¿Se lo decimos al Presidente? (27 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

Bastó un timbrazo para que Elliott entrara en el despacho del director.

—No se equivocó respecto del «Mayflower», Elliott. ¿Qué medidas ha tomado?

—Ya hay dos hombres allí, señor, y uno sigue a Andrews.

—Esta es la primera vez en treinta y seis años que aborrezco mi función. —Comentó el director—. Lo ha hecho usted muy bien, Elliott, y muy pronto podré explicarle qué diablos significa esto.

—Sí, señor.

—Investigue a estas cinco personas. No deje ninguna piedra sin mover.

—Sí, señor.

—Gracias.

Elliott se deslizó fuera del despacho.

Este condenado no tiene corazón. Mi mano derecha no puede ser un hombre sin corazón. Sin embargo, es muy útil en esta extraña contingencia. Cuando el caso esté resuelto, le trasladaré nuevamente a Ohio y…

—¿Ha dicho algo, señor?

—No, señora McGregor. Sencillamente, estoy enloqueciendo poco a poco. No se preocupe por mí. Cuando los hombres de bata blanca vengan para llevarme, firme usted los formularios por triplicado y ponga cara de alivio.

La señora McGregor sonrió.

—Me gusta su nuevo traje —comentó el director.

Ella se sonrojó.

—Gracias, señor.

Marc entró por la puerta giratoria del hotel «Mayflower», y sus ojos escrutaron el vestíbulo buscando a Elizabeth. Sentía enormes deseos de verla y de desechar las tortuosidades y aclararlo todo. Se trata de un mero cúmulo de circunstancias, se dijo una vez más. No la vio y escogió un asiento cómodo fuera del bar, que aún parecía cerrado.

En el otro extremo, un hombre estaba comprando
The Washington Post
en el mostrador de periódicos. Marc no notó que no lo leía. Elizabeth se encaminaba hacia él, acompañada por el senador Dexter. Diablos, esto era lo único que le faltaba.

—Hola, Marc. —Le besó ligeramente en la mejilla.

¿Judas mostraba a los fariseos quién era el que debía morir? La más abominable de las ideas.

—Marc, quiero presentarte a mi padre.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, Marc. Es un placer conocerle. Elizabeth me ha hablado mucho de usted.

«¿Y qué podrá decirme usted a mí?», se preguntó Marc. «¿Dónde estuvo el 24 de febrero? ¿Dónde estará mañana, senador Dexter?».

—¿Te encuentras bien, Marc? —preguntó Elizabeth.

—Sí, muy bien. Disculpe, senador. El gusto es mío.

El senador le miraba con expresión extraña.

—Bien, debo irme, querida… me espera un día muy atareado. Esperaré ansiosamente la hora de comer mañana contigo, como de costumbre.

—Te veré entonces, papá. Gracias por el desayuno y la charla.

—Adiós, Marc. Espero que volvamos a vernos. —El senador Dexter le miró inexpresivamente.

—Tal vez —respondió Marc, con parsimonia.

Le miraron alejarse. Ellos, y otras tres personas. Una de ellas se fue a telefonear.

—¿Qué te sucede, Marc? ¿Por qué fuiste tan brusco con mi padre? Tenía muchas ganas de presentártelo.

—Disculpa. Disculpa, solamente se trata de que estoy muy cansado.

—¿O hay algo que me ocultas? —murmuró Elizabeth.

Yo podría preguntar lo mismo.

—¿A qué te refieres?

—Oh, no lo sé. Olvidémoslo —respondió Marc—. ¿Por qué querías verme con tanta urgencia?

—Sólo para presentarte a mi padre. ¿Qué tiene eso de extraño? ¿Por qué diablos me molesté?

Elizabeth se puso en pie y corrió por el vestíbulo empujando la puerta giratoria que encontró al final de su trayecto. Tres hombres la vieron partir. Uno la siguió y dos se quedaron con Marc.

Marc avanzó lentamente hacia la puerta. El portero le saludó en forma ceremoniosa. — ¿Taxi, señor? —No, gracias. Prefiero caminar.

El director estaba hablando por teléfono y le señaló a Marc el amplio sillón de cuero. Se dejó caer en él, aturdido. El director colgó el auricular y miró a Marc.

—De modo que ahora ha conocido al senador Dexter, y debo decirle que la doctora Dexter no sabe nada o es la mejor actriz del mundo.

—Lo ha visto todo —dijo Marc.

—Por supuesto, y más que eso. Ella acaba de sufrir un accidente de automóvil hace dos minutos. En esta llamada me trasmitieron los detalles.

Marc respingó en su asiento.

—Está ilesa. Abolladuras por valor de un par de cientos de dólares en la parte delantera de su «Fiat» y ni una simple raya en el autobús que embistió. Es una chica prudente. Usa el cinturón de seguridad. Ahora se dirige a su trabajo en un taxi. O mejor dicho, en lo que ella cree un taxi.

Marc suspiró, resignado a lo que sucedería a continuación, fuera lo que fuere.

—¿Dónde está el senador Dexter? —preguntó.

—Fue al Senado. Hizo una llamada telefónica cuando llegó allí, pero carecía de importancia.

Marc empezaba a sentirse como un títere.

—¿Qué quiere que haga ahora?

Golpearon la puerta y apareció el hombre anónimo. Le entregó una nota al director, que la leyó rápidamente.

—Gracias.

El hombre anónimo se fue. Marc se temía lo peor. El director depositó la nota sobre el escritorio y levantó la vista.

—El senador Thornton ha convocado una rueda de prensa para las diez y media en la oficina 2228, en el Senado. Será mejor que vaya allí inmediatamente. Telefonéeme apenas haya terminado la disertación. Las preguntas que formulen después los periodistas serán intrascendentes. Siempre lo son.

Marc caminó hasta el Senado, nuevamente con la esperanza de que eso le despejara la cabeza. Quería telefonear a Elizabeth y preguntarle si se encontraba bien después del accidente. Quería formularle cien preguntas pero deseaba una sola respuesta. Tres hombres caminaron hacia el Senado, dos de ellos alternándose a mitad del trayecto, mientras el otro lo recorría íntegro. Los tres llegaron finalmente a la oficina 2228, pero ninguno de ellos había ido allí para escuchar al senador Thornton.

La sala ya estaba bien iluminada por los focos de las cámaras de televisión, y los periodistas conversaban animadamente. La sala estaba muy concurrida, a pesar de que el senador Thornton aún no había llegado. Marc se preguntó qué diría, y si sus palabras arrojarían alguna luz sobre sus propios problemas. Quizá probarían la culpabilidad de Thornton, y Marc podría presentarle al director un motivo plausible para el asesinato. Mientras miraba a los periodistas veteranos, pensó que tal vez éstos sospechaban inteligentemente cuál sería el contenido de la declaración, o quizás habían recibido una confidencia de alguno de los colaboradores de Thornton. Pero no quería preguntarles nada, porque temía que luego lo recordaran. El senador Thornton entró con una espectacularidad que habría complacido al mismo César, todo sonrisas, precedido de tres ayudantes y de una secretaria privada. Indudablemente, explotaba muy bien la ocasión. Su cabellera oscura estaba untada con brillantina y se había puesto lo que él obviamente imaginaba que era su mejor traje: verde con finas rayas azules. Nadie le había advertido cómo tenía que vestir frente a la televisión en colores —sólo ropa oscura, lo más sencilla posible— o si se lo habían advertido no había hecho caso.

Se instaló en un amplio sillón con aire de trono, en el otro extremo de la sala, y sus pies apenas tocaban el suelo. Estaba rodeado de focos, y los técnicos de sonido de la televisión colocaron sus micrófonos alrededor y delante de él. De pronto, se encendieron otras tres enormes lámparas de arco. Thornton ya transpiraba, pero seguía sonriendo. Las cámaras de televisión estaban prontas y dispuestas para filmar al senador. Este se aclaró la garganta.

—Damas y caballeros de la prensa…

—Un comienzo pomposo —comentó un corresponsal sentado frente a Marc, mientras tomaba en taquigrafía todas sus palabras.

Marc le miró con más atención y creyó reconocerlo. Era Sinclair, del
The Washington Post
. Ahora el senador Thornton contaba con el silencio total de su público.

—Acabo de sostener una larga conversación con el presidente de los Estados Unidos, y luego de esa entrevista deseo formular una declaración a los periódicos y la televisión. —Hizo una pausa—. Mis críticas a la Ley de control de armas y mi voto contra ella en la comisión se explican por mi deseo de representar a mis electores y por el legítimo temor de estos al desempleo…

—… y por tu propio y auténtico temor al desempleo —acotó Sinclair,
sotto voce
—. ¿Qué soborno te ofreció el presidente durante la cena del lunes?

El senador volvió a aclararse la garganta.

—El presidente ha prometido que cuando se haya promulgado esta legislación y se haya prohibido la manufactura local de armas de fuego, patrocinará una ley encaminada a suministrar ayuda financiera a los fabricantes de armas y su personal, con la esperanza de que esta industria pueda orientarse hacia otras actividades menos peligrosas que la de la producción de arsenales destructivos. El interés que el presidente ha prestado a la solución de dicho problema, me libra de la obligación de votar este proyecto de ley. Durante bastante tiempo he sustentado una posición ambigua…

—Y que lo digas —murmuró Sinclair.

—… respecto de esta ley, en razón del sincero temor que me inspiran la libertad y facilidad con que los criminales pueden obtener armas de fuego.

—Eso no te preocupaba ayer —susurró el corresponsal—. ¿Qué contratos te prometió el presidente? ¿O acaso se comprometió a ayudarte a ganar la reelección de su viejo escaño?

—Y para mí el problema siempre estaba en el platillo de la balanza…

—… hasta que un pequeño soborno inclinó la balanza.

Sinclair ya tenía su propia audiencia, que disfrutaba con sus asertos más que con los del senador por Massachusetts.

—Ahora que el presidente ha manifestado tanta comprensión, puedo anunciar con la conciencia limpia…

—… tan limpia que se ve lo que hay abajo —completó Sinclair.

—… que comparto la posición de mi partido. Mañana no me opondré al proyecto del Gobierno.

Aplausos frenéticos desde puntos aislados de la sala, que impresionaban sospechosamente al oído —y la vista— como tributos de colaboradores distribuidos en puntos estratégicos.

—Damas y caballeros —continuó el senador Thornton—, esta noche dormiré más tranquilo…

—Y más rico —acotó Sinclair.

—Para terminar, deseo agradecer su presencia a los representantes de la prensa.

—Vinimos prácticamente obligados. Era el único espectáculo de la ciudad.

Alrededor del corresponsal del
Post
estallaron risas, pero no llegaron hasta Thornton.

—Y contestaré encantado todas las preguntas. Gracias.

—Será mejor que no contestes ninguna de las mías.

La mayoría de los otros reporteros abandonaron inmediatamente la sala, para alcanzar las primeras ediciones de los periódicos vespertinos, que ya entraban en prensa en todo el país. Marc se sumó a ellos pero antes miró por encima del hombro del famoso periodista. Había estado garabateando en letra cursiva.

—Amigos, romanos, palurdos, dispensadme vuestro escarnio. He venido a sepultar a Kennedy, no a halagarlo. —No era precisamente material de primera plana.

Otros tres hombres que habían asistido a la rueda de prensa siguieron a Marc cuando éste abandonó la sala. Marc corrió hasta las cabinas telefónicas más próximas, situadas en la mitad del pasillo. Todas estaban ocupadas por reporteros ansiosos de transmitir sus primicias, y detrás de ellos se había formado una larga cola. Otra cola partía de los dos teléfonos del final del pasillo. Marc cogió el ascensor, pero en la planta baja tropezó con el mismo problema. Su única probabilidad residía en la cabina telefónica del edificio Russell, en la acera de enfrente. Corrió hacia allí, y otros tres hombres le imitaron. Cuando llegó a su meta, una mujer de mediana edad entró en la cabina adelantándosele por un paso, e introdujo dos monedas en la ranura.

—Sí… soy yo. Conseguí el empleo… Sí, muy bueno… Sólo por las mañanas… Empiezo mañana… Pero no puedo quejarme, el sueldo no es malo.

Marc se paseaba de un lado a otro mientras los tres hombres contenían la respiración. Por fin la mujer terminó de hablar y se alejó con una sonrisa radiante, ajena a Marc y sus problemas. Por lo menos, alguien confía en el mañana, pensó Marc. Miró en torno para comprobar que no había nadie cerca, aunque creyó reconocer al hombre apostado junto al cartel de la Asistencia Médica Gratuita. Quizás era uno de sus colegas del FBI. Había visto en alguna parte esa cara oculta detrás de las gafas de sol. Estaba más protegido que el presidente. Marcó el número de la línea privada del director, y le dio el de su cabina telefónica. La campanilla sonó casi inmediatamente.

—Hay que borrar a Thornton de la lista, porque…

—Lo sé, lo sé —respondió el director—. Acabo de hablar por teléfono y he sido informado de la declaración de Thornton. Es precisamente lo que había previsto que diría, si está comprometido. Ciertamente, yo no lo borro de mi lista. En todo caso, refuerzo mis sospechas. Siga ocupándose de los cinco durante toda esta tarde y comuníquese conmigo apenas averigüe algo. No se moleste en venir.

Hubo un clic en la línea. Marc se quedó descorazonado. Apretó la horquilla, esperó el tono para marcar, introdujo otras dos monedas de diez céntimos y marcó el número del «Woodrow Wilson». La enfermera de guardia fue a buscar a Elizabeth, pero volvió y dijo que nadie la había visto en todo el día. Marc colgó, olvidándose de dar las gracias o de despedirse. Bajó en el ascensor hasta la cafetería del sótano, para comer. Su decisión le hizo ganar otros dos clientes a la cafetería. El tercer hombre ya tenía una cita para comer, aunque llegaría tarde.

13.00 horas

Sólo Tony y Xan llegaron puntualmente al hotel «Sheraton» de Silver Spring. Habían pasado muchas horas juntos pero casi nunca se hablaban. Tony se preguntaba en qué pensaba el japonés durante todo ese tiempo. Tony había estado muy activo estudiando las rutas para el último día, poniendo el «Buick» a punto… y conduciendo al presidente y a Matson. Todos le trataban como si fuera un condenado taxista. Era tan competente como ellos, en cualquier circunstancia, ¿y dónde diablos estarían sin él? Si no hubiera sido por él, aún estarían lidiando con esos jodidos agentes del FBI. Fuera como fuere, a la noche siguiente todo habría terminado, y él podría partir y gastar parte del dinero que con tanto esfuerzo había ganado. No había decidido si iría a Miami o a Las Vegas. Tony siempre derrochaba el dinero antes de haberlo cobrado. Entró el presidente, con un cigarrillo colgando de los labios, como siempre. Los miró y preguntó hoscamente dónde estaba Matson. Ambos negaron con la cabeza. Matson siempre trabajaba solo. No confiaba en nadie. El presidente estaba enfadado y no hacía ningún esfuerzo por disimularlo. El senador apareció pocos minutos después, con la misma expresión irritada, pero ni siquiera se percató de la ausencia de Matson.

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