¿Se lo decimos al Presidente? (29 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

—Quiero las actas de las audiencias sobre control de armas, por favor.

—¿Todas? —preguntó la incrédula secretaría.

—Sí —respondió Marc.

—Hubo seis sesiones que duraron toda la jornada.

Jesús, pensó, no había de leerlas todas durante la noche. Sin embargo, sólo le interesaban las preguntas y las declaraciones de Bayh, Byrd, Dexter, Duncan y Thornton.

—¿Firma o paga?

—Ojalá pudiera firmar —dijo Marc en son de broma.

—¿Es funcionario de algún organismo?

Sí, pensó Marc. Pero no lo puedo confesar.

—No —respondió Marc, y sacó la billetera.

—Si las pidiera por intermedio de uno de los senadores de su estado, probablemente las obtendría gratis. Así serán diez dólares, señor.

—Tengo prisa —contestó Marc—. Creo que tendré que pagar.

Entregó unos billetes. El senador Stevenson apareció en la puerta que comunicaba la sala de audiencias con la oficina de la comisión.

—Buenas tardes, senador —saludó la secretaria, volviéndole la espalda a Marc.

—Hola, Debbie. ¿Tienes por casualidad una copia de la Ley de Purificación Atmosférica tal como fue despachada por la subcomisión, antes de que la comisión la reformara?

—Claro que sí, senador. Espere un momento. —Desapareció en un cuarto contiguo—. Es la única copia que me queda en este momento. ¿Puedo confiársela, senador? —Se rió—. ¿O debo hacerle firmar el recibo?

Los senadores firman, pensó Marc. Los senadores endosan siempre sus cuentas, Henry Lykham endosa siempre sus cuentas. No es extraño que mis impuestos sean tan altos. Pero supongo que después deben pagar la comida. La comida. Dios mío, ¿por qué no lo pensé antes? Marc echó a correr.

—Señor, señor, ha olvidado sus actas.

Pero ya era demasiado tarde.

—Un chiflado —le dijo la secretaria al senador Stevenson.

—Cualquiera que desee leer las actas de todas estas audiencias tiene que estar completamente loco —comentó el senador Stevenson, mirando la pila de papel que Marc había dejado.

Marc fue directamente a la sala G-211, donde había comido con Lykham el día anterior. La puerta tenía una placa donde se leía «Comedor de funcionarios». Había sólo dos o tres encargados de limpieza a la vista.

—Discúlpeme, ¿puede decirme si es aquí donde comen los senadores?

—Lo lamento. No lo sé. Tendrá que hablar con la camarera. Nosotros estamos limpiando.

—¿Dónde podré encontrar a la camarera?

—No está aquí. Hoy ya no volverá. Si usted regresa mañana, quizá podrá ayudarle.

—De acuerdo —suspiró Marc—. Gracias. Algo más… ¿hay otro comedor del Senado?

—Sí, el grande, en el Capitolio. S-109, pero no le permitirán entrar.

Marc corrió de nuevo hasta el ascensor y lo esperó impacientemente. Cuando llegó a la planta baja salió corriendo y pasó por la entrada de los túneles laberínticos que comunican entre sí todos los bloques de oficinas de Capitol Hill. Dejando atrás la puerta donde se leía «Estanco», corrió hacia el gran cartel que anunciaba: «Coches subterráneos al Capitolio». El coche subterráneo, que era en realidad un tren abierto con compartimientos, estaba próximo a partir. Marc entró en el último compartimiento y se sentó frente a dos funcionarios del Senado que parloteaban sobre una ley u otra, con aire de personas enteradas. Poco después, una campana anunció que habían llegado y el tren se detuvo en el Capitolio, en la zona que correspondía al Senado. Qué vida tan cómoda, pensó Marc. Esos tipos nunca tenían que asomarse al mundo frío y cruel. Iban y venían entre votaciones y audiencias. El sótano de ese lado se parecía al del otro lado: amarillo opaco, con las tuberías a la vista. Y una máquina expendedora de «Pepsi». A la «Coca-Cola» debía de enfurecerle que la «Pepsi» tuviera la concesión del Senado. Marc subió corriendo por una escalera mecánica y esperó el ascensor público, mientras que a un par de hombres que irradiaban un cierto aire de importancia les invitaban a entrar en el ascensor donde se leía «Senadores solamente».

Marc se apeó en la planta baja y miró en torno, perplejo. Sólo arcadas y corredores de mármol. ¿Dónde estaba el Comedor del Senado? Se lo preguntó a uno de los policías del Capitolio.

—Siga derecho y doble por el primer pasillo a la izquierda. Es angosto, el primero que encontrará. —Señaló con el dedo.

Marc dio las gracias por encima del hombro y encontró el corredor angosto. Pasó frente a las cocinas y frente a una placa que anunciaba: «Privado. Sólo para la prensa». Más adelante, en grandes letras sobre un cartel de madera, leyó otro: «Senadores solamente». A la derecha, una puerta abierta conducía a la antesala, decorada con una araña, una alfombra de color rosa con dibujos, y muebles de cuero verde, todo ello dominado por la colorida y abigarrada pintura del cielo raso. A través de otra puerta Marc vio manteles blancos, flores, el mundo de la refinada gastronomía. Una matrona apareció en el vano de la puerta.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó, alzando inquisitivamente las cejas.

—Estoy escribiendo una tesis sobre la jornada de trabajo de un senador. —Marc extrajo la billetera y mostró su carnet de identidad de Yale, cubriendo la fecha de expiración con el pulgar.

La dama no pareció muy impresionada.

—Sólo deseo echar un vistazo al salón, para empaparme de su atmósfera.

—Bien, ahora aquí no hay ningún senador, joven. Casi nunca los hay tan tarde, los miércoles. Vuelven a sus lugares de residencia los jueves, para disfrutar de un largo fin de semana. Lo único que retiene a algunos de ellos es ese proyecto de Ley de control de armas.

Marc había conseguido desplazarse hasta el centro del salón. Una camarera estaba despejando una mesa. La chica le sonrió.

—¿Los senadores firman sus cuentas? ¿O pagan al contado?

—Casi todos las endosan, y pagan a fin de mes.

—¿Cómo los controlan?

—Es fácil. Tenemos un libro diario. —Señaló un enorme volumen con la inscripción «Cuentas». Marc sabía que veintitrés senadores habían comido aquel día porque sus secretarias se lo habían dicho. ¿Algún otro lo había hecho sin molestarse en informar a la secretaria? Le faltaba muy poco para verificarlo.

—¿Podría ver las cuentas de un día típico? Por curiosidad —preguntó, con una sonrisa inocente.

—No sé si estoy autorizada a mostrárselas.

—Sólo una mirada. Cuando escriba mi tesis, quiero que quien la lea piense que estoy realmente informado, que lo he visto con mis propios ojos.

Miró a la mujer con expresión suplicante.

—Está bien —asintió a regañadientes—, pero, por favor, dése prisa.

—Oh, elija cualquier fecha atrasada. Digamos el 24 de febrero.

La mujer abrió el libro y lo hojeó hasta encontrar el 24 de febrero.

—Un jueves —dijo.

Stevenson, Muskie, Moynihan, Heinz… los nombres vibraban uno detrás de otro. Dole, Hatfield, Moynihan, Byrd. De modo que Byrd había comido ese día en el Senado. Siguió leyendo. Humphrey, Bayh… Bayh también. Más nombres. Church, Reynolds, McGovern, Thornton. De modo que su declaración de esa mañana había sido veraz. La matrona cerró el libro. Ni Duncan, ni Dexter.

—¿Nada muy interesante, verdad? —comentó la mujer.

—No —respondió Marc. Le dio las gracias y se fue deprisa.

En la calle detuvo un taxi. Uno de los tres hombres que le seguían lo imitó. Los otros dos fueron a buscar su coche.

Marc llegó al FBI pocos minutos más tarde, le pagó al taxista, mostró sus credenciales en la entrada y subió en el ascensor hasta el séptimo piso. La señora McGregor sonrió. El director debía estar solo, pensó Marc. Golpeó en forma decidida y entró.

—¿Bien, Marc?

—Bayh, Byrd y Thornton no están comprometidos, señor.

—En cuanto a los dos primeros no me sorprende —respondió el director—. Nunca me pareció razonable que lo estuvieran, pero había apostado cautelosamente a Thornton. ¿Cómo eliminó a los tres de su lista?

Marc describió el chispazo de ingenio que le había llevado al comedor del Senado, y se preguntó qué otro detalle había omitido.

—Debería haber pensado en eso hace tres días, ¿no es cierto, Marc?

—Sí, señor.

—Yo también debería haberlo pensado —dijo el director—. De modo que ahora nos quedan solamente dos nombres: Dexter y Duncan. Le interesará saber que ambos, lo mismo que la mayoría de los senadores, tienen el propósito de estar mañana en Washington, para asistir a la ceremonia del Capitolio. Es prodigioso —musitó—, que incluso en ese nivel a los hombres les guste presenciar la ejecución de sus crímenes. Repasemos nuevamente el programa, Andrews. El presidente sale por la puerta sur a las diez de la mañana, a menos que yo lo detenga, de modo que nos quedan diecisiete horas y una última esperanza. Los muchachos de Dactiloscopia han encontrado el billete con las impresiones digitales de la señora Casefikis. El vigesimosegundo, y quizá tengamos suerte… Si hubiéramos tenido que inspeccionar otra media docena no habríamos terminado antes de las diez de la mañana. Hay varias otras impresiones digitales en el billete, y las estudiarán durante toda la noche. Calculo que estaré en casa a medianoche. Si averigua algo más, telefonéeme. Quiero que mañana esté aquí a las ocho y cuarto. Es bastante poco lo que puede hacer ahora. Pero no se preocupe demasiado. Hay veinte agentes ocupándose del caso, aunque ninguno de ellos conoce todos los detalles. Y sólo permitiré que el presidente se aproxime a la zona de peligro si tenemos a buen recaudo a esos canallas.

—A las ocho y cuarto estaré aquí, señor —dijo Marc.

—Y le aconsejo vehementemente que no se reúna con la doctora Dexter, Marc. No quiero que su vida amorosa eche a perder esta operación en el último momento. Se lo digo sin ánimo de ofenderlo.

—No, señor.

Marc se fue, sintiéndose un poco superfluo. Ahora había veinte agentes asignados al caso. ¿Cuánto tiempo hacía que el director los había puesto a trabajar, sin comunicárselo? Veinte hombres en la tarea de determinar si era Dexter o Duncan, sin saber por qué. Sin embargo, sólo él y el director conocían la historia íntegra, y temía que el director supiera más que él. Quizá sería mejor que eludiera a Elizabeth hasta la tarde siguiente, pero sabía que no podría aguantar. Pensó en las posibles implicaciones que tendría telefonearle. Subió a su coche, volvió al edificio Dirksen, y entonces recordó las actas de las audiencias que había dejado en la oficina de la comisión. Cuando llegó allí se sintió atraído por una fuerza magnética hacia las cabinas telefónicas. Tenía que llamarla, tenía que averiguar cómo estaba después del accidente. Marcó el número del «Woodrow Wilson».

—Oh, se fue a su casa… hace bastante tiempo.

—Gracias —respondió Marc.

Sintió el redoble de su corazón mientras marcaba el número de Georgetown.

—¿Elizabeth?

—Sí, Marc. —Parecía… ¿fría?, ¿asustada?, ¿cansada? Un centenar de preguntas se arremolinaban de forma confusa en su mente.

—¿Puedo ir a verte ahora mismo?

—Sí. —Se cortó la comunicación.

Marc salió de la cabina, consciente de que tenía las palmas de las manos empapadas en sudor. Debía realizar una sola diligencia antes de poder ver a Elizabeth: recoger las condenadas actas de las audiencias del Senado sobre control de armas. Tenía que atar todos los cabos sueltos.

Caminó hacia el ascensor y creyó oír pisadas a sus espaldas. Claro que oía pisadas a sus espaldas: detrás de él había más gente. Cuando llegó al ascensor, pulsó el botón de subida y miró en dirección a las pisadas. Entre la multitud de funcionarios del Senado, legisladores y curiosos, dos hombres le vigilaban… ¿o le protegían? Un tercer hombre con gafas de sol miraba un cartel de la Asistencia Médica Gratuita. Su condición de agente era más obvia que la de los otros dos, para los ojos avezados de Marc.

El director había dicho que tenía veinte agentes asignados al caso, y tres de ellos parecían estar vigilando a Marc. Diablos. Pronto le seguirían hasta la casa de Elizabeth, y Marc no dudaba de que el director se enteraría inmediatamente. Entonces resolvió que nadie lo seguiría hasta allí. No era algo que les incumbiera en lo más mínimo. Se libraría de los tres. Necesitaba verla con tranquilidad, sin ojos indiscretos ni lenguas maliciosas. Mientras esperaba que algo le indicara cuál de los dos ascensores llegaría antes, pensó deprisa. Dos de los agentes se encaminaban hacia él, pero el del cartel de la Asistencia Medica Gratuita permaneció inmóvil. Quizá no era un agente, al fin y al cabo, aunque tenía un aire familiar. Le rodeaba la aureola del agente, que otros agentes podían percibir con los ojos cerrados.

Marc fijó toda su atención en el ascensor. La flecha de su derecha se encendió y las puertas se abrieron lentamente. Marc entró disparado y se colocó de cara a los botones, mirando hacia el corredor. Los dos agentes le siguieron al ascensor y se situaron detrás de él. El hombre apostado junto al cartel de la Asistencia Médica Gratuita se puso en marcha hacia el ascensor. Las puertas empezaron a cerrarse. Marc pulsó el botón de apertura y las hojas de la puerta se separaron nuevamente. Debía darle tiempo para que entrara, y entonces los tendría a los tres juntos, pensó Marc. Pero el tercer hombre no reaccionó. Se detuvo, mirando, como si esperara el siguiente ascensor. Quizá quería bajar y no se trataba de un agente. Marc habría jurado… Las puertas volvieron a cerrarse y cuando Marc juzgó que había llegado el momento óptimo, saltó afuera. Craso error. Uno de sus seguidores, O'Malley, consiguió escurrirse también de la cabina, mientras su compañero se veía obligado a viajar lenta pero implacablemente hasta el octavo piso. Ahora a Marc sólo le quedaban dos seguidores. Llegó el otro ascensor. El tercer agente se introdujo en él. Muy astuto o inocente, reflexionó Marc, y esperó afuera. O'Malley estaba a sus espaldas… ¿y ahora qué?

Marc entró en el ascensor y apretó el botón de descenso, pero O'Malley pudo entrar sin problemas. Marc oprimió el botón de apertura y volvió a salir. O'Malley lo siguió, impasible. El tercer hombre permaneció inmóvil en el ascensor. Debían de trabajar en colaboración. Marc volvió a saltar adentro y clavó el dedo sobre el botón que cerraba las puertas. Estas se deslizaron con pavorosa lentitud, pero O'Malley se había alejado dos pasos y no pudo llegar a tiempo. Cuando las puertas se cerraron herméticamente, Marc sonrió. Se había librado de dos: uno se hallaba en la planta baja, impotente, y el otro se dirigía hacia arriba, mientras él descendía al sótano, a solas con el tercero.

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