¿Se lo decimos al Presidente? (12 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

En la calle, esquivó el tráfico hasta llegar a la Agencia local de Washington, en la otra acera de Pennsylvania Avenue. Esa mañana no sería un hogar para él. Faltaban dos hombres, a quienes no podrían reemplazar con un manual de entrenamiento. Las banderas izadas en lo alto del edificio del FBI y del antiguo edificio de Correos flameaban a media asta. Dos de sus agentes habían muerto.

Marc entró directamente en el despacho de Grant Nanna. Este había envejecido diez años de un día para otro. Para él, habían muerto dos amigos, uno de los cuales había sido su subordinado en tanto que el otro había sido su superior.

—Siéntese, Marc.

—Gracias, señor.

—El director ya ha hablado conmigo esta mañana. No le formularé ninguna pregunta. Sé que usted va a tomarse unas vacaciones de dos semanas a partir del mediodía de hoy, y que redactará un memorándum acerca de lo que sucedió en el hospital. Yo debo elevarlo a las autoridades superiores y eso será todo, por lo que concierne a la Agencia local de Washington, pues Homicidios se ocupará de la investigación. También intentan convencerme de que Nick y Barry murieron en un accidente de tráfico.

—Sí, señor —respondió Marc.

—No creo una cochina palabra de lo que me cuentan —prosiguió Nanna—. Ahora usted está implicado en esto, de alguna manera, y quizá podrá atrapar a los cerdos que lo hicieron. Cuando los encuentre, pulveríceles las pelotas y después llámeme para que vaya a ayudarle, porque si les pongo la mano encima a esos hijos de puta…

Marc miró a Grant Nanna y después desvió prudentemente la vista, esperando que su superior recuperara el control de su semblante y su voz.

—Bien, usted no tiene autorización para comunicarse conmigo una vez que salga de este despacho, pero si en algún momento puedo ayudarle, llámeme. Que el director no lo sepa, porque si se enterara nos mataría a los dos. En marcha, Marc.

Marc salió rápidamente y se encaminó hacia su propio despacho. Se sentó y redactó su informe, siguiendo al pie de la letra las instrucciones del director: desapasionado y sucinto. Se lo llevó a Nanna, quien lo hojeó y lo arrojó en la bandeja de salidas.

—Ha hecho un buen trabajito de encubrimiento, Marc.

Marc no contestó. Firmó la hoja de salida de la Agencia local de Washington, el único lugar donde se sentía seguro. Debería trabajar por su cuenta durante seis días. Los hombres ambiciosos deseaban vislumbrar lo que les sucedería en el curso de los próximos años, saber cómo se plasmarían sus carreras. Marc se habría conformado con adelantarse una semana.

El director pulsó un botón. El hombre anónimo de la americana deportiva azul y el pantalón gris claro entró en el despacho.

—Sí, señor.

—Quiero que vigilen sin tregua a Andrews, noche y día. Seis hombres en tres relevos, que me pasarán sus partes todas las mañanas. Quiero un informe detallado con sus antecedentes: educación, amigos, amigas, costumbres, hobbies, orígenes religiosos, organizaciones a las que está asociado. Todo para mañana a la mañana, a las seis cuarenta y cinco. ¿Entendido?

Seguro de que si abordaba a los funcionarios del Senado para pedirles información acerca de sus superiores sólo conseguiría inspirarles desconfianza, Marc inició la indagación en la Biblioteca del Congreso. Mientras subía por la larga escalera, recordó un pasaje de
Todos los hombres del Presidente
, en el cual Woodward y Bernstein pasaban incontables horas infructuosas buscando unas pocas hojitas de papel en las entrañas del edificio. Querían encontrar pruebas de que E. Howard Hunt había retirado material referente precisamente al hombre que Marc trataba de proteger: Edward M. Kennedy. Y para un agente del FBI que seguía la pista de un asesino, así como para los reporteros inquisitivos, la diferencia entre el éxito y el fracaso radicaba en una investigación tediosa, y no en misiones fascinantes.

Marc abrió la puerta que ostentaba el letrero «Lectores solamente» y entró en el salón principal de lectura, un recinto inmenso, circular, abovedado, decorado con tonos opacos de colores dorado, beige, herrumbre y bronce. La planta baja estaba ocupada por hileras de pupitres de madera, oscuros y curvos, dispuestos en círculos concéntricos alrededor del área de información situada en el medio. En el primer piso había millares de libros, que se veían desde el recinto de lectura a través de elegantes arcadas. Marc se acercó al mostrador de información, y, con el tono quedo propio de todas las bibliotecas, le preguntó a la empleada dónde podría encontrar los últimos ejemplares del
Congressional Record
.

—Sala 244. Sala de lectura de la Biblioteca de Derecho.

—¿Cómo se llega allí?

—Pase al otro lado del edificio, bordeando el fichero, y suba al primer piso en el ascensor.

Marc encontró la Biblioteca de Derecho, un salón blanco, rectangular, con tres hileras de anaqueles a la izquierda. Después de interrogar a otra empleada, localizó el
Congressional Record
en uno de los estantes marrones de libros de consulta alineados a lo largo de la pared de la derecha. Transportó el volumen en rústica, fechado el 24 de febrero de 1983, hasta una larga mesa desocupada, e inició el tedioso trabajo de indagación.

Después de hojear durante media hora el resumen de actividades del Senado, Marc descubrió que le acompañaba la suerte. Aparentemente, muchos senadores se habían ido a pasar el fin de semana fuera de Washington, porque una verificación de los pases de lista del 24 de febrero revelaba que la cantidad de senadores presentes en el recinto nunca superaba los sesenta. Y las leyes votadas habían sido suficientemente importantes como para reclamar la presencia de aquellos senadores que podrían haber estado escondidos en los rincones y recovecos del Senado o de la ciudad. Después de eliminar a los senadores que según los jefes de los sectores políticos estaban ausentes «por enfermedad» o «necesariamente ausentes», y de sumar a aquellos que se habían visto «retenidos por actividades oficiales», Marc recopiló una lista de sesenta y dos senadores que habían estado indiscutiblemente en Washington el 24 de febrero. Luego volvió a verificar a los otros treinta y ocho senadores, uno por uno, lo cual resultó ser una tarea larga y agotadora. Todos ellos tenían alguna justificación para estar ese día fuera de Washington. Consultó su reloj: las 12.15. No podía permitirse el lujo de dedicar tiempo a comer.

12.30 horas

Habían llegado tres hombres. Ninguno de ellos estimaba al otro, y sólo el vínculo común de la recompensa económica podría haberles reunido en una misma habitación. El primero se hacía llamar Tony. Tenía tantos nombres que nadie podía saber con certeza cuál era el verdadero, excepto, quizá, su madre, y ésta no le había visto en los veinte años transcurridos desde que él había abandonado Sicilia para reunirse con su padre, y marido de ella, en los Estados Unidos. A ella, el marido la había abandonado veinte años atrás: el ciclo se repetía.

El prontuario del FBI describía a Tony como un hombre de un metro setenta de estatura, setenta y tres kilos de peso, constitución mediana, cabello negro, nariz recta, ojos marrones, sin rasgos distintivos, que había sido arrestado e inculpado en relación con el asalto a un banco. Primer delito, dos años de cárcel. Pero el expediente no decía que Tony era un excelente conductor: lo había probado el día anterior, y si ese alemán estúpido hubiera conservado la cabeza, en ese momento habría habido cuatro personas en la habitación, en lugar de tres. Le había dicho al jefe: «Si quiere emplear un alemán, pídale que fabrique el condenado automóvil, nunca que lo conduzca». El jefe no le había hecho caso y el resultado era que al alemán lo habían pescado del fondo del Potomac. La próxima vez utilizarían a Mario, el primo de Tony. Por lo menos entonces habría otro ser humano en el equipo. No se podía contar al ex-polizonte ni al japonesito que nunca decía una palabra.

Tony miró a Xan Tho Huc, que nunca hablaba si no le formulaban una pregunta directa. En realidad, era vietnamita, pero había huido a Japón en 1973. Todos habrían conocido su nombre si hubiera participado en las Olimpiadas de Montreal, porque nadie podría haberle arrebatado la medalla de oro de tiro con fusil, pero pensando en su carrera preferida, Xan había optado por no llamar la atención y retirarse de las pruebas olímpicas japonesas. Su entrenador trató de obtener una explicación, pero sin éxito. Para Tony, Xan seguía siendo un maldito japonés, aunque admitía a regañadientes, para sus adentros, que no conocía a otro hombre capaz de meter diez balas en un cuadrado de siete centímetros a ochocientos metros de distancia. La dimensión de la frente de Kennedy.

El japonés estaba sentado, mirándolo, inmóvil. El aspecto físico de Xan le ayudaba en su profesión. Nadie imaginaba que esa constitución endeble, de sólo un metro cincuenta y cinco de estatura y cincuenta y cinco kilos de peso, correspondía a un excepcional tirador. La mayoría de las personas seguían asociando la buena puntería con los cowboys corpulentos y los caucasianos de mandíbula cuadrada. Si alguien se hubiera enterado de que ese hombre era un asesino despiadado, habría supuesto que mataba con las manos, con un garrote o un
nunchaki
, o incluso con veneno. De los tres, Xan era el único que había estado casado, con una mujer buena y apacible que estaba criando a sus hijas gemelas según el estilo tradicional vietnamita, hasta que los asquerosos norteamericanos las habían matado a las tres. Xan se había detenido junto al cuerpo patéticamente encogido de su esposa y los cuerpos atrozmente mutilados de sus dos bellas hijas, y no había derramado una lágrima. Había sido partidario de la intervención de los Estados Unidos en Vietnam, pero ya no. En medio de su dolor silencioso juró vengar la pérdida. Huyó a Japón y allí, durante los dos años que siguieron a la caída de Saigón, procuró pasar inadvertido, trabajando en un restaurante chino y participando en el programa estadounidense de asistencia a refugiados vietnamitas. Después fue a ofrecer ayuda práctica a sus antiguos conocidos de los servicios de inteligencia vietnamitas. Como la actividad de Estados Unidos en Asia había decaído, y los comunistas necesitaban menos asesinos y más abogados, le dijeron que lamentablemente no lo necesitaban. De modo que Xan había empezado a trabajar por su cuenta en Japón. En 1974 obtuvo la ciudadanía y el pasaporte japoneses, e inició su nueva carrera.

A diferencia de Tony, Xan no despreciaba a sus compañeros de trabajo. Sencillamente, no pensaba en ellos. Le habían contratado, con su consentimiento, para ejecutar una operación de gran envergadura, por la que le pagarían generosamente, y que por fin vengaría, por lo menos en parte, los cuerpos ultrajados de su esposa y sus hijas. Los otros tenían papeles secundarios, de apoyo a su operación. Siempre y cuando los desempeñaran con un mínimo de errores estúpidos, él ejecutaría el suyo en forma impecable, y al cabo de pocos días estaría de nuevo en Oriente. En Bangkok o Manila, o tal vez en Singapur. Aún no lo había resuelto. Cuando terminara su trabajo necesitaría un largo descanso… y podría pagárselo.

El tercer hombre presente en la habitación, Ralph Matson, era quizás el más peligroso de los tres. De un metro ochenta y cinco, alto y robusto, con una nariz prominente y una quijada poderosa, era el más peligroso porque era muy inteligente. Luego de pasar cinco años en el Departamento Federal de Investigaciones como agente especial, había encontrado una escapatoria fácil después de la muerte de Hoover: la lealtad al jefe y toda esa bazofia. En el ínterin, había aprendido lo suficiente para sacar ventaja de todo lo que el FBI le había enseñado sobre criminología. Empezó con chantajes menudos a hombres que no querían que sus expedientes del FBI se hicieran públicos, pero después pasó a operaciones de más envergadura. No confiaba en nadie —esto también lo había aprendido en el FBI— y menos aún en el estúpido italiano, que cuando se le sometía a presión podía dar marcha atrás en lugar de avanzar, ni en el silencioso asesino amarillo de ojos oblicuos. Todos seguían callados.

Se abrió la puerta. Giraron las tres cabezas, tres cabezas que estaban habituadas al peligro y a las que no les gustaban las sorpresas. Se relajaron inmediatamente cuando vieron entrar a los dos hombres.

El más joven de los dos fumaba. Ocupó la silla de la cabecera de la mesa, como corresponde a un presidente, y su acompañante se sentó junto a Matson, conservando al presidente a su derecha. Saludaron con una inclinación de cabeza y eso fue todo. El más joven, que según su carnet de registro electoral se llamaba Peter Nicholson, y según su partida de nacimiento Piotr Nicolaievich, parecía, por su aspecto, el respetable gerente de una próspera compañía de cosméticos. Su traje demostraba que era cliente de Chester Barrie, y sus zapatos demostraban que era cliente de Church's de Londres. Su corbata demostraba que era cliente de Ted Lapidus. Su expediente policial no demostraba nada. Por eso ocupaba la cabecera de la mesa. No se veía a sí mismo como un criminal: sólo deseaba mantener el
statu quo
.

Formaba parte de un pequeño grupo de millonarios sureños que se habían enriquecido con la venta de armas. Controlaba un mercado gigantesco: en virtud de la Segunda Enmienda de la Constitución, todo ciudadano estadounidense tenía derecho a portar armas, y uno de cada cuatro varones estadounidenses ejercitaba ese derecho. Una pistola o un revólver común podía costar apenas 100 dólares, pero las escopetas y fusiles de lujo que eran el símbolo de status de muchos patriotas podían llegar a costar hasta 10 000 dólares. El presidente de la junta y sus colegas vendían armas manuales por millones y escopetas por decenas de miles. Le habían inculcado a Jimmy Carter su propia versión del tráfico de armas, pero sabían que no podrían convencer a Ted Kennedy. El proyecto de Ley de control de armas ya había pasado por la Cámara de representantes, y era indudable que si no tomaban medidas drásticas también saldría indemne del Senado. En consecuencia, el presidente se sentaba en la cabecera de la mesa para garantizar el mantenimiento del
statu quo
.

Inauguró la sesión formalmente, como lo habría hecho cualquier presidente de un consejo de administración pidiendo los informes de sus representantes en la calle. En primer lugar Matson.

La nariz prominente subió y bajó, la sólida quijada se movió.

—Sintonicé el canal Uno del FBI. —Durante los años que había pasado en el FBI, preparándose para su carrera criminal, Matson había robado uno de los radioteléfonos portátiles especiales del FBI. Lo había retirado, con su firma, y después había notificado su extravío. Le amonestaron y debió reembolsar el costo del aparato al FBI, pero el precio que había pagado por el privilegio de escuchar las comunicaciones del FBI había sido insignificante—. Sabía que el camarero griego estaba escondido en algún lugar de Washington, y sospechaba que la herida de su pierna le obligaría a presentarse finalmente en uno de los cinco hospitales. Deduje que no visitaría a un médico particular, porque le resultaría demasiado oneroso. Entonces oí que el hijo de puta de Stames hablaba por el canal Uno.

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