido. Esta vez no serían negligentes cuando se tratara de enviar a alguien. La enfermera de guardia volvió con una taza de café.

—¿Se encuentra bien? Le noto un poco pálido —dijo, y entonces vio las manos de Marc y lanzó un alarido.

—No entre por ningún motivo a la habitación 4308. No permita que entre nadie sin mi autorización. Haga que venga un médico inmediatamente.

La enfermera le tendió la taza, obligándolo a cogerla, y corrió pasillo abajo. Marc volvió a entrar con un esfuerzo en la habitación 4308, aunque su presencia allí era superflua. No podía hacer nada, excepto esperar. Encendió la luz y entró en el baño. Procuró limpiar de su cuerpo y sus ropas los rastros de sangre y de vómito. Oyó el ruido de la puerta de vaivén y corrió nuevamente a la habitación. Otra doctora joven, de bata blanca… Alicia Delgado, proclamaba la placa de plástico.

—No toque nada —dijo Marc.

La doctora Delgado los miró alternativamente a él y a los cuerpos, y gimió.

—No toque nada —repitió Marc—, hasta que lleguen los de Homicidios. No tardarán.

—¿Quién es usted? —preguntó ella.

—El agente especial Marc Andrews, del FBI. —Extrajo instintivamente la billetera y mostró sus credenciales.

—¿Nos quedaremos aquí, mirándonos, o permitirá que haga algo para controlar esta carnicería?

—No hará nada hasta que los hombres de Homicidios hayan completado su investigación y hayan dado el visto bueno. Salgamos de aquí.

Pasó junto a ella y empujó la puerta con el hombro, sin tocar nada.

Volvieron a encontrarse en el corredor.

Marc le dio instrucciones a la doctora Delgado para que esperara junto a la puerta y no dejara entrar a nadie mientras él telefoneaba a la Policía metropolitana.

Ella asintió de mala gana.

Marc se encaminó hacia la cabina telefónica. Dos monedas. Marcó el número de la Policía metropolitana y preguntó por el teniente Blake.

—El teniente Blake se fue a su casa hace aproximadamente una hora. ¿Puedo servirle en algo?

—¿Cuándo enviarán a alguien a montar guardia en la habitación 4308 del «Woodrow Wilson Medical Center»?

Other books

Across The Tracks by Xyla Turner
Death and the Jubilee by David Dickinson
With All My Soul by Rachel Vincent
Deceived by Nicola Cornick
Cambio. by Paul Watzlawick
Skank by Valarie Prince
After the Cabin by Amy Cross