¿Se lo decimos al Presidente? (16 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

—Hola, Simón.

El joven encargado negro no se movió. Dormitaba en su cubículo de la entrada del garaje.

—Buenos días, Marc. Cielos, ¿ya son las ocho?

—No, las siete menos trece minutos.

—¿Qué sucede? ¿El pluriempleo? —preguntó Simón, frotándose los ojos y pasándole las llaves del coche.

Marc sonrió pero no tuvo tiempo para contestar. Simón se adormeció nuevamente.

El coche arranca al primer intento. El confiable «Mercedes». Sale a la calle: 6.48 horas. Debo conducir a velocidad moderada. Jamás hay que abochornar al FBI. En 6th Street, detenido por el semáforo: 6.50 horas. Cruzo G. Street, hacia arriba por 7th, otro semáforo. Cruzo Independence Avenue: 6.53 horas. Esquina 7th y Pennsylvania. Veo edificio FBI: 6.55 horas. Bajo por la rampa, aparco, muestro credenciales FBI al guardia del garaje, corro hacia el ascensor: 6.57 horas; ascensor al séptimo piso: 6.58 horas. Por corredor, doblo a la derecha, oficina 7074, entro directamente, sin detenerme ante la señora McGregor, siguiendo instrucciones. Ella apenas levanta la mirada; golpeo la puerta del despacho del director; sin respuesta; entro siguiendo instrucciones. El director no está: 6.59 horas. Me dejo caer en una butaca. El director llegará tarde; sonrisa de satisfacción. Faltan treinta segundos para las siete; miro en torno, despreocupadamente, como si esperara desde hace horas. Mis ojos se detienen sobre el reloj de péndulo. Da las campanadas: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete.

Se abrió la puerta y entró el director.

—Buenos días, Andrews. —No miró a Marc sino al reloj de pared—. Siempre adelanta un poco. Silencio.

El reloj del antiguo edificio de Correos dio las siete.

El director se acomodó en su silla y sus grandes manos volvieron a apoderarse del escritorio.

—Empezaremos con mis informaciones, Andrews. Acabamos de recibir algunos datos de identificación sobre el conductor del «Lincoln» que se precipitó al Potomac con Stames y Colvert.

El director abrió una nueva carpeta de cartulina con la leyenda «Sólo para personas autorizadas» y ojeó su contenido. ¿Qué había en esa carpeta que Marc no supiera y tuviera que saber?

—Ningún indicio concreto. Hans-Dieter Gerbach, alemán. Bonn informa que fue un personaje de segundo orden en el hampa de Munich, hasta hace cinco años. Después le perdieron la pista. Algunas evidencias sugieren que estuvo en Rhodesia y que sirvió a la CIA durante un tiempo. La Brigada del Rayo Blanco. La CIA no se muestra muy servicial, y no creo que nos suministre mucha información antes del jueves. A veces me pregunto para quién trabajan realmente. En 1980, Gerbach apareció en Nueva York, pero sólo contamos con rumores y chismorreos. No hay ningún expediente que pueda guiarnos. Habría sido útil que hubiera sobrevivido.

Marc pensó en los degollados del «Woodrow Wilson Medical Center» y alimentó dudas.

—El otro elemento interesante que se desprende del accidente, es que ambos neumáticos traseros del coche de Stames y Colvert tienen pequeños orificios. Podrían ser producto de la caída por el barranco, pero en nuestro laboratorio piensan que se trata de orificios de balas. Si lo son, el que disparó deja a Buffalo Bill a la altura de un boy scout.

El director habló por el intercomunicador.

—¿Puede decirle al subdirector Rogers que venga, por favor, señora McGregor?

—Sí, señor.

—Sus hombres encontraron el establecimiento para el que trabajaba Casefikis, suponiendo que eso sirva para algo.

El subdirector golpeó la puerta y entró. El director le señaló una silla. Rogers le sonrió a Marc y se sentó.

—Escuchamos, Matt.

—Bien, señor, el propietario del «Golden Duck» no se destacó por su espíritu de cooperación. Aparentemente pensó que yo le perseguía por transgredir los reglamentos de trabajo. Le amenacé con clausurar su negocio si no hablaba. Finalmente admitió haber contratado a un hombre cuyas características coincidían con las de Casefikis. El 24 de febrero Casefikis fue a atender a un pequeño grupo de comensales en uno de los salones de la «Georgetown Inn» en Wisconsin Avenue. El hombre que contrató el servicio se llamaba Lorenzo Rossi. Insistió en pedir un camarero que no hablara inglés. Pagó en efectivo. Buscamos a Rossi en todas nuestras computadoras… sin ningún resultado. Obviamente, se trata de un nombre falso. La historia se repitió en la «Georgetown Inn». El propietario dijo que un tal señor Rossi había contratado el salón para el 24 de febrero, con suministro de comida no de personal, y que pagó en efectivo, por adelantado. Rossi medía aproximadamente un metro setenta, era de tez morena y carecía de rasgos destacados. Cabellos oscuros, gafas de sol. El propietario piensa que «parecía italiano». En el hotel nadie sabe quién diablos fue a comer ese día en el salón, y a nadie le interesa. Me temo que no hemos adelantado mucho.

—Estoy de acuerdo. Supongo que podríamos hacer una redada de todos los italianos que se ajustan a esa descripción —comentó el director—. Si dispusiéramos de cinco años, no de cinco días. ¿Descubrió algo nuevo en el hospital, Matt?

—Aquello es un maremágnum, señor. El edificio está lleno de gente que entra y sale durante el día y la mayor parte de la noche. Todo el personal trabaja por turnos. Ni siquiera conocen a sus propios colegas, y menos aún a los extraños. Cualquiera podría pasearse por allí durante todo el día con un hacha al hombro sin que nadie le pregunte quién es ni qué hace.

—Es lógico —asintió Tyson—. Bien, Andrews, ¿qué ha hecho usted durante las últimas veinticuatro horas?

Marc abrió su portafolios reglamentario de plástico azul. Informó que quedaban sesenta y dos senadores, y que los otros treinta y ocho se podían descartar porque la mayoría de ellos habían estado fuera de Washington el 24 de febrero. Le pasó la lista de nombres al director, quien la recorrió con la mirada.

—Todavía quedan bastantes peces gordos en el sucio estanque, Andrews. Continúe.

Marc describió su encuentro con el sacerdote ortodoxo griego en el hospital. Esperaba que le reprocharan enérgicamente que no hubiera recordado en seguida el detalle de la barba. No le decepcionaron. Ya escarmentado prosiguió:

—Veré al padre Gregory hoy a las ocho de la mañana, y creo que después iré a visitar a la viuda Casefikis. No creo que ninguno de los dos tenga mucho que aportar, pero supongo que usted querrá que siga esas pistas, señor. Después volveré a la Biblioteca del Congreso y procuraré encontrar la clave del motivo por el cual alguno de esos sesenta y dos senadores podría querer desembarazarse del presidente Kennedy.

—Bien, para empezar, divídalos por categorías —dijo el director—. Primeramente por partidos políticos, después por comisiones, luego por intereses personales, y al final según su relación personal con el presidente. No olvide, Andrews, que sabemos que nuestro hombre comió en Georgetown el 24 de febrero, y eso tiene que reducir el número de sospechosos.

—Pero señor, podemos asumir que todos ellos comieron el 24 de febrero.

—Claro que sí, Andrews, pero no todos en privado. Muchos de ellos debieron ser vistos en algún lugar público, o debieron asistir a comidas oficiales, con electores o con funcionarios federales o con representantes de grupos de presión. Usted debe averiguar qué hizo cada uno, sin despertar las sospechas del senador al que estamos buscando.

—¿Cómo sugiere que lo haga, señor?

—Es muy sencillo —respondió el director—. Telefonee a la secretaria de cada senador y pregunte si su jefe estará disponible para asistir a una comida en la que hablará de… —hizo una pausa—, de «Los problemas del entorno urbano». Sí, eso me gusta. Dé una fecha, digamos el 5 de mayo, y después pregunte si el senador asistió a la organizada el… —el director consultó su calendario—, el 17 de enero o el 24 de febrero, porque algunos senadores que habían aceptado no se presentaron y uno o dos asistieron sin invitación. Después diga que enviará una invitación por escrito. Todas las secretarias le olvidarán si usted no escribe, y si alguna de ellas le recuerda ya será demasiado tarde para que nos importe. Hay algo de lo que podemos estar seguros: ningún senador permitiría que su secretaria supiera que tiene planes para matar al presidente.

El subdirector hizo una ligera mueca.

—Si lo descubren, señor, estallará un escándalo. Volveremos a la época de la brigada de juegos sucios. El representará el papel del nuevo John Dean y usted será Haldeman.

—No, Matt. Si le digo al presidente que uno de sus amados cofrades va a clavarle un cuchillo en la espalda, él no encontrará nada particularmente sucio en ese juego.

—No tenemos suficientes pruebas, señor.

—Será mejor que las consiga, Andrews, o deberá buscarse un nuevo empleo. Créame.

Quiere que le crea, pensó Marc.

—¿Puedo mencionar otro detalle que me preocupa, señor? —preguntó el agente especial.

—Por supuesto, Andrews.

—¿Ha pensado en la teoría de la conspiración, señor? Este asesinato puede estar vinculado con el de JFK e incluso con el de RFK, y por tanto puede implicar a los grupos que a veces aparecen asociados con los asesinatos de los otros Kennedy. Porque si la Mafia o…

—Sí, Andrews, lo he pensado muchas veces, y aún ignoramos la verdad que se oculta detrás del asesinato en Dallas, después de casi veinte años y de diez millones de dólares gastados en investigaciones, diez millones que se han ido por la alcantarilla. Si me hubieran dado esa suma para comprar información, habría resuelto el condenado misterio en seis meses. Con diez millones para entretenerme, habría conseguido que alguien hablara hasta por los codos. En este caso tenemos una pista valiosa: que puede estar comprometido un senador, y sólo nos quedan cinco días. Si fracasamos el jueves próximo, durante los veinte años siguientes habrá tiempo de sobra para desentrañar nexos con JFK, y usted podrá ganar una fortuna escribiendo un libro sobre el tema.

Quizá tenga razón, pero de todas formas practicaré algunas investigaciones por mi cuenta, independientemente de lo que usted diga, pensó Marc.

—No se inquiete demasiado, Andrews. He alertado al jefe del Servicio Secreto. No le he dicho ni más ni menos que lo que figuraba en el informe que usted redactó, como acordamos ayer, de modo que eso nos deja el terreno despejado hasta el 10 de marzo. Estoy elaborando un plan de urgencia, para el caso de que antes de esta fecha no podamos averiguar quién es Cassio, pero ahora no le aburriré contándoselo. También he hablado con los de Homicidios. Han exhumado muy pocos elementos útiles. Quizá le interese saber que ya han visitado a la esposa de Casefikis. El cerebro de ellos parece trabajar un poco más de prisa que el de usted, Andrews.

—Quizá lo tienen menos ocupado —acotó el subdirector.

—Quizá. Muy bien, vaya a visitarla si piensa que eso puede ser interesante. Tal vez descubra algo que ellos pasaron por alto. Arriba el ánimo, que ya ha avanzado mucho. La investigación de esta mañana puede aportar nuevas pistas, para seguir trabajando. Creo que esto es todo. No le haré perder más tiempo, Andrews.

—Sí, señor.

Marc se puso en pie.

—Disculpe. Olvidé ofrecerle café, Andrews.

A Marc le habría gustado decir que la vez anterior no le había dado oportunidad de beberlo. Se fue mientras el director pedía café para él y para el subdirector. Resolvió que a él tampoco le sentaría mal el desayuno, ni una pausa para poner en orden sus pensamientos. Se dirigió a la cafetería del FBI.

El director bebió su café y le pidió a la señora McGregor que hiciera pasar a su ayudante personal. El hombre anónimo apareció casi instantáneamente, con una carpeta gris bajo el brazo. No necesitó preguntarle al director qué deseaba. Depositó la carpeta sobre el escritorio, frente a su jefe, y se fue sin pronunciar una palabra.

—Gracias —le dijo el director a la puerta que se estaba cerrando.

Volvió la tapa gris y leyó el contenido de la carpeta durante veinte minutos. A ratos dejaba escapar una risita, y a ratos un gruñido, los únicos comentarios dirigidos a Matthew Rogers. Allí había datos sobre Marc de los que éste mismo no habría tenido conciencia. El director vació su segunda taza de café, cerró el expediente y lo guardó bajo llave en su cajón personal del escritorio estilo Reina Ana. La reina Ana nunca había ocultado tantos secretos como ese escritorio.

Marc terminó un desayuno mucho mejor que el que le habrían servido en la Agencia local de Washington. Allí había que cruzar la calle para ir al «Lunch Connection», porque el snack bar de la planta baja era abominable, en consonancia con el resto del edificio. A pesar de lo cual en ese momento le habría gustado volver a su despacho en lugar de bajar al garaje subterráneo para buscar su coche. No vio al hombre que, apostado en la acera de enfrente, vigiló su partida, pero se preguntó si el sedán «Ford» azul que no se había apartado de su espejo retrovisor durante tanto tiempo estaba allí por casualidad. Si no era así, ¿quién vigilaba a quién? ¿Quién trataba de proteger a quién?

Llegó a la iglesia del padre Gregory a las ocho de la mañana, y ambos caminaron juntos hasta la casa del sacerdote. Marc dijo que ya había tomado el desayuno, pero esto no disuadió al padre de freír dos huevos y tocino, a los que sumó pan tostado, mermelada y una taza de café. El padre Gregory no pudo agregar casi nada a lo que ya le había dicho por teléfono la noche anterior, y suspiró profundamente cuando su interlocutor le recordó a los dos muertos del hospital.

—Sí, leí los detalles en el
Post
. —Sus pequeñas gafas de medio aro descansaban en el extremo de su corta nariz. Sus grandes carrillos rubicundos y su abdomen aún más voluminoso hacían pensar a los impíos que el padre Gregory había encontrado mucho solaz en la Tierra mientras aguardaba el reino eterno del cielo. Cuando hablaron de Nick Stames sus ojos grises se iluminaron. Era obvio que el sacerdote y el policía habían compartido algunos secretos, y que el padre Gregory no era un fanático delirante.

—¿Existe algún nexo entre la muerte de Nick y el episodio del hospital? —preguntó súbitamente el padre Gregory.

La pregunta tomó a Marc por sorpresa. Detrás de las gafas de medio aro se ocultaba un cerebro aguzado. Mentirle a un sacerdote ortodoxo griego o lo que fuera, parecía peor que decir uno de los embustes habituales urdidos para defender al FBI del público común.

—Absolutamente ninguno —respondió Marc—. Sólo fue otro de esos horribles accidentes de tráfico.

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