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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (31 page)

Dos minutos más tarde, Walter Williams estaba frente a él.

A Williams —un metro setenta y tres, rubio, de facciones delgadas y pálidas dominadas por una magnífica frente abovedada y surcada por arrugas de hilaridad, no de pena— se le conocía en el FBI como el Cerebro o W. W. Su responsabilidad fundamental consistía en encabezar el gabinete intelectual del FBI, integrado por otros seis cerebros no tan destacados pero igualmente valiosos. El director le planteaba a menudo problemas hipotéticos a los que él suministraba más tarde una solución que casi siempre resultaba ser, retrospectivamente, la correcta. El director tenía una gran fe en sus juicios, pero este día no podía correr ningún riesgo. Sería mejor que W.W le diera una respuesta convincente para la pregunta teórica que le había formulado la noche anterior, o su próximo paso sería telefonear al presidente y enterarlo de todo.

—Buenos días, director.

—Buenos días, W. W. ¿Qué ha decidido respecto de mi problemita?

—Muy interesante, director… Pienso, para ser justo, que la respuesta es sencilla, incluso si enfocamos la situación desde distintos ángulos.

Por primera vez en la mañana un atisbo de sonrisa iluminó los rasgos del director.

—Suponiendo que no lo haya interpretado mal, director.

La sonrisa del director se ensanchó ligeramente. W.W nunca pecaba por omisión o mala interpretación, y era tan formal que ni siquiera en privado llamaba Halt al director. W.W continuó, mientras sus cejas subían y bajaban como el índice bursátil de Dow-Jones en un año de elecciones:

—Me pidió que suponga que el presidente sale de la Casa Blanca a las X horas para dirigirse al Capitolio. Ese viaje dura seis minutos. Presumo que su coche está blindado y bien custodiado por el Servicio Secreto. En semejantes condiciones, ¿sería posible asesinarlo? Respondo: sería posible pero muy difícil, director. Sin embargo, siguiendo la hipótesis hasta su conclusión lógica, el equipo de asesinos podría utilizar tres métodos: a) explosivos; b) un arma corta a poca distancia; c) un fusil.

W.W siempre hablaba como un libro de texto.

—La bomba se puede arrojar en cualquier punto del trayecto, pero los profesionales nunca la emplean, porque a ellos les pagan por los resultados, no por las tentativas. Si estudia las bombas como método para eliminar presidentes, descubrirá que en ninguna ocasión han surtido efecto, a pesar de que cuatro presidentes fueron asesinados mientras ejercían su mandato. Las bombas siempre terminan por matar a inocentes, y muy a menudo también al culpable del atentado. Por este motivo, como usted ha dado a entender que las personas implicadas son profesionales, pienso que recurrirán al arma corta o al fusil. Ahora bien, el arma corta, director, no es viable durante el trayecto, porque es improbable que un profesional se acerque al presidente y le dispare a bocajarro, arriesgando así su propia vida. Para atravesar el blindaje de la limusina del presidente se necesitaría un fusil para cazar elefantes o una bazooka, y nadie puede circular con estas armas por el centro de Washington sin una licencia especial. Puesto que se trataba de W. W., el director no supo con certeza si esto lo había dicho en broma o si se había limitado a enunciar otro dato. Las cejas seguían subiendo y bajando, lo cual era una señal segura de que no se le debía interrumpir con preguntas tontas.

—Cuando el presidente llegue a la escalinata del Capitolio, la multitud estará demasiado lejos de él para que un arma corta a) sea certera y b) le dé al asesino la probabilidad de huir. De modo que debemos suponer que el sistema empleado será el fusil de largo alcance con mira telescópica. En consecuencia, el asesino sólo podrá tener una oportunidad en el mismo Capitolio. El asesino no puede ver el interior de la Casa Blanca, y de todos modos el cristal de las ventanas tiene diez centímetros de espesor, de modo que deberá esperar que se apee de la limusina frente a la escalinata del Capitolio. Esta mañana controlamos con un cronómetro cuánto tiempo se necesita para subir la escalinata del Capitolio. Son cincuenta segundos. Hay muy pocas atalayas desde donde se podría intentar un asesinato, pero hemos estudia do detenidamente la zona y las encontrará enumeradas en mi informe. Además, los conspiradores deben de estar convencidos de que desconocemos totalmente sus planes, porque saben que podemos neutralizar todos sus apostaderos. Creemos improbable que se cometa un asesinato aquí, en el corazón de Washington, pero igualmente es posible que un hombre o un equipo audaz y lo bastante experto lo intente.

—Gracias, W. W. Estoy seguro de que tiene razón.

—Ha sido un placer, señor. Espero que se trate tan sólo de una hipótesis.

—Sí, W. W.

La sonrisa de W.W fue idéntica a la del único niño de la clase capaz de contestar las preguntas del maestro. El director hizo una pausa y llamó a su otro subdirector.

Matthew Rogers golpeó y entró en el despacho, y esperó que le invitaran a sentarse. Sabía lo que era la autoridad. Como W. W., nunca llegaría a director, pero nadie que lo fuera querría prescindir de él.

—¿Bien, Matt? —preguntó el director, señalando la silla de cuero.

—Anoche leí el informe de Andrews, director, y realmente creo que ha llegado el momento de alertar al Servicio Secreto.

—Eso lo haré dentro de aproximadamente una hora —le respondió el director—. No se preocupe. ¿Ha resuelto cómo distribuirá a sus hombres?

—Todo depende del lugar donde se encuentra el punto crítico, señor.

—Está bien, Matt, supongamos que el punto crítico se encuentra en el Capitolio, a las diez y seis minutos, en la escalinata… ¿Entonces qué?

—Primeramente, rodearía la zona en un radio de medio kilómetro. Cerraría el Metro; bloquearía todo el tráfico, público y privado; detendría e interrogaría a todos quienes tienen antecedentes de haber proferido amenazas o figuran en el índice de seguridad. Solicitaría la ayuda de la Policía metropolitana para formar un cordón de vigilancia. Convendría que hubiera muchos ojos y oídos alertas en la zona. Podríamos solicitar entre dos y cuatro helicópteros a la Base Andrews de la Fuerza Aérea, para reconocimientos de baja altura. En el entorno inmediato del presidente, utilizaría a toda la custodia del Servicio Secreto para montar un cerco impenetrable.

—Muy bien, Matt. ¿Cuántos hombres necesita para esta operación, y cuánto tardará en disponer de ellos si declaro ahora el estado de emergencia?

El subdirector consultó su reloj. Eran poco más de las 7.00. Reflexionó un momento.

—Necesito trescientos agentes especiales con instrucciones y prontos para actuar en dos horas.

—Muy bien, adelante —dijo el director en tono tajante—. Comuníquese conmigo apenas estén listos, pero deje las instrucciones finales para el último momento. Y que los helicópteros no aparezcan hasta las diez y un minuto, Matt. Quiero eliminar todas las posibilidades de filtración: sólo así podremos atrapar al asesino.

—¿Por qué no se limita a cancelar el programa del presidente? Estamos en apuros, y la responsabilidad no recae únicamente sobre usted.

—Si damos marcha atrás ahora, tendremos que volver a empezar mañana desde cero —respondió el director—, y quizá nunca se nos presentará otra ocasión como ésta.

—Sí, señor.

—No me abandone, porque dejaré totalmente en sus manos las operaciones terrestres.

—Gracias, señor.

Rogers salió del despacho. El director sabía que se desempeñaría tan bien como el mejor custodio profesional de la ley que uno podía hallar en los Estados Unidos.

—Señora McGregor.

—¿Sí, señor?

—Comuníqueme con el jefe del Servicio Secreto, en la Casa Blanca.

—Sí, señor.

El director consultó su reloj: las 7.10. Andrews llegaría a las 8.15. Sonó el teléfono.

—El señor Knight está en la línea, señor.

—Stuart, ¿puede llamarme por su línea privada, asegurándose de que nadie le escucha?

H. Stuart Knight conocía suficientemente bien a Halt como para saber que hablaba en serio. Le llamó en seguida utilizando su «mezcladora» especial para eliminar el peligro de posibles intercepciones.

—Stuart, necesito verle inmediatamente, en el lugar habitual. No le quitaré más de media hora. Prioridad absoluta.

Muy engorroso, pensó Knight, pero Halt sólo hacía esa petición dos o tres veces por año, y comprendió que debía postergar por el momento toda otra actividad. Solamente el presidente y el procurador general tenían prioridad sobre Halt.

El director del FBI y el jefe del Servicio Secreto se encontraron diez minutos más tarde en la hilera de taxis aparcados frente a la Union Station. No ocuparon el primer taxi sino el séptimo. Montaron en la parte de atrás sin hablarse ni dar señales de conocerse. Elliott guió el taxi hacia el Capitolio, donde empezó a dar vueltas. El director hablaba y el jefe del Servicio Secreto escuchaba.

El despertador de Marc sonó a las 7.15. Se duchó, se afeitó, y pensó en las actas que había dejado en el Senado, procurando convencerse de que no habrían ayudado a descubrir si el culpable era Dexter o Duncan. Le agradeció en silencio al senador Stevenson que le hubiera ayudado indirectamente a eliminar de la lista a los senadores Byrd, Bayh y Thornton. También le daría las gracias a cualquiera que le ayudase a borrar el nombre del senador Dexter. Empezaba a coincidir con el razonamiento del director: todo apuntaba a Dexter. Tenía un motivo capital, pero… Marc consultó su reloj. Era un poco temprano. Se sentó sobre el borde de la cama y se rascó la pierna, que le escocía. Un insecto debía de haberle picado durante la noche. Siguió reflexionando para ver si algo se le había pasado por alto.

El presidente del consejo de administración se levantó de la cama a las 7.20 y encendió su primer cigarrillo. No recordaba bien a qué hora se había despertado. A las 6.10 le había telefoneado a Tony, que ya estaba levantado y esperando su llamada. Ese día no se verían a menos que el presidente necesitara el coche en un caso de emergencia. Sólo volverían a hablarse a las 9.30 para verificar que todos estaban en sus puestos.

Cuando completó la llamada, marcó el número del servicio de comedor y pidió un suculento desayuno. El trabajo de esa mañana no era de los que uno emprendía con el estómago vacío. Matson debería telefonearle en cualquier momento a partir de las 7.30. Quizás aún dormía. Después del esfuerzo de la noche anterior, Matson merecía un descanso. El presidente sonrió para sus adentros. Entró en el cuarto de baño y abrió la ducha: salió un débil hilo de agua fría. Malditos hoteles. Sesenta dólares por noche y no había agua caliente. Chapoteó infructuosamente y empezó a pensar en las próximas cinco horas, repasando de nuevo el plan con mucho detenimiento para asegurarse de que no había omitido el menor detalle. Esa noche Kennedy estaría muerto y él tendría 500.000 dólares en el Union Bank of Switzerland, Zurich, cuenta número AZL-376921-B. Una pequeña recompensa de sus agradecidos amigos de la industria de armamentos. Y para mayor regocijo el Tío Sam ni siquiera cobraría el impuesto.

Sonó el teléfono. Maldición. Atravesó la habitación chorreando agua. Las palpitaciones de su corazón se aceleraron. Era Matson.

Matson y el presidente habían regresado a las 2.35 de la mañana del edificio donde vivía Marc, una vez realizado el trabajo. Matson había dormido media hora de más. El condenado conserje del hotel se había olvidado de despertarlo: últimamente no se podía confiar en nadie. Apenas se despertó, le telefoneó al presidente y se puso a sus órdenes.

Xan estaba sano y salvo en lo alto de la grúa. Y preparado. Probablemente era el único de ellos que aún dormía.

El presidente, aunque chorreando agua, estaba satisfecho. Colgó el auricular y volvió a la ducha. Aún estaba fría.

Matson se masturbó. Era lo que hacía siempre cuando estaba nervioso y quería matar el tiempo.

Edward Kennedy no se despertó hasta las 7.35. Se dio vuelta en la cama y trató de recordar lo que acababa de soñar, pero como no lo logró, dejó vagar la mente. Pronto iría al Capitolio para defender el proyecto de Ley de control de armas durante una sesión especial del Senado, y después comería con los partidarios y adversarios claves del proyecto. Puesto que éste había sido aprobado en la comisión, tal como lo había previsto, ahora se concentraba en la estrategia para el último día de debate parlamentario. Por lo menos, las probabilidades se habían volcado a su favor. Le sonrió a Joan, a pesar de que ésta le volvía la espalda. Había sido una temporada de mucho ajetreo, y estaba ansioso por ir a Camp David y poder dedicar más tiempo a su familia. Será mejor que me espabile, pensó. La mitad del país ya está levantada y yo todavía en la cama… Sin embargo, la mitad levantada del país no había tenido que cenar la noche anterior con el rey de Tonga, un personaje de doscientos kilos al que casi hubo que arrojarlo de la Casa Blanca porque no había forma de que se marchara. El presidente no estaba muy seguro de poder señalar Tonga en el mapa. Ciertamente, se hallaba en el Pacífico, pero el Pacífico era un vasto océano. Había dejado que su secretario de Estado, Abe Chayes, fuera quien dirigiera la conversación. Por lo menos él sabía con exactitud dónde estaba Tonga, y finalmente Kennedy se había metido a duras penas en la cama, más o menos a las dos de la mañana.

Dejó de pensar en eso y apoyó los pies en el suelo… o para ser más exactos, los apoyó sobre el Escudo Presidencial. El condenado diseño aparecía en todas partes menos en el papel higiénico. Sabía que cuando entrara en el comedor de enfrente, para tomar el desayuno, encontraría la tercera edición de
The New York Times
, la tercera edición de
The Washington Post
, y las primeras ediciones del
Los Angeles Times
y
el Boston Globe
, todas apunto para la lectura, con los artículos que mencionaban su nombre marcados en rojo, y con una reseña especial de las noticias del día anterior. ¿Cómo conseguían completarla aun antes de que él estuviera vestido?, se preguntó. Entró en el baño y abrió la ducha: la presión del agua era casi la justa. Empezó a preguntarse qué debería decir finalmente para convencer a los senadores indecisos de que su proyecto sobre control de armas debía convertirse en ley. Sus esfuerzos por llegar a la mitad de su espalda con el jabón interrumpieron esta secuencia de pensamientos. Los presidentes todavía tienen que apañarse solos para hacer esto, pensó.

Marc aún disponía de veinte minutos, antes de su entrevista con el director. Revisó la correspondencia: sólo una carta del American Express, que dejó sobre la mesa de la cocina, sin abrirla.

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