¿Se lo decimos al Presidente? (33 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

Daniel Sommerton irrumpió con expresión satisfecha. Fue directamente al grano.

—Una de las impresiones digitales ha aparecido en el archivo criminal. Es un pulgar. Pertenece a Matson… Ralph Matson.

Sommerton mostró una foto de Matson, un retrato robot con sus facciones, y la huella ampliada de un pulgar.

—Y esto es lo que no le va a gustar, señor. Es un exagente del FBI.

Le pasó la ficha de Matson al director, para que la estudiara. Marc miró la foto. Era el sacerdote ortodoxo griego, con su nariz prominente y su mandíbula poderosa.

—Hay algo de profesional en él —dijeron el director y Marc al unísono.

—Le felicito, Sommerton. Saque inmediatamente trescientas copias de la foto y entrégueselas al subdirector a cargo de la División Investigaciones… Y he dicho inmediatamente.

—Sí, señor. —El experto en dactiloscopia salió disparado, satisfecho consigo mismo. Ese era el pulgar que buscaban.

—Señora McGregor, comuníqueme con el señor Rogers.

El subdirector apareció en la línea. El director le transmitió las novedades.

—¿Debo arrestarlo apenas lo vea?

—No, Matt. Cuando lo encuentre, vigílelo y asegúrese de que sus muchachos pasen inadvertidos. Si Matson desconfía, aún puede suspender toda la operación. Manténgase constantemente en contacto conmigo. Échele el guante a las diez y seis minutos. Si se produce algún cambio en los planes, se lo haré saber.

—Sí, señor. ¿Ha alertado al Servicio Secreto?

—Sí, lo he hecho. —Colgó violentamente el auricular.

El director consultó su reloj: las 9.05. Pulsó un botón y entró Elliott.

—¿Dónde están los dos senadores?

—Duncan está todavía en su mansión de Alexandria. Dexter salió de Kensington y se dirige rumbo al Capitolio, señor.

—Quédese en este despacho, Elliott, y manténgase en contacto por radio conmigo y con el subdirector, que está en la calle. No salga en ningún momento. ¿Me entiende?

—Sí, señor.

—Y utilizaré mi
walkie-talkie
sintonizado en el canal Cuatro. En marcha, Andrews. —Salieron, dejando atrás al hombre anónimo—. Si me llama alguien, señora McGregor, comuníquele con el agente especial Elliott, que queda en mi despacho. El sabrá dónde encontrarme.

—Sí, señor.

Pocos minutos más tarde, el director y Marc estaban en la calle, caminando por Pennsylvania Avenue hacia el Capitolio. Marc se puso las gafas de sol y se levantó el cuello. En el trayecto se cruzaron con varios agentes especiales, ninguno de los cuales saludó al director. En la esquina de Pennsylvania Avenue y 9th Street se cruzaron con el presidente del consejo de administración que estaba encendiendo un cigarrillo y mirando su reloj: las 9.30. Se acercó al bordillo de la acera, dejando atrás una pila de colillas. El director miró las colillas: un sembrador de basura, al que deberían aplicarle una multa de cien dólares. Siguieron su marcha con paso ligero.

—Llamando, Tony. Llamando, Tony.

—Aquí Tony, jefe. El «Buick» está listo. Acaban de anunciar por la radio del coche que el bueno de Andrews recibió lo suyo. El presidente sonrió.

—Llamando, Xan.

—Listo. Espero su señal.

—Llamando, Matson.

—Todo en orden, jefe. Aquí pulula una verdadera multitud de agentes.

—No te agites. Los agentes del Servicio Secreto siempre pululan cuando el presidente sale de la Casa Blanca. No vuelvas a llamar a menos que surja un problema concreto. Los tres, mantengan sintonizadas las radios. Cuando vuelva a llamar, me limitaré a activar los vibradores laterales de sus relojes. A partir de entonces dispondrán de tres minutos y cuarenta y cinco segundos porque Kennedy estará pasando por aquí. ¿Entendido?

—Sí.

—Sí.

—Sí.

El presidente interrumpió el circuito y encendió otro cigarrillo. Las 9.40.

El director vio a Matthew Rogers que viajaba en un coche patrulla especial y se acercó rápidamente a él.

—¿Todo controlado, Matt?

—Sí, señor. Si alguien intenta algo, le resultará imposible moverse en casi un kilómetro a la redonda.

—Estupendo. ¿Qué hora tiene?

—Las nueve y cuarenta y cinco.

—Correcto. Quédese apostado aquí. Yo iré al Capitolio.

Halt y Marc se separaron del subdirector y siguieron su marcha.

—Elliott llamando al director.

—Adelante, Elliott.

—Han localizado a Matson en el cruce de Maryland Avenue y First Street, cerca de la estatua de Garfield, en el ángulo sudoeste del edificio del Capitolio, cerca de las obras de renovación de la fachada oeste.

—Bien. Vigilen y emplacen cincuenta hombres alrededor de la zona. No se acerquen todavía. Informe al señor Rogers y dígale que mantenga a sus agentes fuera del campo visual de Matson.

—Sí, señor.

—¿Pero qué demonios hace en ese lado del Capitolio? —murmuró Marc por lo bajo—. Desde allí no se puede disparar contra la escalinata, como no sea que lo hagan desde un helicóptero.

—Estoy de acuerdo, es extraño —asintió el director.

Llegaron al cordón policial que rodeaba el Capitolio. El director mostró sus credenciales para que los dejaran pasar a él y a Andrews. El joven policía del Capitolio verificó dos veces los documentos. No podía creerlo: le tenía frente a él, en persona. Sí, era el director del FBI. El mismísimo H. A. L. Tyson.

—Disculpe, señor. Pase, por favor.

—Elliott al director.

—¿Sí, Elliott?

—El jefe del Servicio Secreto desea hablar con usted, señor. —Stuart.

—El primero de los coches sale en este momento. Julius partirá dentro de cinco minutos.

—Gracias, Stuart. Hagan lo suyo y denme una sorpresa. —No se preocupe, Halt. Se la daremos.

Cinco minutos más tarde, el coche presidencial salió por el portón sur y dobló a la izquierda por E Street. El coche de vanguardia pasó frente al presidente del consejo de administración, apostado en la esquina de Pennsylvania Avenue y 9th Street. El conspirador sonrió, encendió otro cigarrillo y esperó. Al cabo de cinco minutos un «Lincoln» de grandes dimensiones, con sendos gallardetes flameando en ambos guardabarros delanteros y el Escudo Presidencial en las portezuelas, pasó frente al conspirador. A través de los nebulosos cristales grises de las ventanillas vio tres figuras en la parte trasera. Al coche presidencial le seguía una limusina conocida por el nombre de «coche armado», donde viajaban los agentes del Servicio Secreto y el médico personal del presidente. El conspirador pulsó un botón de su reloj. El vibrador le cosquilleó la muñeca. Después de diez segundos lo detuvo, caminó cien metros hacia el norte y le hizo señas a un taxi.

—Aeropuerto Nacional —le dijo al taxista, acariciando el billete que llevaba guardado en el bolsillo interior de la americana.

El vibrador del reloj de Matson le cosquilleaba la piel. Al cabo de diez segundos, se detuvo. Matson caminó hasta la empalizada de las obras en construcción, se agachó y se anudó el cordón del zapato.

Xan empezó a despegar el esparadrapo. Era bueno poder moverse: había pasado toda la noche doblado en dos. Atornilló el cañón al dispositivo de puntería.

—Subdirector al director. Matson se aproxima a la obra en construcción. Ahora se detiene para anudar el cordón del zapato. En la obra en construcción no hay nadie, pero he pedido un helicóptero para verificarlo. Allí se levanta una grúa gigantesca que parece desierta.

—Bien. Espere hasta el último momento. Le daré la orden de actuar cuando llegue el coche del presidente. Debe pillarlos con las manos en la masa. Alerte a los agentes apostados sobre el tejado del Capitolio.

El director se volvió hacia Marc, más distendido.

—Creo que todo saldrá bien —dijo.

Los ojos de Marc estaban fijos en la escalinata del Capitol Hill.

—¿Ha observado, señor, que tanto el senador Dexter como el senador Duncan forman parte del grupo que dará la bienvenida al presidente?

—Sí —respondió el director—. El coche llegará en dos minutos. Atraparemos a los otros aunque no sepamos de cuál de los dos senadores se trata. A su hora les haremos hablar. Espere un momento… ¡qué curioso!

El director sacó del bolsillo un par de hojas mecanografiadas y las estudió rápidamente.

—Sí, es lo que pensaba. El programa detallado de actividades del presidente indica que Dexter estará presente durante el discurso especial pero no asistirá a la comida con el presidente. Muy extraño. Estoy seguro de que todos los principales líderes de la oposición fueron invitados a la comida. ¿Por qué no asistirá Dexter?

—Eso no tiene nada de raro, señor. Los jueves siempre come con su hija. ¡Dios mío! «Los jueves siempre como con mi padre».

—Sí, Marc. Lo oí la primera vez.

—No, señor. «Los jueves siempre como con mi padre». —Marc, el coche llegará dentro de un minuto—. Es Duncan, señor. Es Duncan. Soy un idiota… jueves, 24 de febrero, en Georgetown. Siempre pensé que era 24 de febrero y no que era jueves. Dexter estaba comiendo con Elizabeth. «Los jueves siempre como con mi padre». Esa es la razón por la que fueron vistos ese día en Georgetown. Tuvo que ser por eso. Nunca se lo pierden.

—¿Está seguro? ¿Absolutamente seguro? Es un dato de capital importancia.

—Es Duncan, señor. No puede ser Dexter. Debería haberme dado cuenta el primer día. Jesús, qué estúpido soy.

—Es cierto, Marc. Suba deprisa. Vigile todos sus movimientos y prepárese para arrestarlo, cualesquiera sean las consecuencias.

—Sí, señor.

—Rogers.

—¿Señor? —preguntó el subdirector.

—El coche se está deteniendo. Arresten inmediatamente a Matson. Controlen el tejado del Capitolio. —El director miró hacia el cielo—. ¡Dios mío! No es un helicóptero. Es esa condenada grúa. ¡Tiene que ser la grúa!

Xan dejó descansar la culata del fusil amarillo contra su hombro y vigiló el coche del presidente. Había suspendido una pluma de un hilo sujeto al extremo del cañón del arma: esa treta la había aprendido de los estadounidenses en Vietnam. No soplaba viento. Las horas de espera habían llegado a su fin. El senador Duncan estaba en la escalinata del Capitolio. A través de la mira telescópica «Redfield» de treinta aumentos veía las gotas de sudor que le perlaban la frente.

El coche del presidente se detuvo en el lado norte del Capitolio. El plan se seguía cumpliendo al pie de la letra. Xan enfocó la mira telescópica sobre la portezuela del coche y esperó a ver a Kennedy. Dos agentes del Servicio Secreto se apearon, escudriñaron a la multitud, y aguardaron al tercero. No sucedió nada. Xan enfocó la mira sobre el senador, que parecía ansioso y desconcertado. Kennedy seguía sin aparecer en la portezuela del coche. ¿Dónde diablos estaba, qué ocurría? Controló la pluma. Seguía sin correr viento. Volvió a desplazar la mira hacia el coche del presidente. Santo cielo, la grúa se movía y Kennedy no estaba en el coche, Matson había estado en lo cierto desde el primer momento: lo sabían todo. Xan pasó al plan de emergencia. Sólo un hombre podía desenmascararlos, y no vacilaría en hacerlo. Desvió la mira hacia la escalinata del Capitolio. Tres centímetros por encima de la frente. Apretó el disparador una vez… dos veces, pero la segunda vez no tuvo un blanco nítido, y una fracción de segundo más tarde ya no pudo ver la escalinata del Capitolio. Miró desde lo alto de la grúa en movimiento. Estaba rodeado por cincuenta hombres de traje oscuro, y le apuntaban cincuenta pistolas.

Marc estaba aproximadamente a un metro del senador Duncan cuando lo oyó gritar y le vio caer. Marc saltó sobre él y la segunda bala le rozó el hombro. Entre los senadores y funcionarios congregados en los escalones de arriba cundió el pánico. La comitiva de recepción corrió al interior. Treinta agentes del FBI la siguieron deprisa. El director fue el único que quedó en la escalinata del Capitolio, impávido e inmóvil, mirando la grúa. No le habían apodado Halt por error.

—¿Puedo preguntarle a dónde me lleva, Stuart?

—Sí, señor presidente. Al Capitolio.

—Pero ésta no es la ruta normal para ir al Capitolio.

—No, señor. Vamos por Constitution Avenue hasta el edificio Russell. Nos acaban de informar de que ha habido un pequeño tumulto en el Capitolio. Una manifestación. De la «National Rifle Association».

—¿Y yo la eludo? Como un cobarde, Stuart.

—No, señor. Le haré entrar por el sótano. Como medida de seguridad y para que usted esté más cómodo.

—Eso significa que tendré que viajar en el maldito tren subterráneo. Incluso cuando era senador prefería caminar por fuera.

—Le hemos despejado el camino, señor. A pesar de todo, llegará a tiempo.

El presidente gruñó y miró por la ventanilla mientras una ambulancia pasaba velozmente en dirección opuesta.

El senador Duncan murió antes de llegar al hospital y a Marc le vendaron la herida. Marc consultó el reloj y rió. Eran las 11.04: iba a vivir.

—Teléfono para usted, señor Andrews.

—¿Marc?

—Señor.

—Me informan que se encuentra bien. Me alegro. Lamentablemente, el Senado levantó sus sesiones en homenaje al senador Duncan. El presidente está consternado pero piensa que éste es el momento ideal para discutir el control de armas, de modo que ahora iremos todos a comer temprano. Es una lástima que usted no pueda acompañarnos. Y atrapamos a tres de ellos: a Matson, a un tirador vietnamita, y a un ratero llamado Tony Loraido. Es posible que haya otros. Ya le informaré más tarde. Gracias, Marc.

La comunicación se cortó sin que Marc pudiera contestar.

19.00 horas

Marc llegó a Georgetown a la siete de la tarde. Antes había concurrido al velatorio de Simón y había dado el pésame a sus asombrados padres. Tenían otros cinco hijos, pero esto nunca consuela. Su pena le hizo añorar a Marc la tibieza de los vivos.

Elizabeth lucía la blusa de seda roja y la falda negra con que la había visto por primera vez. Le recibió con una avalancha de palabras.

—No entiendo nada de lo que ha sucedido. Mi padre me llamó antes y me dijo que trataste de salvarle la vida al senador Duncan. ¿Pero qué hacías allí, al fin y al cabo? Mi padre está muy alterado por lo que sucedió. ¿Por qué le seguías a todas partes? ¿Acaso corría peligro?

Marc la miró sin pestañear.

—No, no estaba comprometido en nada, de modo que procuremos empezar de nuevo.

Ella seguía sin entender.

Cuando llegaron al «Rive Gauche», el
maître
los recibió con los brazos abiertos.

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