¿Se lo decimos al Presidente? (30 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

O'Malley alcanzó a Pierce Thompson en el quinto piso. Ambos se habían quedado sin aliento.

—¿Dónde está? —gritó O'Malley.

—¿Cómo preguntas dónde está? Pensé que estaba contigo.

—No, lo perdí en la planta baja.

—Mierda, puede haberse metido en cualquier parte —dijo Thompson—. ¿En qué bando cree que estamos, ese imbécil? ¿Quién de los dos se lo dirá al director?

—Yo no —respondió O'Malley—. Tú eres el más antiguo, de modo que se lo dirás tú.

—Imposible —exclamó Thompson—. ¿Para que ese asqueroso de Matson se lleve los laureles? Convéncete de que él todavía le sigue. No, vamos a encontrarlo. Tú recorrerás los cuatro primeros pisos, y yo los cuatro siguientes. Envíame una señal por el radioteléfono apenas lo encuentres.

Cuando Marc llegó al sótano, se quedó dentro del ascensor. El tercer hombre salió y pareció vacilar. El pulgar de Marc estaba apoyado nuevamente sobre el botón de cierre. Las puertas obedecieron. Se había quedado solo. Procuró que el ascensor pasara de largo por la planta baja, pero no lo logró; alguien quería subir. Rogó que no fuera uno de los tres hombres. Debía aceptar el riesgo. Las puertas se abrieron y salió inmediatamente. No había agentes a la vista; nadie estudiaba el cartel de la Asistencia Médica Gratuita. Corrió hacia la puerta giratoria del extremo del vestíbulo. El guardia de turno lo miró con desconfianza y acarició la funda de su pistola. Pasó por la puerta giratoria y llegó a la calle, sin dejar en ningún momento de correr. Se detuvo y miró en torno. Todos caminaban, nadie corría. Lo había logrado.

Pennsylvania Avenue… zigzagueó entre el tráfico en medio de chirridos de neumáticos y juramentos coléricos. Llegó al aparcamiento y saltó dentro de su coche, hurgando en el bolsillo para buscar monedas. ¿Por qué fabricaban pantalones en los que uno no podía introducir las manos cuando estaba sentado? Pagó rápidamente el billete y enfiló hacia Georgetown… y Elizabeth. Miró por el espejo retrovisor. No había ningún sedán «Ford» a la vista. Los había despistado. Estaba solo. Sonrió. Por primera vez había sido más astuto que el director. Cruzó el semáforo de la esquina de Pennsylvania y 14th Street en el preciso momento en que se ponía rojo. Empezó a distenderse.

Un «Buick» negro cruzó la bocacalle con la luz roja. Afortunadamente, no había guardias de tráfico a la vista.

Cuando Marc llegó a Georgetown su nerviosismo se hizo patente de nuevo, un nerviosismo distinto, asociado con Elizabeth y su mundo, y no con el director y los problemas de seguridad. Cuando pulsó el timbre de la puerta de entrada, aún oía las palpitaciones de su corazón.

Apareció Elizabeth. Tenía un semblante macilento y exhausto y no habló. La siguió hasta la sala de estar.

—¿Te has recuperado del accidente?

—Sí, gracias. ¿Cómo te enteraste de que sufrí un accidente? —preguntó.

Marc reflexionó deprisa.

—Telefoneé al hospital. Allí me lo dijeron.

—Mientes, Marc. En el hospital no se lo conté a nadie, y me fui temprano, después de recibir una llamada de mi padre.

Marc no podía enfrentar sus ojos. Se sentó y miró fijamente la alfombra.

—Yo… yo no quiero mentirte, Elizabeth. Por favor, no insistas.

—¿Por qué sigues a mi padre? —inquirió ella—. Cuando te vio en el «Mayflower», tu cara le pareció conocida. Has acechado sus reuniones de comisión y has estado asistiendo a los debates del Senado.

Marc no contestó.

—Está bien, no lo expliques. No soy totalmente ciega. Sacaré mis propias conclusiones. Yo soy parte de una misión que te ha encomendado el FBI ¿Has estado trabajando hasta altas horas de la noche, verdad, agente Andrews? Si tu especialidad consiste en vigilar a hijas de senadores, eres condenadamente inepto. ¿A cuántas hijas has seducido esta semana? ¿Has descubierto muchas porquerías? ¿Por qué no pruebas después con las esposas? Tu encanto juvenil podría impresionarlas más. Aunque debo confesar que conseguiste engatusarme, cerdo embustero.

Elizabeth hizo un esfuerzo considerable para conservar el frío control con que había iniciado su ataque, pero a pesar de ello se mordió el labio. Se le cortó el aliento. Marc aún no podía mirarla. Captó la indignación y las lágrimas que le impregnaban la voz. Al cabo de un momento, la capa de hielo volvió a enmascarar sus emociones.

—Por favor, vete, Marc. Espero no volver a verte nunca. Quizás así podré recuperar parte de mi amor propio. Lárgate. Arrástrate de vuelta a tu ciénaga.

—Eso no es cierto, Elizabeth.

—Lo sé, pobre agente calumniado. Me amas por mí misma. No hay otra chica en tu vida —exclamó amargamente—. Por lo menos no la habrá hasta que te encomienden otro caso. Bien, éste desde luego ha concluido. Vete a buscar a la hija de algún otro para seducirla con tus mentiras románticas.

No podía culparla por su reacción. Pero sentía deseos desesperados de hacérselo entender. ¿Cómo podía pretender que confiara en él cuando a él también le habían desgarrado las sospechas, y había dudado de ella, preguntándose si podía creer…?

—Elizabeth, eso no es cierto —repitió. Iba a perderla.

—Oh, eres muy convincente, señor Andrews. No es cierto que estabas investigando a mi padre. No es cierto que me rondabas a mí al mismo tiempo. No es cierto que…

—No, no es cierto. Te amo —dijo Marc—, pero no te lo puedo demostrar.

—Me has mentido desde el principio. ¿Le vas a hacer daño a mi padre y pretendes que crea que me amas? Vete a buscar a otra. —Se dejó caer en la silla—. Vete, por el amor de Dios, vete.

Marc quería tocarla, abrazarla y explicarle todo, pero sabía que estaba condenado al silencio. Dentro de veinticuatro horas podría decirle… ¿decirle que? ¿Acaso ella estaría dispuesta a escucharle? Se encaminó hacia la puerta y se fue en silencio. Se alegró de no poder verle el rostro. La había perdido.

Durante el trayecto de regreso condujo aturdido. Los ocupantes del coche que seguía al suyo estaban totalmente alertas. Cuando Marc llegó al garaje, le entregó las llaves del coche a Simón y subió a su apartamento en el ascensor.

El «Buick» negro estaba aparcado a cien metros del edificio. Los dos hombres podían ver la luz del apartamento de Marc. Este marcó seis de los siete dígitos del número de Elizabeth, pero luego volvió a depositar el auricular sobre la horquilla y apagó la luz. Uno de los ocupantes del «Buick» encendió otro cigarrillo, inhaló y consultó su reloj.

9

5.00 horas

El director se despertó súbitamente. Permaneció inmóvil, frustrado. A esa hora no podía hacer nada, excepto mirar al techo y cavilar, lo cual no entrañaba muchas ventajas. Repasó mentalmente, una y otra vez, los episodios de los siete días pasados, dejando siempre como última alternativa la cancelación de todo el programa, pues ésta implicaría, probablemente, la impunidad del senador y sus cómplices. Quizás ya lo sabían y se habían replegado para lamer sus heridas y prepararse para otro día. De cualquier manera, el problema seguía sin resolver.

El senador se despertó a las 5.35, bañado en sudor frío… aunque en realidad en ningún momento había dormido más que unos pocos minutos seguidos. Había sido una pésima noche, poblada de truenos y relámpagos y sirenas. Eran las sirenas las que le hacían transpirar. Estaba aun más nervioso de lo previsto. En verdad, a las tres de la mañana casi le había telefoneado al presidente para decirle que no se sentía capaz de llegar hasta el fin, a pesar de las consecuencias que él había insinuado con tanta delicadeza, pero también con tanta frecuencia. Mas la idea del presidente muerto a su lado le hizo pensar al senador que todos recordaban con exactitud dónde había estado él cuando habían asesinado a JFK, y ni siquiera él mismo podía olvidar jamás dónde estaría cuando muriera EMK. Incluso esto se le antojaba menos espantoso que la aparición de su propio nombre en los titulares, la destrucción irreparable de su imagen pública y el derrumbamiento de su carrera. Aun así, estuvo a punto de telefonearle al presidente, aunque sólo fuera para sosegarse, a pesar de que habían acordado que no volverían a comunicarse hasta la mañana del día siguiente, cuando el presidente estaría en Miami.

Ya habían muerto cinco hombres, pero esto apenas había provocado una ligera conmoción. En cambio, el asesinato de Kennedy repercutiría en todo el mundo. ¿Cuántas personas recordaban a los dos hombres anónimos muertos por el tren que transportaba el cuerpo de Robert Kennedy a Washington? Nadie. Pero, en cambio, todos recordaban la muerte de Robert.

El senador estuvo durante un rato mirando por la ventana, sin fijar la vista en nada, y después se volvió. Consultaba constantemente el reloj, lamentando no poder frenar el tiempo. La segunda manecilla se desplazaba implacablemente… implacablemente hacia las 10.06. Se distrajo con el desayuno y el diario de la mañana. El
Post
le informó que esa noche se habían incendiado muchos edificios durante una de las peores tormentas de la historia de Washington, y que el Lubber Run de Virgina se había desbordado, causando grandes daños materiales. Apenas se hablaba de Kennedy. Le habría gustado poder leer en ese momento los periódicos del día siguiente.

La primera llamada que recibió el director fue de Elliott, quien le informó que las actividades recientes de los senadores Dexter y Duncan no revelaban nada nuevo acerca de la situación… si bien el hombre anónimo no sabía con exactitud cuál era dicha situación. El director gruñó para sus adentros, terminó su huevo y leyó en el
Post
el relato de la terrible tormenta que había azotado a Washington durante la noche. Miró por la ventana y comprobó que ahora el día estaba despejado y seco. Perfecto para un asesinato, pensó. El día luminoso que hace salir a las víboras de sus madrigueras. ¿Cuánto tiempo debería dejar pasar antes de comunicarles a los demás lo que él sabía? El presidente saldría de la Casa Blanca a las diez. El director tendría que alertar al jefe del Servicio Secreto, H. Stuart Knight y, si era necesario, al presidente, por lo menos dos horas antes. Al diablo con eso: dejaría todo para el último momento y después daría una explicación completa. Estaba dispuesto a arriesgar su carrera con tal de poder pillar a ese infame senador con las manos en la masa. Pero arriesgar la vida del presidente…

Enfiló rumbo al FBI poco después de las seis. Quería estar allí dos horas antes que Andrews para poder estudiar todos los informes que había pedido la noche anterior. Casi ninguno de sus ayudantes de más alto rango había podido dormir durante toda la noche pasada, aunque probablemente todos ellos seguían preguntándose el porqué de esa emergencia. Pronto lo sabrían. Su subdirector de Investigaciones, su subdirector de Planificación y Evaluación, y el jefe de la sección de Asuntos Criminales de esa división, le ayudarían a decidir si debía seguir adelante o cancelar el programa. Su sedán «Ford» bajó por la rampa hasta el garaje subterráneo y se introdujo en su plaza reservada.

Elliott le esperaba junto al ascensor… siempre estaba allí, jamás se retrasaba. No es humano, tendré que desprenderme de él, pensó el director, si es que antes no se libran de mí. De pronto, comprendió que esa noche le presentaría la dimisión al presidente. ¿A qué presidente? Borró la idea de su mente… eso se arreglaría automáticamente cuando llegara el momento oportuno. El debía preocuparse por el transcurso de las cinco horas siguientes.

Elliott no tenía ninguna información útil. Dexter y Duncan habían recibido y hecho llamadas telefónicas durante la noche y las primeras horas de la mañana, pero nadie había descubierto nada que los inculpara. Eso era todo. El director preguntó dónde estaban los senadores en ese momento.

—Ambos desayunan en sus casas. Dexter en Kensington, Duncan en Alexandria. Seis agentes los han estado vigilando desde las cinco de la mañana y tienen orden de seguirles durante todo el día.

—Bien. Si surge alguna novedad comuníquemela inmediatamente.

—Por supuesto, señor.

El siguiente fue el técnico en dactiloscopia. Cuando llegó, el director le pidió disculpas por haberle hecho trabajar toda la noche, aunque las facciones y los ojos del técnico estaban más radiantes y vivos que los suyos propios, tal como los había visto esa mañana en el espejo al afeitarse.

Daniel Sommerton, un hombre de un metro sesenta de estatura, esmirriado y bastante pálido, inició su informe. Parecía un niño con un juguete. Para él, el estudio de las impresiones digitales siempre había sido una pasión, aparte de un trabajo. El director se quedó sentado mientras Sommerton permanecía en pie.

—Hemos hallado diecisiete dedos diferentes y tres pulgares diversos, director —anunció complacido—. Los estamos sometiendo al Ninhydrin y no al proceso de vapores de iodo, ya que no pudimos analizarlos aisladamente por razones técnicas con las que no le abrumaré.

Hizo un ademán para dar a entender que no desperdiciaría su tiempo dando una explicación científica al director, quien habría sido el primero en confesar que habría sido un derroche inútil.

—Pensamos que hay otras dos huellas que quizá podamos identificar —continuó Sommerton—, y le presentaremos un informe sobre todas ellas dentro de dos, a lo más tres horas.

El director consultó su reloj. Ya eran las 6.45.

—Le felicito. Llegará justo a tiempo. Envíeme los resultados, aunque sean negativos, lo antes posible, y por favor agradézcales a sus hombres que hayan trabajado toda la noche.

El experto en dactiloscopia se despidió del director, ansioso por volver a sus diecisiete dedos y tres pulgares. El director pulsó un botón y le pidió a la señora McGregor que hiciera pasar al subdirector de Planificación y Evaluación.

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