Read ¿Se lo decimos al Presidente? Online
Authors: Jeffrey Archer
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política
—¿Quién habla?
—Andrews, FBI, Agencia local de Washington. —Marc repitió los detalles del doble asesinato.
—Bien, nuestro hombre ya debería haber llegado. Salió de la oficina hace más de media hora. Informaré inmediatamente a Homicidios.
—Ya lo he hecho yo —espetó Marc.
Colgó el auricular y se dejó caer en una silla próxima. Ahora el pasillo estaba atestado de batas blancas. Empujaban dos camillas rodantes hacia la habitación 4308. Todos esperaban. ¿Qué había que hacer?
Otras dos monedas de diez céntimos y llamó a la casa de Nick Stames. El teléfono sonó durante un largo rato. ¿Por qué no atendía? Por fin se oyó una voz de mujer.
«No debo dar muestras de pánico», pensó, aferrándose a la caja del teléfono.
—Buenas noches, señora Stames. Soy Marc Andrews. ¿Puedo hablar con su marido? —Un tono equilibrado, sin señales de tensión.
—Lamentablemente Nick no está en casa, Marc. Volvió a la oficina hace aproximadamente un par de horas. Qué curioso. Me dijo que iba a entrevistarse con usted y con Barry Colvert.
—Sí, hemos estado con él, pero salió de la oficina hace unos cuarenta minutos para regresar a su casa.
—Pues aún no ha llegado. Terminó sólo el primer plato de la cena y dijo que volvería en seguida. No hay señales de él. Quizá regresó a la oficina. ¿Por qué no le llama allí?
—Sí, por supuesto. Disculpe que la haya molestado.
Marc colgó el auricular y levantó la vista para comprobar si alguien había entrado en la habitación 4308. Nadie lo había hecho. Metió otras dos monedas y telefoneó a la oficina. Polly estaba de guardia.
—Marc Andrews. Comuníqueme con el señor Stames. De prisa, por favor.
—El señor Stames y el agente especial Colvert partieron hace aproximadamente cuarenta y cinco minutos… de vuelta a casa, creo, señor Andrews.
—No es posible. No es posible.
—Es así, señor. Yo los vi salir.
—¿Podría verificarlo?
—Si usted lo dice, señor Andrews.
Marc esperó durante lo que le pareció un lapso interminable. ¿Qué debía hacer? Estaba totalmente solo… ¿y los demás? ¿Qué querían que hiciera? Jesús, nada de eso había sido contemplado en su curso de entrenamiento… el FBI debía entrar en escena veinticuatro horas después de cometido el crimen, no mientras se estaba perpetrando.
—No contesta, señor Andrews.
—Gracias, Polly.
Marc miró desesperadamente hacia el techo en busca de inspiración. Le habían ordenado que no hablara con nadie de los hechos que se habían registrado esa misma tarde. Que no dijera una palabra, cualesquiera fuesen las circunstancias, hasta después de la entrevista de Stames con el director. Debía encontrar a Stames. Debía encontrar a Colvert. Debía encontrar a alguien con quien poder hablar. Otras dos monedas. Marcó el número de Barry Colvert. El teléfono sonó y sonó. Nadie respondió en el apartamento de soltero. Las mismas dos monedas. Volvió a telefonear en un nuevo intento a Norma Stames.
—Señora Stames, habla Marc Andrews. Disculpe que vuelva a molestarla. Apenas lleguen su marido y el señor Colvert, pídales que tengan la gentileza de telefonear al «Woodrow Wilson».
—Sí, se lo diré a Nick en cuanto llegue. Probablemente se han entretenido en el trayecto.
—Sí, desde luego. No había pensado en eso. Quizá lo mejor será que yo vuelva a la oficina apenas llegue el relevo. Tal vez podrán comunicarse conmigo allí. Gracias, señora Stames.
Colgó el auricular.
El policía de la Metropolitana llegó con exactitud en ese momento, marchando airosamente por el centro del corredor ahora atestado, con una novela de Ed McBain bajo el brazo. Marc sintió deseos de reprocharle su demora, pero eso no habría servido para nada. De nada sirve llorar sobre la sangre derramada, pensó algo morbosamente, y empezó a sentirse descompuesto de nuevo. Llevó aparte al joven policía y le puso al tanto de los asesinatos, sin explicar por qué los dos hombres eran importantes. Sólo le informó de lo que había sucedido. Le pidió que se lo comunicara a su jefe y agregó que la Brigada de Homicidios estaba en camino, sin aportar más detalles. El policía telefoneó a su propio oficial de guardia y repitió con la mayor indiferencia todo lo que le habían dicho. La Policía metropolitana de Washington se enfrentaba con más de seiscientos asesinatos por año. Este pasaría a engrosar esa estadística.
El personal médico aguardaba impacientemente, pero iba a ser una larga espera. El bullicio profesional parecía haber desplazado al pánico anterior. Marc aún no sabía a quién recurrir ni qué hacer. ¿Dónde estaba Stames? ¿Dónde estaba Colvert? ¿Dónde demonios estaban todos?
Se acercó otra vez al policía, que explicaba minuciosamente por qué nadie debía entrar en la habitación… No conseguía convencer a nadie, pero le hacían caso. Marc le informó que se marchaba a la oficina. Tampoco entonces le dio ningún indicio de la razón por la cual Casefikis había sido importante. El agente de la Metropolitana creía controlar la situación. La Brigada de Homicidios llegaría de un momento a otro. Le dijo a Marc que Homicidios querría hablar con él más tarde, esa misma noche. Marc se fue.
Cuando llegó de vuelta a su coche, sacó del compartimiento lateral la baliza roja parpadeante y la montó sobre el techo, insertando el interruptor en la ranura especial. Regresaría a toda velocidad a la oficina, donde se reencontraría con gente conocida, con la realidad, con hombres que sabrían sacar algo en limpio de esa pesadilla.
Marc encendió la radio del coche.
—OLW 180 hablando. Por favor traten de localizar al señor Stames y al señor Colvert. Es urgente. Vuelvo inmediatamente a la Agencia local.
—Sí, señor Andrews.
—OLW 180 cambio y fuera.
Doce minutos más tarde llegó a la Agencia local de Washington y aparcó su coche. Corrió hacia el ascensor. El ascensorista lo transportó arriba y salió atropelladamente de la cabina.
—Aspirina, Aspirina. ¿Quién diablos está de guardia esta noche?
—Yo soy el único. Estoy solo —respondió Aspirina mirando por encima de sus gafas, bastante aburrido—. ¿Qué sucede?
—¿Dónde está Stames? ¿Dónde está Colvert? —preguntó Marc.
—Se fueron a casa hace poco más de una hora. —Le contestó Aspirina con el mismo tono aburrido.
Santo cielo, ¿qué debía hacer ahora? Aspirina no era desde luego la persona ideal para confiarle sus cuitas, pero era el único a quien podía pedirle consejo. Y aunque Stames le había advertido cuidadosamente que no hablara de nada con nadie hasta que ellos se hubieran entrevistado con el director, se trataba de una emergencia. No daría detalles. Se limitaría a investigar qué habría hecho en esa situación un hombre de Hoover.
—Tengo que hallar a Stames y Colvert, dondequiera que estén. ¿Qué me sugieres?
—Bien, para empezar, ¿has probado las emisoras de radio de los coches? —preguntó Aspirina.
—Le pedí a Polly que hiciera una verificación. Probaré de nuevo.
Marc se comunicó rápidamente con ella.
—Polly, ¿localizó al señor Stames o al señor Colvert mediante la radio del coche?
—Lo sigo intentando, señor.
La espera pareció interminable. Y no sucedió nada.
—¿Qué ocurre, Polly?
—Hago todo lo posible, señor. Sólo obtengo el zumbido de llamada.
—Pruebe el canal Uno, el Dos, el Tres o el Cuatro. No importa cuál. Pruebe en los cuatro canales.
—Sí, señor. Sólo puedo llamar por uno cada vez. Hay cuatro canales y no puedo usar más que uno cada vez.
Marc comprendió que se estaba dejando llevar por el pánico. Debía serenarse. No había llegado el fin del mundo… ¿o sí?
—No están en el Uno, señor. Ni en el Dos. ¿Por qué habrían de estar en el Tres o en el Cuatro a esta hora de la noche? Sólo pueden estar viajando de regreso a casa.
—No me interesa a dónde van. Limítese a encontrarlos. Vuelva a probar.
—Está bien, está bien. —Probó en el Tres. Probó en el Cuatro. Necesitaba autorización para abrir el código del Cinco y el Seis. Marc miró a Aspirina.
—Es una emergencia. Te juro que lo es.
Aspirina le dijo a Polly que probara en el Cinco y el Seis. Estos han sido reservados por la Comisión Federal de Comunicaciones para el FBI. Se las conoce por las iniciales KGB, y a los hombres del FBI siempre les ha divertido que KGB sea el código de llamada de su red. Pero en ese momento no pareció tan hilarante. No hubo respuesta en KGB 5. Luego llamaron a KGB 6, también sin resultado. ¿Y ahora qué, Dios santo, y ahora qué? ¿A quién debería recurrir a continuación? Aspirina le miró inquisitivamente, sin muchas ganas de comprometerse.
—Recuerda, muchacho. Discreción. Esa es la contraseña. Discreción.
—Cuidándote las espaldas no me ayudarás a encontrar al señor Stames —dijo Marc, mientras hacía un esfuerzo para conservar la calma—. No importa, Aspirina, vuelve a tus crucigramas.
Marc le dejó y fue al lavabo de hombres, ahuecó las manos bajo el grifo y se enjuagó la boca. Aún olía a vómito y sangre. Se limpió lo mejor que pudo. Volvió a la Sala de Asuntos Criminales, se sentó y contó muy lentamente hasta diez. Debía trazarse un plan, y luego ponerlo en práctica, contra viento y marea. Probablemente a Stames y Colvert les había sucedido algo, del mismo modo que les había sucedido algo al cartero negro y al griego. Quizá debería tratar de comunicarse con el director, aunque ése era un recurso extremo. Un agente de su rango, que había terminado el curso de entrenamiento dos años atrás, no llamaba así como así al director. De todos modos, podría asistir a la cita que Stames había concertado con el director para las 10.30 de la mañana siguiente. Las 10.30 de la mañana siguiente. Faltaba aún medio día para esa hora. Más de doce horas sin saber qué hacer. Guardando un secreto que le habían ordenado no discutir con nadie. Reteniendo información que no podía transmitir a nadie más.
Sonó el teléfono y oyó la voz de Polly. Rogó que fuera Stames, pero nadie hizo caso de su plegaria.
—Eh, Marc, ¿aún está ahí? Tengo a la Brigada de Homicidios en la línea. El capitán Hogan desea hablar con usted.
—¿Andrews?
—Sí, capitán.
—¿Qué puede decirme?
Marc le informó verazmente que Casefikis era un inmigrante clandestino que había demorado el tratamiento de la pierna, y agregó, faltando a la verdad, que según Casefikis su agresor había sido un delincuente que le chantajeaba, amenazándolo con denunciar su entrada ilegal en los Estados Unidos. A la mañana siguiente le enviaría un informe completo por escrito.
El detective pareció desconfiar.
—¿Me oculta algo, hijo? ¿Qué hacía el FBI ahí, para empezar? Se producirá un escándalo de los mil demonios si me entero de que retiene información. No vacilaré en asarle el culo sobre las brasas más calientes de Washington.
Marc recordó las reiteradas exhortaciones de Stames a preservar el secreto.
—No, no le oculto nada —respondió en voz alta. Sabía que estaba temblando y difícilmente podría haber resultado menos convincente.
El detective de Homicidios gruñó para sus adentros, formuló algunas otras preguntas y cortó la comunicación. Marc hizo otro tanto. Su sudor había dejado pegajoso el auricular y la ropa se le adhería al cuerpo. Telefoneó nuevamente a Norma Stames. El jefe aún no había regresado a su casa. Llamó a Colvert, pero esta vez tampoco obtuvo respuesta. Telefoneó a Polly y le pidió que repitiera la rutina con los canales de radio. Sin ningún resultado, exceptuando el zumbido del Uno. Finalmente, Marc abandonó el teléfono y le dijo a Aspirina que se iba. Aspirina no pareció interesado.
Marc se encaminó hacia el ascensor y bajó a su coche. Debía volver a terreno seguro. Debía telefonear al director. Salió nuevamente disparado por las calles.
Cuando llegó a su apartamento, situado en la zona sudoeste de Washington, irrumpió por la puerta y cogió el teléfono. Después de varios timbrazos le atendió el FBI.
—Oficina del director. Habla el oficial de guardia.
Marc volvió a contar hasta diez.
—Soy el agente especial Andrews, de la Agencia local de Washington —empezó a explicar con parsimonia—. Necesito hablar con el director, urgente y de inmediato.
Aparentemente, el director estaba cenando con la procuradora general en casa de ésta. Marc pidió su número de teléfono. ¿Acaso él tenía autorización especial para comunicarse con el director a esa hora de la noche? Tenía autorización especial, tenía una cita con él a las 10.30 de la mañana siguiente y, por el amor de Dios, tenía autorización especial.
El interlocutor de Andrews debió de captar su desesperación.
—Si me da su número, le telefonearé en seguida.
Andrews sabía que sólo se trataba de verificar si era agente del FBI y si tenía una cita con el director a la mañana siguiente. El teléfono sonó al cabo de un minuto y el oficial de guardia reapareció en la línea.
—El director está aún con la procuradora general. El número privado de ésta es 761-4386.
Andrews marcó el número.
—Residencia de la señora Edelman —dijo una voz afable.
—Habla el agente especial Marc Andrews —explicó—. Necesito comunicarme con el director del Departamento Federal de Investigaciones.
Habló lentamente y con voz muy clara, aunque todavía temblaba. La respuesta se la dio un hombre cuya mayor preocupación de esa noche consistía en que las patatas habían demorado más de lo previsto.
—Espere un momento, caballero, por favor.
Esperó, esperó, esperó.
—Aquí Tyson —dijo otra voz.
Marc inhaló profundamente y arremetió.
—Soy el agente especial Marc Andrews. Tengo una cita para verle mañana a las diez y media junto con el agente especial Stames y el agente especial Colvert. Usted no está enterado, señor, porque la concertamos por medio de la señora McGregor después que usted abandonó su despacho. Necesito verle inmediatamente. Es posible que usted quiera telefonearme. Estoy en mi casa.
—Sí, Andrews —asintió Tyson—. Le telefonearé. ¿Cuál es su número?
Marc se lo dio.
—Espero, por su bien, que se trate de algo grave, joven —dijo Tyson.
—Es muy grave, señor.
Marc esperó nuevamente. Pasó un minuto, y después otro. ¿Tal vez Tyson se había desentendido, tomándolo por un idiota? ¿Qué sucedía? Transcurrieron tres minutos. Cuatro minutos. Obviamente, estaba haciendo comprobaciones más detalladas que su oficial de guardia.