¿Se lo decimos al Presidente? (4 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

Desde hacía mucho tiempo, la Fundación Nacional de Artes y Humanidades tenía el proyecto de renovar el antiguo edificio y convertirlo en un centro de artes y oficios. Los planos estaban preparados pero faltaba la asignación económica. La Administración de Servicios Generales buscaba un nuevo alojamiento para la AFE y el FBI. Entretanto, empero, Nick Stames dirigía una organización refinada y moderna desde un dinosaurio arquitectónico.

Nick miró por la ventana el nuevo Cuartel general del FBI, que se levantaba en la acera de enfrente y había sido terminado en 1976: un feo monstruo descomunal cuyos ascensores eran más espaciosos que su propio despacho. No se dejaba irritar por eso. Había ascendido hasta el grado 18 de la institución, y sólo el director ganaba más que él. De todas maneras, no se quedaría sentado detrás de un escritorio hasta que lo jubilaran con un par de esposas de oro. Quería mantenerse en contacto permanente con el agente de la calle, tomar el pulso del FBI. No se movería de la Agencia local de Washington y moriría de pie, no sentado. Volvió a pulsar el intercomunicador.

—Salgo para mi casa, Julie.

Julie Bayers levantó la vista y consultó su reloj, como si fuera la hora de la comida.

—Sí, señor.

Cuando atravesó la oficina le sonrió a Julie.


Moussaka, pilaf
de arroz y la esposa. No se lo cuente a la Mafia.

Nick consiguió sacar un pie del umbral antes de que sonara su teléfono privado. Un paso más y no le habrían alcanzado, pero Nick nunca podía resistir la tentación de verificar personalmente las cosas. Julie se levantó y Nick admiró, como siempre, la fugaz exhibición de piernas. Ella era tan proporcionada que no podía ver el teclado de su propia máquina de escribir. ¿Podría ser arrestado por seducción en su propio despacho? Tendría que revisar los reglamentos federales acerca de esa posibilidad.

—No, no se moleste, Julie. Atenderé yo. —Volvió a su despacho y levantó el auricular—. Stames…

—Buenas noches, señor. Habla el teniente Blake, de la Policía metropolitana.

—Hola, Dave, lo felicito por su ascenso. No lo veo desde… —se interrumpió—, debe de hacer cinco años, cuando aún era sargento. ¿Cómo está?

—Bien, señor, gracias.

—¿Qué sucede, teniente? ¿Se ha especializado en los grandes crímenes? ¿Atrapó a un adolescente que robaba un paquete de goma de mascar y necesita a mis mejores hombres para descubrir dónde escondió su botín el sospechoso?

Blake rió.

—Nada tan grave, señor Stames. En el «Woodrow Wilson Medical Center» hay un tipo que quiere hablar con el jefe del FBI. Dice que tiene que comunicarle algo que puede ser de vital importancia.

—¿Sabe si es uno de nuestros informadores habituales?

—No, señor.

—¿Cómo se llama?

—Angelo Casefikis. —Blake le deletreó el apellido a Stames.

—¿Puede describírmelo? —preguntó Stames.

—No. Sólo he hablado con él por teléfono. Lo único que accedió a decir fue que si el FBI no le escucha será tanto peor para los Estados Unidos.

—¿De veras? Espere mientras averiguo a quién corresponde ese nombre. Puede tratarse de un chiflado.

Nick Stames pulsó un botón que lo conectaba con el oficial de guardia.

—¿Quién está de guardia?

—Paul Fredericks, jefe.

—Paul, saque el catálogo de chalados.

El catálogo de chalados, como lo llamaban familiarmente en el FBI, consistía en una colección de fichas blancas, de ocho por trece centímetros, que contenían los nombres de todas las personas propensas a telefonear en mitad de la noche para denunciar que los marcianos habían aterrizado en el jardín de su casa o que habían descubierto una conspiración de la CIA para hacerse con el control del mundo.

—Listo, jefe. ¿Cómo se llama?

—Angelo Casefikis —dijo Stames.

—Un griego chiflado —comentó Fredericks—. Nunca se sabe, con estos extranjeros.

—Los griegos no son extranjeros —espetó Stames. Su nombre, antes de que lo abreviaran, había sido Nick Stamatakis. Nunca le había perdonado a su padre, ya fallecido, que hubiera adaptado a la lengua inglesa un magnífico apellido helénico.

—Disculpe, señor. No figura en el catálogo de chalados ni en el de informadores. ¿Mencionó ese tipo el nombre de algún agente que él conozca?

—No, sólo dijo que quería hablar con el jefe del FBI.

—¿Quién no?

—Basta de bromas, Paul, o pasarás más que la semana reglamentaria en la sección de quejas.

Todos los agentes de la Agencia local se ocupaban una semana por año del catálogo de chalados, atendiendo el teléfono durante toda la noche, ahuyentando marcianos astutos, frustrando siniestros golpes de la CIA y, sobre todo, cuidando de no abochornar nunca al FBI. Todos los agentes temían ese turno. Paul Fredericks colgó rápidamente el auricular. Dos semanas de ese ajetreo, y uno quedaría en condiciones de inscribir su propio nombre en aquellas tarjetitas blancas.

—Bien, ¿qué opina, Dave? —le preguntó Stames a Blake mientras sacaba cansadamente un cigarrillo del cajón izquierdo de su escritorio—. ¿Qué impresión le produjo?

—Parecía frenético e incoherente. Envié a uno de mis novatos para que lo interrogara. No pudo sonsacarle nada, excepto que los Estados Unidos debían escucharle. Parecía auténticamente asustado. Tiene una herida de bala en la pierna y es posible que se produzcan complicaciones. Está infectada. Al parecer, la descuidó durante unos días antes de acudir al hospital.

—¿Cómo lo hirieron?

—Aún no lo sé. Estamos buscando testigos, pero todavía no hemos encontrado ninguno, y Casefikis no nos da ni la hora.

—¿Quiere hablar con el FBI, verdad? ¿Sólo con los mejores, eh? —comentó Stames. Se arrepintió de sus palabras apenas las hubo pronunciado, pero era demasiado tarde. No intentó retractarse—. Gracias, teniente —dijo—. Ordenaré que alguien se ocupe inmediatamente del caso, y mañana le pasaré un informe. Stames colgó el auricular. Ya eran las seis de la tarde… ¿por qué había vuelto atrás? Maldito teléfono. Grant Nanna habría podido llevar igualmente bien el caso y no habría hecho ese comentario irreflexivo sobre los mejores. Ya había suficientes fricciones entre el FBI y la Policía metropolitana sin necesidad de que él echara más leña al fuego. Nick cogió el intercomunicador y se comunicó con el jefe de la Sección de Asuntos Criminales.

—Grant.

—Me pareció haberle oído decir que se iba a su casa.

—Hágame el favor de venir un momento a mi despacho.

—En seguida, jefe.

Grant Nanna apareció pocos segundos después con su habitual puro entre los labios. Se había puesto la americana, cosa que sólo hacía para visitar a Nick en su despacho.

La carrera de Nanna había sido novelesca. Había nacido en El Campo, Texas, y había terminado su curso de
Bachelor of Arts
en Baylor. De allí fue a graduarse en Derecho en la Universidad de Southeast, Missouri. Cuando todavía era un agente novato, en la Agencia local de Pittsburgh, Nanna conoció a su futura esposa, Betty, estenógrafa del FBI. Tuvieron cuatro hijos, todos los cuales habían estudiado en el Virginia Polytechnic Institute: dos ingenieros, un médico y un dentista. Hacía más de treinta años que Nanna era agente. Doce más que Nick. En verdad, Nick se había iniciado a sus órdenes. Pero Nanna no le guardaba rencor, puesto que era jefe de la Sección de Asuntos Criminales, amaba su trabajo y respetaba inmensamente a Nick… a quien llamaba así en privado.

—¿Qué sucede, jefe?

Stames levantó la vista cuando Nanna entró en el despacho. Observó que el robusto coordinador de Asuntos Criminales, que medía un metro setenta y tres, tenía 55 años, y masticaba constantemente un puro, no era por cierto «deseable» si se le juzgaba aplicando los requisitos de peso que estipulaba el FBI. Un hombre que medía un metro setenta y tres debía oscilar entre los 77 y los 80 kilos. Nanna siempre había temblado cuando llegaba la hora en que todos los agentes del FBI debían someterse al control trimestral de peso. Muchas veces le habían obligado a purgar su cuerpo de los kilos de exceso por esa gravísima transgresión a las reglas del FBI, sobre todo durante la era de Hoover, cuando los «deseables» eran los delgados y apolíneos. Al igual que otros muchos agentes bien alimentados, Grant comprendía las ventajas de conservar la línea, pero pensaba que los límites de peso eran discriminatorios cuando se aplicaban a los hombres como él, de gran esqueleto, a quienes sólo les faltaba un año para jubilarse en virtud del cambio o en el límite de edad que establecía el reglamento de 1977.

«Qué diablos», pensó Stames. El conocimiento y la experiencia de Grant valían por una docena de los agentes jóvenes, atléticos y delgados que uno encontraba diariamente en los pasillos de la Agencia local de Washington. Como ya lo había hecho un centenar de veces en oportunidades anteriores, se dijo que el problema de peso de Nanna quedaría postergado para otro día.

Nick repitió la historia del extraño griego internado en el «Woodrow Wilson Medical Center», tal como se la había relatado el teniente Blake.

—Quiero que envíe dos hombres. ¿Ya sabe a quiénes escogerá, Grant?

—No. En realidad no, pero si usted sospecha que podría tratarse de un chivato, jefe, ciertamente no puedo enviar a Aspirina.

«Aspirina» era el apodo del agente más antiguo que seguía empleado en la Agencia local de Washington. Después de trabajar durante veintisiete años con Hoover, se ajustaba estrictamente a los reglamentos, y esto era una fuente de dolores de cabeza para todo el mundo. Debía retirarse a fin de año, y su nostalgia ya estaba empezando a reemplazar a la exasperación.

—No, no envíe a Aspirina, sino a dos jóvenes.

—¿Qué le parece Colvert y Andrews?

—Es una buena idea —asintió Stames—. Déles instrucciones inmediatamente, y yo aún llegaré a casa a la hora de cenar. Si surge algo especial, telefonéeme allí.

Grant Nanna salió del despacho y Nick se despidió de su secretaria con una segunda sonrisa galante. Julie levantó la vista y sonrió displicentemente. Era el único elemento decorativo de la Agencia local de Washington.

—No me disgusta trabajar para un agente del FBI, pero jamás me casaría con uno de ellos —le dijo al espejito que guardaba en el cajón superior, y no por primera vez, apenas estuvo segura de que Nick Stames no la oiría.

De regreso en su despacho, Grant Nanna conectó la extensión telefónica que le comunicaba con la Sala de Asuntos Criminales.

—Envíeme a Colvert y Andrews.

—Sí, señor.

Golpearon enérgicamente la puerta. Entraron dos agentes especiales. Barry Colvert era corpulento, cualquiera que fuese el criterio con que se lo mirara: descalzo, medía un metro noventa y cinco, aunque no eran muchos quienes lo habían visto en esas condiciones. A los treinta y dos años, estaba catalogado como uno de los jóvenes más ambiciosos de la Sección de Asuntos Criminales. Vestía una americana verde oscuro, pantalones oscuros de estilo indeterminado, y pesados zapatones de cuero negro. Llevaba el cabello corto y pulcramente peinado con raya a la derecha. Sus gafas de superficie fuertemente convexa eran su única concesión estética a la década del setenta. Siempre se le podía encontrar trabajando mucho después de la hora oficial de salida, a las 17.30, y no sólo porque deseara trepar hacia el vértice de la pirámide. Amaba su profesión. Hasta donde sabían sus colegas, no amaba a nadie ni a nada más, por lo menos de modo permanente. Colvert provenía del Medio Oeste y había ingresado en el FBI después de obtener un título de
Bachelor of Arts
en Sociología, en la Universidad de Indiana. Había sido entonces cuando había seguido el curso de quince semanas en Quantico, la Academia del FBI. Desde todos los puntos de vista, era el agente arquetípico del FBI.

Por el contrario, Marc Andrews había sido uno de los candidatos más insólitos a formar parte del FBI. Después de graduarse en el curso de Historia de Yale, terminó sus estudios en la Facultad de Derecho de la misma universidad, y luego resolvió que deseaba vivir una vida aventurera durante unos años, antes de asentarse para trabajar en un bufete. Pensó que le resultaría útil conocer a los criminales y a la policía por dentro. Desde luego, no dio esta explicación cuando solicitó su ingreso en el FBI, porque teóricamente nadie debe interpretar al FBI como una experiencia académica. En verdad, Hoover estaba tan convencido de que se trataba de una carrera, que no permitía que los agentes que dejaban el servicio volvieran a él. Con su metro ochenta de estatura, Marc Andrews parecía bajo al lado de Colvert. Tenía un rostro fresco, atractivo, con ojos de color celeste y una melena rizada que le caía hasta el borde del cuello de la camisa. Con sus veintiocho años, era uno de los agentes más jóvenes de la institución. Sus ropas eran siempre elegantes y a veces no se ceñían estrictamente a los reglamentos. En una oportunidad Nick Stames le había sorprendido con una americana deportiva roja y pantalones marrones, y le había retirado momentáneamente de servicio para que volviera a su casa y se vistiera correctamente. Nunca hay que abochornar al FBI. La simpatía de Marc le había librado de muchos aprietos en la Sección de Asuntos Criminales, pero su tenacidad compensaba con creces los aspectos negativos de sus modales y de su educación en una universidad de primera. Se sentía seguro de sí, pero nunca era autoritario ni manifestaba preocupación por su progreso. Tampoco revelaba jamás a nadie sus planes profesionales.

Grant Nanna repitió la historia del hombre asustado que les aguardaba en el «Woodrow Wilson».

—¿Negro? —preguntó Colvert.

—No, griego.

La sorpresa de Colvert se reflejó en sus facciones. El ochenta por ciento de los habitantes de Washington eran negros, y el noventa y ocho por ciento de los detenidos por hechos criminales también lo eran. Entre otras razones, el caso Watergate había despertado sospechas desde el principio entre quienes conocían bien la ciudad de Washington, por el hecho de que no hubiera estado implicado ningún negro, aunque jamás nadie había dado esta explicación.

—Muy bien, Barry, ¿cree que puede encargarse de esto?

—Claro que sí. ¿Quiere un informe mañana por la mañana?

—No, el jefe desea que le telefonee directamente si descubre algo especial. De lo contrario, limítese a redactar un informe esta misma noche. —Sonó el teléfono de Nanna.

—El señor Stames llama por radio desde su coche y desea hablar con usted, señor —dijo Polly, la telefonista del turno de noche.

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