Read ¿Se lo decimos al Presidente? Online
Authors: Jeffrey Archer
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política
Reinaba un silencio atónito.
—¿Cómo llega allí arriba? —preguntó el senador.
—Como gato, senador. Trepo. Ventaja de ser muy pequeño.
Subo inmediatamente después de medianoche y bajo cinco horas. Veo todo Washington y nadie me ve.
—¿Desde una plataforma tan pequeña tiene una buena perspectiva de la escalinata del Capitolio? —preguntó el presidente.
—Quizá necesitaré tres segundos —respondió Xan—. Perspectiva me permitirá poder ver la Casa Blanca como nadie la ha visto jamás. Semana pasada podría haber matado dos veces a Kennedy. Cuando esté en escalinata Capitolio será fácil. No puedo errar…
—¿Qué sucederá el jueves con los otros obreros? Es posible que quieran utilizar la grúa —le interrumpió el senador.
Esta vez Nicholson, el presidente, sonrió.
—El próximo jueves habrá una huelga, amigo mío. En razón del pago insuficiente de las horas extraordinarias. Para hacer valer sus derechos, no trabajarán mientras Kennedy visita el Capitolio. Hay algo seguro: dado que en la obra sólo quedan unos guardianes avejentados, nadie querrá subir a lo alto de una grúa que está totalmente desguarnecida, con excepción de un reducido techo. Desde abajo, nadie pensaría que un ratón se puede esconder allí arriba. Xan volará mañana a Viena y comunicará los resultados de su viaje en la última reunión, el próximo miércoles. Entre paréntesis, Xan, ¿tiene un bote de pintura amarilla?
—Sí, robé uno de obra.
El presidente miró en torno. Silencio.
—Bien, parece que estamos mejor organizados que la otra vez. Gracias, Xan.
—No me gusta —masculló Matson—. Es demasiado fácil, demasiado genial.
—El FBI le ha enseñado a desconfiar exageradamente, Matson. Ya verá que estamos mejor preparados que ellos, porque nosotros sabemos qué es lo que nos proponemos hacer, y ellos no. No tema. Podrá asistir al funeral de otro Kennedy.
La poderosa mandíbula de Matson subió y bajó.
—Usted es quien quiere verle muerto —dijo acremente.
—Y a usted le pagan por ello —respondió Nicholson—. Muy bien, nos reuniremos dentro de cinco días para pasar revista al plan definitivo. El miércoles por la mañana les informaremos a dónde deben ir. Xan habrá regresado de Austria mucho antes de ese día.
El presidente sonrió y encendió otro cigarrillo. El senador salió sigilosamente. Cinco minutos después salió Matson. Cinco minutos después salió Tony. Cinco minutos después salió Xan. Cinco minutos después, el presidente de directorio pidió el almuerzo.
16.00 horas
Marc tenía demasiado apetito para poder seguir trabajando con eficacia, y salió de la biblioteca en busca de comida. Cuando el ascensor se detuvo, las puertas le mostraron, al abrirse, un tramo de fichero. «Sabor-Salud», leyó frente a él. Una asociación inconsciente de palabras hizo aflorar en su mente la feliz imagen de la joven guapa e ingeniosa que había conocido el día anterior, caminando por el pasillo con su falda negra y su blusa roja, haciendo repiquetear los tacones sobre las baldosas. En las facciones de Marc apareció una ancha sonrisa. Era asombroso el placer que experimentaba sólo con pensar que podía llamarla y volver a verla, y era alarmante descubrir cuánto deseaba hacerlo.
Encontró el snack bar y devoró una hamburguesa mientras divagaba sobre todo lo que ella dijo y sobre el aspecto que tenía al decirlo. Luego telefoneó al «Woodrow Wilson».
—Lo lamento, pero hoy la doctora Dexter no trabaja —respondió una enfermera—. ¿Quiere que le comunique con la doctora Delgado?
—No —dijo Marc—. Me temo que ella no podrá ayudarme en nada.
Sacó su agenda y marcó el número de Elizabeth Dexter. Le sorprendió un poco encontrarla en su casa.
—Hola, Elizabeth. Soy Marc Andrews. ¿Puedo conservar la esperanza de cenar esta noche contigo?
—Promesas, promesas. Vivo soñando constantemente con un enorme filete.
—Estupendo. Para mí ha sido un día pésimo en todos los aspectos, y es posible que tú te conviertas en su único elemento memorable.
—Te noto un poco apagado, Marc. Quizá realmente tienes comienzo de gripe.
—No, no creo que sea gripe. Pero cuando pienso en ti se me corta la respiración. Será mejor que cuelgue ahora, antes de ponerme cianótico.
Era agradable oírla reír.
—¿Por qué no vienes alrededor de las ocho?
—Magnífico. Te veré esta noche, Elizabeth.
—Cuídate, Marc.
Colgó el auricular, y súbitamente volvió a tomar conciencia de que sonreía de oreja a oreja. Consultó el reloj: las 16.30. Excelente. Otras tres horas en la biblioteca, y después saldría en pos de ella. Volvió a sus libros de consulta y continuó recogiendo datos biográficos de los sesenta y dos senadores.
Pensó un momento en el presidente. Ese no era un presidente cualquiera. Era un Kennedy. ¿Podría haber algún nexo con John y Roben? ¿Era válida la teoría de la conspiración? ¿Por qué Tyson no la había mencionado? ¿Algún senador había estado complicado en aquellas muertes? ¿O se trataba de otro lunático que trabajaba por su cuenta? En esta investigación, todo indicaba la presencia de un equipo. Lee Harvey Oswald y Sirhan Sirhan, uno muerto y otro en la cárcel, y aún no se había elaborado una explicación convincente para ninguno de los dos asesinatos. Si iban a matar al tercer Kennedy, ¿por qué Tyson no había mencionado esa posibilidad?
Algunas personas alegaban que la CIA había sido la responsable del asesinato de JFK porque éste había amenazado con sacar a relucir todos los trapos sucios después del fracaso de la Bahía de Cochinos. Otros decían que Castro había organizado el asesinato para vengarse. Se sabía que dos semanas antes del asesinato Oswald se había entrevistado con el embajador cubano en México, y que la CIA conocía este extremo. Habían transcurrido veinte años desde entonces, y todavía nadie sabía nada con certeza. ¿Y qué decir de la famosa confabulación de Massachusetts contra Ted Kennedy? Jamás se había revelado la identidad de los participantes.
Un tipo espabilado de Los Angeles, Jay Sandberg, que se había alojado con Marc mientras estudiaban Derecho, sostenía que la confabulación llegaba hasta arriba, incluso a la cúspide del FBI: sabían la verdad pero no decían nada.
Quizá Tyson y Rogers eran dos de los que sabían. Le habían enviado a hacer diligencias triviales para distraerlo, y no le habían permitido revelar a nadie los detalles de lo que había sucedido el día anterior. Ni siquiera a Grant Nanna.
Si se trataba de una conspiración, ¿a quién podría recurrir? Tal vez un solo hombre lo escucharía, y éste era el presidente. Pero no le era posible llegar hasta él. Debería llamar a Jay Sandberg, quien había realizado un estudio sobre los asesinatos de los Kennedy. Sólo Sandberg podía tener una teoría. Marc volvió sobre sus pasos hasta el teléfono público, buscó el número particular de Sandberg, en Nueva York, y marcó los diez dígitos. Lo atendió una voz de mujer.
—Sí —dijo fríamente. Marc pudo imaginar la nube de humo que se compaginaba con la voz.
—Hola, estoy tratando de comunicarme con Jay Sandberg.
—Oh. —Otra nube de humo—. Todavía está trabajando.
—¿Puede darme su número de teléfono? —preguntó Marc Andrews.
Después de exhalar más humo se lo dio y cortó la comunicación.
Caray, pensó Marc. Estas mujeres del Upper East Side.
La otra voz que le atendió fue muy distinta, con un cálido acento entre irlandés y norteamericano.
—Sullivan y Cronwell.
Marc reconoció el prestigioso bufete de Nueva York. Algunos progresaban en el mundo.
—¿Puedo hablar con Jay Sandberg?
—En seguida le pongo, señor.
—Habla Sandberg.
—Hola, Jay. Soy Marc Andrews. Me alegro de haberte encontrado. Te llamo desde Washington.
—Hola, Marc. Qué placer oírte. ¿Cómo marcha tu vida de agente federal? Rat-a-tat-tat y todo eso.
—A veces es así —respondió Marc—. Jay, necesito que me asesores. ¿Dónde puedo encontrar datos sobre los atentados contra Edward Kennedy, y particularmente el que se perpetró en Massachusetts, en 1979? ¿Lo recuerdas?
—Claro que sí. Tres hombres arrestados. Déjame pensar. —Sandberg hizo una pausa—. Todos fueron puestos en libertad porque los catalogaron como inofensivos. Uno murió en un accidente de tráfico en 1980. Otro fue acuchillado durante una pelea en San Francisco y murió después, en 1981. Y el tercero desapareció misteriosamente el año pasado. Te digo que fue otra conspiración.
—¿De quién, esta vez?
—La Mafia ya quiso librarse de EMK en el 76, para evitar una investigación que él reclamaba sobre la muerte de aquellos dos gángsters, Sam Giancana y John Rosselli. Ahora no ha aumentado su estimación por él dada la forma en que promueve la Ley de control de armas.
—Te puedo advertir que no figuran en el Informe de la Comisión Warren ni en ninguna de las indagaciones posteriores. El mejor material es
The Yankee and Cowboy Wars
, de Carl Oglesby… allí lo encontrarás todo.
Marc tomó nota.
—Gracias por tu ayuda, Jay. Recurriré nuevamente a ti si falta algo. ¿Cómo marchan las cosas en Nueva York?
—Oh, bien, bastante bien. Soy uno del millón de abogados que están barriendo los escombros de la quiebra de Nueva York. Espero que nos veamos pronto, Marc.
—Desde luego, la próxima vez que vaya a Nueva York.
Marc volvió a la biblioteca, pensativo. Podía ser la CIA, podía ser la Mafia, podía ser un chalado, podía ser cualquiera. Le pidió a la chica el libro de Carl Oglesby. Le entregaron un volumen muy manoseado, que empezaba a desencuadernarse. Sheed Andrews & McMeel, Inc., 6700 Squibb Road, Mission, Kansas. Sería interesante leerlo, pero por el momento debía volver a las biografías de los senadores: ésta continuaba siendo su tarea perentoria. Pasó otras dos horas tratando de eliminar senadores o de encontrar motivos para que alguno de ellos quisiera quitar de en medio a Kennedy. No progresó mucho.
—Tendrá que irse, señor —dijo la joven bibliotecaria, con los brazos cargados de libros, y con expresión de estar ansiosa por volver a su casa—. Lamentablemente, debemos cerrar a las siete y media.
—¿Puede concederme otros dos minutos? Ya casi he terminado.
—Supongo que sí —respondió la chica, y se alejó tambaleándose bajo el peso de un cargamento de Actas del Senado, 1971-1973, que pocos además de ella podrían haber manejado.
Marc echó un vistazo a sus notas. Entre los sesenta y dos «sospechosos» figuraban algunos personajes muy prominentes, como Alan Cranston, de California, a quien se calificaba a menudo como el «jefe del grupo liberal» del Senado; Edward W. Brooke, de Massachusetts, que seguía siendo el único senador negro; el líder de la mayoría, Robert C. Byrd., de West Virginia, que en 1971 le había arrebatado a Edward Kennedy el cargo de jefe de grupo de senadores demócratas; Henry Dexter, de Connecticut, que había sido enviado especial durante el gobierno de Ford; Edmund S. Muskie, de Maine, candidato demócrata a la vicepresidencia en 1968; Robert E. Duncan, de South Carolina, un hombre educado, culto, muy conocido por su pericia como parlamentario; Marvin Thornton, quien ocupaba el escaño que Kennedy había dejado vacante en 1960; Mark O. Hatfield, el republicano liberal y devoto, de Oregón; Hayden Woodson, de Arkansas, miembro de la nueva categoría de republicanos sureños; William Cain, de Nebraska, un conservador fanático que había presentado su candidatura como independiente en 1960; y Birch Bayh, de Indiana, el hombre que había rescatado a Ted Kennedy de un avión accidentado, en 1967, y le había salvado la vida. Sesenta y dos hombres sospechosos, pensó Marc. Y seis días por delante. Las pruebas deberían ser apabullantes. Ya no le quedaba mucho por hacer ese día.
Todos los edificios del gobierno estaban cerrando sus puertas. Sólo le quedaba desear que el director hubiese adelantado tanto como él y que pudiera reducir esos sesenta y dos hombres a un número más razonable. Sesenta y dos hombres: seis días.
Volvió al coche que había dejado en el aparcamiento público. Cuatro dólares diarios por el privilegio de estar de permiso. Le pagó al encargado, salió a Pennsylvania Avenue, y enfiló por 9th Street rumbo a su apartamento situado en N Street, SW, dejando a sus espaldas lo peor de la hora punta. Encontró a Simón en el garaje y le arrojó las llaves.
—Volveré a salir apenas me haya cambiado —exclamó Marc por encima del hombro mientras se dirigía a su apartamento del octavo piso.
No era el barrio más lujoso de la ciudad, pero muchos profesionales jóvenes y solteros vivían en esa zona renovada al sudoeste de Washington. El edificio se levantaba a orillas del río, cerca del Arena Stage, y en un lugar cómodo, próximo a una estación de metro. Agradable, vivaz, no demasiado caro… era ideal para Marc. Se duchó y se afeitó rápidamente y se puso un traje más informal que el que había usado para visitar al director. Ahora empezaba la buena vida.
Cuando bajó nuevamente, el coche estaba orientado como para permitir una rápida retirada, según las palabras textuales de Simón. Condujo hasta Georgetown, dobló a la derecha por 30th, y aparcó frente a la casa de Elizabeth Dexter. Una casita de ladrillo rojo, muy elegante. O era muy próspera, o se la había comprado su padre. Su padre, el senador Dexter, no pudo dejar de pensar…
Estaba tan bella allí, sobre el umbral, como lo había estado en su imaginación. Eso era lo bueno. Llevaba un largo vestido rojo con cuello alto, que hacía resaltar maravillosamente su cabello y sus ojos oscuros.
—¿Vas a entrar, o te quedarás inmóvil en la puerta como un recadero?
—Voy a quedarme inmóvil, admirándote —respondió—. Sabes, doctora, siempre me han atraído las mujeres guapas e inteligentes. ¿Piensas que esto revela algo acerca de mi personalidad?
Ella rió y le guió al interior de la hermosa casa.
—Ven y siéntate. A juzgar por tu aspecto me parece que necesitas una copa. —Elizabeth le sirvió la cerveza que él había pedido. Cuando ella se sentó, su expresión era seria—. Supongo que no querrás hablar de eso tan horrible que le sucedió a mi cartero.
—No —dijo Marc—. Preferiría no hablar, por muchas razones.
El semblante de Elizabeth Dexter expresó con claridad que comprendía.
—Espero que atrapes a los bastardos que lo asesinaron. —De nuevo los ojos oscuros se desviaron rápidamente para enfrentar los de él. Se puso en pie para dar vuelta al disco colocado—. ¿Te gusta esta música? —preguntó.