Read ¿Se lo decimos al Presidente? Online
Authors: Jeffrey Archer
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política
—Sí, señor.
—Y hay algo más que tal vez le interesará. Esta noche voy a cenar con el presidente. Trataré de obtener de él alguna información que nos ayude a reducir al máximo el número de sospechosos.
—¿Se lo dirá al presidente, señor?
—No, no lo creo. Sigo pensando que controlamos la situación. No veo ningún motivo para inquietarle en este momento. No lo habrá hasta que yo sospeche que podemos fracasar en esto.
Finalmente, el director le entregó un retrato robot del sacerdote griego.
—La versión de la señora Casefikis —dijo—. ¿Qué opina?
—No está mal —comentó Marc—. Quizá sea un poco más feo.
Esos hombres conocen su oficio.
—Lo que me preocupa —murmuró el director—, es que he visto esta condenada cara antes. Por mi camino se han cruzado tantos criminales que es imposible recordar a uno solo de ellos. Quizá se me refrescará la memoria, sí, quizá se me refrescará.
—Lo sé —asintió Marc—. Y pensar que llegué sólo veinticuatro horas después que él. Es penoso.
—Considérese afortunado, joven. Si se hubiera adelantado a él, creo que a esta hora Ariana Casefikis estaría muerta, y probablemente usted también. Eso habría sido mucho más penoso. Aún tengo apostado a mi hombre en la casa de la señora Casefikis, por si ese tipo vuelve, pero creo que el hijo de puta es demasiado profesional para correr semejante riesgo.
Marc asintió. Un hijo de puta profesional, un hijo de puta profesional.
Parpadeó la luz roja del intercomunicador.
—¿Sí, señora McGregor?
—Llegará tarde a su entrevista con el senador Inouye.
—Gracias, señora McGregor. —Colgó el auricular—. Le veré mañana a la misma hora, Marc. —Era la primera vez que le llamaba Marc—. No deje piedra por mover; sólo nos quedan cuatro días.
Marc bajó en el ascensor y salió del edificio por la ruta habitual. No advirtió que le seguían desde la acera de enfrente. Se trasladó al edificio de oficinas del Senado y concertó citas para entrevistar a los directores de personal de las Comisiones de Relaciones Exteriores y de Asuntos Judiciales. Ninguno podría recibirle antes de la mañana siguiente. Marc volvió a la Biblioteca del Congreso para estudiar con más detenimiento la historia personal de los cuatro senadores que quedaban en su lista. Era un grupo muy heterogéneo, que procedía de todos los rincones del país y cuyos miembros tenían poco en común. Uno de ellos no tenía nada en común con los otros seis… ¿pero cuál era? Percy… no compaginaba. Thornton… era obvio que no gustaba a Stampouzis, pero eso no probaba nada. Bayh… amigo íntimo de Kennedy. Duncan… según Stampouzis se oponía al proyecto de Ley de control de armas, pero casi la mitad de los miembros del Senado compartían esa actitud. Dexter… ¿cuáles eran las complicaciones de las que Stampouzis no había querido hablarle? Quizás Elizabeth le ilustraría esa noche. Byrd… un hombre curiosamente exaltado, vehemente, que había renegado poco a poco de su trayectoria conservadora. La quintaesencia del hombre de partido, y aparentemente honesto, aunque no estimaba a Kennedy, y de esto no había duda. Pearson… si él resultaba ser el villano nadie lo creería: treinta y tres años en el Senado, y siempre había representado el papel del Catón intachable, en público y en privado.
Marc suspiró, y el suyo fue el largo suspiro exhausto de quien ha llegado a un impasse. Consultó su reloj: las 10.45. Si quería llegar a tiempo debería partir inmediatamente. Le devolvió a la bibliotecaria varios periódicos, ejemplares del
Congressional Record
e informes de Ralph Nader, y atravesó corriendo la calzada hacia el aparcamiento, para recoger su coche. Aceleró por Constitution Avenue y por el Memorial Bridge… ¿cuántas veces lo había hecho esa semana? Miró el espejo retrovisor y creyó reconocer el coche que le seguía… ¿o acaso eso sólo era el recuerdo del jueves pasado?
Marc aparcó al borde del camino. Dos agentes del Servicio Secreto le detuvieron. Mostró sus credenciales y avanzó lentamente por el sendero justo a tiempo para sumarse a los otros ciento cincuenta miembros del cortejo fúnebre que rodeaban las dos fosas, recientemente excavadas para recibir a los dos hombres que una semana atrás habían estado más vivos que la mayoría de quienes asistían a su entierro. El vicepresidente, exsenador Dale Bumpers, estaba en representación del presidente. Junto a él se hallaba Norma Stames, alta, frágil y vestida de negro, sostenida por sus dos hijos. Bill, el mayor, estaba junto a un hombre gigantesco, que debía de haber sido el padre de Barry Colvert. Le seguía el director, quien miró en torno y vio a Marc, pero no dio señales de reconocerlo. Jugaban el juego incluso a la vera de las tumbas.
Los hábitos del padre Gregory aleteaban ligeramente a merced de la brisa fresca. Los bajos estaban enlodados, porque había llovido durante toda la noche. Un joven capellán, con sobrepelliz blanca y sotana negra, permanecía en silencio a un costado.
—Soy la imagen de Tu gloria inefable, aunque lleve conmigo las heridas del pecado —salmodió el padre Gregory.
La viuda llorosa de Nick Stames se inclinó hacia adelante y besó la pálida mejilla de su marido, y a continuación fue cerrado el ataúd. Los sepultureros bajaron lenta, muy lentamente los ataúdes de Stames y Colvert a sus respectivas tumbas. Marc contempló la escena con tristeza. El que descendía podría haber sido él; debería haber sido él.
—Concede descanso en el reino de los santos, oh Jesucristo, a las almas de Tus siervos, allí donde no existen ni la enfermedad ni la pena, ni los suspiros, sino la Vida eterna.
Fue impartida la bendición final, los ortodoxos se persignaron y los miembros del cortejo empezaron a dispersarse.
Después de la ceremonia el padre Gregory habló con afecto de su amigo Nick Stames y expresó la esperanza de que éste y su colega Barry Colvert no hubieran muerto en vano. Mientras lo decía parecía mirar a Marc.
Marc vio a Nanna, a Aspirina, a Julie y al hombre anónimo, pero no deseaba conversar con ellos. Se alejó discretamente. Los otros podían llorar a los muertos, pero su deber consistía en encontrar a sus asesinos vivientes.
Marc volvió al Senado, más decidido que nunca a descubrir qué senador debería haber asistido a ese patético doble funeral. Si se hubiera quedado, habría visto cómo Matson charlaba informalmente con Grant Nanna, a quien le decía que Stames había sido un hombre excepcional y que su muerte significaba una gran pérdida para las fuerzas de la Ley.
Marc pasó la tarde en la Comisión de Relaciones Exteriores, escuchando a Pearson y a Percy. Si el culpable era uno de ellos, en verdad tenía sangre fría y perseveraba en su trabajo sin dejar traslucir ninguna señal exterior de ansiedad. Marc deseaba tachar sus nombres de la lista, pero antes de poder hacerlo necesitaba confirmar otro detalle. Cuando Pearson se sentó finalmente, Marc se distendió. Esa noche debía descansar si quería sobrevivir durante los tres días siguientes. Abandonó el recinto de la comisión y telefoneó a Elizabeth para confirmar que cenarían juntos. Luego llamó a la oficina del director y le dio a la señora McGregor los números telefónicos donde podrían encontrarlo: el del restaurante, el de su casa, el de la casa de Elizabeth. La señora McGregor los anotó sin hacer ningún comentario. Dos coches le siguieron en el trayecto de regreso: un sedán «Ford» azul y un «Buick» negro. Cuando llegó a su casa le arrojó las llaves a Simón, se desentendió de la sensación opresiva pero ahora familiar de ser vigilado continuamente, y empezó a pensar en cosas más agradables. Por ejemplo, en una velada con Elizabeth.
El director verificó el estado de su smoking, listo para la cena con el presidente de los Estados Unidos.
18.30 horas
Marc marchó por la calle pensando en la velada que le aguardaba. Jesús, adoro a esa chica. Es lo único de lo cual me siento seguro en este momento. Si por lo menos pudiera librarme de esa duda que me corroe respecto de su padre… e incluso respecto de ella.
Entró en Blackistone's y pidió una docena de rosas, once rojas y una blanca. La vendedora le tendió una tarjeta y un sobre. Marc escribió rápidamente el nombre y la dirección de Elizabeth en el sobre y se quedó meditando frente a la tarjeta en blanco. Por su mente desfilaban fragmentos de oraciones y poemas. Finalmente, sonrió. Escribió con esmero:
Dichosamente pienso en ti, y luego en mi alma, que como la alondra se remonta al amanecerde la tierra hosca, entonando himnos en el pórtico del cielo.
P. D.: Versión moderna. ¿Es por fin el amor?
—Envíelas inmediatamente.
—Sí, señor.
Bien. De vuelta en casa. ¿Cómo vestirse? ¿Traje oscuro? Demasiado formal. ¿Traje azul claro? Demasiado afeminado… jamás debería haberlo comprado. El traje de tela de vaquero: la última moda. Camisa. Blanca, informal, sin corbata. Azul, formal, con corbata. Gana la blanca. ¿Demasiado virginal? Gana la azul. Zapatos: ¿mocasines negros o con cordones? Ganan los mocasines. Calcetines: una decisión fácil, azul oscuros. En síntesis: traje de tela de vaquero, camisa azul, corbata azul oscura, calcetines azul oscuros, mocasines negros. Dejar la ropa prolijamente doblada sobre la cama. Ducharse y lavarse la cabeza: me gusta más el cabello rizado. Maldición, jabón en los ojos. Buscar la toalla a tientas, fuera el jabón, soltar la toalla, salir de la ducha. Toalla ceñida a la cintura. Afeitarse; dos veces en una jornada. Afeitarse con mucho esmero. Sin sangre. Loción para después de afeitarse. Secar el cabello frenéticamente con la toalla. Rizos por todas partes. De vuelta al dormitorio. Vestirse con cuidado. Anudar la corbata con precisión… así no, anudarla nuevamente. Esta vez está mejor. Levantar la cremallera… debería adelgazar un par de centímetros. Controlar en el espejo. Los he visto peores. Al diablo con la modestia, los he visto infinitamente peores. Controlar el dinero, las tarjetas de crédito. Nada de armas de fuego. Todo listo. Echar cerrojo a la puerta. Pulsar botón del ascensor.
—¿Me das las llaves, Simón, por favor?
—Caray. —Los ojos de Simón se dilataron desmesuradamente—. ¡Ha cambiado de personalidad!
—Será mejor que no me esperes levantado, porque si fracaso, Simón, me lanzaré encima de ti.
—Gracias por la advertencia, Marc. Buena suerte, macho.
Hermosa tarde, montar en el coche, verificar la hora: 19.34 horas.
El director volvió a mirar su smoking.
Extraño a Ruth. El ama de llaves lo hace muy bien, pero no es lo mismo, en absoluto. Verter Scotch, verificar la ropa. Smoking recién planchado… un poco pasado de moda. Camisa de vestir apenas llegada de la tintorería. Corbata negra de nudo. Zapatos negros, calcetines negros, pañuelo blanco… todo en orden. Abrir el grifo de la ducha. Ah, ¿cómo sonsacarle algo útil al presidente? Maldición, dónde está el jabón. Habrá que salir de la ducha y mojar la esterilla y la toalla. Sólo una toalla. Coger el jabón, olor repugnante. Últimamente sólo los fabrican para maricas. Ojalá pudiera conseguir algunos sobrantes del ejército. Fuera de la ducha. Exceso de peso. Necesito rebajar aproximadamente siete u ocho kilos. Cuerpo demasiado blanco. Ocultarlo rápidamente y olvidar. Afeitarse. La buena y confiable navaja de degollar. Resolución de no afeitarse jamás dos veces al día, excepto cuando hay que cenar con el presidente. Bien. Ileso. Vestirse. Botones en la bragueta: odio las cremalleras. Ahora a anudar la corbata negra. Tratar de olvidar que Ruth siempre la anudaba perfectamente la primera vez. Maldición, intentarlo de nuevo. Por fin con éxito. Verificar la billetera. En realidad no necesito dinero, ni tarjetas de crédito, ni ninguna otra cosa. A menos que el presidente esté en aprietos económicos. Decirle al ama de llaves que volveré aproximadamente a las once. Ponerme el abrigo.
El agente especial está allí con el coche, como siempre.
—Hola, Sam. Es una hermosa tarde.
El único chófer que estaba al servicio del FBI abrió la portezuela trasera del sedán «Ford».
Montar en el coche, consultar el reloj: 19.45 horas.
Conducir lentamente… tiempo de sobra… no quiero llegar temprano… cuando uno dispone de todo el tiempo del mundo no parece haber tráfico… ojalá hayan llegado las rosas… coger la ruta más larga a Georgetown, pasando por el Lincoln Memorial y siguiendo por Rock Creek y la autopista Potomac… es más hermosa… engáñate por lo menos a ti mismo con el argumento de que es por eso por lo que vas por allí. No cruces con el semáforo amarillo, aunque es obvio que el hombre que viaja detrás va a llegar tarde y hace señas. Obedece la ley… vuelve a engañarte a ti mismo… si temieras llegar tarde a una cita con ella no harías caso del semáforo. No abochornar nunca al FBI. Cuidado con los raíles del tranvía de Georgetown: es muy fácil resbalar sobre ellos. Doblar a la derecha en el final de la manzana y buscar espacio para aparcar. Contornearla lentamente buscando el lugar ideal… que no existe. Aparcar en doble fila y rogar que no haya cerca un agente de tráfico. Caminar despreocupadamente hacia la casa… apuesto a que ella está aún en la bañera. Consultar el reloj: 20.04 horas. Perfecto. Pulsar el timbre.
—Estamos un poco retrasados, Sam.
Quizás ha sido imprudente decirlo, porque pasará la velocidad máxima y podría abochornar al FBI. ¿Por qué hay tanto tráfico cuando uno tiene prisa? Un maldito «Mercedes» delante de nosotros en la rotonda, deteniéndose aun antes de que el semáforo se haya puesto rojo. ¿Por qué comprar un coche como ése, que puede alcanzar ciento ochenta kilómetros por hora, cuando uno ni siquiera desea viajar a cincuenta? Excelente, el «Mercedes» ha doblado hacia Georgetown. Probablemente alguien de la
jet set
. Por Pennsylvania Avenue. Por fin la Casa Blanca está a la vista. Doblar por West Executive Avenue. El guardia de la entrada nos hace señas para que entremos. Detenerse en el pórtico oeste. Recibido por un agente del Servicio Secreto con smoking. Su corbata parece mejor que la mía. Apuesto a que se abrocha. No, ahora que lo pienso mejor, los reglamentos estipulan que deben anudársela en la Casa Blanca. Caray, este hombre debe de estar casado. No se hizo el nudo él mismo. Seguirlo por el vestíbulo que conduce a la sala de recepción del ala oeste, pasando frente a la escultura de Remington. Recibidos por otro agente del Servicio Secreto que también viste smoking. Su corbata también es mejor. Me rindo. Escoltado hasta el ascensor. Consultar reloj: 20.06. No está mal. Entrar en la sala oeste.
—Buenas noches, señor presidente.
—Hola, mi bella dama.
Está seductora con el vestido azul. Una criatura prodigiosa. ¿Cómo he podido sospechar de ella
?